Borges, político
Como Borges escribió casi siempre
textos cortos, existe la errada creencia de que su obra es muy breve. En
realidad, es enorme; se comprueba ahora con las recopilaciones póstumas, que,
cada año, cada mes, llueven abrumadoramente sobre sus crecientes y justificados
admiradores. Buen número de esos libros son forzados e interesados, pues
constan de artículos o notas que se editan en contra de la voluntad de su
autor, quien no los consideró dignos de esa relativa perennidad que significa
el libro. Pero algunos de ellos deben ser bienvenidos, pues rescatan textos
interesantes que nos enriquecen el mundo de Borges.
Es el caso de Borges en «Sur» (1931-1980) (Buenos
Aires, Emecé, 1999), en el que Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Socchi
han reunido todos los textos de Borges publicados en Sur «que permanecían fuera del alcance del público». El volumen,
aunque compuesto de notas, reseñas de libros y películas, cartas, discursos,
cuestionarios y otros textos de compromiso, se lee con el placer que deparan
los ensayos o incluso los relatos que el propio Borges reunió en libros. Porque
casi todos ellos están escritos en el estilo que creó, prodigio de precisión e
inteligencia, de ironía (que podía ser mortal en las polémicas, como en su
respuesta a Ezequiel Martínez Estrella, que lo había llamado «turiferario a
sueldo» de la dictadura militar), humor y de una inmensa cultura literaria.
Gide cuenta en su Diario que él y sus
compañeros de redacción se empeñaron en que la parte más creativa y rigurosa de
La Nouvelle Revue Française fuera la habitualmente menos considerada, es decir,
la de las notas y reseñas, por lo general meras cuñas o rellenos, y que a este
material debió la publicación su prestigio, tanto como a las colaboraciones
importantes. Algo parecido podría decirse de Sur, donde, en casi todos los números, Borges se encargaba de
escribir pequeños textos de circunstancias. Leyendo esta compilación
comprobamos que ellos fueron el alma de la gran revista argentina que fundó y
dirigió Victoria Ocampo. La fundó y dirigió, sí, prestando con ello un
impagable servicio a su país, a América Latina y a la lengua española, pero
quien le imprimió una personalidad y un carácter, una orientación —unas manías
y unas fobias—, un rigor intelectual y ciertas coordenadas morales fue Borges.
Estos textos delatan ese magisterio, en cada página, en cada frase: la
curiosidad universal que abarca todas las lenguas, todas las culturas (pero, de
preferencia, la inglesa), el rechazo frontal del costumbrismo y el regionalismo
literarios, de la literatura al servicio de la religión o de la ideología, del
nacionalismo y el patrioterismo como coartadas culturales, y un exigente buen
gusto.
Los textos sirven también para
hacerse una idea bastante clara de las opiniones y actitudes políticas de
Borges, tema sobre el que todavía existe mucha confusión, y más estereotipos y
caricaturas que conocimiento. Es verdad que Borges tenía un desinterés
desdeñoso por la política, pero eso no da credenciales de apolítico: despreciar
la política es una toma de posición tan política como adorarla. En verdad, ese
desdén era consecuencia de su escepticismo, de su incapacidad para abrazar
cualquier fe, religiosa o ideológica. ¿Cómo hubiera podido hacer suyo un
entusiasmo político, no se diga una militancia, ese agnóstico que llegó a
tomarse bastante en serio el idealismo del obispo Berkeley, quien postuló que
la realidad no existía, que sólo existía ese espejismo, o ficción cósmica,
nuestras ideas o fantasías de la realidad? Jugaba con ese tema, desde luego,
pero el juego de proclamar la esencial inexistencia del mundo material, de la
historia y de lo objetivo, y del sueño y la ficción como la sola realidad, se
convirtió en una creencia seria y no sólo dio a su obra un tema recurrente y
original: llegó a transubstanciarse en su concepción de la realidad.
Sin embargo, este escéptico y
agnóstico, incapaz de creer en Dios y alérgico a todo entusiasmo partidista en
materia política, manifestó en muchas ocasiones, como se advierte en estos
textos, preferencias y rechazos políticos perfectamente claros. Se declaró
alguna vez un «anarquista spenceriano», algo que no quiere decir gran cosa. En
verdad, fue un individualista recalcitrante, constitutivamente alérgico a ceder
un ápice de su independencia y a disolverla en lo gregario, lo que, de hecho,
lo convertía en un enemigo declarado de toda doctrina y formación política
colectivista, como el fascismo, el nazismo o el comunismo, de los que fue
adversario sistemático y pugnaz toda su vida.
Para serlo, en la Argentina de
los años treinta y cuarenta, hacía falta convicción y coraje. La viscosa que es
el peronismo se ha encargado de que no se recuerde ahora que en aquellos años
Perón y su régimen eran pronazis, simpatizantes del Eje durante la guerra, al
que prestaron innumerables servicios (algunos descubiertos y muchos
encubiertos), y que tanto en el campo intelectual como en el político, la
dictadura peronista estuvo más cerca de Hitler y Mussolini que de los Aliados,
a los que terminó por plegarse de manera oportunista sólo cuando la victoria
era inminente. Aunque con típica coquetería, declaraba carecer «de toda
vocación de heroísmo, de toda facultad política», Borges no cesó en esos años
de denunciar en sus textos la «pedagogía del odio» y el racismo de los nazis,
de defender a los judíos y manifestar su solidaridad con la causa de los
Aliados en la guerra contra Alemania. («Mentalmente, el nazismo no es otra cosa
que la exacerbación de un prejuicio del que adolecen todos los hombres: la
certidumbre de la superioridad de su patria, de su idioma, de su religión, de
su sangre».) Por «ser partidario de los Aliados» fue penalizado por el gobierno
de Perón, que lo degradó, removiéndolo del modesto cargo que ocupaba —auxiliar
tercero en una biblioteca municipal de Barrio Sur—, a «inspector de aves de
corral» (es decir, de gallineros).
Con lucidez, Borges vio en el
nazismo la excrecencia de un mal mayor y más extendido: el nacionalismo. Lo
denunció siempre, en la cultura y en la política, de una manera explícita y con
esas cáusticas sentencias de su invención que, a la vez que sintetizaban en
pocas frases un complejo argumento, demolían de antemano toda posible
refutación. A menudo se burlaba de esos «turbios sentimientos patrióticos» que
servían para justificar la mediocridad artística: «Idolatrar un adefesio porque
es autóctono, dormir por la patria, agradecer el tedio cuando es de elaboración
nacional me parece un absurdo». Nada le provocaba tanta indignación como que lo
acusaran a él, a Victoria Ocampo, o a Sur
de «falta de argentinidad». Esa acusación, escribió luminosamente, «la
hacen quienes se llaman nacionalistas, es decir, quienes por un lado ponderan
lo nacional, lo argentino y al mismo tiempo tienen tan pobre idea de lo
argentino que creen que los argentinos estamos condenados a lo meramente
vernáculo y somos indignos de tratar de considerar el universo».
Por eso, el Borges que declaraba
«yo abomino del nacionalismo que es un mal de época» defendió con consecuencia
lógica la opción contraria —«sentir todo el mundo como nuestra patria»—, una
opción tan írrita a la izquierda como a la derecha, adversarios en muchas cosas
pero con frecuencia atizadores del «sentimiento nacional» y a menudo del
patrioterismo demagógico. En un homenaje póstumo a Victoria Ocampo, Borges fue
muy explícito en su vocación de ciudadano del mundo: «Ser cosmopolita no
significa ser indiferente a un país, y ser sensible a otros, no. Significa la
generosa ambición de querer ser sensible a todos los países y a todas las
épocas, el deseo de eternidad…».
No eran aspavientos retóricos.
Mostró la seriedad de sus convicciones antinacionalistas durante la guerra de
las Malvinas —«la pelea de dos calvos por un peine», se burló—, a la que se
opuso, escribiendo un poema. Lo había hecho también en contra de un conflicto
con Chile, firmando un manifiesto de protesta contra la acción del gobierno
militar en el que lo acompañaron apenas un puñadito de intelectuales
argentinos. Su horror al nacionalismo explica, en parte, su hostilidad a la
dictadura de Perón, consistente y sin fallas los doce años que duró («años de
oprobio y soberbia», los llamó). El «dictador encarnó el mal», dijo, y muchas
veces recordó luego «la felicidad que sentí, una mañana de septiembre, cuando
triunfó la revolución» que depuso a Perón.
En todo esto hay una coherencia
que, sin embargo, se rompe con brusquedad con el apoyo franco que Borges prestó
a dos de las dictaduras militares argentinas, la que derrocó a Perón (la de
Aramburu y Rojas) y la que puso fin al gobierno de Isabelita Perón (la de
Videla). Es un apoyo que no congenia para nada con su identificación con la
causa aliada contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial, y con su
descripción tan exacta, en un discurso de agosto de 1946, del fenómeno autoritario:
«Las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo,
las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomentan
la idiotez».
¿Cómo explicar esta
contradicción? Por razones circunstanciales, ante todo. El levantamiento
militar de Aramburu acabó con la ominosa tiranía populista y nacionalista de
Perón, que, además de cancelar la democracia argentina, se las había arreglado
para volver subdesarrollado y pobre a un país que tres décadas antes era uno de
los países más modernos y prósperos del mundo. La ilusión de que el final del
peronismo trajera consigo la democracia pudo explicar el inicial entusiasmo de
Borges con el régimen militar. ¿Pero y después, cuando fue evidente que no era
la democracia sino otra dictadura, y no menos oprobiosa que la peronista,
aunque de distinto signo ideológico, la que reprimía, censuraba, encarcelaba y
mataba? Ya no resulta fácil explicar como un mero espejismo la simpatía de
Borges por el régimen militar, del que, además, aceptó nombramientos y
distinciones sin la menor reticencia.
Todavía más difícil de comprender
es su entusiasmo inicial con la dictadura del general Videla, que acabó con el
relativamente corto renacimiento de la democracia en Argentina, cuando ésta, es
verdad, había tocado fondo en lo que se refiere a caos y violencia con los
desafueros de Isabelita y su siniestro consejero López Rega. Pero esa dictadura
militar fue una de las más desalmadas y sanguinarias que haya padecido América
Latina, una dictadura que torturó, asesinó, censuró y reprimió con más
ferocidad y falta de escrúpulos que todas las que le habían precedido. Es
verdad que, cuando Borges llamó «caballeros» a los miembros de la junta
militar, y fue a tomar el té con ellos a la Casa Rosada, era todavía en los
comienzos, antes de que la represión alcanzara las dimensiones vertiginosas que
tendría luego. Más tarde, sobre todo a partir de la diferencia de Argentina con
Chile sobre el Beagle, tomó distancia con el régimen militar y lo censuró
acremente, pero esta toma de distancia fue tardía, y no lo bastante diáfana
como para borrar la desazón tremenda que causaron no sólo en sus enemigos, sino
también en sus más entusiastas admiradores (como el que esto escribe), sus
largos años de adhesión pública a regímenes autoritarios y manchados de sangre.
¿Cómo se explica esta ceguera política y ética en quien, respecto al peronismo,
al nazismo, al marxismo, al nacionalismo, se había mostrado tan lúcido?
Tal vez porque su adhesión a la
democracia fue no sólo cauta sino lastrada por el escepticismo que le merecían
su país y América Latina. Bromeaba sólo a medias cuando dijo que la democracia
era un abuso de las estadísticas, o cuando se preguntaba si alguna vez los
argentinos, los latinoamericanos, «merecerían» el sistema democrático. En su
secreta intimidad es obvio que se respondía que no, que la democracia era un
don de aquellos países antiguos y lejanos, que él amaba tanto, como Inglaterra
y Suiza, pero difícilmente aclimatable en estos países a medio hacer como el que
descubrió —el suyo— al volver a América Latina hacia 1921: «Un territorio
insípido, que no era, ya, la pintoresca barbarie y que aún no era la cultura».
Esta cita es de 1952. Leyendo la colección de textos reunidos en Borges en «Sur», se tiene la certeza de
que, hasta el fin de sus días (que, de manera simbólica, fue a terminar a
Suiza, donde había pasado su juventud), siguió creyendo lo mismo: su país y
América Latina habían dejado atrás, tal vez, el puro salvajismo, pero les
faltaba mucho para alcanzar la civilización (el territorio de la democracia y
la cultura). Esa pobre consideración del continente explica, tal vez, que este
exigente fantaseador, que jamás hubiera aceptado dar la mano a Franco, a Stalin
o a Hitler, aceptara ser recibido y condecorado por el general Pinochet.
Una de las ausencias literarias
más notorias en este libro es, precisamente, América Latina. A excepción de su
admirado Alfonso Reyes, la literatura latinoamericana sólo aparece encarnada en
una antología de poetas traducidos al inglés, para ser zaherida sin piedad: «La
culpa de los Huidobro, de los Peralta, de los Carrera Andrade, no es el abuso
de metáforas deslumbrantes: es la circunstancia banal de que infatigablemente
las buscan y de que infatigablemente no las encuentran». Ese desprecio era
parte de otro, más amplio, por la «indigencia tradicional de las literaturas
cuyo instrumento es el español». Cuando Borges, en uno de esos espléndidos
relatos de Historia universal de la
infamia, describió el prontuario de Bill Harrigan, o Billy the Kid, como el
de alguien que «debía a la justicia de los hombres veintiuna muertes —“sin
contar mexicanos”» no sólo hacía una de sus espléndidas boutades; escondida en ella iba una sospecha que, me temo, lo
acompañaría hasta el último de sus días: América Latina no existía. Mejor
dicho, existía sólo a medias y donde no importaba tanto, fuera de la
civilización, es decir, de la literatura.
No es verdad que la obra de un
escritor pueda abstraerse por completo de sus ideas políticas, de sus creencias,
de sus fobias y filias éticas y sociales. Por el contrario, todo esto forma
parte del barro con que su fantasía y su palabra modelan sus ficciones. Borges
es acaso el más grande escritor que ha dado la lengua española después de los
clásicos, de un Cervantes o un Quevedo, pero eso no impide que su genio, como
en el caso de este último, a quien él tanto admiraba, adolezca, pese o acaso
debido a su impoluta perfección, de una cierta inhumanidad, de ese fuego vital
que, en cambio, humaniza tanto la de un Cervantes. Esa limitación no estaba en
la impecable factura de su prosa o en la exquisita originalidad de su
invención; estaba en su manera de ver y entender la vida de los otros, la vida
suya enredada con la de los demás, en esa cosa tan despreciada por él y, a
menudo, tan justamente despreciable: la política.
Washington D. C., octubre de 1999
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