A la plata
Tomás Carrasquilla
Publicado:
1901
Aquel enjambre humano debía presentar a
vuelo de pájaro el aspecto de un basurero. Los sombreros mugrientos, los forros
encarnados de las ruanas, los pañolones oscuros y sebosos, los paraguas
apabullados, tantos pañuelos y trapajos retumbantes, eran el guardarropa de un
Arlequín. Animadísima estaba la feria: era primer domingo de mes y el
vecindario todo había acudido a renovación. Destellaba un sol de justicia; en
las tasajeras de carne, de esa carne que se acarroñaba al resistero, buscaban
las moscas donde incubar sus larvas; en los tendidos de cachivaches se
agrupaban las muchachas campesinas, sudorosas y sofocadas, atraídas por la
baratija, mientras las magnatas sudaban el quilo, a regateo limpio, entre los
puestos de granos, legumbres y panela. Ese olor de despensa, de carnicería, de
transpiración de gentes, de guiñapos sucios mezclado al olor del polvo y al de
tanta plebe y negrería, formaban sumados, la hediondez genuina, paladinamente
manifestada, de la humanidad. Los altercados, los diálogos, las carcajadas, el
chillido, la rebatiña vertiginosa de la venduta, componían, sumados también, el
balandro de la bestia. Llenaba todo el ámbito del lugarón.
Sonó
la campana, y cátate al animal aplacado. Se oyó el silencio, silencio que
parecía un asueto, una frescura, que traía como ráfagas de limpieza… hasta
religioso sería ese silencio. Rompiólo el curita con su voz gangosa; contestóle
la muchedumbre, y, acabada la prez, reanudóse aquello. Pero por un instante
solamente, porque de pronto sintióse el pánico, y la palabra:
"¡Encierro!" vibró en el aire como preludio de juicio final. Encierro
era en toda regla. Los veinte soldados del piquete, que inopinada y repentinamente
acababan de invadir el pueblo, habíanse repartido por las cuatro esquinas de la
plaza, a bayoneta calada. Fué como un ciclón. Desencajados, trémulos,
abandonándolo todo, se dispararon los hombres y hasta hembras también, a los
zaguanes y a la iglesia. ¡Pobre gente! Todo en vano, porque, como la amada de
Lulio, "ni en la casa de Dios está segura".
De
allí sacaron unas decenas. Cayó entre los casados el Caratejo Longas. Lo que no
lloró su mujer, la señá Rufa, llorólo a moco tendido María Eduvigis, su hija.
Fuese ésta con súplicas al alcalde. A buen puerto arrimaba: cabalmente que al
Caratejo no había riesgo de largarlo. ¡Figúrense! El mayordomo de Perucho
Arcila, el rojo más recalcitrante y más urdemales en cien lenguas a la redonda:
¡un pícaro, un bandido! Antes no era tanto para todo lo rojo que era el tal
Arcila.
Ya
desahuciado y en el cuartel, llamó el Caratejo a conferencia a su mujer y a su
hija, y habló así: "A lo hecho, pecho, Corazón con Dios, y peganos del
manto de María Santísima. A yo, lo que es matame, no me matan. Allá verán que
ni an mal me va. Ello más bien es maluco dejalas como dos ánimas; pero ai les
dejo maíz pa mucho tiempo. Pa desgusanar el ganao del patrón, y pa mantener
esas mangas bien limpias, vustedes los saben hacer mejor que yo. Sigan con el
balance de la güerta y de los quesitos, y métanle a estas placeñas y a las
amasadoras los güevos hasta las cachas, y allá verán cómo enredamos la pita.
Mirá, Rufa: si aquellos muchachos acaban de pagar la condena antes que yo güelva,
no los almitás en la casa, de mantenidos. Que se larguen a trabajar, o a jalale
a la vigüela y a las décimas si les da la gana. ¡Y no s'infusquen por eso!…
ultimadamente, el Gobierno siempre paga".
Y
su voz selvática, encadenada en gruñidos, con inflexiones y finales dejativos,
ese acento característico de los campesinos de nuestra región oriental, los
acompañaba el orador con mil visajes y mímicas de convencimiento, y un aire de
socarronería y unos manoteos y paradas de dedo de una elocuencia verdaderamente
salvaje. Ayudábale el carate. Por aquella cara larga, y por cuanto mostraba de
aquel cuerpo langaruto y cartilaginoso, lucía el jaspe, con vetas de carey, con
placas esmeriladas y nacarinas. Pintoresco forro el de aquella armazón.
Ensartando
y ensartando dirigióse al fin a la hija, y, con un tono y un gesto allá, que
encerraban un embuchado de cosas, le dice, dándole una palmadita en el hombro:
"Y vos, no te metás de filática con el patrón: ¡es muy abierto!".
¡Culebra
brava la tal Eduvigis! Sazonado por el sol y el viento de la montaña era aquel
cuerpo, en que no intervinieron ni artificio ni deformación civilizadores; obra
premiada de naturaleza. Las caderas, el busto bien alto, la proclamaban futura
madre de la titanería laboradora. El cabello, negro, de un negro profundo, se
le alborotaba, indomable como una pasión; y en esos ojos había unas promesas,
unos rechazos y un misterio, que hicieron empalidecer a más de un rostro
masculino. Un toche habría picado aquellos labios como pulpa de guayaba madura;
de perro faldero eran los dientes, por entre los cuales asomaba tal cual vez,
como para lamer tanto almíbar, una puntita roja y nerviosa. Por este asomo
lingüístico de ingénito coquetismo, la regañaba el cura a cada confesión, pero
no le valía. Así y todo, mostrábase tan brava y retrechera, que un cierto
galancete hubo de llevarse, en alguna memorable ocasión, un sopapo que ni un
trancazo; fuera de que el Caratejo la celaba a su modo. Él tenía su idea. Tanto
que, apenas separado de la muchacha se dijo, hablado y todo y con parado de
dedo: "Verán cómo el patrón le quebranta agora los agallones".
Y
pocos días después partió el Caratejo para la guerra.
Rufa,
que se entregó en poco tiempo y por completo al vicio de la separación, cuando
los dos hijos partieron a presidio, bien podría ahora arrostrar esta otra
ausencia, por más que pareciera cosa de viudez. ¡Y tánto como pudo! Ni las más
leves nostalgias conyugales, ni asomos de temor por la vida del marido, ni
quebraderos de cabeza porque volara el tiempo y le tornase el bien ausente, ni
nada, vino a interrumpir aquel viento de cristiana filosófica indolencia. A
vela henchida, gallarda y serenísima, surcaba y surcaba por esos mares de
leche. Y eso que en la casa ocurrió algo, y aun algos, por aquellos días. Pero
no: sus altas atribuciones de vaquera labradora y mayordoma de finca, en que
dio rumbo a sus actividades y empleo a la potencia judaica que hervía en su
carácter, no le daban tiempo ni lugar para embelecos y enredos de otro orden.
¡Lo que es tener oficio!…
Hembra
de canela e inventora de dineros era la tal Rufa Chaverra. Arcila declarólo
luego espejo de administradoras. Ella se iba por esas mangas, y, a güinchazo
limpio, extirpaba cuanta malecilla o yerbajo intruso asomase la cabeza. Con
sapientísima oportunidad salaba y ponía el fierro a aquel ganado, cuyo idioma
parecía conocer, y a quien hacía los más expresivos reclamos, bien fuese
colectiva o individualmente, ya con bramido bronco igual que una vaca, si era a
res mayor, ahora melindroso, si se trataba de parvulillos; y siempre con el
nombre de pila, sin que la "Chapola" se le confundiese con la
"Cachipanda", ni el "Careperro" con el
"Mancoreto". Hasta medio albéitara resultaba, en ocasiones. Mano de ángel
poseía para desgusanar, hacer los untos y sobaduras y gran experiencia y
fortuna en aplicar menjurjes por dentro y por fuera. La vaca más descastada y
botacrías no se la jugaba a Rufa; que ella, juzgando por el volumen y otras
apariencias, de la proximidad del asunto, ponía a la taimada, en el corral, por
la noche; y, si alguna vez se necesitaba un poco de obstetricia, allí estaba
ella para el caso. En punto a echar argollas a los cerdos más bravíos, y de
hacer de un ternero algo menos ofensivo, allá se las habría con cualquier
itagüiseño del oficio. Iniciada estaba en los misterios del harem, y cuando al
rebuzno del pachá respondían eróticos relinchos, ella sabía si eran del caso o
no eran idilios a puerta cerrada, y cuál la odalisca que debía ir al tálamo.
Porque sí o porque no, nunca dejaba de apostrofar al progenitor aquél con algo
así: "¡Ah taita, como no tenés más oficio que jartar, siempre estás
dispuesto pa la vagamundería!".
Si
tan facultativa y habilidosa era para manejar lo ajeno, cuánto y más no sería
para lo propio. Ni se diga de los gajes con la leche que le correspondía, ni de
los productos del gallinero, ni de esa huerta donde los mafafales alternaban
con la hachira, los repollos con las pepineras, las vitorias con las auyamas.
Pues
resultó que todo estuvo a pique de perderse. Del huracán que ahora corre,
llegaron ráfagas hasta la montañesa. Supo que unas amigas y comadres
mazamorreaban orillas de La Cristalina, riachuelo que corre obra de dos millas
de la casa de Arcila. Lo mismo fué saber que embelecarse. So pretexto de buscar
un cerdo que dizque se le había remontado, fuése a las lavadoras de oro, y con
la labia y el disimulo del mundo, les sonsacó todas las mañas y
particularidades del oficio. Ese mismo día se hizo a batea, y viérais a la
rolliza campesina, con las sayas anudadas a guisa de bragas, zambullida hasta
el muslo, garridamente repechada, haciéndole bailar a la batea la danza del oro
con la siniestra mano, mientras que con la diestra iba chorreando el agua sobre
la fina arena, donde asomaban los ruedos oscuros de la jagua. Al domingo
siguiente cambió el oro, y cuál se le ensancharía el cuajo cuando tuvo
amarrados, a pico de pañuelo, treinta y seis reales de un boleo.
Dada
a la minería pasara su vida entera, a no ser por un cólico que la retuvo en
cama varios días, y que le repitió más violento al volver al oficio. Mas no
cedió en su propósito; mandó entonces a la Eduvigis, a quien le sentaron muy
bien las aguas de La Cristalina. Mientras la hija pasaba de sol a sol en la
mazamorrería, la madre cargaba con todo el brete de la finca. ¡Y tan campantes
y satisfechas!…
Más
rastro deja en un espejo la imagen reflejada, que en el ánimo de Rufa las
noticias sobre la guerra, que oía en el pueblo los domingos y los dos días de
semana en que iba a sus ventas. Lo que fué del Caratejo, no llegó a preocuparse
hasta el grado de indagar por el lugar de su paradero. Bien confirmaba esta
esposa que las ternuras y blandicies de alma son necesidades de los blancos de
la ciudad, y un lujo superfluo para el pobre campesino.
Envueltos
en la niebla, arrebujados y borrosos, mostrábanse riscos y praderas; la casa de
la finca semejaba un esbozo de paisaje a dos tintas; a trechos se percibían los
vallados y chambas de la huerta, las aristas del techo, el alto andamio del
gallinero; sólo alcanzaban a destacarse con alguna precisión los cuernos del
ganado, rígidos y oscuros, rompiendo esas vaguedades, cual la noción del diablo
la bruma de una mente infantil. A la quejumbrosa melodía de los recentales,
acorralados y ateridos, contestaban desde afuera los bajos profundos y
cariñosos de las madres, mientras que Rufa y Eduvigis renegaban, si Dios tenía
qué, en las bregas y afanes del ordeño. Eduvigis, en cuclillas, remangada hasta
las axilas, cubierta la cabeza con enorme pañuelo de pintajos, hacía saltar de
una ubre al cuenco amarillento de la cuyabra, el chorro humeante y cadencioso.
Un hálito de vida, de salud se exhalaba de aquel fondo espumoso. Casi colmaba
la vasija, cuando un grito agudo, prolongado adrede, rasgó la densidad de esa
atmósfera. La moza se suspende; el grito se repite más agudo todavía. "¡Mi
taita!", exclama la Eduvigis, y sin pensar en leches ni en ordeños, corre
alebrestada chamba abajo.
No
se engañaba. Buen amigo, que sí lo era en efecto, descolgóse a saltos, lengua
afuera, la cola en alboroto. Impasible, la señá Rufa permaneció en su puesto. A
poco llegóse el Caratejo con el perro, que quería encaramársele a los hombros.
Marido y mujer se avistaron. Nada de culto externo ni de perrerías en aquel
saludo. Dijérase que acababan de separarse.
-
Y, ¿qué es lo que hay pal viejo? -dice Longas por toda efusión.
Y
Rufa, plantificada, totuma en mano, con soberano desentendimiento, contesta:
-
Y eso, ¿qué contiene, pues?
-
Pues que anoche llegamos al sitio, y que el fefe me dio licencia pa venir a
velas, porque mañana go esta tarde seguimos pa la Villa.
Facha
peregrina la de este hijo de Marte. El sombrero hiperbólico de caña abigarrada,
el vestido mugriento de coleta, los golpes rojos y desteñidos del cuello y de
los puños, los pantalones holgados y caídos por las posas y que más parecían de
seminarista, dignos eran de cubrir aquel cuerpo largo y desgavilado. Ni las
escaseces, ni las intemperies, ni las fatigas de campaña, habían alterado en lo
mínimo al mayordomo de Arcila. Tan feo volvía y tan Caratejo como se fue. Por
morral llevaba una jícara algo más que preñada; por faja una chuspa oculta y no
vacía.
Rufa
sigue ordeñando. Toma Lonjas la palabra.
-
Pues, pa que lo viás. Ya lo ves que nada me sucedió. Los que no murieron de
bala, se templaron de tanta plaga y de tanta mortecina de cristiano, y yo… ai
con mi carate: ¡la cáscara guarda el palo!
Y
aquí siguió un relato bélico autobiográfico, con algo más de largas que de
cortas, como es usanzas en tales casos. Rufa parecía un tanto cohibida y
preocupada.
-
¿Y ontá la Eduvigis? - dice de pronto el marido, cortando la narración.
-
Pes ella… pes ella… puai cogió chamba abajo, izque porque la vas a matar.
-
¿A matala? ¿Y por qué gracia?
-
¿Pes… ella… no salió, pues, con un embeleco de muchacho?…
-¿De
muchacho? -prorrumpe el conscripto, abriendo tamaños ojos, ojos donde pareció
asomar un fulgor de triunfo-. ¿Conque, muchacho? ¿Y pu'eso s'esconde esa
pendeja? ¿Y ontá el muchacho?
-
¿Ai no'stá, pues en la maca?
-
Andá llámame a esa boba.
Y,
tirando corredor adentro, se coló al cuartucho. Debajo de la cama pendiente de
unos rejos, oscilaba la batea. Envuelto en pingajos de colores verdosos y
alterados, dormía el angelito. No pudo resistir el abuelo a la fuerza de la
sangre, ni menos al empuje de un orgullo repentino que le borbotó en las
entrañas. Sacó de la batea la criatura, que al despertar y ver aquella cara tan
fea y tan extraña, puso el grito en el cielo. Era José Dolores Longas un
rollete de manteca, mofletudo y cariacontecido; las manos unas manoplas; las
muñecas, como estranguladas con cuerda, a modo de morcilla; las piernas,
tronchas y exuberantes, más huevos de arracacha que carne humana: una figura
eclesiástica, casi episcopal. Iba a quebrarse con los berríos que lanzaba:
¡cuidado si había pulmones! El soldado lo cogió en los brazos, haciéndole
zarandeos, por vía de arrullo. Abrazaba su fortuna: en aquel vástago veía el
Caratejo horizontes azules y rosados, de dicha y prosperidad: el predio
cercano, su sueño dorado, era suyo; suyas unas decenas de vacas; suyo el par de
muletos y los aparejos de la arriería: y ¿quién sabe si la casa, esa casa tan
amplia y espaciosa, no sería suya pasado corto tiempo? ¡El patrón era tan abierto!…
Calmóse un tanto el monigote. Escrutólo el Caratejo de una ojeada, y se dijo:
"¡Igualito al taita!".
Entre
tanto Rufa gritaba desde la manga: "¡Que vengás a tu taita que no está
nada bravo! !Que no sias caraja! !Subí, Eduvigis, que siempre lo
habís de ver!".
La
muchacha, más muerta que viva, a pesar de la promesa, subía por la chamba,
minutos después. Pálida por el susto, parecía más hermosa y escultural. Levantó
la mirada hacia la casa, y vió a su padre en el corredor, con el niño en
brazos. A paso receloso llégase a él; arrodíllase a las plantas y murmura:
-¡Sacramento
del altar, taita!
Y
con la diestra carateja, le rayó la bendición el padre, no sin sus miajas de
unción y de solemnidad. Mandóla luego la madre a la cocina a preparar el
agasajo para el viajero, y Rufa que ya en ese momento había terminado sus
faenas perentorias, tomó al nieto en su regazo y se preparó al interrogatorio
que se le venía encima.
-
Bueno -principia el marido-, y el patrón siempre le habrá dejao a la muchacha…
por lo menos sus tres vacas, y le habrá dao mucha plata pa los gastos?
-¡Eh!
-replica Rufa-. ¿Usté por qué ha determinao que fué don Perucho?
-¿Que
no fué el patrón? -salta el Caratejo desfigurándose.
-¡Si
fue Simplicio, el hijo de la dijunta Jerónima!…
-¡Ese
tuntuniento!… -vocifera el deshonrado padre-. ¡Un muerto dihambre que no tiene
un Cristo en qué morir!… Y vos, so almártaga, ¿pa qué consentites esos enredos?
La
cara se le desencajó; le temblaban los labios como si tuviera tercianas.
"Yo mato a esa arrastrada, a esa sinvergüenza". Y, atontado y
frenético, se lanza a la cocina, agarra una astilla de leña, y cada golpe
escupe sobre la hija un insulto, una desvergüenza, una bajeza. Cuando la
infeliz yacía por tierra, convulsa y sollozante, arrimóle Longas formidable
puntapié, y exclamó tartajoso: "¡Te largás… ahora mismo… con tu muchacho…
que yo no voy a mantener aquí vagamundas!".
Y
salió disparado, camino del pueblo, como huyendo de su propia deshonra.
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