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Historia completamente absurda
Giovanni Papini
Historia completamente absurda
Giovanni Papini
GIOVANNI PAPINI nació en Florencia, Italia, en 1881. Ensayista y polemista,
su obra ofrece el testimonio de su lucha por perfeccionarse en el ejercicio de
una agresiva sinceridad. Detractor del cristianismo en su juventud, se
convirtió luego en su apasionado defensor. Cabe mencionar entre sus libros Un
Hombre Acabado, Memorias de Dios, Historia de Cristo, Gog, Dante Vivo, El Libro
Negro, El Diablo.«Historia Completamente Absurda» pertenece a sus Racconti
di Gioventu, publicados a comienzos de siglo, «en pleno clima romántico, ese
romanticismo un poco abstracto, un poco tenebroso, un poco malicioso, un poco
mágico» a decir de su autor.Papini murió en su ciudad natal el 8 de julio de
1956.
Hace ya cuatro días, mientras escribía con ligera irritación algunas de las
páginas más falsas de mis «Memorias», oí que golpeaban levemente a la puerta,
pero no me levanté ni respondí. El llamado era demasiado débil y no quiero
saber nada con los tímidos.
Al día siguiente, a la
misma hora, oí llamar nuevamente y esta vez los golpes eran más fuertes y
resueltos. Pero tampoco ese día quise abrir, porque en verdad no me gustan los
que se corrigen demasiado pronto.
Al otro día, siempre a la
misma hora, se repitieron los golpes, ahora violentos, y antes de que pudiese
levantarme vi que la puerta se abría y avanzaba hacia mí la mediocre persona de
un hombre bastante joven, con el rostro un poco encendido y la cabeza cubierta
de cabellos rojos y rizados, quien se inclinaba torpemente sin pronunciar
palabra. Apenas descubrió una silla, se echó encima, y como yo había
permanecido de pie, me indicó el sillón para que me sentara. Después de
obedecerle; me pareció tener el derecho de preguntarle quién era y le rogué,
con acento nada cortés, que me comunicara su nombre y el motivo que lo había
animado a invadir mi cuarto. Pero el hombre no se desconcertó y me hizo
comprender bien pronto que deseaba seguir siendo lo que era hasta entonces para
mí: un desconocido.
—El motivo que me trae a
su casa —prosiguió sonriendo— está dentro de mi valija y se lo haré conocer en
seguida.
Advertí, en efecto, que
traía en la mano un sucio valijín de cuero amarillo con cierre de latón
oxidado. Lo abrió de golpe y sacó de él un libro.
—Este libro —dijo
poniéndome ante las narices el grueso volumen encuadernado en papel antiguo con
grandes florones de bermejo orín— contiene una historia imaginaria que yo he
creado, inventado, compuesto y copiado. Solo he escrito esta historia en toda
mi vida, y me permito creer que no le desagradará. Hasta ahora lo conocía
únicamente por su fama y solo hace unos pocos días una mujer que lo estima me
ha dicho que usted es uno de los pocos hombres que saben no aterrarse de sí
mismos y el único que ha tenido el coraje de aconsejar la muerte a muchos de
nuestros semejantes. Por todo ello, he resuelto leerle esta historia mía, que
narra la vida de un hombre fantástico al que acaecen las más singulares e
insólitas aventuras. Cuando la haya escuchado, me dirá qué debo hacer. Si mi
historia le agrada, me prometerá hacerme célebre en el plazo de un año; si no
le gusta, me mataré dentro de dos días. Dígame si acepta esas condiciones para
que pueda empezar.
Comprendí que no podía
hacer otra cosa que persistir en la conducta pasiva que había observado hasta
entonces y le anuncié, con un gesto que no consiguió ser amable, que estaba
dispuesto a escucharlo y a hacer todo lo que me podía.
El hombre comenzó la
lectura. Las primeras palabras se me escaparon. A las que siguieron presté más
atención. De pronto agucé el oído y sentí un pequeño escalofrío en la espalda.
Dos o tres minutos más tarde mi cara se ponía encarnada, mis piernas empezaban
a moverse nerviosamente, y no pude menos de levantarme. El desconocido
suspendió la lectura y me miró, interrogándome humildemente con todo el rostro.
Yo también lo interrogaba con la mirada, pero estaba demasiado estupefacto para
arrojarlo a la calle y le dije simplemente, como cualquier imbécil mundano:
—Continúe, se lo ruego.
La extraordinaria lectura
prosiguió. Yo no podía quedarme quieto en el sillón. Los escalofríos me corrían
no solo por la espalda, sino por la cabeza y todo el cuerpo. Si hubiese visto
mi cara en un espejo, quizá me habría echado a reír y todo habría pasado,
porque probablemente se reflejaban en ella un abyecto temor y una incierta
ferocidad. Traté por un momento de no escuchar las palabras del tranquilo
lector, pero solo conseguí turbarme más, y en consecuencia oí entera, palabra
por palabra, pausa por pausa, la historia que el hombre leía con la cabeza
rojiza inclinada sobre el bien encuadernado volumen. ¿Qué debía hacer, qué
podía hacer yo en estas singularísimas circunstancias? ¿Apoderarme del libro,
desgarrarlo, pisotearlo, echarlo al fuego? ¿Aferrar al maldito lector y echarlo
del cuarto como a un fantasma inoportuno?
Mas ¿por qué debía hacer
todo esto? Y, sin embargo, esa lectura me producía un fastidio indecible, una
penosísima impresión de sueño absurdo y desagradable sin esperanza de
despertar.
Al fin concluyó la
lectura. No sé cuántas horas había durado, pero observé, a pesar de mi confusión,
que el lector tenía la voz ronca y la frente húmeda de sudor. Cerró el libro y
lo guardó en el valijín. Después me miró con ansiedad, pero sus ojos ya no eran
tan ávidos como antes. Mi abatimiento era tan grande que él mismo lo advirtió y
su asombro creció enormemente cuando vio que me frotaba un ojo y no sabía qué
responderle. En aquel momento me parecía que jamás podría volver a hablar, y
las cosas más simples que me rodeaban se me antojaron de pronto tan extrañas y
hostiles que casi tuve miedo de ellas.
Todo esto parece demasiado
vil y vergonzoso, inclusive a mí, y no tengo la menor indulgencia para mi
turbación. Pero la razón de mi desconcierto era bien fuerte: la historia que
había leído ese hombre era la narración precisa y completa de toda mi vida
íntima y exterior. En ese lapso yo había oído la crónica minuciosa, fiel,
inexorable de todo cuanto había sentido, soñado y realizado desde que vine al
mundo. Si un ser divino, lector de corazones y testigo invisible, hubiese
estado a mi lado desde mi nacimiento y hubiese escrito lo que había visto de
mis pensamientos y de mis actos, habría compuesto una historia perfectamente
igual a la que el desconocido lector declaraba imaginaria e inventada por él.
Todas las cosas más pequeñas y secretas estaban registradas, y ni siquiera un
sueño, o un amor, o una vileza escondida o un cálculo innoble habían escapado
al escritor. El terrible libro contenía inclusive hechos y matices de
pensamiento que yo mismo había olvidado y que solamente ahora, al oírlos,
recordaba.
Mi confusión, mi pavor,
provenían de esa exactitud impecable y de esa inquietante escrupulosidad. Yo no
había visto jamás a ese hombre; ese hombre afirmaba no conocerme. Yo vivía muy
solitario, en una ciudad a donde nadie acude si no es llevado por el azar o la
necesidad, y a ningún amigo —si acaso los tenía— había confiado mis aventuras
de cazador de engaños, mis viajes de ladrón de almas, mis ambiciones de
voluntario de lo inverosímil. Jamás había escrito, ni para mí ni para los
demás, una relación completa y sincera de mi vida, y justamente en esos días
estaba fabricando unas fingidas memorias para permanecer oculto a los hombres
inclusive después de la muerte.
¿Quién, pues, podía haber
dicho a ese hombre todo lo que narraba sin pudor y sin piedad en su odioso
libro encuadernado en papel antiguo del color de la herrumbre? ¡Y él afirmaba
haber inventado esa historia y me mostraba, a mí, mi viaje, toda mi vida, como
una historia imaginaria!
Me sentía terriblemente
turbado y conmovido, pero de una cosa estaba bien seguro. Ese libro no debía
llegar a conocimiento de los hombres. Antes, era preferible que este muriese.
No podía permitir que mi vida fuese divulgada en el mundo, entre todos mis
enemigos impersonales.
Esta decisión, que sentí
bien firme dentro de mí, consiguió tranquilizarme. El hombre seguía
contemplándome con aire espantado y casi suplicante. Habían pasado solamente
dos minutos desde el momento en que cesó de leer, y no parecía haber
comprendido las razones de mi turbación.
Finalmente conseguí
hablar.
—Perdone, señor —le dije—,
pero ¿me asegura que esa historia ha sido inventada exclusivamente por usted?
—Justamente —respondió el
enigmático lector, ya un poco sublevado—. La he pensado e imaginado durante
largos años, y de tanto en tanto he efectuado algunos retoques y modificaciones
en la vida de mi héroe. Pero todo es inventado por mí.
Estas palabras me
inquietaron aún más, pero atiné a formular otra pregunta:
—Dígame, se lo ruego,
¿está seguro de no haberme conocido antes de hoy? ¿Jamás oyó contar mi vida a
alguien que me conozca?
Ante esas palabras, el
desconocido no pudo disimular una sonrisa de estupor.
—Ya le he dicho
—respondió— que hasta hace poco tiempo solo conocía su nombre y que solo
algunos días atrás me han dicho que usted suele aconsejar la muerte. Pero eso
es lo único que he sabido de usted.
Era necesario que su
condena no tardase en ser ejecutada.
—¿Está siempre dispuesto
—le pregunté con solemnidad— a cumplir las condiciones estipuladas por usted
mismo al comenzar la lectura?
—Sin ninguna vacilación
—respondió con un leve temblor en la voz—. No me queda otra puerta a donde
llamar, y esta obra es toda mi vida. Estoy convencido de que no podría hacer
otra cosa.
—Entonces —le dije con
idéntica solemnidad, atemperada por cierta pesadumbre—, debo decirle que su
historia es estúpida, tediosa, incoherente y abominable. Lo que usted llama su
héroe no es más que un odioso malandrín que repugnaría a cualquier lector
delicado. Y no le diré más para no ser excesivamente cruel.
Comprendí que el hombre no
esperaba estas palabras y observé con espanto que sus ojos se cerraban de
golpe. Mas en seguida advertí que su dominio de sí mismo era igual a su
honestidad. Tornó a abrir los ojos y me miró sin miedo y sin odio.
—¿Quiere acompañarme?
—preguntó con voz demasiado dulce para ser natural.
—Por cierto —respondí, y
después de ponerme el sombrero salimos ambos sin decir palabra. El desconocido
conservaba siempre en la mano la valijita de cuero amarillo y yo lo seguí,
aturdido, hasta la orilla del río que corría desbordante y fragoroso entre las
negras murallas de piedra. Después de mirar en torno y comprobar que no había
nadie con aspecto de salvador, se volvió hacia mí, diciendo:
—Perdone si mi lectura lo
ha fatigado. Creo que ya nunca volveré a molestar a un ser viviente. Olvídese
de mí lo antes posible.
Y en verdad estas fueron
sus postreras palabras, porque descolgándose ágilmente del parapeto se lanzó
con rápido impulso al río, sin abandonar su valijita. Me asomé para verlo por
última vez, mas ya las aguas lo habían tragado. Una muchacha tímida y rubia
había presenciado el fulminante suicidio, pero no pareció maravillarse mucho y
siguió su camino comiendo avellanas.
Apenas entré en mi cuarto
me tendí en el lecho y me adormecí sin esfuerzo, abatido y humillado por lo
inexplicable.
Esta mañana me he
despertado muy tarde y con una extraña impresión. Me parece estar ya muerto y
aguardar solamente que vengan a sepultarme. Siento que pertenezco a otro mundo
y que todo la que me circunda tiene un aire indecible de cosa pasada,
concluida, sin ningún interés para mí.
Un amigo me ha traído
flores y le he dicho que podía esperar a ponerlas sobre mi tumba. Me pareció
que sonreía, pero los hombres siempre sonríen cuando no comprenden.
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