Karel Čapek
Apócrifos
Título original: Apokryfy
Traducción de Ana Orozco de Falbr
Karel Čapek
nació al noroeste de Checoslovaquia en 1890. Sus obras han alcanzado
reconocimiento internacional y han sido traducidas a diversos idiomas. Ya en
sus primeros escritos se vislumbra la idea de Capek de concebir la literatura
como un vehículo idóneo para expresar sus ideas filosóficas, que expone a
través de originales utopías y visiones satíricas del mundo futuro. Con sus
primeras obras, Los Calvarios y Cuentos tormentosos, llega a
posturas cercanas a un nihilismo intelectual que le podrían haber conducido al
silencio. Sin embargo a partir de ese momento comenzó a expresarse por medio
del teatro, descubriendo una nueva posibilidad comunicativa. Sus primeras obras
dramáticas, R.U.R. (Rossum’s Universal Robots) —donde se emplea por
primera vez la palabra robot referida a autómatas mecánicos— y El
juego de los insectos cosecharon un éxito inmediato y rotundo en Londres y
Nueva York gracias a su ingeniosa puesta en escena y al atrevido contenido
crítico de sus argumentos, que advierten de los peligros de una sociedad
obsesionada por la producción y el consumo. Čapek es uno de los pioneros de
la llamada "novela de anticipación"; en sus escritos se descubren
preocupaciones éticas y sociales derivadas de una situación histórica plagada
de amenazas. Este escritor cultivó también el periodismo,
en sus Cartas italianas, Cartas inglesas (1924) y Cartas españolas (1930)
destacan las finas y minuciosas observaciones psicológicas. Murió en 1938 meses
después del "Pacto de Munich" que supuso el desmembramiento de su
país; no llegó a ver la ocupación militar de Praga por las tropas nazis, aunque
tal vez ya la había anticipado de una forma u otra en sus novelas.
Los
relatos seleccionados en este volumen se integran en un libro titulado Apócrifos.
Escritos entre 1920 y 1938 nos presentan una visión
desmitificadora de
Carraspeando y gimoteando, tras un largo
preámbulo ce introducción, se reunieron de nuevo los miembros del Senado en
sesión extraordinaria, que se celebraba a la sombra de un olivo sagrado.
—Bueno, señores —se animó Hipometeo,
presidente del Senado—. ¡Hay que ver cómo se ha prolongado esto! Creo que no es
necesario un resumen pero, en fin, para que no haya objeciones formales... Así
pues, Prometeo, ciudadano de la localidad, comparece ante el Tribunal acusado
de haber inventado el fuego y con ello, ejem... ejem... de haber violado el
orden establecido. Ha confesado, primero: que verdaderamente inventó el fuego;
segundo: que es capaz de sacarlo, cada vez que lo desee, del pedernal; tercero:
que este secreto, mejor dicho, que este descubrimiento escandaloso no lo guardó
para sí ni lo comunicó a los centros competentes, sino que lo confió y dejó
usar libremente a gente incapacitada, como se ha comprobado por las
declaraciones de las personas que acaban de ser interrogadas. Creo que esta
explicación bastará y que podemos pasar inmediatamente a la votación sobre su
culpabilidad y sobre la sentencia a imponer.
—Perdone, señor presidente —objetó el
miembro Apometeo—, pero juzgo que a causa de la importancia de este Tribunal
extraordinario, sería quizás conveniente que no dictásemos la sentencia, hasta
después de una meticulosa deliberación y, por decirlo así, información general.
—Como quieran, señores —cedió conciliador
Hipometeo—. El caso es, desde luego, muy claro, pero si alguno de ustedes desea
subrayar algo... ¡Hagan el favor!
—Yo me permitiría indicar —se oyó decir a
Ameteo, después de haber tosido con decisión— que, según mi opinión, en todo
esto se debería recalcar particularmente una parte del asunto. Me refiero,
señores, a la parte religiosa. Permítanme expresarme. ¿Qué es ese fuego? ¿Qué
es esa chispa que se hace brotar del pedernal? Como reconoció el mismo Prometeo
no es más que un rayo, y todos sabemos que el rayo es una manifestación del
poder sobrenatural del Dios de las Tormentas. Hagan el favor de explicarme,
señores, cómo es posible que un tal Prometeo se haya apoderado del fuego
divino. ¿Con qué derecho se lo apropió? ¿De dónde lo sacó? Prometeo trata de
convencernos de que, sencillamente, lo descubrió; pero eso es una disculpa
tonta. Si se tratase de un hecho tan inocente, ¿por qué no habría inventado el
fuego, por ejemplo, uno de nosotros? Yo estoy convencido, señores, de que
Prometeo robó el fuego a nuestros dioses. Sus negativas y disculpas no nos
embaucarán. Yo calificaría su acto, primero, de robo ordinario y segundo, de
delito de blasfemia y robo sacrílego. Estamos aquí para castigar con la mayor
severidad este atrevimiento impío, y para defenderla propiedad sagrada de
nuestros dioses nacionales. Esto es todo lo que quería decir, señores —terminó
Ameteo y se sonó con energía en los faldones de su toga.
—Bien dicho —aprobó Hipometeo—. ¿Tiene
alguien más alguna observación que hacer? —Pido que me disculpen —habló
Apometeo—, pero yo no puedo estar de acuerdo con la interpretación dada por mi
respetable señor colega. Yo he observado cómo el dicho Prometeo producía el
fuego y he de decirles francamente, señores, que la cosa en si no tiene nada de
particular. Descubrir el fuego es algo que sabría hacer cualquier vagabundo,
holgazán o cabrero. A nosotros no se nos ha ocurrido, sencillamente, porque una
persona seria no se pone a jugar con piedrecitas para que salten chispas.
Aseguro a mi señor colega Ameteo, que ésas son fuerzas corrientes de la
naturaleza, el ocuparse de las cuales no es digno de una persona que piensa y,
menos todavía, digno de los dioses. Según mi opinión, el fuego es una
manifestación demasiado fútil para que la relacionemos con cosas sagradas para
nosotros. Pero el asunto tiene otro aspecto, sobre el que quiero llamar la
atención de los señores colegas. Parece ser que el fuego es un elemento
peligroso, hasta podríamos decir, perjudicial. Han oído ustedes declarar a una
serie de testigos que, habiendo ensayado el invento infantil de Prometeo,
sufrieron serias quemaduras y, en algunos casos, daños en sus propiedades.
Señores, si por culpa de Prometeo se extiende el uso del fuego —lo que por
desgracia ya no se puede impedir
— ninguno de nosotros estará seguro de su
vida ni siquiera de su hacienda. Y eso, señores míos, puede significar el fin
de cualquier clase de civilización. Basta el más pequeño descuido y ¿ante qué
se detendría ese elemento intranquilo? Prometeo, señores, ha cometido una
ligereza merecedora de castigo por haber traído al mundo algo tan destructivo.
Yo calificaría su crimen de grave amenaza corporal y contra la seguridad
pública. Y teniendo esto, en cuenta, pido que se le condene a cadena perpetua,
agravada con lecho duro y grilletes. He terminado, señor presidente.
—Tiene usted mucha razón, colega —resopló
Hipometeo—. Solamente quisiera añadir algo, señores. ¿Para qué nos hacía falta
el fuego? ¿Acaso lo utilizaban nuestros antepasados? Venir ahora con cosa
semejante es, sencillamente, una falta de respeto al orden heredado, o sea...
ejem... un acto de rebelión. ¡Eso nos faltaba, jugar con fuego! ¿Pueden ustedes
imaginar a dónde nos llevará esto? La gente, junto al fuego, se hará
inútilmente delicada, se arrellanará en el calor y la comodidad en lugar de...
en fin, de luchar y cosas parecidas. En resumen, de esto se desprenderá
solamente blandeza de carácter, decadencia de la moral y... ejem... falta de
orden en general —y cosas parecidas. Hay que hacer algo contra estas
manifestaciones poco saludables, señores. Los tiempos en que vivimos son serios
y además... Esto es todo lo que quería decir.
—Muy bien —exclamó Antimeteo—. Todos
nosotros estamos de acuerdo con nuestro digno presidente, en que el fuego de
Prometeo puede tener consecuencias incalculables. Señores, no intentemos
ocultarlo, se trata de algo tremendo. ¡Qué grandes posibilidades dará el fuego
al que lo tenga en su poder! Citaré solamente algunos ejemplos: se podrá quemar
la cosecha del enemigo, arrasarle los olivares, etc. etc. Con el fuego, señores
míos, se nos da a los hombres una nueva fuerza y una nueva arma. Con el fuego
nos hacemos casi iguales a los dioses —terminó bajando la voz. Y de pronto
explotó:
¡Acuso a Prometeo porque este divino e
insuperable elemento, lo confió a pastores y a esclavos, a todo el que llegó!
¡Porque no lo puso en manos elegidas que lo hubieran cuidado como un tesoro de
Estado, aprovechándolo para dominar! ¡Acuso a Prometeo por malversar de esta
manera el descubrimiento del fuego, que debía haber sido un secreto del
sacerdocio! ¡Acuso a Prometeo —gritó excitado Antimeteo— porque enseñó a
producir el fuego a los extranjeros, porque no silenció su descubrimiento ni
ante nuestros enemigos! Prometeo robó el fuego por el hecho de haberlo
entregado a todos.
¡Acuso a Prometeo de alta traición! ¡Le
acuso de intrigas contra la comunidad! —Antimeteo gritó tanto que empezó a
toser—. ¡Pido la pena de muerte! —salió finalmente de su garganta.
—Bien, señores —habló Hipometeo—, ¿alguien
más quiere hacer uso de la palabra? Entonces, según la opinión del Tribunal,
Prometeo es acusado, por una parte, del crimen de blasfemia y robo sacrílego,
del crimen de causar graves daños corporales, de perjuicios a la propiedad
ajena y de amenaza a la seguridad pública; por otra parte, del crimen de alta
traición. Señores, propongo que se le condene a cadena perpetua, agravada con
lecho duro y grilletes, o a la pena de muerte.
—O a ambas cosas —dejó escapar de su
garganta el pensativo Ameteo—, para que las dos propuestas sean aceptadas.
—¿Y cómo van a aplicársele ambas penas? —preguntó
el presidente.
—Eso es, precisamente, lo que estoy
meditando... —gruñó Ameteo—. Quizá sería posible así: condenar a Prometeo a
estar toda su vida atado a unas rocas... y tal vez los buitres se encarguen de
picotear su impío hígado. ¿Me comprenden ustedes?
No estaría mal... —dijo satisfecho
Hipometeo—. Señores, ése sería un castigo ejemplar por una... ejem...
extravagancia tan criminal. ¿Tiene alguno de mis distinguidos colegas algo que
objetar? Entonces, hemos terminado.
¿Y por qué habéis condenado a muerte a ese
Prometeo, papá?— preguntó a Hipometeo durante la cena, su hijo Epimeteo.
—Eso tú no lo comprendes —gruñó Hipometeo,
hincando al mismo tiempo el diente en una pierna de carnero—. ¡Caramba! Una
pierna de carnero asada, está mejor que cruda... ¡Vaya! Después de todo, para
algo sirve ese fuego... Mira, le hemos condenado por motivos de interés
público. ¿A dónde llegaríamos si el primero a quien le viniera en gana pudiera,
sin castigo, inventar algo nuevo y grande? ¿Comprendes? Pero todavía le falta
algo a este carnero... ¡Ya lo tengo! —gritó feliz—. Una pierna de carnero asada
se debe salar y untar con ajo picado. ¡Eso es! Muchacho ¡vaya un
descubrimiento! ¿Ves? Una cosa así no se le hubiera ocurrido a ese Prometeo...
Año 1932
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