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En la Ciudad de las Grandes Pruebas
Rosa Chacel
En la Ciudad de las Grandes Pruebas
Rosa Chacel
ROSA CHACEL nació en Valladolid, España, en 1898. Cursó estudios en la
Escuela de Bellas Artes de San Fernando, en la época en que pasaron por ella
grandes maestros como Don Ramón del Valle Inclán y Romero de Torres. Más tarde
abandonó la escultura, que había practicado allí, por la literatura. Su primera
novela, Estación, ida y vuelta, data de 1930. Por ese entonces colabora
en la «Revista de Occidente» dirigida por Ortega y Gasset, de quien se confiesa
discípula.En 1936 publica un libro de sonetos, A la Orilla de un Pozo.
En 1942 se radica en Buenos Aires, donde colabora en las principales revistas
literarias y publica dos nuevos libros: Memorias de Leticia Valle,
novela, y Sobre el Piélago, colección de cuentos.
No diré el nombre ni la
situación geográfica de la ciudad donde viví esta aventura: diré solamente que
había ido a ella por amor. Pero no se entienda que fue alguna vicisitud amorosa
lo que me llevó hasta allí. No: yo había ido a aquella ciudad por amor a ella.
Si enumerase aquí los
datos que le habían hecho alcanzar tanto prestigio en mi imaginación, podría
parecer mi inclinación hacia aquella ciudad cosa perversa o insana, pues, en
realidad, lo que me atraía era su renombre de lugar de perdición. Y es el caso
que entre los secretos designios que durante tanto tiempo estuve abrigando, no
figuraba el de arrojarme en su torbellino para dejarme perder, ni tampoco el de
pasar inconmovible por entre sus tentaciones. Era otra cosa lo que deseaba:
quería ver, únicamente, contemplar algo que sabía que había de darse allí. Yo
había intuido, no sé por qué, que entre sus arenas y escorias encontraría de
pronto un residuo brillante, estaba seguro de que la floresta de pecado que la
cubría podría ser de algún modo decantada; yo sabía que los vapores, los
líquenes y salitres del mal, por su misma acumulación, llegarían a adquirir en
ella una dureza pétrea, llegarían a cristalizar, dejando paso a la luz a través
del propio ser de su impureza. Quería, en fin, descubrir su virtud, quería, no
redimirla del pecado, sino encontrar en ella la redención del pecado mismo.
Muchas veces, en otros
países, había cantado sus canciones, creyendo que al oír en mi propia voz su
acento, brotaría ante mí la revelación, único espejismo que no es falaz. Pero
el eco de mi voz era demasiado el eco de mi voz. Quiero decir que como
respuesta solo obtenía la onda apasionada que mi voz había emitido, y, sin
embargo, mi voz había seguido fielmente una melodía y un ritmo dados. Había
copiado, leído un misterio que provenía de allí. En fin: era preciso ir a ver,
y fui.
Nada más llegar, comprobé
que el trazado de sus avenidas, su clima, su luz, eran tal como yo los había
imaginado. Es posible que haya quien sostenga que posee como otras ciudades
monumentos y edificios públicos, que en su recinto hay casas con habitaciones
donde se extiende un mantel blanco al mediodía, y que sobre todas estas cosas
se arroja el sol, iracundo: yo todo eso lo ignoro. Yo la encontré como la
esperaba, yo no vi más que la noche de sus recovas, y pude leer en ella
palabras terribles e incomprensibles, escritas con letras luminosas, por las
que circulaba el gas ígneo, vibrando de impaciencia. Yo me abandoné a sus
puertas giratorias, cuyas hojas pasan inapelablemente y empujan y dejan del
otro lado. Pasé por todas, y una vez dentro mi mente se dilató pasiva,
superficial y tersa como un espejo, donde las maravillas elementales iban
reflejándose, mirándose más bien, porque yo no necesitaba mirarlas: todas me
eran conocidas, y cuanto más conocidas, más maravillosas las encontraba, pues
solo el que ha visto más de cien veces el doble fondo de las maravillas, el que
ha osado entrar en sus cavernas, el que se ha aventurado por sus gargantas, el
que se ha dejado arrastrar, precipitar o sacudir por sus máquinas, siempre con
éxito, esto es, con emoción, solo ese posee el verdadero conocimiento: el que
hace que el saber cómo son y en qué consisten no merme en nada la dimensión de
su misterio. Poseyendo este conocimiento, la inteligencia y la razón,
enteramente sumisas a la fe, quedan deslumbradas por el iris de la magia, que
es la más ardiente reverberación de la esperanza.
Pero en fin, no hay por
qué hablar de mis conocimientos. ¿Podría la idiosincrasia de un hombre servir
de pretexto a un prodigio? Describiré someramente, algo de lo que vi al
principio, antes de llegar a la ofuscación.
No estaba excluido de allí
el lado más pueril del goce, como es la calesita con música de esquilas, con
flecos de cristal sobre las grupas de los caballos blancos; se podía girar en
ella indefinidamente y nada más. Luego había también casetas de tiro al blanco
con escopetas que disparaban proyectiles de luz. El blanco donde se apuntaba
era un espejo que tenía el poder de absorber a través de la oscuridad de la
noche la imagen de las aves que pasaban por el cielo. Había que apuntar bien y
esperar que pasase un pájaro, y solo pasaban pájaros nocturnos que caían
irremediablemente si recibían el impacto de aquella luz mortífera. Pero caían
lejos y caían en el agua porque la ciudad estaba situada en la costa de un río.
Entonces, del puerto mismo, descendiendo por unos rieles, partía una barquilla
en la que podía uno meterse con tres o cuatro perros mecánicos insumergibles
que había que poner a flotar y que derivaban por la corriente difundiendo en el
aire ladridos monótonos de duración limitada. Casi nunca se llevaba a efecto la
búsqueda del pájaro caído, porque otras mil peripecias desviaban el curso de la
barquilla, que se perdía a veces en el laberinto de un delta, cuyas emanaciones
hacían olvidar todo propósito anterior. El olor de los limos se levantaba en
olas densas, desprendiéndose de las ondas oleosas del agua, que curvaban
insistentemente los juncales y arrastraban pesadas plantas flotantes. Como un
beleño irresistible, el cieno, quintaesenciado, hacía brotar visiones
semejantes a las de la embriaguez, y entre las matas, húmedas por haber estado
sepultadas bajo las ondas, se veían cabañas iluminadas y habitadas por seres
que contrastaban con los rústicos techos de paja y con lo ilógico de su
situación, porque eran hombres y mujeres del siglo, correctamente,
refinadamente, exquisitamente vestidos. Salían y entraban, paseaban enlazados,
bailaban al ritmo de una música que sonaba dentro de las cabañas y a veces
desaparecían entre las matas iluminadas a trechos por luces verdes o de color
grosella que dejaban, entre unas y otras, zonas de profunda sombra donde las
parejas blancas —hombres admirables, mujeres fulgurantes de joyas— se
abandonaban sobre lechos de césped o de oscuridad.
Al avanzar la barquilla,
el agua que desplazaba invadía aquel mundo y lo cubría totalmente, pero cuando
retrocedía la onda, aparecía de nuevo sin que se hubiese apagado ni la música,
ni las luces, ni el clima de los abrazos. Pero el que iba en la barquilla no
podía nunca entrar allí, no podía saltar ni echarse al agua: si lo hacía,
dejaba de verlo todo, revolvía el cieno y la visión se enturbiaba. Aquello solo
se podía ver desde arriba, en una palabra, desde un mundo distinto.
Con lo dicho basta para
dar a entender que todo era como yo lo había soñado. No descubriré los vanos o
puntos muertos que tuve que atravesar a veces para ir de un lado a otro. En
algún momento desfallecí y creí que no tenía sentido continuar, pero no pude
detenerme, seguí llevado por la inercia. En algún otro instante creí que iba a
alcanzar la cúspide desde donde se abarca la visión cegadora, pero el instante
pasó sin llegar a culminar en nada. De pronto me sentí confundido entre los
demás, atropellado, llevado por una multitud que se precipitaba con torpeza por
un callejón de tablas, apelotonándose en la estrechez de aquel reducto con
movimientos propios de otras especies zoológicas. Acaso montándose los unos
sobre los lomos de los otros… quién sabe si yo mismo, solo recuerdo los choques
de aquel tropel, como un lenguaje desusado, pero no incomprensible, puesto que
me persuadía, me transformaba, me adaptaba a una ansiedad irracional apenas
iluminada por la preconcebida ilusión.
Al fin, aquella multitud
se desparramó buscando asiento en unos bancos inseguros, y yo entre ella logré
alcanzar uno de las primeras filas, cerca del tablado. Estábamos dentro de un
barracón oscuro; la lona del techo quedaba sostenida por dos mástiles plantados
en medio, y las vertientes que formaba, desde el centro hasta las paredes, eran
curvas, abombadas, como si soportaran un peso: la noche reposaba blandamente
extensa sobre ellas.
En el tablado había unas
formas cúbicas que en la penumbra del recinto era difícil precisar. Por entre
las cortinas del fondo salió una muchacha abrochándose una bata de enfermera y
empezó a hablar al público. Preguntó primero si había alguien que quisiera
consultar algo. Tuvo que repetir la pregunta varias veces. Al fin, dos o tres
personas se removieron en los bancos y la muchacha les dijo que se acercaran.
Les hicieron hueco en la primera fila. Tenían que meditar bien lo que fuesen a
preguntar, porque la respuesta sería únicamente sí o no. Además, ese sí y ese no
serían imperceptibles para el oído, pues la sibila no podía emitir sonido
alguno: la respuesta tenía que ser formulada únicamente con el movimiento de
los labios.
Al llegar a ese punto de
su explicación, la joven oprimió un conmutador eléctrico, y un foco pálido,
como de luz lunar, cayó sobre el tablado; entonces se pudo ver que la forma
cuadrangular que había en medio era una especie de armario esmaltado de blanco,
con las esquinas redondeadas, asegurada la puerta con profusión de llaves
metálicas y que de los costados partía una red de cables que llegaban a otros
armarios. En ellos, a su vez, llaves, esferas con agujas movedizas,
conmutadores.
La joven reanudó su
explicación: dijo que la sibila se había prestado voluntariamente a aquella
prueba. El sabio que había llevado a cabo el experimento había sucumbido,
víctima de las fuerzas mortíferas con que había vivificado la cabeza de la
sibila, habiendo logrado hacer de ella el cerebro perenne. ¿Cómo había
concebido este sabio tan grandioso propósito? Muy sencillamente… Esta frase
también la repitió la muchacha dos o tres veces, paseándose de un lado a otro
del tablado. Se dirigía al público de la derecha y al de la izquierda, y decía:
«Muy sencillamente… Muy sencillamente…». Su voz era maquinal, mercenaria, y
esto mismo demostraba que el prodigio que íbamos a ver allí era igual que los
que se ven en cualquier otra ciudad, en cualquier otra barraca; todo era
completamente igual, sin más que una única diferencia: la de que aquí el
prodigio era verdadero.
El sabio había concebido
el propósito… Mientras hablaba, la muchacha oprimió el segundo conmutador y la
puerta del armario empezó a abrirse lentamente; luego, siempre explicando, fue
hacia los armarios laterales y maniobró en ellos. En contraste con la lentitud
de la puerta que se abría, mil ruidos presurosos llenaron el ambiente. Sin que
se viese lo que había entrado en movimiento, se oyó correr algo que sonaba,
como un trencito de juguete, y al mismo tiempo por toda la escena vibraron
chispas que se encendían en las conjunciones de ciertos polos, zumbando, como
las alas vítreas de las moscas presas en la telaraña. Mi atención fue fascinada
un momento por aquellas chispas, pero en seguida volví a mirar el armario. La
puerta estaba enteramente abierta, y dentro, entre paredes de una blancura
desolada como de hielo, la cabeza de una mujer aparecía con los ojos cerrados,
no dormida ni muerta, sino simplemente detenida en su energía mínima. Energía
que no podía percibirse más que en la tensión de las facciones que no denotaban
relajamiento, peso ni flaccidez. Su quietud, como la quietud de una estatua,
representaba la vida y la vida de alguien, pues, aunque sus rasgos eran muy
correctos, no tenían una corrección abstracta: eran personales como los de una
cabeza romana. El pelo estaba amontonado encima del cráneo, parecía que lo
hubiesen recogido allí con una mano mientras con la otra la decapitaban.
Todo esto puedo
describirlo porque lo observé antes de que abriera los ojos: después abrió los
ojos. Naturalmente, no volví a prestar atención a lo que decía la explicadora,
pero la oía, sabía que sus palabras iban cayendo en mi oído y que alguna vez
llegarían a serme comprensibles. En aquel momento solo encontraba sentido en
una, aunque me pareciese convencional y tópica. No comprendía por qué al hablar
de ella decía la sibila y al mismo tiempo comprendía que no podía llamarla de
otro modo. Al levantar los párpados había descubierto una extensión de
sabiduría por la que podían aventurarse todas las preguntas; todas las simples
cuestiones de los humanos, que esperaban allí, en primera fila, el momento de
acercarse a hablarle.
Fueron subiendo al tablado
uno tras otro. Hablaban tan bajo que sus voces no llegaban hasta los bancos,
pero se veía la respuesta. La cabeza decía sí o no con los labios. Ni el menor
aliento pasaba a través de ellos. Y todos, los que estábamos cerca como los que
estaban lejos, por un aguzamiento extremo de la atención, percibíamos
distintamente las dos palabras, como perciben el lenguaje los sordomudos: la
boca se distendía ligeramente en la afirmación y se retraía en la negación, con
movimientos leves pero irrevocables. Y los que preguntaban, bajaban del tablado
después de haber obtenido la respuesta, unos abrumados, otros llenos de
esperanza.
Al fin, la muchacha de la
bata blanca oprimió el conmutador y dijo: «Ha terminado». La cabeza cerró los
ojos y la luz lunar se extinguió, la masa humana volvió a estrujarse en otro
callejón y salió al aire libre.
Me encontré de nuevo en un
vacío áspero, casi insoportable. Los ruidos del exterior me resultaban tan
colosales que mis sentidos no podían registrarlos; solo percibía mis pasos en
la grava del suelo, el chisporroteo de las estrellas y el manto de claridad que
algunos focos extendían a distancia. Llegar hasta ellos era empresa
sobrehumana, era atravesar un océano de arena. Acaso la distancia aquella podía
medirse con unos treinta pasos, pero no sé cuánto tardé en franquearla. Bebí
ávidamente un vaso del alcohol más bronco, y lo sentí llegar hasta la punta de
los dedos, como si se esparciese por mis venas, de donde la sangre se hubiese
retirado. Esperé que la ola de calor iluminase mi inteligencia: quería
comprender lo que había visto, concentrarme en la contemplación del fenómeno.
Pero me ocurría que al mismo tiempo que me reconocía enteramente poseído por la
impresión de lo que acababa de ver, otra imagen me acosaba, enteramente extraña
a todo ello, trivial aparentemente, de procedencia insospechable. Solo
discernía que era una imagen antigua, un recuerdo de una época anterior,
pertenecía al mundo de donde yo había venido, acaso al tiempo en que mi deseo
de venir era más loco. Y no podía comprender por qué aparecía ahora, por qué
reclamaba mi atención, que estaba enteramente embargada por el presente, como
si tuviera un antiguo derecho, como si quisiera interponerse entre mi
pensamiento y la otra imagen.
Bebí con tesón, como quien
añade combustible a una lámpara. La imagen intrusa era tan trivial que decidí
aniquilarla mediante el análisis. Era probablemente un cromo, un calendario
antiguo, la estampa de uno de esos rompecabezas de dados. Era una mujer
envuelta en pieles resbalando en un trineo por las estepas de Rusia… Era esto y
nada más. Creí poder desecharla. Volví a concentrarme en la imagen de la mujer
decapitada, recorriendo sus rasgos, sumergiéndome en su silencio: inútil, la
imagen trivial reaparecía, y, lo que es más, le robaba a la otra su clima.
Aquella imagen de una mujer lujosa, entre la neblina de un manto de chinchilla,
con un ramo de violetas en el pecho —cada vez distinguía más detalles—, se
rodeaba de un aura idéntica a la de la cabeza sin voz ni aliento.
Salí a la puerta del bar
con el vaso en la mano. Los focos proyectaban en el suelo la sombra de las
hojas de los plátanos. Aquella sombra, ¡también!, también aquella sombra en el
suelo tenía el mismo clima. Di algunos pasos y me paré bajo el árbol, me detuve
allí como se detiene uno a hablar cuando va con alguien, y creí oír una voz
grave y noble diciéndome en una lengua que no era la mía: «Este año vimos en
Rusia…».
El enigma quedó
descifrado, el cromo desapareció de mi fantasía y sus valores ficticios fueron
sustituidos por los del recuerdo real. El paisaje de Rusia se redujo a una
palabra, el ramo de violetas a un perfume, la sombra de las hojas de los
plátanos a una avenida de castaños.
¡Qué penoso, qué arduo me
fue recordar desde el delirio la vigilia y la lucidez! Recordar lo que había
sido yo, yendo por aquella avenida junto a una mujer real, que hablaba y me
contaba un mero hecho de su observación, me producía terror y vértigo. Desde mi
situación actual, empapado en el alcohol de un prodigio verdadero, el recuerdo
de aquel paseo por una realidad llena de ignorancia, era una imagen pavorosa, y
lo contemplé con terror de mi nueva comprensión que ahora podía penetrarla.
Apoyé la espalda en el
tronco del árbol y mentalmente nos seguí. Vi cómo íbamos con paso largo y lento
bajo el ramaje admirable de aquel parque prestigioso, uno de los más
prestigiosos del mundo, llegamos hasta un estanque que era como un lecho de
agua con una cabecera arquitectónica de piedras ahumadas, entre las que se
veían estatuas representando la cruenta historia de Polifemo. Nos apoyamos en
la barandilla. Bajo el agua, entre los troncos de las ninfeas, pasaban lentas
carpas, grises. Allí acabó mi amiga de contarme aquella historia que había
empezado con las palabras: «Este año vimos en Rusia…». Lo que había visto, en
un laboratorio, no era más que la cabeza cortada de un perro que unos investigadores
mantenían viva indefinidamente.
Al recordar todo esto
desde allí, apoyado en el árbol, no me detuve en los detalles del relato: me
hundí en la contemplación del silencio que lo siguió. Recordé cómo había
sostenido un momento la mirada de mi amiga, que me dejó ver el fondo de sus
ojos bajo sus cejas como dos arcos solemnes, como el dintel de una cripta, y no
respondí nada, no pregunté nada: cargué con la confidencia de la soledad que
descubrí en su espacio.
Después, todo aquello
había resbalado en el olvido: una estepa de olvido me había separado de aquel
mundo. Su realidad, llena de ignorancia, había dormido bajo la impiedad helada
de mi memoria, y de pronto germinaba, se desarrollaba como la hoja del helecho,
que de una apretada voluta desenvuelve un minucioso encaje.
Quedé al fin liberado de
la obsesión intrusa y la dejé nuevamente hundirse en el olvido, pero nada más
que en sus detalles reales: todo aquello del paseo y de las palabras que ella
me dijo. El silencio ya entonces pertenecía al universo de ahora. A la ciudad
de los misterios y las maravillas, de los grandes experimentos, de las grandes
pruebas.
«Ella se había prestado
voluntariamente…». A pesar de ser por completo profano, todo me resultaba
perfectamente claro, era muy sencillo, como repetía la explicadora, era una
simple acumulación de energía. Había bastado amputar el cuerpo para regular
infinitesimalmente la economía del cerebro. En este se guardaban todos los
datos obtenidos por aquel en el transcurso de una vida adulta, pues, claro
está, el experimento no se podría efectuar con individuos que no hubieran
alcanzado un grado de plena madurez si no quería correr el riesgo de hacer
evolucionar el cerebro sobre ciclos limitados, de hacerle desplegar una energía
de pensamiento meramente funcional y pobre o defectuosa en el encadenamiento de
consecuencias. Tampoco se podría experimentar con individuos que hubiesen
empezado ya a descender en la curva de la tensión vital, pues en ese caso el
cerebro podía haber acumulado datos impuros, efectos de una materia decadente o
relajada. La prueba tenía que efectuarse con un organismo en su punto más alto
de potencialidad, pues solo en ese momento es cuando el acto voluntario, acto
íntegramente espiritual, involucra las fuerzas vitales y, por decirlo así, las
arrastra y las lleva consigo.
No había formulado la
explicadora absolutamente nada de todo esto, pero se sobrentendía. Ella no
hablaba más que de la forma en que la cabeza era activada por la energía de
tres mil millones de voltios que equivalían exactamente a la fuerza sumada de
trescientos mil organismos, esto es, el cerebro perenne podía ser considerado
como el cerebro de trescientos mil cuerpos o más bien, como un cerebro de una
potencia de trescientos mil. Potencia que permanecía en su circuito sin sufrir
descarga alguna, evolucionando dentro de su unidad y manteniendo una actividad
ilimitadamente generadora. Así esta fuerza encerrada en sí misma multiplicaba
sin parar unidades de experiencia como se multiplican las células, creando una reserva
de respuestas para todas las cuestiones posibles.
Trato de hacer
comprensible, mediante una explicación ordenada y en lo posible lógica, la
enajenación a que me llevaba el comprender. Comprendía hasta la locura, veía
hasta la ofuscación lo que había dentro de aquel mecanismo vivo —muy lejos de
ser una máquina—, que era algo como una imprevisible floración fuera de las
leyes de la naturaleza, o más bien fuera de las leyes usuales, pues sin una ley
sobrenatural la armonía infinita de su secreto no seguiría desenvolviéndose.
Habían sido necesarias unas circunstancias materiales, unos cuantos detalles
contingentes como era el clima helado del interior del armario que impedía que
la materia perdiese su integridad, como era aquella energía, implacable como el
insomnio, que en todo momento podía hacerle abrir los ojos y atender, pero la
ley, estaba en aquel acto que ella se había prestado a efectuar
voluntariamente.
Se había prestado: no
había otro modo de decirlo, porque a pesar de su abnegación total seguía
perteneciéndose. No se pertenecía para sí misma, pero se pertenecía, puesto que
permanecía en su voluntad. Era su voluntad la que había llevado a aquella
prisión a su memoria: su entendimiento no era más que como el azogue del
espejo, copiaba con pureza lo que se le ponía delante.
La extensión arenosa que
poco antes había franqueado con esfuerzo, ahora se deslizó bajo mis pies
insensiblemente: llegué con facilidad, ingrávido, hasta la barraca, pasé por el
callejón, que estaba solitario, aunque algo quedaba en él de la opresión
anterior, pero atravesé su oposición como cuando se va contra el viento: llegué
hasta el tablado. No creo haber tenido que subir las gradas; más bien me parece
recordar que venía ya en un plano que correspondía exactamente a la altura de
los armarios. Sin titubear toqué la manivela que provocaba la luz lunar, las
chispas presurosas y el lento abrirse de la puerta: ya ante ella, esperé que
levantase los párpados.
Abrió los ojos y en
seguida vio que mi pregunta no exigiría que moviese los labios; entonces alzó
los párpados con aquella amplitud desoladora que yo ya conocía de otro tiempo y
me dejó contemplar la cripta de su memoria, en la que un incesante laborar
renovaba formas infinitas.
Formas… Vi dentro de sus
ojos como quien ve el pasado en una esfera de cristal, nacer, morir, arder,
padecer, florecer formas que eran su forma, pero no una forma que simplemente
había tenido, sino una que había concebido o logrado. Una forma sublime que
estaba dentro de ella y que era como si estuviese ante ella, porque ella, aun
teniéndola en sí la contemplaba y aun conteniéndola no la poseía. Ella no podía
poseer nada, porque se había prestado a sí misma voluntariamente, pues solo a
ese precio se logra concebir la forma en que el pecado se redime, solo al
precio de la abnegación, al precio del martirio se logra hacer florecer las
formas salvadas.
El espectro de su cuerpo
actualizaba sin reposo todos sus instantes anteriores, los que habían sido,
como los que no habían llegado a ser, pues ahora, en su mundo potencial, todos
eran lo mismo. Su cuerpo estaba allí, envuelto en el satén de tonos
cambiantes que la ciudad exigía; allí estaban sus manos, que se había alargado
a las copas cuando sus labios, ahora cerrados, habían accedido a la sed y
también se veía su voz, que había corrido por el cauce de las canciones hasta
desbordar. Todo estaba allí y se repetía sin repetirse, todo giraba o
rebrotaba, pero no con la paz con que en el seno de Flora se repite el proyecto
del lirio. No; todo reflorecía con la singularidad de la pasión eterna.
La ingravidez que había
notado en el camino llegó a hacerme inestable como un globo sujeto por un hilo.
Sentí que cabeceaba; atraído por ella; temí caer en su abismo o disiparme en su
hueco. No intenté profanarla con mi contacto, eso no; pero irresistiblemente me
acerqué al espacio cúbico que la contenía. Mi frente tocó apenas la zona
helada, que era, no como su aliento, sino como la atmósfera de un mundo donde
no es posible el aliento, y en ese momento ya no vi más: perdí el sentido.
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