miércoles, 11 de noviembre de 2020

Pessoa, sociedad limitada. 44 escritores de la literatura universal.

 


Pessoa, sociedad limitada


Es cierto que cuando entraba en uno de los cafés que frecuentaba, el Martinho, el Brasileira, elegía siempre una mesa grande porque con él se colaban, sigilosos, más de una docena de tipos —seudónimos, heterónimos, ortónimos—, cada uno con su nombre y apellidos, su biografía, su ristra de cuartillas, sus pantalones con raya y sus zapatos negros.

El hombre nación llegaron a llamar, exagerando, a aquel tipo menudo, de inmaculadas camisas blancas y pulcros trajes oscuros cosidos a medida y que con frecuencia olvidaba pagar. El hombre vecindario, el hombre barrio, el hombre comunidad de propietarios que, como un iceberg, daba cobijo bajo su gabardina, abotonada hasta el cuello, a un número de personalidades suficiente para montar un equipo de fútbol: Álvaro de Campos, Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Bernardo Soares, António Mora, Rafael Baldaya… Tantos que cada vez que tomaba una decisión —qué se cena, dónde vamos— debía convocar una junta, una asamblea, un referéndum. Así que a menudo se hacía un lío con cartas o poemas que firmaba con el nombre de otro y de las que luego se desdecía u olvidaba.

Nacido en Lisboa, en 1888, Fernando António Nogueira Pessoa vivió con un miedo insuperable a la locura. Recordaba a la abuela paterna, Dionísia Estrela, y aquellas peroratas terribles cargadas de palabras malsonantes, explosivas, que murmuraba ante los niños: la mirada perdida, vidriosa, el pelo enmarañado, los dedos, afilados como cortaplumas, que les señalaban, acusadores… La abuela perturbada, ida, la abuela loca.

Hay dos o tres retratos de él con su inseparable sombrero de ala, gafas de miope, ojillos vivarachos y un bigotito recortado como un triángulo isósceles. Así, con una pequeña maletita de cuero, caminaba a diario, el paso decidido, por la Lisboa del sol y la neblina, rumbo a su vida tranquila, metódica, ordenada. Profesión, «corresponsal de casas comerciales»: plumillas, tinta, goma de pegar, sellos, impresos…

Se enamoró de una compañera de oficina, Ofelita, a quien dejaba pequeños regalos en el cajón de su escritorio: muñequitos de alambre, algún mueble minúsculo de casa de muñecas, una pulsera. Durante tiempo, pasó a diario, caminando, ante su casa. Y en la acera, se paraba un momento para hacer muecas que ella veía, divertida, desde su ventana. Pero un día no paró, siguió caminando serio, atribulado, con la mirada baja, ¿es que ya no me quieres?... Le contó al día siguiente que había descubierto a sus padres mirando desde otra de las habitaciones de la casa.

El resto fueron empresas ruinosas, inventos absurdos —la carta sin sobre, el anuario internacional— y alcohol de cirrosis. Cuando murió dejó un baúl, como el de la Piquer, lleno hasta arriba de papeles. Un universo que hay que transitar con mapa, o mejor con planisferio. Celeste, por supuesto, como corresponde a los dioses miopes.

Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID

 


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