miércoles, 4 de noviembre de 2020

Nabokov, el cazamariposas. 44 escritores de la literatura universal.

 


Nabokov, el cazamariposas

  Vivía en San Petersburgo, y tenía siete años cuando reparó en su primera mariposa: un macaón de alas amarillas con manchas negras y ocelos de color cinabrio que revoloteaba por los jardines de su casa. Lo cazó para él un conserje, con su gorra de plato, y lo metió en un armario con un puñado de bolas de naftalina para que se ahogara. Dejó pasar, impaciente, la mañana. Dejó pasar la tarde para asegurarse. Y antes de irse a dormir apoyó la mano en la puerta y acercó el oído, como un médium, para ver si lo escuchaba aletear. Y cuando se hizo de día, abrió el armario y vio, sorprendido, tal vez secretamente complacido, cómo la mariposa, con un vuelo errático, incorpóreo igual que una pavesa, salía revoloteando, cruzaba la habitación, sin inmutarse, y escapaba por la ventana abierta, otra vez al jardín, dejando tras de sí un rastro invisible a naftalina.

El pequeño Vladimir. Tuvo una infancia de casas de campo, de jabones ingleses, de bigotes de guía, ropa blanca, de hilo, un ejército de institutrices y nodrizas —Miss Rachel, Miss Clayton, Miss Norcott—, y el silbato de plata que venía con los trajes de marinero.

Eso y una relación interminable, un listado completo de enfermedades infantiles: vómitos, fiebre, tos, anginas, sarampión, escarlatina… Una madre que salía de casa en un trineo, como Ana Karenina, y le compraba un regalo diario, y un padre que cada noche escribía el menú del día siguiente en un papel, y se lo entregaba al mayordomo.

Y en eso llegó Lenin, con la hoz y el martillo y la bandera roja, e hizo que la colgaran en todos los balcones. El viejo Lenin de la calva y la perilla, y sus ruidosos bolcheviques, cargados de estrellas, y caballos, y gorros de fieltro gris. Su padre le mandó con sus hermanos a Crimea: les dio un beso, y les hizo en la frente la señal de la cruz. Y ese mundo de bañeras plegables y pelotas de tenis, tan blancas como el talco, se convirtió en otro de casas de empeño, y joyas escondidas, y de recias maletas con las que iría aquí y allá, a la patria de todos los acentos.

Tuvo obsesión, siempre, por el ajedrez, los lápices afilados, y los lepidópteros. No sé si en ese orden. Cazó mariposas por todo el mundo, con calzón corto, una visera a cuadros, y una tupida red que rozaba lo ridículo. Después se dedicó a escribir, como una religión, un credo. Un día, desesperado, empapado en sudor, desencajado, cogió el manuscrito de Lolita, ese que empieza con «Lolita, luz de mi vida», y lo arrojó a una hoguera en el jardín. Fue su mujer, Vera, quien apagó las llamas, lo rescató humeante, y le convenció para que lo terminara.

Y nada, ya viejo, se dedicó a pasear, recordando a menudo aquella mariposa de alas amarillas que se escapó al jardín, y las cartas que tal vez le enviara, allí en la vieja Rusia, una novia que tuvo, Tamara, a una dirección en la que había dejado de vivir para siempre.

Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID


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