Pessoa,
sociedad limitada
Es
cierto que cuando entraba en uno de los cafés que frecuentaba, el Martinho, el
Brasileira, elegía siempre una mesa grande porque con él se colaban, sigilosos,
más de una docena de tipos —seudónimos, heterónimos, ortónimos—, cada uno con
su nombre y apellidos, su biografía, su ristra de cuartillas, sus pantalones
con raya y sus zapatos negros.
El hombre nación llegaron a llamar, exagerando, a aquel
tipo menudo, de inmaculadas camisas blancas y pulcros trajes oscuros cosidos a
medida y que con frecuencia olvidaba pagar. El hombre vecindario, el hombre
barrio, el hombre comunidad de propietarios que, como un iceberg, daba cobijo
bajo su gabardina, abotonada hasta el cuello, a un número de personalidades
suficiente para montar un equipo de fútbol: Álvaro de Campos, Alberto Caeiro,
Ricardo Reis, Bernardo Soares, António Mora, Rafael Baldaya… Tantos que cada
vez que tomaba una decisión —qué se cena, dónde vamos— debía convocar una
junta, una asamblea, un referéndum. Así que a menudo se hacía un lío con cartas
o poemas que firmaba con el nombre de otro y de las que luego se desdecía u
olvidaba.
Nacido en Lisboa, en 1888, Fernando António Nogueira
Pessoa vivió con un miedo insuperable a la locura. Recordaba a la abuela
paterna, Dionísia Estrela, y aquellas peroratas terribles cargadas de palabras
malsonantes, explosivas, que murmuraba ante los niños: la mirada perdida,
vidriosa, el pelo enmarañado, los dedos, afilados como cortaplumas, que les
señalaban, acusadores… La abuela perturbada, ida, la abuela loca.
Hay dos o tres retratos de él con su inseparable
sombrero de ala, gafas de miope, ojillos vivarachos y un bigotito recortado
como un triángulo isósceles. Así, con una pequeña maletita de cuero, caminaba a
diario, el paso decidido, por la Lisboa del sol y la neblina, rumbo a su vida
tranquila, metódica, ordenada. Profesión, «corresponsal de casas comerciales»:
plumillas, tinta, goma de pegar, sellos, impresos…
Se enamoró de una compañera de oficina, Ofelita, a
quien dejaba pequeños regalos en el cajón de su escritorio: muñequitos de
alambre, algún mueble minúsculo de casa de muñecas, una pulsera. Durante
tiempo, pasó a diario, caminando, ante su casa. Y en la acera, se paraba un
momento para hacer muecas que ella veía, divertida, desde su ventana. Pero un
día no paró, siguió caminando serio, atribulado, con la mirada baja, ¿es que ya
no me quieres?... Le contó al día siguiente que había descubierto a sus padres
mirando desde otra de las habitaciones de la casa.
El resto fueron empresas ruinosas, inventos absurdos
—la carta sin sobre, el anuario internacional— y alcohol de cirrosis. Cuando
murió dejó un baúl, como el de la Piquer, lleno hasta arriba de papeles. Un
universo que hay que transitar con mapa, o mejor con planisferio. Celeste, por
supuesto, como corresponde a los dioses miopes.
Ficha
técnica
Nº de
páginas:
236
Editorial:
SIRUELA
Idioma:
CASTELLANO
Encuadernación:
Tapa dura
ISBN:
9788416964406
Año
de edición:
2017
Plaza
de edición:
MADRID
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