Benjamin
Constant
El cuaderno rojo
Prólogo
Constant el Inconstante
Sola inconstantia constants[1]
Lo mismo que otros famosos
cuadernos de la historia deben sus nombres al color de las tapas de los
cuadernos en que fueron escritos sus respectivos manuscritos, El cuaderno rojo de Benjamin Constant se
lo debe al color de las suyas. Constant, sin embargo, había puesto un título
clásico a su manuscrito: Ma vie. Pero
puesto que ni lo publicó en vida, pues al parecer pensaba continuarlo o
utilizarlo para otros fines (y en cualquier caso lo abandonó, reclamado tal vez
por sus obras políticas o, sencillamente, cansado de él), la baronesa Charlotte
de Constant, a quien fue a parar finalmente el manuscrito, y a la que debemos
la primera edición del mismo en fecha tan tardía como 1907, prefirió el título,
sin duda más enigmático y atractivo, de El
cuaderno rojo. A fin de cuentas, ya había muchas Ma vie en aquella época, pero El
cuaderno rojo era todavía un título original. Las diferencias entre aquella
primera edición, que publicaría Calmann-Lévy en un pequeño volumen, poco
después de haber aparecido en dos entregas ese mismo año en la famosa Revue des Deux Mondes, y el manuscrito
original (ciento dieciocho folios escritos a mano por el propio Benjamin
Constant) son numerosas, aunque no sustanciales.
Constant escribió El cuaderno rojo cuando tenía ya
cuarenta y cuatro años, en 1811, como precisa en un pasaje del mismo, y a
juzgar por todos los indicios del manuscrito lo retocó posteriormente, y es
posible incluso que lo reescribiera por completo. Para entonces ya se había
casado dos veces, la segunda en secreto, seguramente por temor a Madame de
Staël, con quien seguía manteniendo una tortuosa relación, después de que ésta
hubiese rechazado años atrás su proposición de matrimonio. Había escrito ya el Adolphe, y ese mismo año, si no antes,
comenzaría Cécile, por limitarnos a
sus obras más autobiográficas (Alfred Roulin ha apuntado la hipótesis de que
tal vez las páginas de El cuaderno rojo
fuesen originalmente las de los primeros capítulos de Adolphe, desechados por Constant).[2]
El relato de El cuaderno rojo abarca los primeros veinte años del autor, de 1767
a 1787, y más de la mitad del mismo está dedicado al último año, en el que se
interrumpe de forma un tanto abrupta. Por lo que sabemos de su vida, tanto a
través de los relatos de sus contemporáneos como de su copiosa correspondencia
y Diario íntimo, el Benjamin Constant
maduro no fue muy diferente del joven que aparece retratado aquí. Impulsivo,
ingenuo, caprichoso, tímido, temerario, voluble, apasionado, indeciso,
decidido, intrigante; en fin, una lista interminable de atributos
contradictorios que hicieron de él un personaje singular, adorable para
algunos, generalmente algunas, y aborrecible para otros, como suele ser casi
siempre el caso de los temperamentos que mezclan la vehemencia con la
indolencia en dosis similares. Hombres que, dicho en otras palabras, logran
convertir sus peores vicios en sus mejores virtudes. Constant el Inconstante se llamaba a sí mismo con
humor, otro rasgo éste de su compleja y contradictoria personalidad. Émile
Faguet, en la célebre semblanza que hiciera de él, lo resume todavía mejor: «Un
liberal que no es optimista, un escéptico dogmático, un hombre sin ningún
sentimiento religioso que se pasa la vida escribiendo sobre la religión, un
hombre de moralidad muy lasa que basa todo su sistema político en el respeto a
la ley moral; y, además, un hombre de una maravillosa rectitud de pensamiento y
una conducta más que dudosa (…) nunca supo lo que quería, pero siempre supo lo
que pensaba».[3]
El carácter autobiográfico de El cuaderno rojo está fuera de toda
duda, y la mayoría de los hechos que relata se han podido documentar, aunque su
valor no resida únicamente ahí. Charles Du Bos dijo de él que era «una obra
maestra que en el género del retrato autobiográfico no tenía igual»,[4]
y a pesar del tiempo transcurrido y de la proliferación de vidas y cuadernos de
todos los colores, literarios y no literarios, que han aparecido y desaparecido
desde entonces, El cuaderno rojo
sigue conservando toda su frescura. Si tuviéramos que decir por qué, no nos iba
a ser fácil. El perdurar en el tiempo es una cualidad de los clásicos, y al
final no sabemos nunca si perduran porque son clásicos, o si son clásicos
porque perduran. Posiblemente las dos cosas sean la misma. Pero sí podemos
decir que hay algunas cualidades por las que se reconoce a los clásicos, y
entre ellas no es la menor la observación inteligente y sincera del alma humana
y de las fragilidades y contradicciones del hombre, que en el caso de Constant,
como hemos dicho, no eran precisamente pocas. Éste era incapaz de disfrazar sus
sentimientos, incluso cuando éstos no le favorecían. La sinceridad fue quizás
su cualidad más alta, y su Adolphe o
su Diario íntimo son la mejor prueba
de ello. No es ésta una cualidad estrictamente literaria, evidentemente, pero sí
la cualidad con la que se hace la buena literatura, la única literatura,
incluso diría yo, pues la otra es indigna de ese nombre. Y, respecto a las
cualidades propiamente literarias, en Constant podríamos decir que se daban por
añadidura, a pesar, o quizás por eso mismo, de que nunca estuvo satisfecho de
su obra, lo mismo que no lo estuvo de su vida. Y si bien es cierto que en ambos
casos podía haber mucho de pose, tenemos que reconocer también que la
insatisfacción y la inseguridad eran lo que le daba vuelo. De hecho, no otro
fue el origen de sus éxitos y fracasos más rotundos en la vida.
Constant, en sus obras que
consideró menores, y a las que dedicó mucho menos tiempo y estudio (las
mencionadas Adolphe, Cécile, El cuaderno
rojo, y posiblemente también su Diario
íntimo y su abundantísima correspondencia, casi toda ella con mujeres),
pues las mayores fueron para él las políticas y las religiosas, consiguió
precisamente sus logros más imperecederos y universales. Esto es algo que ha
sucedido con frecuencia en la historia de la literatura y que tiene su profunda
razón de ser. No es una regla absoluta, pero las obras menores, las que se
escapan de la pluma por así decirlo, suelen ser producto del genio, mientras
que las mayores lo son del trabajo y del estudio. O si lo prefieren, mientras
unas son producto del sentimiento, las otras lo son de la razón. Y, al
contrario de lo que se dice a menudo, los sentimientos son imperecederos,
mientras que la razón no lo es. Quince días dedicó a la composición inicial del
Adolphe, y quince años a una apología
del sentimiento religioso. (Seguramente fueron bastantes más de quince días,
pues aunque la frase está en su Diario
íntimo, Constant era muy dado a exagerar). Yo creo que si hay un caso en la
literatura que pueda ilustrar la famosa, y seguramente falsa, dicotomía entre
obras de la razón y obras del corazón, es precisamente el suyo. Por eso tal vez
nunca dejó de amar a todas las mujeres que pasaron por su vida, que no fueron
pocas, y nunca dio una relación por terminada. Eran, la mayoría de aquellas
mujeres, cultas e inteligentes, generalmente mayores que él, y generalmente
también casadas, y cuando les faltaba alguna de estas virtudes, la suplían con
la belleza. La mayoría también mantenía un salón donde se rendía culto a la
conversación, se leía, se escuchaba música, e incluso se conspiraba entre
galanteo y galanteo. En El cuaderno rojo
aparecen ya algunas de ellas, Madame Trevor, Madame Pourras o Madame de
Charrière. Constant no ocultó nunca la identidad de sus amantes, que en
ocasiones mantuvo simultáneamente, y a las que llegaba incluso a hacer
confidentes de sus éxitos o sus fracasos con otras mujeres. Escribir una
apasionada carta a una por la mañana e irse luego tranquilamente a pasar la
tarde con otra, era en él la cosa más natural del mundo. Luego vendrían las más
famosas, Anna Lindsay, Madame de Staël, Charlotte de Hardenberg, que fue su
segunda esposa, la Cécile del relato homónimo, la actriz Julie Talma o Madame
Récamier. Con muchas de ellas mantuvo a lo largo de su vida una apasionada
correspondencia. En fin, «un hombre libre, pero siempre encadenado por las
mujeres», dijo de él Marcel Arland. Un hombre que fue de fracaso en fracaso,
hasta convertirse finalmente en un héroe nacional y un clásico de la literatura
universal que, casi dos siglos después de muerto, sigue teniendo todavía
lectoras y lectores fieles.
MANUEL ARRANZ
FUENTE:
Título original: Le cahier rouge
Benjamin Constant, 1907
Traducción: Manuel Arranz
Prólogo y cronología: Manuel Arranz
Diseño de cubierta: Editorial Periférica
El editor autoriza la reproducción de esta obra, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales
Editor digital: IbnKhaldun
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