martes, 3 de noviembre de 2020

Thomas Mann, las cosas pequeñas. 44 escritores de la literatura universal.

 



Thomas Mann, las cosas pequeñas

 Tuvo una predilección, obsesiva, por los números redondos. Una vocación secreta de contable, de brujo o cabalista, que le hacía cuadrar fechas y efemérides. Nacido en 1875, veinticinco años —exactos— más tarde publicó Los Buddenbrook y veinticinco después La montaña mágica. Así que en 1950, según sus cuentas, le tocaba morirse. Se equivocó.

Quiso ser, de pequeño, pastelero o revisor de tranvías, aunque no le habría ido mal de actor: no había cosa que más le divirtiera que salir de su casa fingiendo ser un príncipe, un banquero, un explorador de lejanas aventuras: el paso decidido, el juego acompasado del bastón, la mirada altiva… Porque tenía el porte, la apostura, la impronta distintiva y formal del elegido: bigote de cepillo, los labios apretados, la mano descansando en la barbilla. Un joven que miraba a menudo a través de unos binoculares. Con ellos vio una vez al emperador Guillermo I, circulando en un coche descubierto en un desfile. Se fijó en sus dedos deformados, que no llegaban a llenar el guante con el que saludaba, y el brillo deslumbrante, en el pecho, de las cruces de diamantes y oro.

Toda su vida estuvo pendiente de las cosas pequeñas. Ordenado hasta la pedantería, como dijo su hijo Klaus, sus diarios, que no pudieron consultarse hasta veinte años después de su muerte (otra cifra redonda), son un rosario de pequeñeces carentes de importancia: hábitos, síntomas, quejas y padecimientos minúsculos descritos con la minuciosidad del amanuense. Anotaba la frecuencia con que iba al baño —«pude hacer mis necesidades después del desayuno»—; sus achaques —«dolores de cintura esta tarde, ligeras molestias abdominales»— o su actividad sexual —«anoche, cohabitación con K.».

Fumó con el convencimiento, ingenuo, de que nunca puede pasarle a uno nada con un cigarro entre los dedos, o en la playa. Y optó por duras, rígidas, penosas jornadas de trabajo en las que escribía no menos de cinco hojas diarias —mil ochocientas al año, más de cien mil a lo largo de su vida—, además de las cartas, tres o cuatro, que respondía a mano, cortés y amable y que echaba al correo al día siguiente.

Cuando Hitler llegó al poder, se hizo checo y norteamericano. Para conseguir la nacionalidad había que hacer un examen sobre la Constitución y las costumbres. Normalmente una conversación de apenas diez minutos, puro trámite. Con él, la funcionaria se demoró una hora. Al terminar le dijo que contaría a todo el mundo, el resto de su vida, aquel día inolvidable en que estuvo hablando una hora con Thomas Mann.

Una mañana, al levantarse, vio que tenía una pierna el doble de gruesa que la otra, aproximadamente. Los médicos no le dieron importancia, y le mandaron reposo. «¿A quién se le ocurre andar por ahí mirando la gordura de sus piernas?», se dijo moviendo complaciente la cabeza un par de días antes de morir.

Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID


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