Thomas
Mann, las cosas pequeñas
Quiso ser, de pequeño, pastelero o revisor de tranvías,
aunque no le habría ido mal de actor: no había cosa que más le divirtiera que
salir de su casa fingiendo ser un príncipe, un banquero, un explorador de
lejanas aventuras: el paso decidido, el juego acompasado del bastón, la mirada
altiva… Porque tenía el porte, la apostura, la impronta distintiva y formal del
elegido: bigote de cepillo, los labios apretados, la mano descansando en la
barbilla. Un joven que miraba a menudo a través de unos binoculares. Con ellos
vio una vez al emperador Guillermo I, circulando en un coche descubierto en un
desfile. Se fijó en sus dedos deformados, que no llegaban a llenar el guante
con el que saludaba, y el brillo deslumbrante, en el pecho, de las cruces de
diamantes y oro.
Toda su vida estuvo pendiente de las cosas pequeñas.
Ordenado hasta la pedantería, como dijo su hijo Klaus, sus diarios, que no
pudieron consultarse hasta veinte años después de su muerte (otra cifra
redonda), son un rosario de pequeñeces carentes de importancia: hábitos,
síntomas, quejas y padecimientos minúsculos descritos con la minuciosidad del
amanuense. Anotaba la frecuencia con que iba al baño —«pude hacer mis
necesidades después del desayuno»—; sus achaques —«dolores de cintura esta
tarde, ligeras molestias abdominales»— o su actividad sexual —«anoche,
cohabitación con K.».
Fumó con el convencimiento, ingenuo, de que nunca puede
pasarle a uno nada con un cigarro entre los dedos, o en la playa. Y optó por
duras, rígidas, penosas jornadas de trabajo en las que escribía no menos de
cinco hojas diarias —mil ochocientas al año, más de cien mil a lo largo de su
vida—, además de las cartas, tres o cuatro, que respondía a mano, cortés y
amable y que echaba al correo al día siguiente.
Cuando Hitler llegó al poder, se hizo checo y
norteamericano. Para conseguir la nacionalidad había que hacer un examen sobre
la Constitución y las costumbres. Normalmente una conversación de apenas diez
minutos, puro trámite. Con él, la funcionaria se demoró una hora. Al terminar
le dijo que contaría a todo el mundo, el resto de su vida, aquel día
inolvidable en que estuvo hablando una hora con Thomas Mann.
Una mañana, al levantarse, vio que tenía una pierna el
doble de gruesa que la otra, aproximadamente. Los médicos no le dieron
importancia, y le mandaron reposo. «¿A quién se le ocurre andar por ahí mirando
la gordura de sus piernas?», se dijo moviendo complaciente la cabeza un par de
días antes de morir.
Ficha
técnica
Nº de
páginas:
236
Editorial:
SIRUELA
Idioma:
CASTELLANO
Encuadernación:
Tapa dura
ISBN:
9788416964406
Año
de edición:
2017
Plaza
de edición:
MADRID
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