Borges entre señoras
Entre 1936 y 1939 Borges tuvo a
su cargo la sección de libros y autores extranjeros de El Hogar, un semanario bonaerense dedicado principalmente a las
amas de casa y la familia. Emir Rodríguez Monegal y Enrique Sacerio-Garí
reunieron una amplia antología de estos textos que publicó Tusquets en 1986 con
el título Textos cautivos. Ensayos y
reseñas en «El Hogar» (1936-1939).
No conocía este libro y acabo de
leerlo, en Mallorca, donde Borges, en cierto modo, hizo su vela de armas
literaria poco después de terminar sus estudios escolares en Ginebra. Aquí
escribió versos vanguardistas, firmó manifiestos, se vinculó a un grupo de
poetas y escritores jóvenes de la isla, en una actividad intelectual intensa
pero que poco dejaba adivinar de la trayectoria que tomaría su obra posterior.
No sé por qué me había hecho la idea de que sus notas y artículos en El Hogar serían, como aquellos escritos
mallorquines de su juventud, testimonios de una prehistoria literaria sin mayor
vuelo, meros antecedentes de la futura obra genial.
Me llevé una gran sorpresa. Son mucho
más que eso. No sé si la selección, que parece haber sido hecha sobre todo por
Sacerio-Garí —el libro apareció cuando Rodríguez Monegal había fallecido—,
eliminó todos los textos de mera circunstancia y poca significación, pero la
verdad es que esta antología es soberbia. Revela a un escritor dueño de un
estilo cuajado y propio, enormemente culto, con un punto de vista que le
permite opinar sobre poesía, novela, filosofía, historia, religión, autores
clásicos y modernos y libros escritos en diversos idiomas, con absoluta
desenvoltura y, a menudo, notable originalidad. Un colaborador que semanalmente
comentara la actualidad literaria mundial con la lucidez, el rigor, la
información y la elegancia con que lo hacía Borges en El Hogar hubiera dado un gran prestigio a las más exigentes
publicaciones intelectuales de los considerados entonces los ejes culturales de
la época, como París, Londres y Nueva York. Que estos textos aparecieran en una
revista porteña dedicada a las amas de casa dice mucho sobre la probidad con
que su autor encaraba su vocación, y, también, desde luego, sobre los altos
niveles culturales que lucía la Argentina de aquellos años.
Una de las rarezas de estos
textos es que Borges se ha leído de principio a fin los textos que reseña, se
trate de la voluminosa traducción de Las
mil y una noches de sir Richard Burton, los ensayos sobre la mitología
primitiva de sir James George Frazer o las novelas de Faulkner, Hemingway,
Huxley, Wells y Virginia Woolf. Todo lo analiza y comenta con la seguridad que
sólo confiere el conocimiento. Cuando la oscuridad del libro es más fuerte que
él, como le ocurre con el Finnegans Wake de
James Joyce, lo confiesa y explica las posibles razones de su fracaso de
lector. No hay uno solo de estos comentarios que dé la impresión de haber sido
elaborado de cualquier manera, para cumplir, sin dar mayor importancia a un
trabajo que sabía pasajero, superficial y olvidable. Nada de eso. Incluso las
pequeñas notitas de pocas frases que aparecían a veces al pie de su página bajo
el rubro «De la vida literaria» son una delicia de leer, por su ironía, su
gracia y su inteligencia.
En los años en que colabora en El Hogar Borges publica ya un libro
importante, Historia universal de la
infamia, pero todavía no ha escrito ninguno de sus grandes cuentos, poemas
o ensayos a los que deberá luego su fama. Sin embargo, ya había en él un
talento fuera de lo común para leer y opinar sobre lo que leía, y una visión
del mundo, de la cultura, de la condición humana, del arte de inventar ficciones
y de escribirlas que dan a todos estos textos un denominador común, de partes
de un todo compacto. Lo primero que resalta en ellos es la curiosidad universal
que guía sus lecturas, la de un lector que es ciudadano del mundo, pues se
mueve con la misma soltura leyendo a Paul Valéry en francés, a Benedetto Croce
en italiano, a Alfred Döblin en alemán y a T. S. Eliot en inglés. Y, lo
segundo, la claridad y la fuerza persuasiva de una prosa donde hay casi tantas
ideas como palabras y un esfuerzo permanente para no decir nada que no sea
absolutamente indispensable respecto a lo que se propone decir. Cuentan que
Raimundo Lida, en sus clases de Harvard, recordaba siempre a sus alumnos: «Los
adjetivos se han hecho para no usarlos».
Borges es famoso por sus adverbios y adjetivos («Nadie lo vio desembarcar en la
unánime noche»), pero, justamente, lo
es porque nunca abusa de ellos, porque estallan de pronto en sus frases como
una aparición insólita y espectacular, que redondea una idea, abre una
inesperada dimensión a la anécdota, trastorna y desbarajusta lo que hasta
entonces parecía la dirección de un argumento. La riqueza de estas reseñas,
comentarios o microbiografías está en la precisión y concisión con que fueron
escritas: nunca parece faltar ni sobrar nada en ellas, todas gozan de aquella
autosuficiencia que tienen los buenos poemas y las mejores novelas.
A veces, un párrafo de pocas
frases le basta a Borges para resumir el juicio que le merece toda la vasta
obra de un autor, como Samuel Taylor Coleridge: «Más de quinientas apretadas
páginas llenan su obra poética; de ese fárrago sólo es perdurable (pero
gloriosamente) el casi milagroso Ancient
Mariner. Lo demás es intratable, ilegible. Algo similar acontece con los
muchos volúmenes de su prosa. Forman un caos de intuiciones geniales, de
platitudes, de sofismas, de moralidades ingenuas, de inepcias y de plagios». La
opinión es muy severa y acaso injusta. Pero, no hay duda, quien la formula de
ese modo sabe lo que dice y por qué lo dice.
A veces, en los perfiles biográficos,
hay verdaderas maravillas descriptivas, como este boceto físico del historiador
Lytton Strachey: «Era alto, demacrado, casi abstracto, con el fino rostro
emboscado detrás de los atentos anteojos y de la rojiza barba rabínica. Para
mayor recato, era afónico». No es raro que un elogio vaya acompañado de un
mandoble letal, como en esta frase en la que, luego de alabar dos novelas de
Lion Feuchtwanger —El judío Süss y La duquesa fea—, añade: «Son novelas
históricas, pero nada tienen que ver con el laborioso arcaísmo y con el
opresivo bric-à-brac que hace
intolerable ese género».
No hay en el Borges que escribe
estos sueltos y artículos la menor concesión hacia el público de una revista
que no era ni especializado en literatura ni, en su gran mayoría, lo
suficientemente culto como para poder apreciar en todo su valor las opiniones y
elogios o admoniciones de que estaban impregnados sus artículos. Escribe como
si se dirigiera a los más exquisitos y refinados lectores de la tierra, dando
por supuesto que todos lo entenderían y aprobarían o desaprobarían sus juicios
de igual a igual. Y, pese a ello, no hay en estas páginas arrogancia ni
pedantería, esos desplantes detrás de los cuales se disimulan casi siempre la
ignorancia y la vanidad. Son textos en los que, a pesar de su brevedad, el
autor se juega a fondo, desnudándose de cuerpo entero, mostrando sus manías,
fobias, filias, anhelos íntimos. Los autores que frecuentará toda su vida con
admiración y lealtad desfilan por sus páginas, Schopenhauer, Chesterton,
Stevenson, Kipling, Poe, los cuentos de Las
mil y una noches, así como su debilidad por el género policial, a muchos de
cuyos cultores, Chesterton, Ellery Queen, Dorothy L. Sayers y Georges Simenon,
dedica artículos. Temas recurrentes de sus ficciones y ensayos, como el tiempo
y la eternidad, asoman en las observaciones que consagra a la obra de teatro de
J. B. Priestley El tiempo y los Conway
y a Un experimento con el tiempo de
J. W. Dunne, a quien dedicaría también en otra ocasión un largo ensayo. Y, por
supuesto, la fascinación que ejerció siempre sobre él la literatura oriental
está presente en los comentarios a libros chinos como A la orilla del agua, una antología de cuentos fantásticos y
folklóricos de ese país hecha por Wolfram Eberhard, y la japonesa The Tale of Genji de Shikibu Murasaki.
Textos cautivos constituye un magnífico panorama de lo que era la actualidad literaria de
fines de los años treinta en el mundo occidental, época de una fulgurante
creatividad en todos los géneros, la de Eliot, Joyce, Breton, Faulkner, Woolf,
Mann, en la que la experimentación formal, la revisión del pasado reciente y
clásico, las polémicas sociopolíticas y culturales trazaban una frontera entre
dos épocas. Es fascinante que acaso nadie dejara un testimonio más agudo y
sutil de toda la efervescencia de ideas, formas y creaciones literarias de
aquellos años, que un (todavía) oscuro escribidor de los confines del mundo, en
la página semanal que llenaba en una revista de amenidades concebida para hacer
más llevadera la rutina de las amas de casa.
Mallorca, agosto de 2011
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