Anotación
El libro de Francisco Morán
es un penetrante estudio de una de las voces más importantes de la poesía
cubana y latinoamericana. Mediante un profundo examen de la obra de Casal, el
autor ilumina la complejidad de las pasiones del poeta y sus deseos
homoeróticos y estudia con acierto sus esfuerzos por crear un lenguaje con que
expresarlos. Morán también nos proporciona una vívida exploración de La Habana
de Casal y un agudo análisis de su contexto social y cultural. Este libro es
una contribución original que resistirá la prueba del tiempo.
Arcadio Díaz Quiñones
(Universidad de Princeton)
Francisco Morán Lull
Julián del Casal o Los
pliegues del deseo
Verbum ENSAYO
JULIÁN DEL CASAL
O LOS PLIEGUES DEL DESEO
La misión que te fue encomendada,
descender a las
profundidades con nuestra chispa verde,
la quisiste cumplir de
inmediato y por eso escribiste:
ansias de aniquilarme sólo siento.
Pues todo poeta se apresura
sin saberlo
para cumplir las órdenes
indescifrables de Adonai.
Ahora ya sabemos el
esplendor de esa sentencia tuya,
quisiste llevar el verde de
tus ojos verdes
a la terraza de los dormidos
invisibles.
Por eso aquí y allí, con los
excavadores de la identidad,
entre los reseñadores y los
sombrosos,
abres el quitasol de un
inmenso Eros.
Nuestro escandaloso cariño
te persigue
y por eso sonríes entre los
muertos.
Oda a Julián del Casal
JOSÉ LEZAMA LIMA
a
la memoria, en carne viva, de Julián del Casal
a mis dos ciudades: La
Habana y Nueva Orleáns
a Mike, siempre
a mi padre y a mi tía
a mis amigos y/o colegas, en
la complicidad de la complicidad de la lectura y en el fragor de la distancia:
Pedro Marqués, Félix Lizárraga, Rogelio Saunders, Germán Guerra, Carlos A.
Aguilera, Norge Espinosa, Antonio J. Ponte, Reina María Rodríguez, José
Quiroga, Gustavo Pérez Firmat, James Pancrazio, Rolando Sánchez Mejías, Damaris
Calderón, Jorge Camacho, Jorge Brioso, Víctor Fowler, Eyda Merediz, Juan C.
Quintero, Abilio Estévez, Jesús Jambrina, Carlos Pintado, Rogelio Gómez,
Santiago Chong, Ben A. Heller, Verónica Salles-reese, Arcadio Díaz Quiñones,
Jorge Olivares, Horacio Legrás, Michael A. Gerli, Manolo García Castellón,
Alicia Aldaya, Beatriz Varela, Enrico M. Santí, César Salgado, Emilio Bejel,
Rafael Rojas, Eduardo González, Carlos J. Alonso, Julio Ramos, Lilliam Moro y
Efraín Barradas.
Quiero agradecer, en primer
lugar, la generosidad de Carmen Peláez del Casal por abrirme las puertas de su
casa y depositar en mis manos las pertenencias de Casal que ella ha conservado
todo este tiempo. Asímismo agradezco a la «Sala Cubana» de la Biblioteca
Nacional y al Archivo Nacional las facilidades para consultar y fichar
periódicos, libros y legajos del siglo XIX. En lo que respecta a la Biblioteca
Nacional, la colaboración desinteresada de amigos como Víctor Fowler y Lourdes
Castillo, quienes me facilitaron parte del material gráfico incluido en esta
edición resultó ser de incalculable utilidad. La Biblioteca del Instituto de
Literatura y Lingüística me permitió el acceso a La
Caricatura, con lo que pude no sólo enriquecer la bibliografía activa de
Casal, sino proponer, desde el amarillismo de La Caricatura,
una relectura de su obra. Por esta razón, mi gratitud será siempre eterna. No
puedo dejar de mencionar aquí a un amigo cuya ayuda y generosidad fue decisiva
en la escritura de este libro: Pedro Marqués de Armas. Su impresionante
conocimiento de las relaciones ciencia-poder en el siglo XIX me proveyó tanto
con textos raros, de difícil o imposible acceso desde mi mesa de trabajo en los
Estados Unidos, así como de valiosos comentarios y observaciones que probaron
ser de extrema utilidad. Con Marqués de Armas mantuve un diálogo constante, un
intercambio de ideas que enriqueció e influyó mi propia lectura, y me hizo
sentirme menos solo.
Si de agradecer se trata,
¿cómo sería posible no mencionar a quienes fueron no sólo pacientes lectores
del manuscrito original, sino además entusiastas, sensibles, críticos
perspicases? Vaya, pues, mi gratitud hacia: Gustavo Pérez Firmat, James
Pancrazio, Oscar Montero, Gwen Kirpatrick, Arcadio Díaz Quiñones, Jorge Luis
Arcos y el profesor Ángel Esteban, éste último de la Universidad de Granada.
Unos en calidad de evaluadores del manuscrito, y otros simplemente como colegas
y amigos, todos ellos dedicaron tiempo y energías a la lectura y comentario del
mismo, y por ello les estaré siempre agradecido.
Hoy tengo la impresión de
que los amigos, los viajes, las experiencias vividas; en fin, todo cuanto me ha
pasado o he hecho desde que leí los primeros poemas de Casal, se han encontrado
y anudado en este libro. Por eso mi último agradecimiento quiero dispersarlo en
la tumba vacía de Casal, en la ciudad donde hemos tenido que disputarlo desde
siempre y para siempre, y perseguirlo con un “escandaloso cariño” que
afortunadamente nunca conocerá el sosiego, ni la inmovilidad de la estatua.
CAPÍTULO I
“Mirar fijamente”: Julián del Casal y el
modernismo hispanoamericano.
Una introducción
El presente capítulo es introductorio en un doble sentido. En un primer bloque
presentamos a Casal y el lugar paradójico que ha venido a ocupar en la literatura
cubana. Para mí era importante subrayar en este sentido dos gestos canonizantes
desde el centro y la periferia de aquellos proyectos políticos y culturales que
instituyeron y no han dejado de privilegiar la centralidad de José Martí en ese
canon. De ahí el importante lugar que le concedo a la lectura que hace Virgilio
Piñera, no sólo de Casal mismo, sino también de Martí.
El segundo bloque revisa el
ambivalente lugar de Martí en el canon modernista. La importancia de este
análisis nos parecía tan insoslayable como obvia: la oposición Martí-Casal no
es sino un reflejo de otra continental y ya asentada en el discurso crítico
latinoamericano: Martí-Darío, Martí-modernismo. Tanto en Cuba como en
Hispanoamérica se trata de un gesto idéntico: oponer un modernismo ético a otro estético. Para llevar
a cabo esta revisión, retomo la discusión que sostuvieron Juan Marinello y
Manuel Pedro González en 1958, entre otras cosas por la relevancia del momento
histórico en que tiene lugar: la cercanía del triunfo revolucionario de enero
de 1959, momento a partir del cual comenzó a avanzarse aceleradamente hacia la
institucionalización de Martí. El seguimiento de la discusión -que extendemos
hasta Cintio Vitier, Roberto Fernández Retamar y Fina García Marruz, entre otros-
lleva a la conclusión directa, o a sugerir, de que sólo una lectura del texto
martiano que privilegie su contenido ético y político, aunque sin negar su
valor estético, permitiría afirmar su lugar, y hasta su centralidad en el
modernismo. Observamos una imperiosa necesidad por redefinir entonces el
modernismo -y con él a Martí- más allá de lo
literario.
¿Pero a qué se debe esto? En
primer lugar a la percepción de que con el modernismo asistimos a una
“feminización” de la literatura, lo cual explica el consabido recelo martiano
hacia la palabra y su ferviente deseo de ser poeta «en actos». De este modo,
sugerimos que eso que Julio Ramos llama acertadamente «drama de la virilidad»
en Martí, se extiende verdaderamente a la crítica contemporánea, a su malestar
frente a las poses, los desvíos, y el gusto por las cremas y polvos del estilo
del modernismo.
Ahora bien, ese «drama de la
virilidad» -cuya escenificación todavía presenciamos- no es un problema
endémicamente exclusivo de Hispanoamérica, por lo que creímos necesario
vincular las preocupaciones de la crítica y el modernismo hispanoamericano a
los desarrollos que estaban teniendo lugar en el Occidente del fin-de-siècle.
Finalmente, concluimos
rechazando el binarismo ético-estético al afirmar el valor político del gesto
estetizante, aún del más aparentemente inocuo o vacío. Nuestra conclusión es
que la pasión por la autonomía literaria -que muchos críticos han insistido en
ver como escapista- se tradujo en una práctica crítica de ambas, de la lectura
y de la escritura, lo cual se revela en el sistemático cuestionamiento de la
autoridad del significante. Pintado, pues, el telón de fondo de nuestra lectura
de Casal, sólo resta dar inicio a la representación, iluminar el escenario,
perseguir las máscaras, sus trueques en los callejones del libro, o de la
ciudad.
1. JULIÁN DEL CASAL: LA UÑA
VEHEMENTE
A la máquina deseante que
pone en acción y conduce nuestra lectura del modernismo le daremos un nombre,
un engrase particular; le daremos la visibilidad que merece, y al mismo tiempo
espesaremos su secreto al multiplicar los pliegues y los sonajeros de su risa,
de sus estertores, hasta que el esputo, uniéndose al río de la tinta, empiece a
cantar.
Lo llamaremos con los
nombres que él se dio a sí mismo, o no se dio: Julián del Casal, Hernani,
Alceste, Conde de Camors, el «amante de las torturas». Nombres, nombretes,
pseudónimos, en fin, poleas y palancas para la trasmisión de fuerzas, para
crear e impulsar la energía de la subjetividad, diseminándola en el texto, en
los pasajes del cuerpo. Vamos a perseguirlo, jadeantes, por las calles de la
ciudad, hasta la carcajada final. Alucinados por el amor y el deseo de sus
cambiantes ojos, preguntaremos por él en la estatua borrada, imposible; lo buscaremos
en el monumento que no le será construido nunca; en el museo que no tendrá; en
los lugares que visitó y han sido abofeteados por los ciclones tanto como por
los vientos huracanados de la ideología.1
¿Por qué tomar a Casal, no
como centro, sino como punto de arranque y de observación del modernismo? A
esto respondemos sin titubear. Por la misma razón por la que nadie hace esta
pregunta cuando se trata de Darío, de Martí. Porque Casal es el malestar que
interrumpe y enferma el árbol genealógico del modernismo al cuestionar su
organicidad interna. Porque habiendo muerto días antes de cumplir treinta años,
se le ha considerado con frecuencia, patéticamente, como un escritor
«malogrado».2 Porque se supone que Cuba no era,
no podía ser un lugar propicio al desarrollo del modernismo. ¿Un modernismo
cubano? También «malogrado». Todavía la lógica del árbol gobierna las lecturas
que hacemos de nuestras relaciones con Europa, con nuestros vecinos
hispanoamericanos, de las calidades de nuestros poetas: hay raíces principales
y raíces secundarias, a veces olvidables.3 Por Casal circulan, sin embargo,
extraños jugos, intensidades que hacen añicos ese sistema de subordinaciones
que no ha dejado de perseguir a la crítica literaria latinoamericana. Lejos de
presentarlo aquí como raicilla secundaria, o de pretender elevarlo al dudoso
mérito de las raíces principales, mi intención es presentarlo como epítome de
ese tejido invasor que fue la escritura modernista, como la máquina deseante
que hace saltar las lecturas jerarquizantes, como el estallido dentro, en el
interior mismo de esas lecturas.
La crítica del modernismo no
ha dejado de producir, en su mayor parte, relatos genealógicos y de
subordinación. Esos relatos sitúan, persistentemente, a la escritura modernista
en la periferia de la producción literaria de los centros metropolitanos, a la
poesía enemistada con el periodismo, a Casal uno o varios peldaños por debajo
de Martí, y a Martí -sobre todo desde los sesenta- por encima de Darío.
En el caso específico de la
crítica sobre Casal no podemos dejar de mencionar dos hechos, ocurridos en el
mismo año, que marcaron un cambio definitivo en la recepción de su obra. En
1993, el año del Centenario de la muerte de Casal, un grupo de escritores
habaneros organizamos lo que constituyó el primer coloquio sobre Casal que se
haya realizado nunca en Cuba, como parte del homenaje con que recordamos al
poeta.4 Ese homenaje respondió a la
iniciativa individual de dichos escritores quienes contaron con un más que
limitado apoyo institucional.
Hay que decir incluso que en
su inmensa mayoría sólo pudieron llevarse a cabo, satisfactoriamente, aquellas
actividades que, como los recitales de poesía, necesitaban de poco o ningún
apoyo de la burocracia cultural. De ese entusiasmo febril salieron importantes
y novedosas lecturas de Casal que quedaron recogidas en la selección La Habana Elegante. Julián del Casal In Memoriam (Casa
Editoral Abril, 1993).5 Mientras tanto, en Estados
Unidos, Oscar Montero publicó, también en 1993, Erotismo
y representación en Julián del Casal, libro ya de
obligada consulta no sólo en la bibliografía casaliana, sino también en la del
modernismo.
Tanto la lectura de Montero
como las realizadas por lo que llamaré aquí la «generación del Centenario»
coinciden en tres aspectos importantes: 1) insisten en la relación íntima,
profunda, de Casal con la ciudad; 2) traen a un primer plano el vínculo
insoslayable del cuerpo con la escritura y 3) tienen como punto de arranque -y
esta coincidencia es profundamente conmovedora y aleccionadora en su sentido
más profundo- el cariño, la devoción personal hacia Casal. En este sentido,
insisto, resulta reveladora de esa afinidad basada en el cariño y la cultura,
la inclusión de un texto de Montero en HE.
También en 1993 Esperanza
Figueroa publicó su valiosa edición crítica de las Poesías
completas y pequeños poemas en prosa en orden cronológico de Julián del
Casal. Debemos decir que de las tres ediciones críticas de la poesía de Casal
publicadas hasta ahora, dos (la de Glickman y la de Figueroa) han sido
publicadas en los Estados Unidos, y son también las más completas. Yo sabía de
la dedicación de Figueroa a la obra de Casal, desde alrededor de los años 70,
cuando mis primeros pasos en la investigación me llevaron al Instituto de
Literatura y Lingüística donde conversé con José Antonio Portuondo. Recuerdo
que Portuondo me dijo que la tesis de Figueroa era lo mejor que se había
escrito, en términos de investigación, sobre Casal en Cuba, y hasta me autorizó
a mencionar su nombre a fin de conseguir la autorización necesaria para su
consulta en la Escuela de Filosofía y Letras de la Universidad de La Habana,
por lo cual le estaré siempre agradecido. Gracias al poeta y ensayista Víctor
Fowler conseguí la dirección de Figueroa en Miami y le escribí invitándola a
participar en las actividades de homenaje a Casal por el Centenario de su
muerte. Por respuesta, Figueroa me escribió una hermosa carta en la que me
animaba a localizar la primera versión del poema “Mis amores,” de Casal, y se
excusaba de no poder estar con nosotros. A mi vez le hice llegar una copia del
poema más temprano de Casal conocido hasta ahora y que encontré en la casa de
Carmen Peláez -sobrina del poeta- y que Esperanza incluyó en la mencionada
edición de la poesía de Casal. Es importante notar que la dirección de la Casa
Editora Abril no nos permitió incluir en la selección HE
los trabajos de Lorenzo García Vega ni de Esperanza Figueroa que al efecto yo
había seleccionado. “No podemos publicarlos porque se fueron de Cuba,” fue la
respuesta a esa solicitud.6
Fue, pues, a través de y en
Casal, es decir, desde la cultura y la poesía, que surgieron espontáneamente y
se consolidaron el afecto y la gratitud, tanto hacia Esperanza Figueroa como
hacia Oscar Montero. Estos gestos espontáneos no estuvieron mediados por la
máquina del poder en Cuba, como tampoco por políticas de exilio.
Con el estudio de Montero,
Casal empieza a hacerse escuchar en su silencio. Nos aviva, si se quiere -y sin
intentar develarlo- la importancia de lo secreto en Casal, de la relación,
siempre equívoca, entre decir y callar,
entre el cuerpo y sus deseos, por un lado, y su representación textual, por el
otro. A mi juicio, sin embargo, uno de los aportes más sólidos que hace Erotismo y representación... a la crítica de Casal es su
insistencia en el giro perverso de un esteticismo que termina siendo un
“discurso visionario sobre la corrupción de la carne y la eficacia o el fracaso
del signo frente a esa ruina.” Esta lectura desarbola el esteticismo gratuito
que muchos críticos le han endilgado a Casal -y hay que decir que también al
modernismo- y sitúa el problema de la representación del cuerpo dentro de una
política de la escritura que desafía a los discursos disciplinarios de la
época. Finalmente, y a través precisamente de la imbricación cuerpo-escritura,
con Montero se desbroza el camino hacia una lectura gay de Casal. El presente
libro -que parte, entre otras cosas, de la necesidad de llevar aún más lejos
esa lectura- debe mucho a la intensidad y la lucidez, a la sensibilidad
cómplice, con que Oscar Montero se acercó a Casal.
Quisiera ahora dirigir mi
atención hacia José Lezama Lima quien, precisamente en su célebre ensayo sobre
Casal, alertó sobre lo que llamó entonces los “dos enemigos visibles,
constantes, por invisibles” de “nuestra historia poética.” Esos dos enemigos o
actitudes son, primero, un cierto provincianismo, “pura cercanía y vulgaridad,
gratuito apego que se solaza con cualquier fragmento” y, segundo, “[o]tra
actitud pesarosa de antítesis, enamorada de las grandes teorías, de vastos
puntos de vista” que “ha visto en lo nuestro poético o una camisa rellena de
paja o un bulto de arena donde cualquier esgrima puede ensayarse.” Y concluye
Lezama: “Lo primero es ingenuo, lo otro, hinchado, y como actitud es la misma
pobreza de lo que combate como realizado.” Debo insistir en eso que el autor de
Paradiso llama lo nuestro poético,
puesto que se trata, como ya hemos dicho, no de una mera crítica literaria, academicista -que no tiene que ser lo mismo que académica- sino de la propuesta de una crítica creadora
hecha, practicada, desde el lado de la poesía, de la
literatura. El rechazo lezamiano de la actitud que consiste en usar el texto
literario latinoamericano como bulto de arena o camisa rellena de paja donde ensayar las grandes teorías, se
debe a que esas prácticas conducen frecuentemente al gesto descalificador de lo
nuestro y a enfatizar su rezago, o su llegada tardía a la meta trazadas por
esas teorías. “Qué importa,” insiste Lezama, “que ninguno de nuestros poetas
haya teorizado ni realizado en su poesía aquellos polysemos
de que nos habla Dante en su carta al Can Grande de la Scala, o sobre las
ausencias mallarmeanas. Eso no puede otorgarnos un regalado
desdén” (énfasis nuestro). ¿Cuál debe ser, entonces, la función de la
crítica? ¿Cómo evitar caer tanto en el provincianismo fácil como en las
comparaciones que desembocan en la imagen disminuida o avergonzada en el
espejo? Se trata, responde Lezama, de “acercarse al hecho literario con la
tradición de mirar fijamente la pared, las manchas de la humedad, las hilachas
de la madera, inmóvil, sentado; que ya entraña la calentura y la pasión en ese
absoluto fijarse en un hecho, dejar caer el ojo, no como la ceniza que cae,
sino deteniéndolo, hasta que esa cacería inmóvil se justifica, empezando a
hervir y a dilatarse.” (“Julián del Casal,” 181). La propuesta crítica de
Lezama gira en torno a un centro de energía; o mejor, de producción de energía:
la concentración, el ensimismamiento
que ve como requisitos, no sólo del texto literario mismo, sino incluso de la
crítica creadora. Puede verse que esta mirada estima y aún defiende eso que
muchas veces ha resultado sospechoso para los críticos: el contubernio con el
texto. Pero se trata de eso: de mirar fijamente, de generar calentura y pasión,
de practicar, en fin, la cacería inmóvil. Desplazamiento y fijeza, persecusión
y fuga, catch and release. Se trata de un modelo que
choca, sin embargo, con los hábitos de la historiografía, investigación y
crítica literaria que dieron forma “definitiva”7 al canon
cubensis a partir de la segunda mitad del siglo XX.
2. EL CANON CUBENSIS «A VISTA DE
PÁJARO»
El canon de la literatura
cubana ofrece una particularidad: es un canon esencialmente de poetas, lo cual
no significa que sea necesariamente un canon poético; más bien es todo lo
contrario. Es un canon anti-poético; o dicho de otro
modo: político, macheteado por la Historia, sobre todo a partir de 1959. Rafael
Rojas tiene razón al afirmar que “desde los años cuarenta la crítica y la historiografía
tienden a colocar a Martí en el centro del canon literario de la isla,” aún
cuando “nunca ha faltado quien, como Virgilio Piñera, se aferre a la idea de
que no fue Martí sino Casal el gran poeta del siglo XIX.” (Un
banquete, 53). Y Jorge Luis Arcos, por ejemplo, no sólo considera
escandalosa la omisión de Martí y del propio Piñera en el canon latinoamericano
propuesto por Harold Bloom, sino sobre todo la de Casal, a quien no vacila en
considerar “el poeta cubano más importante de nuestra historia literaria.”
Arcos nota que, incluso desde la perspectiva de Bloom, “Casal es el mayor
representante entre nosotros de esa ‘batalla antitética del artista contra la
naturaleza’ [...], una batalla donde el poeta pierde siempre a la vez que
salvaguarda su sueño” (“Notas sobre el canon,” 50, 62).
Regresemos entonces a la
cita de Rojas para, en primer lugar, señalar la contradicción de que habiendo
llegado relativamente tarde al banquete canónico cubensis,
Martí se convirtiera en su centro. En segundo lugar, habría que destacar la
tensión entre el gesto institucionalizador de la crítica y la historiografía
-apostando invariablemente al centro- y el del poeta
marginal (irreverente, homosexual), jugándose sus cartas en la periferia. De ahí la importancia de un Piñera aferrado a Casal.
Detengámonos en este verbo: aferrarse (agarrarse con fuerza a algo).
Este gesto, su intensidad,
se explican como el deseo de fuga de una centralidad avasalladora: “Martí
inventa la identidad nacional de la isla a través de su escritura y por eso
ocupa el centro del canon literario” (Un banquete,
54).
Antonio José Ponte menciona
la anécdota de dos jóvenes “decididos a comenzar sus vidas de escritores” que
se acercan a Eliseo Diego y son recibidos por éste en su casa. Habiéndoles
preguntado qué autores leían, uno de ellos se aventuró a mencionar a Martí. “Yo
les pregunto,” replicó el poeta, “cuáles autores leen, no cuál aire respiran.”
Ponte resume lo que encerraba la respuesta de Eliseo Diego, y que de alguna
manera está contenido en lo que observa Rojas: “Martí es elemental, es uno de
los elementos, es aire imprescindible. Gana el tremendo poder de convicción que
tiene lo natural, Martí se legitima en naturaleza. Es aire y todo el resto es
literatura, autores, y el aire está por encima de éstos, está más allá, no
puede compararse una cosa y la otra.” (“El abrigo de aire,” 110-12). Si Martí
es aire, no es posible no respirar a Martí. Sin Martí no hay vida. Por la misma
razón, uno no puede salirse de la isla sin salirse de Martí. De ahí la fuerza
heroica con que se nos presenta la imagen del poeta flaco, descarnado, aferrándose a otro poeta, tuberculoso, con la angustia y la
rabia del que de pronto descubre el aire en peso, todo el peso del aire de la
isla, rodeándolo, asfixiándolo con sus versos sencillos, sus versos libres, su
oratoria, sus cartas, sus fragmentos, sus traducciones, sus manifiestos, su
estilo, sus diarios, su muerte. Y ante toda esa carga humana, demasiado humana,
demasiado elemental, Piñera, repito, no tiene otra alternativa que aferrarse al tokonoma de la isla, a ese pequeño vacío que
Martí no ha podido ocupar: Casal. ¿Qué mejor destino para un poeta que
convertirse, devenir la tabla de salvación para otro
poeta? ¿Qué mejor manera de probarles a los críticos obtusos que Casal es cubano no por patriota, sino porque ayuda a sobrellevar el
peso de la Isla, el peso de Martí; y que es sin Casal que la isla se volvería
realmente irrespirable?
El problema con Martí, por
tanto, no es que haya llegado a regir el canon literario, sino que se
convirtiera en el significante de la identidad nacional y, por extensión, del
ser mismo, de la humanidad del sujeto que, parafraseando a Segismundo, podría
decir que su “delito mayor” es haber nacido cubano.
Cuando tras el triunfo revolucionario de 1959 Martí pasó a ser, no el «poeta
nacional», ni el «apóstol», ni el «santo de América», sino el «Héroe Nacional»,
su centralidad quedó automáticamente situada en el más allá de lo literario. No se trata, desde luego, de negar el valor
estético de la escritura martiana, o de afirmar que ese valor está fuera de
consideración en la centralidad canónica de Martí, sino de la tendencia de la
crítica a subordinar lo moral y lo político a lo
estético, de modo que no resulta difícil capitalizar a Martí para la ideología.
Es importante subrayar esto porque ese más allá
arrastra consigo una desestimación del hecho literario autónomo en favor de las
virtudes políticas y morales. Así nos explicamos que la tríada oficial de los
grandes poetas cubanos -de acuerdo con el canon instituido verticalmente desde
la burocracia política- sean: José María Heredia, José Martí y Nicolás Guillén.
De los tres puede decirse que son figuras literarias y también históricas,
políticas; y es esto último, más que lo primero, lo que les ha conferido la
centralidad canónica de que disfrutan: son la «Bodeguita del Medio» de la
cultura cubana. La obra de los tres, además, está fuertemente asociada a la
afirmación de la identidad nacional y, en los casos específicos de Martí y
Guillén, esa identidad -aunque en sentidos diferentes- pasa, o por la
eliminación de las diferencias raciales, o por la integración racial. Como
afirma Rojas, el autoritarismo implícito en la canonización de Martí “responde
al hecho de que la historia de la literatura cubana se subordina siempre a una
teleología política” (Un banquete, 55). La
consecuencia de tal subordinación no puede ser más paradójica, e incluso
absurda: el canon oficial literario cubensis, es un
canon ante todo político, y por lo mismo construido a
expensas de lo literario. En esto radica su
aberración. De Cuba puede decirse exactamente lo mismo que afirma Baudelaire de
Francia en su ensayo sobre Thèophile Gautier: “Francia sólo puede digerir lo
bello, con cierta facilidad, si se lo dan condimentado con algo de política,”
añadiendo que “el carácter utópico, comunista, alquímico, de todos estos
cerebros sólo les permite una pasión, exclusiva, la de las fórmulas sociales.”8
En cuanto a lo político
propiamente dicho, uno de los mecanismos de exclusión de determinados textos
y/o autores del canon consiste en invocar lo que Rojas llama “la desnacionalización del texto (55).” Nosotros sólo vamos a
agregar que dicho mecanismo opera de manera más sutil que a través del mero
otorgamiento o la negación de la nacionalidad de un texto. A veces -como sucede
con Casal- basta con poner en dudas el certificado de limpieza de sangre,
registrar desvíos, sopesar fugas, cierta extrañeza, algún desacomodo. En mi
opinión, se trata de una estrategia importante que abre una especie de limbo
eterno para tales obras y autores entre la consagración -el viaje a la semilla,
disfrutar de la compañía eterna de Martí- y la expulsión a las regiones
infernales donde han de vagar, eternamente también, quienes sólo pueden existir
en las afueras del texto nacional. Esto sucede porque
la nacionalización o desnacionalización de un texto, de un autor, tiene siempre
como referente -lo mismo si lo declara o no- a Martí.
Me interesa subrayar la
orientación fundamentalmente política y moral del canon literario cubano, por
lo que no estoy de acuerdo del todo con la afirmación de Rojas de que “esos
mecanismos por los cuales se inscribe la autoridad literaria en el canon
funcionan dentro de una esfera autónoma, que está
regida por enunciados estéticos, ideológicos o
morales” (59) (énfasis mío). Quizá este fuera el caso en lo que respecta a la
primera mitad del siglo XX, pero a partir del año del Centenario de Martí y,
particularmente, de la intervención totalitaria de la cultura que se produce
desde los años 60, resulta difícil -si es que no imposible- hablar de un
proceso de canonización que pudiese funcionar dentro de una esfera autónoma, o
basado en enunciados estéticos. Rojas menciona el ejemplo de Vitier quien,
“[al] calificar como ‘no cubana’ la poética de Virgilio Piñera,” lo hace “a
través de alegorías éticas o estéticas de la nación” (59). El problema con esto
es que, en su conjunto, Lo cubano en la poesía no está
pensado desde la esfera autónoma de lo literario, sino de lo político, de ahí
que la columna vertebral de esta lectura sea el proponer un canon según los
grados de cubanía de textos y autores. No olvidemos que allí el punto de
arranque de la poesía nacional lo emblematiza Heredia. Él es -afirma Vitier-
“nuestro primer poeta cabal” porque “encarna y expresa
bellamente las aspiraciones de su pueblo.” Según Vitier, “[la] profunda
y delicada identificación entre su intimidad y sus ideales, entre su vida
emocional y sus convicciones políticas, es lo que hace
de [él], sin disputa, el primer lírico de la patria, el primer vivificador de la nación como necesidad del alma” (énfasis nuestro) (Lo cubano en la poesía, 65). Aún cuando Vitier menciona el
valor estético de la obra de Heredia, el hecho mismo de considerarlo como
“nuestro primer poeta cabal” (es decir, completo, sin fisuras) a partir de una
identificación absoluta entre poeta y nación corta un patrón de costura contra
el que serán leídos y evaluados los restantes poetas en una lectura teleológica
que nos lleva a, sale de, pasa por, parte de Martí. En este sentido resulta
revelador el prólogo a la segunda edición, de 1970, donde Vitier expresa que lo
que faltaba en las «consideraciones finales» de la primera era “la acción,” siendo esta omisión lo que, a su juicio,
desconectaba “la historia y la poesía.” El prólogo citado reinscribe así en Lo cubano en la poesía, si bien retrospectivamente, la
posibilidad y aún el deber de la poesía - deber cuya separación de tener no
es clara- de “encarnar en la historia.” Para Vitier, “en la agonía de esa
encarnación se desvanecen las frustraciones que nos paralizaban, quedando sólo
en pie aquel imposible heroico -la protesta de
Baraguá, la obra de Martí, los doce de la Sierra, las muertes solitarias de
Camilo Torres y el Che- que es la sustancia y el motor de nuestra mejor
historia y, en el reino de las transposiciones líricas o proféticas, de nuestra mejor poesía” (24) (énfasis mío). Es el imposible heroico -la acción, la violencia de la Historia-
lo que termina siendo la medida de todas las cosas, particularmente de la
poesía. No se trata, pues, de que los instrumentos de legitimización de la
literatura funcionen “dentro de una esfera autónoma,” sino de que al poetizarse
la política, ésta absorbe lo literario, lo interviene y pasa a representarlo. La razón de esto hay que buscarla en una ya
larga tradición de sospecha y hasta de rechazo de la palabra
literaria -como opuesta a la acción- en el
interior de la cultura latinoamericana. Nos sale al paso en José Martí, en
Fernández Retamar, en Vitier. La Revolución cubana creó un sentimiento de culpa
en aquellos intelectuales que no participaron en la acción revolucionaria
conducente al derrocamiento de la dictadura de Batista, lo cual no hizo más que
agudizar ese sentimiento de vergüenza. Como veremos a través de este estudio,
Casal no acepta estas demandas. A la vivificación de “la
nación como necesidad del alma” que Vitier celebra en Heredia, responde
-y sin ceder ni un ápice- con la vivificación de la poesía
como necesidad del poeta.
La oposición acto-palabra es
fundamental en la articulación de las difíciles relaciones que observamos, en
el interior del proceso de canonización literaria cubana, entre poesía e historia.
En torno a ese núcleo de, repito, difícil convivencia, se han organizado dos
procesos, siendo uno de ellos el de la canonización oficial, mientras que el
otro es lo que pudiéramos llamar un contracanon. Como es de suponer, en ambos
casos hay gestos tanto de exclusión como de inclusión.
Si se me pidiera decir en
qué momento, después de 1959, el canon cubensis
comienza a tomar forma como un proceso institucionalizador del texto literario,
no vacilaría en responder, por sus implicaciones, que es el de las “Palabras a
los intelectuales,” entre otras cosas por haber instituido la oposición dentro- fuera como el mecanismo
legitimador y desligitimizador por excelencia. En ese eje tenía que por fuerza
endurecerse la oposición que, desde luego, no era nueva, Martí-Casal. Esa
alineación, en la que Martí viene a emblematizar el interior
revolucionario, la política, la historia, y el deseo de ser poeta
en actos y no al revés; y en la que Casal, por el contrario,
representará el ensimismamiento de lo literario, y la mirada y el deseo
volcados hacia el exterior de la isla, va a traducirse en una relectura y
redistribución canónica de toda la historia de la poesía cubana, es decir, va a
rearticular la relación centro-margen según se perciba al poeta como más próximo
a Martí o a Casal. Así, en 1984, en su prólogo a la poesía de Emilio Ballagas,
Osvaldo Navarro expresa: “se puede afirmar entonces que aquella contradicción
que oponía a Martí con Casal y con los modernistas era radical, y que sería el
anuncio temprano de una disyuntiva que marcaría dialécticamente el destino de la poesía escrita en Cuba a lo largo de casi todo este siglo” (énfasis mío). Navarro presenta entonces a
Martí y Casal como paradigmas de esas dos líneas que se excluyen mutuamente:
“una [la de Casal] que se evade de la realidad o la idealiza argumentando,
entre otras múltiples justificaciones, el ideal de los formalistas franceses; y
la [de Martí] que hace de la realidad su materia prima esencial [...], y aspira
a un equilibrio categórico entre la forma y el contenido, y que ha sido siempre
un arma en manos de los revolucionarios.” Una vez establecidas las bases del
relato genealógico, no demoran en aparecer las familias respectivas.
Del lado de Casal caen:
Boti, Poveda, Rubiera, Serpa, Núñez Olano, Dulce María Loynaz, y hasta -¡oh,
ironía!- Marinello.
Por supuesto, Ballagas mismo entra en este saco; y entra vía Vitier: “«Ah,
pero -lo dijo Cintio Vitier, que entiende de eso, refiriéndose a Ballagas- él
sabe que ésa es la línea ‘por donde se llega al sueño’, no a la realidad
[...]».” Respecto a Lezama, comenta Navarro, “habría que decirlo siempre con
respeto y comprensión, fue entre nosotros una suerte de nuevo Casal, pero padecedor de males muy parecidos” (énfasis mío) (“Prólogo,”
10-11).9
Lo que resulta sintomático
de esta distribución es que, como hemos venido diciendo, mientras más canónico
es el escritor, más lejos se supone que esté de lo literario, y al revés. Esto nos
permite comprender así el singular espacio que ocupa Casal en el canon. Es, sin
dudas, un poeta excelente, pero es al mismo tiempo el negativo de Martí, una
especie -y pudiéramos decir que en más de un sentido- de Martí invertido.
Pienso, pues, que no basta
con reconocer que Casal es un poeta canónico. Tenemos que preguntarnos bajo qué
condiciones, en qué sentido es Casal canónico. Puesto
que está fuera de discusión que es uno de los dos poetas más importantes del
XIX cubano -el otro es Martí- ¿no resulta entonces absolutamente crucial la
enorme distancia que va desde la institucionalización estatal de Martí a la
evidente apatía hacia Casal por parte de las instituciones culturales cubanas
hasta el día de hoy? Si exceptuamos la llamada, y sin dudas valiosa «Edición
del Centenario» (1963-64) que recogió, por primera vez, en cuatro volúmenes las
Prosas y las Poesías de
Casal,10 ¿qué otras ediciones de su obra
han sido publicadas desde entonces? Su poesía sólo volvió a reeditarse en 1982.
En esa ocasión la compilación, prólogo y notas estuvieron a cargo de Alberto
Rocasolano, quien prácticamente dice lo mismo que ya le escuchamos a Navarro.
“Obviamente,” comenta Rocasolano, al saltar a la inevitable comparación, “una
posición antitética como la de Casal, tiene que vencer grandes limitaciones
para lograr la inserción en un estado de conciencia nacional,” mientras que
Martí “rebasa los límites de la literatura y se
convierte en un fenómeno espiritual en permanente estado de futuridad (énfasis
nuestro).11 La miseria editorial que ha
rodeado a Casal dentro de Cuba nos permite hacernos una idea del soterrado
desprecio que la isla le reserva.12 Contrapuesto a esa ausencia en
los anaqueles de las librerías cubanas -y en contraste con la asfixiante
multiplicación de los textos martianos- el único gesto que podemos considerar
verdaderamente institucionalizador, canonizante -el haber designado con su
nombre al premio de poesía de la UNEAC- resulta casi una burla.
¿Cómo entender, entonces, y
pese a todo -uno tiene que insistir- que Casal sea un poeta canónico?
Para responder a esta pregunta hay que volver atrás, recordar a Piñera aferrado
a la idea de que no había sido Martí, sino Casal, el gran poeta cubano del
siglo XIX. Lo que ha mantenido a Casal, no ya en el canon, sino vivo, actuante en la tradición poética cubana es que nunca
le han faltado poetas que se aferraran a él, que se
encarnizaran en su escritura. Como dice Lezama: “Nuestro escandaloso cariño te
persigue / y por eso sonríes entre los muertos.” A Martí no lo persiguen ese
“cariño escandaloso,” sino las citas en serie, los bustos de yeso, los actos
patrióticos, los juramentos de inmolación; es Martí quien nos persigue a
nosotros, y uno simplemente se agota de verlo en todas partes, de no poderlo
esquivar. Casal sabe ocultarse, sabe hacerse desear, y uno lo desea, lo busca
en la ciudad como se busca a un amigo.
Es el cuerpo fugaz, ese
tremendo escalofrío que relampaguea y desaparece, y de pronto estás en un lugar
que no conoces, buscando bajo el estruendo de los desfiles militares la bañera de
Petronio, con los ojos volados por el vibrar sonoro de la lanza de Saulo. Hay
que decirlo: a Casal se lo busca porque tiene un cuerpo. Sólo los cuerpos se
pierden, reaparecen, desaparecen de la vista. Nuestra relación con él es
poética por erótica y al revés. Casal sigue con nosotros no sólo por su
excelencia como poeta, sino también porque -a diferencia de Martí- ha sabido
desaparecer,13 y uno le agradece eso: que haya
hecho de la muerte un objeto en que esmerarse, donde practicar la cacería inmóvil de las palabras.
Cada vez que nos volvemos al
pasado hay un poeta, o cuando más un puñado de poetas, aferrado
o aferrados a Casal. Ese es el asunto: aferrarse a
Casal, a lo que no es Martí. Pero no sólo porque no es Martí, sino sobre todo
porque es Casal y en él están resguardados -y prometidos- los caminos de la
poesía, su autonomía, su átomo de oro.
Tras la muerte de Casal, y
con el advenimiento de la República, comienza en seguida una genuina
preocupación por mantener vivo su legado de poeta. Es la prueba más
incontrovertible de su modernidad.
Este movimiento lo inician
los poetas orientales: José Manuel Poveda, Regino E. Boti. Abren el siglo
preguntando por Casal, festejándolo. La poesía cubana del siglo XX empieza
junto a la estatua imposible de Casal. Con la ingenuidad del que estrena
República nueva, hacen planes, recolectan fondos, leen conferencias. Dan por
hecha “[l]a erección en Santiago de Cuba de un monumento que perpetúe la
memoria del egregio poeta cubano,”14 que, por supuesto, nunca será
develado. Pero, más allá del bloque de mármol, lo que más nos conmueve es que,
apenas han transcurrido las dos primeras décadas desde la muerte de Casal, ya
empiecen a pulirse, ansiosamente, en medio de la dispersión y la desidia, los
vidrios coloreados de la memoria. Basta repasar la correspondencia de Boti con
los poetas orientales. El comienzo de una carta de Elpidio Estrada nos permite
entrever esa ansiedad, y el choque con el hueco: “No puedo contestarte relativo
al cuestionario del poeta Casal.” Pero ahí mismo salta una esquirla, preciosa:
“En la misma calle Habana, entre Obispo y Obrapía, existía, y aún existe, un puesto de frutas nombrado ‘El anón’. Lo
convidé a Casal varias veces a tomar allí refrescos. Siempre nos acompañó
Panchito Chacón. El Poeta tomaba invariablemente
Champola, guanábana con leche, refresco que en aquel entonces estaba muy de
moda con el nombre también de ‘Habana Elegante’” (énfasis mío) (Cartas a los orientales, 215). Pasar la mano sobre la pátina
del tiempo, de ese “aún existe” que se deshace con sólo señalarlo con el dedo.
La ciudad se borra y reaparece, como se borran y reaparecen las frutas, y este
Casal que pasa -sólo un estremecimiento- jugando con la nieve habanera:
guanábana con leche. Es Casal, es el Poeta; es esa habitación donde “no entraba
casi nadie,” y que, por lo mismo, sentimos ya nuestra, como una patria de la
que nos hubieran exiliado incluso antes de nacer. Nos hacemos añicos la mirada
contra la habitación cerrada, y seguimos con nuestro escándalo a ver si
despierta la ciudad: guanábana con leche. Salimos a la noche y cubrimos con
lechada de guanábana los gritos de la ideología. Nos aferramos a la ciudad, a
los sabores perdidos, a las formas de las frutas que emigraron, a la
respiración entrecortada de la memoria, de las palabras.
Las «cartas a los
orientales», de Boti, muestran a éste, tanto como a sus interlocutores,
concentrados en la práctica de la literatura, práctica que gravita, una y otra
vez, hacia Casal.15 Un último ejemplo, bellísimo, de
lo que estamos diciendo. En una carta a Héctor Poveda (primo de José Manuel
Poveda), Boti expresa: “Nuestro amigo Joaquín L. Vélez me trajo una noticia
estupenda sobre un ejemplar de Julián del Casal. Ardo en deseos porque la
noticia se cumpla” (Cartas, 320). Pero, otra vez,
Casal debe desaparecer. Huye por el pasadizo de la escritura, se esconde entre
los libros de Poveda, aprovecha la confusión de la mudanza, el desorden de «la
cabeza de las mujeres». Su afición a la fuga parece colaborar extrañamente con
fuerzas que no tienen nada de poéticas, y que se han conjurado con el olvido y
la indiferencia:
Con relación al ejemplar de
«HOJAS AL VIENTO» de Casal he de decirle que mi familia me ha dado una
incomodidad. En los días en que hablé con Vélez, acababa de mudarme. Mis
hermanas encajonaron los libros en un desorden digno de la cabeza de las
mujeres; y da la casualidad de que el único libro que
se ha extraviado, ha sido esa reliquia. Tres veces he hecho vaciar los baúles y
cajones, y no ha aparecido. Me dijeron que mi otra hermana, la que es maestra de
Guantánamo, se había llevado cinco o seis volúmenes de versos. Escribí a
Guantánamo; y ella niega habérselo llevado. Véame a Pepe Ruiz, y encárguele que
haga una investigación cerca de Elia sobre el particular. El librito está
encuadernado en cartón y piel, y comprende dos partes: la primera es la de
«HOJAS AL VIENTO»; la segunda, en una serie de páginas en blanco, están
escritos de puño y letra de José Manuel, los versos del «Joyel Parnasiano»,16 con algunas enmiendas que él
mismo les iba haciendo. ¿Qué le parece?
Cuente con él, si aparece. (Cartas, 323).
En efecto, al final de Hojas al viento (uno de cuyos ejemplares me enorgullezco de
poseer) hay una sección relativamente extensa de páginas en blanco. Desconozco
a qué se debe este curioso detalle de la tirada, pero no es posible no ver a
Poveda inclinado sobre Casal, segregando sus propios versos sobre esas páginas,
trabajándolas, refutando el libro terminado y entregando sus hojas al viento
del devenir. Casal desaparece, se esconde, pero es sólo cuestión de tiempo
antes de que reaparezca, de que escuchemos otra vez el tableteo de su carcajada
en el interior de otro poeta aferrado a su aire. Uno tiene que tener esto en
mente, sobre todo si se considera cómo, desde muy temprano, la ciudad pareciera
querer arrojarlo de sí, deshacerse de su memoria, de las flanerías de sus
pulmones y de sus ojos alucinantes.
En el acta de defunción
consta que Casal había muerto a los veintiocho años de edad, cuando sabemos que
faltaban dos semanas para que cumpliera los treinta, y sus amigos, o quienes
estuvieron presentes en la ocasión, no conocían los nombres de sus padres.17 En 1910, Rubén Darío participa en
la peregrinación al cementerio que los amigos de Casal hacían cada año al
conmemorarse el aniversario de su muerte:
En la tumba de Julián del
Casal había este año menos visitantes que en los anteriores.
-Muérete y verás -dijo
alguien.
Bajamos a la cripta del
mausoleo particular, en donde descansa el poeta.
Había varios nichos sin
letrero indicador y varias marchitas coronas.
-¿En dónde está Casal?
-pregunté.
Nadie lo sabía.18
La fila de peregrinos
comienza a disminuir, y finalmente desaparecerá el ritual de la amistad y la
gratitud: la visita a la tumba, la fotografía de rigor, las palabras del orador
de turno. Se dispersarán los amigos y, tras ellos, los restos de Casal. La
pregunta de Darío, el escueto comentario de que ninguna inscripción indicaba el
lugar donde había sido enterrado aquél, y la escalofriante respuesta que recibe
su pregunta, rebasan lo anecdótico estrictamente hablando. Los esfuerzos por
recuperar la casa donde nació se frustraron, mientras que la casa en que lo
sorprendió la muerte -la fabulosa mansión de Lamadrid- se convirtió en
cuartería, ciudadela. En 1991, volviendo un poco sobre los pasos de Darío,
Jorge Luis Sánchez realizó el documental Donde está Casal,
y para ello se fue al cementerio, en busca de los restos.19 Las pesquisas resultaron
inútiles, pero eso es lo de menos. Más importante es la pregunta que escuchamos
-“¿por qué está todo esto tan abandonado?”20 -
mientras la cámara registra el basurero en que se había convertido el sitio.
Uno tiene que contrastar,
entonces, la desidia, el olvido que, persistentemente ha rodeado a la persona
de Casal, con eso que no deja de salirnos al paso. Lo importante no es que
Darío no encontrara quien le dijera dónde estaba Casal, sino que siempre haya
habido alguien aferrado a su búsqueda, que casi un siglo más tarde un joven
cineasta preguntara también por él y nos devolviera, no los restos, no el
cadáver, sino el aliento, la obsecada respiración de Casal en medio de la
mierda.
Lo importante es que se
hiciera la pregunta, en voz alta: “¿por qué está todo esto tan abandonado?” Y
hay que recordar que antes de Jorge Luis fue Lezama, doblado también sobre
Casal, sintiendo “una extraña fruición” al ver “un documento de Casal, no
estudiado aún por ningún crítico” (“Julián del Casal,” 182); y fue Dulce María
Loynaz, cuyo cariño por Casal está igualmente unido a la pérdida de “ciertos
cuadernos muy pequeños, impresos en modesto papel, y con carátula también del
mismo papel coloreado” que su madre “puso en [sus] manos.” Eran nada menos, nos
dice ella, “que las primeras ediciones de los versos de Julián del Casal.”
(“Ausencia y presencia,” 83). No son tanto los ritos usuales de la memoria,
celebrados colectivamente, como sí el trasiego personal de la poesía-objeto, de
eso que al parecer tiene que pasar por la iniciación personal, por la
complicidad entre el poeta y su lector. Ese trasiego, sin embargo, tiene como
su razón de ser no otra cosa que la ausencia misma: “Pero qué arduo deleite se
nos hace enfocar este joven escurridizo” (87). Arduo deleite;
la relación con Casal tiene que ser inequívocamente amorosa, erótica. Es, en
cierto sentido, un ejercicio de cetrería cuyo placer reside en saber de
antemano que la presa escapa siempre, aún y sobre todo en el momento de echarle
el guante. Dulce María no falla, pues, en notar que esa esquivez de Casal que
-no lo olvidemos- define también a la poesía, hizo de él el poeta “menos
arraigado en su ámbito,” de modo que la “condición de ausente” fue
“consustancial a su naturaleza” (87-88). Aquí damos con lo esencial, porque de
lo que se trata es, precisamente, de eso que la crítica directa o
indirectamente no ha cesado de imputarle a Casal: su supuesta falta de cubanía.
Nótese, sin embargo, qué
sucede cuando la reflexión viene de un poeta.
“[C]abe decir,” expresa
Dulce María, que Casal “no era ausente por poeta, sino más bien poeta por
ausente” (88). O mejor; como eso que dice Baudelaire respecto a Gautier:
“Gautier es algo francés; pero si fuera totalmente francés, no sería poeta”
(“Théophile Gautier,” 927). El comentario de Baudelaire pone el dedo en la
llaga, puesto que lo que se le exige a los poetas cubanos es que sean
justamente eso, totalmente cubanos, producir textos en
los que sea absolutamente legible el «hecho en Cuba», totalidad que se opone a
la de la concentración poética y, por extensión, a la autonomía de la poesía.
Cuando nos preguntamos
quiénes son los poetas que -para continuar con la metáfora que hemos venido
utilizando hasta aquí- se aferran a Casal, es
imposible no notar que todos ellos son poetas ensimismados: Boti, Poveda,
Lezama, Loynaz, Piñera, y también aquéllos más jóvenes que agruparé bajo el
nombre de «generación del Centenario» (el de Casal, se entiende). En todos los
casos la disyuntiva ha sido la misma: defender la eticidad de la escritura,
nuestro derecho a la autonomía, a vivir como escritores, es decir, doblados
sobre la página; que no es lo mismo que vivir en las nubes. Pero, cuando
hablamos de concentración en la escritura, ¿de qué estamos realmente hablando?
Permítasenos traer a
colación los pronunciamientos de Enrique José Varona en una velada de la
sociedad «La Caridad» del Cerro, celebrada en 1888 en el teatro Jané:
Otros pueden permitirse el
refinamiento de amar menos a su patria. Los que la ven alzada a la cumbre de la
grandeza por el esfuerzo perseverante de sucesivas generaciones [...], pueden
ciertamente espaciar su espíritu por más amplios horizontes que los que ciñen
una región determinada de la tierra, aflojar un tanto los vínculos con que nos
aprietan el país, la raza, las tradiciones, y ser, en el sentido más expansivo
y generoso, cosmopolitas y ciudadanos del mundo, [...]. Pero los hijos de una
patria desgraciada [...]; los que viven en medio del desconcierto de las
voluntades, que centuplica las trabas para la acción colectiva, podemos
concebir, como ideal de vida más completa, ese afecto superior que templa y
suaviza lo que pueda haber de áspero y estrecho en el patriotismo regional;
pero tenemos que sentirnos dominados por este afecto exclusivo, quizás
absorbente, por lo mismo que es doloroso, y poner nuestro amor y devoción en la
tierra, en la nuestra, que nos necesita, que nos llama, para que la levantemos
en el pedestal que le niegan circunstancias adversas (Textos
escogidos, 6).
Este pasaje de la
conferencia condensa los obstáculos y los desafíos que el pensamiento
independentista de fines del siglo XIX coloca ante la voluntad autonómica de
Casal. Aquí no hay espacio para las negociaciones, para la ejecución de solos. En la orquesta sinfónica nacional la única
posibilidad es el canto coral, la masa
sinfónica. Varona es claro: nada de refinamientos, ni de
cosmopolitismos. Mirar hacia fuera no significa aumentar los amores, sino la
orfandad del único amor que cuenta: el de la Patria. De un ambiguo “podemos
concebir” pasamos al autoritario “tenemos que sentirnos dominados.” Como ocurre
frecuentemente en Martí, la libertad aparece perturbadoramente encadenada a su
contrario. Aquí no hay términos medios posibles. Lo que se exige es la absorción, la entrega total a la causa independentista, al
sacrificio. Es la voz del grupo exigiendo entregarlo todo: el cuerpo y sus
placeres, la vida privada, la conciencia incluso, puesto que no está permitida
la duda. Planteado el combate en estos términos, a las demandas de absorción
total por el discurso político sólo podía oponer Casal una terquedad que
estuviera a la altura de esas exigencias: el ensimismamiento, el recogimiento
dentro de sí. Mientras más crece el clamor de guerra que viene desde el monte,
más habrá que aferrarse a los disfraces, a las imposturas, a los libros, a la
ciudad. Una soberbia frente a otra.
Dos años más tarde, y con
motivo de la publicación del primer poemario de Casal, Hojas
al viento (1890), Varona, entre sorprendido y alarmado por las poses
casalianas, publica en la Revista Cubana un comentario
crítico sobre el libro. El poemario, afirma, es “[el] producto singular de un
talento muy real y de un medio completamente artificial.”21 Para Varona, Casal figura una
extrañeza radical, un artificio que el cuerpo de la Nación no puede sino
rechazar. “[E]l mundanismo, la literatura decadente y
otras preciosidades y melindres sociales, que pululan en los salones selectos y
semiselectos de París,” le advierte a Casal, son “plantas del todo éxóticas”
[entre nosotros]” (422). De manera similar, los símbolos “de edades muertas”
que ama Casal, “no [pertenecen] a nuestra historia” (423). No es sólo, sin
embargo, de las “visiones” exóticas de Casal de lo que toma nota Varona; está
también el ensimismamiento del poeta. Varona lo asocia al tipo de artista que
“se siente como abstraído de la realidad,” que “ve en su interior,” y para el
que “los signos verbales -las palabras- adquieren importancia decisiva” (421).
La crítica de Varona no falla en recordarnos su conferencia de 1888. Si
entonces había prácticamente proscrito de Cuba a los refinados, a quienes
podían ser “cosmopolitas y ciudadanos del mundo,” ahora se lo advierte directamente
a Casal.
El poeta de Hojas al viento, dice Varona, “tendría
delante una brillante carrera de poeta; si no viviese en
Cuba. Porque aquí se puede ser poeta, pero no vivir como poeta” (423) (énfasis nuestro).
Casal no polemiza con
Varona; de hecho podemos decir que no lo hace con ninguno de sus críticos y
detractores. Su respuesta a estas exigencias y desafíos será la escritura. Nada
conseguirá moverlo de su centro, distraerlo. Si a Varona lo inquietaron los
poemas de Hojas al viento, peor para él. La respuesta
de Casal, dos años más tarde, es la soberbia colección de Nieve
(1892). Así nos explicamos que se convirtiera en el modelo del poeta
comprometido con su escritura, ese para quien, como dice Varona, “los signos
verbales -las palabras- adquieren importancia decisiva.”
Antón Arrufat afirma que
Casal “fue una larga devoción en Piñera. Decisiva en un aspecto: la autonomía
del poema,” y aclara que no se trató de una mera influencia de Casal sobre
Piñera, sino de “una enseñanza.” Debe notarse que el vínculo de ambos poetas
-al igual que sucede, por ejemplo, en Dulce María- está mediado por las
experiencias de la enseñanza y la revelación
(Virgilio Piñera, 26). El descubrimiento de Casal
indica el aprendizaje de una lección. Esto se pone de manifiesto en el breve
artículo “Poesía cubana del XIX,” que Piñera publicó en uno de los números de Lunes de Revolución, en 1960. Allí afirma: “Casal fue el
único entre esos poetas con algo parecido a un plan. En este sentido resulta
[...] el más ‘orgánico’ de todos ellos. O el único. Grande o pequeño él se hizo
de un mundo, cosa sin la cual un poeta enmudece o emite sonidos inarticulados.”
Piñera declara incluso que, comparados con Casal, todos los otros “parecen
poetas ocasionales.” Lo que distingue a Casal es que en él “la poesía y el
poeta marchan juntos,” que “no es autor de poemas sueltos.” Para el autor de La carne de René la virtud de Casal reside en aquello que,
según él, les faltó a los poetas cubanos del XIX: “concentración poética” (Poesía y Crítica, 188).22 Resulta curioso, entonces,
comprobar las dificultades que enfrenta Piñera al pasar -no podía evitarlo;
recuérdese que estamos en 1960- entre Scilla y Caribdis: Martí y Casal.
La entrada en Martí está
precedida por un comentario sobre lo que Piñera llama “un lugar común en la
psicología cubana” y que consiste en poseer “en grado sumo intuición para
captar un problema,” mas no “la paciencia necesaria para profundizarlo” (189).
No hay que ser muy perspicaz para ver aquí más de lo mismo: la falta de
concentración que requiere el trabajo poético. Y como ejemplo de lo que está
diciendo cita al propio Martí, quien se culpa a sí mismo “[d]e la extrañeza,
singularidad, prisa, amontonamiento [y] arrebato de [sus] visiones.” La ironía
de la cita es obvia, y no es la única vez, por cierto, que Piñera se escuda
detrás del propio Martí para poner la zancadilla. Se aprovecha así del hábito
de citarlo a derecha e izquierda para hacer crítica literaria. Sirva de ejemplo
su artículo “La Amistad funesta” (1961) donde, desde
el título mismo, se posiciona ambiguamente frente al texto martiano. Pareciera
que forzara a Martí a reírse de sí mismo, a dejar su característico
enseriamiento (de seriedad, de busto en serie). ¿Nos va a hablar Piñera de “La
(novela) Amistad funesta,” o sobre una novela funesta perpetrada por Martí? Para aquilatar mejor la
astucia piñeriana uno tiene que ver la diferencia en la manera de expresar,
exactamente el mismo reparo, según se trate de la poesía o de la novela
martiana. En lo tocante a la poesía, la propia posición de Martí hacia su obra
parece contener -aunque no del todo- la lengua de Piñera, pero basta que Martí
mismo califique a su novela como noveluca, para que
Piñera se ponga los guantes: “en un temperamento tan fogoso y discursivo, como
era el de Martí, dejar correr la mano significaba chapotear y encharcarse en la
gratuidad. Se ve claramente que él iba metiendo, como en un saco, todo cuanto
se le ocurría, y a tal extremo, que por no hacer dejación de su apodictismo
moral, deslizaba, porque sí, aquí y allá, consejos, reflexiones sentenciosas y
exhortaciones” (“La Amistad Funesta,” 239). Lo
irónico, y hasta cómico, es que está todavía citando a Martí, pero cocinándolo
a lo Piñera. De esta manera el estilo confesional martiano, que casi transforma
el ripio literario en culpa moral -“De la extrañeza, singularidad, prisa,
amontonamiento, arrebato de mis visiones, yo mismo tuve la culpa”- es forzado a
entrar al carril de la literatura: la falta de Martí no es moral,
sino literaria.
No obstante, en “Poesía
cubana del siglo XIX,” Piñera pareciera titubear respecto a Martí, sin dudas
como reflejo de los cambios que empiezan a soplar con la Revolución cubana. Por
un lado, menciona la opinión según la cual “Martí, metido hasta el cuello en la
tarea de libertar a Cuba, se ocupaba de la poesía de modo marginal,” para
inmediatamente descartarla: “Me atrevería a afirmar [...] que Martí alcanzó una
madurez poética de la que está muy lejos el resto de sus colegas” (189). La
contradicción es obvia. ¿No había dicho antes que Casal había sido el más orgánico de todos los poetas del XIX? ¿Qué lugar, nos
preguntamos, ocupa ahora en ese resto en que Piñera,
al no hacer ninguna especificación, incluye a Casal con todos los demás? En
efecto, si se lee el artículo de Piñera con prisa, parece un rosario de
inconsistencias. Para empezar, observa una contradicción en los poetas cubanos
del XIX: madurez política (sentimiento independentista) e inmadurez poética
(sometimiento a los modelos extranjeros). “No basta ser separatista del lado
político; también era necesario separarse del lado poético,” afirma, y exceptúa
a Martí de esa contradicción, “aunque con las naturales reservas” (187). El
problema es qué quiere decir aquí independencia. Por
ejemplo, al referirse a Casal repite uno de los lugares más comunes de sus
detractores: “No es posible que un ser humano que vive con los ojos puestos en
París [...] le quede mucho tiempo y mucha vista para ver la fluyente realidad
que lo circunda.” Esta opinión resulta escandalosa en un doble sentido;
primero, porque sólo unas líneas más arriba nos dice que en sus crónicas Casal
realiza “una crítica mordaz del régimen colonial español;” segundo, porque ese
mismo “mundo francés” que Piñera condena con tanta mordacidad resulta ser el
“mundo poético” que hace que, frente a Casal, todos los demás poetas parezcan
“ocasionales.” Es un “mundo prestado” pero, pregunta Piñera, “con la excepción
de Martí, ¿alguno de los restantes poetas tuvo siquiera un mundo poético
prestado?” (188). Es hora de decir, sin embargo, que las contradicciones de
Piñera lo son sólo en apariencia, y que lo que se impone en este caso es
redistribuir las cartas del juego.
Piñera deja en claro que: 1)
sin un mundo -poético, se entiende- “un poeta enmudece o sólo emite sonidos
inarticulados;” 2) Casal fue, entre los poetas del XIX, el
único “con algo parecido a un plan,” por lo que viene ser “el más
‘orgánico.’ O el único” (énfasis mío). Puede verse,
hasta aquí, la absoluta centralidad de Casal como poeta moderno: él fue “el
único” con algo parecido a un plan, por tanto “el más orgánico,” o “el único.”
No importa como lo leamos, o en qué orden, Casal es único;
3) aunque Piñera afirma que Martí “alcanzó una madurez poética de la que está
muy lejos el resto de sus colegas,” lo cierto es que añade, casi al final del
texto, que “los vaivenes de su vida política le impidieron, al contrario de
Casal, un plan poético definido, y no es menos cierto que ello lo salvó de
escuelas, modas y modelos” (190). Si aplicamos la propia lógica de Piñera, en
el sentido de que sin un plan “un poeta enmudece o sólo emite sonidos
inarticulados,” hay que decir, entonces, que éste es, por implicación, el caso
de Martí. Y esto se vuelve más transparente por la intención de Piñera de
endulzar la píldora. Así, aunque Martí sólo emite sonidos inarticulados, se
salva por lo menos de las modas. Y al revés, Casal “se despersonaliza en el Des
Esseintes de Huysmans,” pero es un poeta con un mundo poético, es el más
orgánico, o el único; en él “la poesía y el poeta machan juntos” (188). Saque
la cuenta el lector sobre quién sale ganando. Una cosa más, antes de pasar al
poema de Piñera sobre Casal con el que concluimos esta sección. Podrá pensarse
que exageramos al afirmar que Martí sale del texto piñeriano como afirmador de
su cubanidad, pero como emisor -en poesía- de “sonidos inarticulados.” Mas, ¿no
es esto lo que nos sugiere aquella imagen de Martí “metiendo en un saco, todo
cuanto se le ocurría” (“La Amistad Funesta,” 239).
Eso, para no hablar de los gritos del personaje de Marta voceando que Martí “no
era nada más que un orate,” “el padre de la locura.”23
Repasemos, entonces, el
poema “Naturalmente, en 1930,” de Piñera, inspirado en Casal:
“Naturalmente, en 1930”
Como un pájaro ciego
que vuela en la luminosidad
de la imagen
mecido por la noche del
poeta,
una cualquiera entre tantas
insondables
vi a Casal
arañar un cuerpo liso,
bruñido.
Arañándolo con tal
vehemencia
que sus uñas se rompían,
y a mi pregunta ansiosa
respondió
que adentro estaba el poema
(Poesía y crítica, 121).
Dejando a un lado la
característica ironía piñeriana -el poema fue escrito en 1976- la magnificente
imagen de Casal nos lo muestra ensimismado, esto es, metido dentro de sí mismo,
arañando un cuerpo liso, bruñido. Está entregado, para decirlo con palabras de
Vitier, a la “pasión absoluta y excluyente” de la poesía, pero, no menos
también, a la del cuerpo. La noche que lo rodea, de que se rodea, en la que se
encapsula, lo protege de cualquier distracción. El encono con que las uñas
arañan el cuerpo liso y bruñido revelan la resistencia de ese cuerpo. El poema
está enterrado en el cuerpo, y es un cuerpo liso, bruñido, que resiste. De este
modo el hallazgo del poema pasa por una resistencia que hay que vencer -la de
la poesía-, por un cuerpo que hay que sonsacar con las uñas. Cuerpo y poesía.
Arañar, desgastar. La erótica del cuerpo y la erótica del poema. Letra con
sangre y sangre con letras. Dentro del cuerpo que araña Casal, vuela -ciego y
clarividente a la vez- el pájaro de Piñera. La modernidad los sorprende
persiguiéndose, arañando el mismo cuerpo, rompiéndose las uñas contra el cuerpo
liso y bruñido del deseo, mirando una resistencia, confabulados en una misma
seducción, ardiendo en el mismo Infierno: en el de las palabras.
Ya en 1941 Piñera advertía
-a propósito de la Avellaneda- que “[a]nte la poesía de un poeta la pregunta
esencial podría ser formulada de este modo: ¿cómo ha sido resuelta la tragedia de la palabra?” (Poesía y crítica,
155) (énfasis nuestro). Se trata del pathos de la
escritura, inscrito en su resistencia. Es en la aceptación y enfrentamiento de
esa resistencia - resistencia es otra de las claves de
la poética de Piñera- donde se dilucida el destino del poeta como tal, o como
hilandero de palabras. Por resistentes, las palabras demandan ese centro de
gravedad lírica de que habla Piñera, el hacerse de ese mundo (prestado, creado,
robado; a veces es difícil distinguir) sin el cual no se puede ser poeta; es
decir, exigen la concentración.24
A propósito de esto que
decimos, quiero referirme brevemente a un soneto de Casal, y al que, bajo
diferentes circunstancias, retornaremos en el capítulo siguiente: “Mis amores,”
incluido en Hojas al viento (1890). A primera vista,
parece tratarse del “típico” poema modernista, o “parnasiano,” no siendo el
cuarteto inicial sino un inventario de cachivaches modernistas: “Amo el bronce,
el cristal, las porcelanas, / las vidrieras de múltiples colores, / los tapices
pintados de oro y flores / y las brillantes lunas venecianas.”25 ¿Hace falta acaso -podemos
adelantar la pregunta de más de un crítico- una prueba más evidente del afán
decorativista, de escapismo? Esa pregunta, sin embargo, prefiere ignorar que el
poema no está importando nada que no pudiera encontrarse en la ciudad. Más aún;
lo que nos interesa aquí es el gesto irónico del texto que mezcla
-dejerarquizándolos de paso- los objetos de la tienda por departamentos, los
anuncios comerciales en los periódicos, las baratillas (imitaciones de segunda
mano) que estaban al alcance de los obreros, la arqueología y coleccionismo del
museo y, por supuesto, la “pureza” de la orfebrería del estilo.26
Ahora bien, justo en su
mismo centro -en los dos últimos versos del segundo cuarteto- el soneto de
Casal comienza a ganar en intensidad erótica: “los árabes corceles voladores /
las flébiles baladas alemanas.” No es que no estuviera presente antes -como
veremos enseguida- sino que la hábil distribución de las esdrújulas y del
sonido de la l acentúan la voluptuosidad de ese
“inventario.” Podemos ver una transición, perfectamente lograda, de la luz y el
color al sonido y el perfume. La importancia de esto es que las imágenes del
poema adquieren, no la consistencia de los objetos que menciona, sino su
vibración en la retina, en el tacto y el olfato: “el rico piano de marfil
sonoro, / el sonido del cuerno en la espesura, / del pebetero la fragante
esencia.” Las imágenes -no las cosas, insisto- se
interpenetran, se funden en “la espesura” del texto, vale decir, en su
“superficie,” que es donde ocurre todo. El “sonido del cuerno” no es otro que
el de la escritura perdiéndose en el cuarto de espejos, yéndose y viniéndose
tras la poesía que se resiste, que insiste en ocultarse, que se escapa virgen,
intacta, justo al ser sometida, violada: “y el lecho de marfil, sándalo y oro,
/ en que deja la virgen hermosura / la
ensangrentada flor de su inocencia.” De la “virgen hermosura” -la
Belleza, el Poema- nos queda la “flor ensangrentada” que es la prueba de la
violación, del crimen perpetrado por el escritor y de su triunfo, pero también
de su derrota, puesto que la inocencia persiste, no
obstante, en y a pesar del acto depredador. Esto es lo que ve Piñera cuando nos
dice que Casal está concentrado, arañando un cuerpo liso, bruñido. No es que el
poeta arañe ese cuerpo por bruñido, es decir, por bello; sino que el trabajo de
arañarlo, la vehemencia con que se lo araña, es lo que lo bruñe. La poesía
tiene que escapar para que el trabajo del poeta, como el de Sísifo, recomience,
pero la poesía queda también -si sólo como un temblor- en la materia
ensangrentada del lenguaje. Lograr esto es la prueba de la concentración
poética, de que se está en posesión de un mundo propio. Porque, después de
todo, aún si ese mundo fue primero “prestado,” el poeta puede quedárselo, no
devolverlo.
El poema resume la aventura
poética como un doblarse sobre sí; doblarse, plegarse y, no obstante, acceder a
la aventura del rizoma.
Cuerpo, noche, escritura, el
yo y el otro, se desdoblan, se estratifican.
Esta es la fijeza, el punto
de concentración que pedía Baudelaire al hecho poético. “La geografía del
poeta,” expresó Piñera, “es ser isla rodeada de palabras por todas partes” (Poesía y crítica, 148), y es precisamente esa insularidad
del lenguaje lo que no permite cerrar las fronteras, que funcionen las aduanas
y los visados. El compromiso con el lenguaje, con la escritura no significa
-como frecuentemente se ha pensado- que el poeta viva aislado en una torre de
marfil, entre otras cosas por la simple razón de que el lenguaje crea
conexiones, ensamblajes, flujos, resistencias. Casal tiene que estar, desde
luego, solo, porque está concentrado en un cuerpo que exige todo el fragor del
suyo; un cuerpo que no se le entregará nunca, y contra cuya pulida superficie
se romperá las uñas. Pero no pasará mucho tiempo antes de que llegue el yo de
Piñera y se rompa a su vez las uñas sobre la imagen resistente de Casal, ni
antes de que otro, cualquiera de nosotros, se astille la vida en la cacería
inmóvil de las palabras.
Hemos hablado de cuerpo, de
erótica de la escritura, y esto tenemos que conectarlo a su vez, con las
sospechas de una sexualidad descarriada del modelo heterosexual que no ha
dejado de perseguir al modernismo, y en particular a Casal. Y puesto que
erotismo y sexualidad son insoslayables en la escritura modernista, ¿qué
significa entonces leer esa sexualidad y ese erotismo desde el deseo polimorfo,
rizomático, de Casal? Según veremos, no se trata sólo de la sexualidad per se, sino de su ensamblaje, de su inevitable acoplamiento
a los discursos culturales de la época, lo cual implica, a su vez, llegar a una
lectura muy diferente sobre el modernismo de ésa a que han llegado muchas
-sería justo decir la mayoría- de las que se han producido hasta este momento.
La lectura del modernismo desde Casal implica por otra parte, según veremos,
revisar las asunciones más comunes sobre el lugar secundario ocupado por los
modernistas en el intercambio cultural con Europa; o mejor, reclamar las
posibilidades de una participación activa y productiva desde
esa posición secundaria. Y todos estos caminos, sin importar por donde
accedamos a ellos, nos llevan al «drama de la virilidad», a la crisis de la
identidad masculina que se produce junto con los primeros esfuerzos por
instituir esa identidad, por darle contornos seguros y sólidos.
Como se sabe, El canon occidental de Bloom, al priorizar el valor
estético, reacciona a lo que considera “la moda en nuestras universidades y
facultades, donde todos los criterios estéticos y casi todos los criterios
intelectuales han sido abandonados en nombre de la armonía social y el remedio
a la injusticia histórica” (Bloom, 17). La crítica del modernismo producida
hasta hoy -ya sea para rechazarlo o para “recuperarlo”- se resiente
abrumadoramente de esta mirada. No pienso, sin embargo, que haya que renunciar
a la crítica estética para llevar a cabo una crítica política eficaz, y a mi
juicio absolutamente necesaria. Mi lectura es estética, parte de la poesía, de
la extrañeza de la experiencia poética, pero no es por ello menos política.
Esto es algo que le debíamos al modernismo: una lectura no contra, sino con sus
propias intensidades, desde sus desvíos.
FUENTE:
Directores de la colección:
JOSÉ MANUEL LÓPEZ DE ABIADA
PÍO E. SERRANO
FRANCISCO MORÁN
© Francisco Morán, 2008
© Cubierta: Yvette Rutledge (Nueva Orleáns), 2008
© Editorial Verbum, S.L., 2008
www.verbumeditorial.com
I.S.B.N.: 978-84-7962-433-0
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