Montes de Oca
Benito Pérez Galdós
[5]
- I -
En los cuarenta
andaba el siglo cuando se inauguró (calle de la Abada, número tantos) el
comedor o comedero público de Perote y Lopresti, con el rótulo de Fonda
Española. No digamos, extremando el elogio, que fue el primer
establecimiento montado en Madrid según el moderno estilo francés; mas
no le disputemos la gloria de haber intentado antes que ningún otro realizar lo
de utile dulci, anunciándose con el programa de la bondad unida a la
baratura, y cumpliendo puntualmente, mientras pudo, su compromiso. La exótica
palabra restaurant no era todavía vocablo corriente en bocas españolas:
se decía fonda y comer de fonda, y fondas eran los
alojamientos con manutención y asistencia, así como los refectorios [6] sin
pupilaje. Es forzoso reconocer que si nuestros antiguos bodegones y hosterías
conservaban la tradición del comer castizo, bien sazonado y substancioso, los
italianos, maestros en esta como en otras artes, introdujeron las buenas formas
de servicio y un poco de aseo, o sus apariencias hipócritas, que hasta cierto
punto suplen el aseo mismo. No fue tampoco reforma baladí el sustituir la lista
verbal, recitada por el mozo, con la lista escrita, que encabezaban los ordubres,
estrambótica versión del término hors d'œuvre. Lo que principalmente
constituye el mérito de los italianos es la introducción del precio fijo, la
regla económica de servir buen número de platos por el módico estipendio de
doce reales, pues con tal sistema adaptaban su industria a la pobreza nacional,
y establecían relaciones seguras con un público casi totalmente compuesto de
empleados y militares de mezquino sueldo, de calaveras sin peculio, o de
familias que empezaban a gustar la vanidad de comer fuera de casa en días
señalados o conmemorativos.
Para dar a cada uno
lo que le corresponde con imparcial criterio histórico, conviene indicar que no
fueron Perote y Lopresti verdaderos innovadores en materia y formas de comer,
sino más bien los que divulgaron aquel [7] arte precioso en la vida de los pueblos. Ya
Genieys había dado a conocer las croquetas, los asados un poquito
crudos, las chuletas a la papillote y otras cosillas; pero Lopresti
popularizó estos manjares poniéndolos al alcance de los bolsillos flacos,
acreditando su saber, así como la equidad paternal de sus precios. Al propio
tiempo superaba a Genieys en los arroces a la valenciana y milanesa, así como
en el bacalao en salsa roja; era maestro en el cordero con guisantes, en el
besugo a la madrileña, en la pepitoria, en los macarrones a la italiana, y
principalmente en los guisotes de pescado y mariscos a estilo provenzal o
genovés. En el renglón de vinos, el poco pelo de la clientela limitaba el
consumo a los tintos de Arganda o Valdepeñas para pasto, y un Jerez familiar y
baratito para los libertinos domingueros, y para los que iban de jolgorio, con
mujerío o sin él, a horas avanzadas de la noche. En estas francachelas de un
carácter confianzudo y pobretón, no se conocía el champagne. El agua, de
que algunos parroquianos hacían considerable gasto, se anunciaba como de la
Fuente del Berro; mas era de la Academia o de la Escalinata. En el servicio de
vinajeras introdujeron los italianos cristalería fina en armaduras elegantes, y
presentaban los mondadientes en [8] gallitos y monigotes de porcelana. Inferior era el
lujo en la mantelería y lienzos de mesa, de dudosa blancura los más días del
año.
Por todo ello tuvo la
Fonda Española un éxito tan rápido como lisonjero, y el público invadió
desde los primeros días el modesto y lóbrego local de la calle de la Abada,
recinto que aún conservaba olor y trazas de logia masónica, piso bajo con dos
rejas a la calle y entrada por el portal. Era éste ancho, con zócalo de
azulejos negros y blancos como tablero de ajedrez, bien alumbrado a prima noche
por un farolón de dos mecheros, obscuro a última hora y expuesto a tropezones,
que a veces eran graves, sin contar el desagradable quién vive de las
humedades mingitorias. Adoptaron los dueños, porque no podía ser de otro modo
si habían de tonificar el establecimiento, el horario francés, dando la comida
fuerte por la noche, con supresión de cocido. Al mediodía, servían almuerzos de
seis y ocho reales, con huevos fritos y uno o dos platos, y el invariable
postre de pasas y almendras con añadidura de un bollito de tahona, régimen que
las casas huéspedes han perpetuado como una institución hasta nuestros días, y
será preciso un golpe de revolución para destruirlo.
Fue uno de los
primeros fundadores de la [9] clientela el benemérito D. José del Milagro, que,
aunque cesante en todo el tiempo que vivieron los dos Gabinetes moderados
presididos por D. Evaristo Pérez de Castro, habíase agenciado algunos modos de
vivir, honradísimos, y podía permitirse almuerzos de seis reales, y comiditas
de ocho. Como tributo a una firme amistad antigua, los italianos le concedían
rebajas discretas y abríanle créditos de una y de dos semanas, confiando en que
el agraciado guardaría reserva sobre este privilegio para no desmoralizar a la
parroquia. Debe advertirse aquí, para evitar juicios temerarios acerca de aquel
digno sujeto, que estaba viudo desde el 38; que una de sus hijas, notable
arpista, se había casado con un bajo italiano de la compañía de la Cruz, la
otra con un subteniente de la Guardia Real, y que los chicos menores vivían en
Illescas con su tía Doña Tránsito. Campaba, pues, el buen hombre por sus
respetos, y ganándose la pitanza con traducciones de leyendas históricas o de
historias poéticas, y con tareas de contabilidad, vivía suelto, libre, en
solitaria y a veces triste independencia, viendo venir las cartas políticas,
esperando la ruina del llamado Moderantismo y el triunfo del Progreso,
que debía llevarle a la holgura y descanso de la Administración. En cuantito [10]
llegara el Progreso, y agarraran la sartén sus ilustres prohombres, nadie
podía disputarle a Milagro su placita de diez y ocho mil, digno premio del
fervor consecuente, acendrado, incorruptible con que había defendido siempre
las libertades públicas.
Correspondía Milagro
a la generosidad de los italianos corriendo la voz de la excelencia y baratura
del establecimiento, y a los pocos días ya eran feligreses D. Víctor Ibraim,
castrense del 2.º de la Guardia, y uno de los hermanos Fonsagrada, teniente del
4.º, con otros individuos de que se dará conocimiento. El más calificado entre
estos era un D. Bruno Carrasco y Armas, manchego de buena sombra, de insaciable
apetito y de mucha correa en el discurso, que llevaba cuatro años en Madrid
gestionando la resolución de un embrolladísimo expediente de Pósitos; hombre
que pasaba por rico y que lo acreditaba convidando espléndidamente a los amigos
cuando las esperanzas del pronto arreglo de su negocio le ponían de buen
temple. Siempre que almorzaban juntos Milagro, Ibraim y Carrasco, se establecía
entre los tres una feliz comunidad de criterio para juzgar las cosas públicas.
Unánimes convenían en el aborrecimiento del régimen imperante, persuadidos de
que la viuda de Fernando VII [11] era la mayor calamidad arrojada por Dios sobre las
pobres Españas.
A todos excedía
Milagro en la firmeza de su convicción y en el ardor con que últimamente la
manifestaba. Aquel hombre sin ventura, a quien hicieron escéptico las
turbaciones políticas; aquella víctima, aquel mártir que había sufrido con
admirable resignación los desastres que al individuo y a la familia ocasiona
todo cambio de gobierno, llegó a comprender que la neutralidad y la falta de
convicciones son la mayor de las desventajas en el orden social, y que por tal
camino, por lo mismo que es el más derecho, no se va a ninguna parte. Sus
dolorosas cesantías, sus hambres y escaseces demostráronle la necesidad de
poseer un temperamento vivo, ya sea real, ya figurado, para no quedarse a la
cola en el movimiento general. El manso, el prudente, el descreído que se
planta y espera, es arrollado por la multitud que avanza ciega y ardorosa.
Sentó plaza, pues, el buen Milagro, curado al fin de su insana neutralidad, en
las falanges del Progreso, y se puso en las filas de vanguardia,
enarbolando, si no la bandera, el primer trapo de colorines que encontró a
mano.
Una noche de Julio
convidó el manchego sin tasa, agregando Jerez y licores, no ciertamente [12] porque
tuviera buenas noticias de su asunto, sino porque las tenía detestables, y la
desesperación le indujo a echar la casa por la ventana, difiriendo sus
esperanzas y colocándolas en el día no lejano del triunfo de los libres.
En la boca y en el corazón de los amigos reverdecieron las tales esperanzas con
el contento que dan el buen comer y un beber abundante a costa de generoso
anfitrión. Al segundo plato el gozo era inefable, a los postres vocinglero. Los
roncos acentos de Ibraim y su ceceo bárbaro llenaban la sala expresando las
ideas más audaces, con escándalo de algunas orejas timoratas. De pronto se
levantó un vejete que con tres individuos comía en una mesa lejana, y
llegándose a la del manchego, insinuó una protesta en tono humorístico un tanto
destemplado. Véase la muestra: «Oí patadas y dije: 'caballería tenemos'.
Señores, se les saluda. ¿Qué hablan ustedes ahí de Reinas y Ministerios, ni qué
entienden de esto los caballeros del margen?... Y usted, señor de Milagro, no
se agazape ni vuelva la cabeza, que ya le he conocido, y sus facciones, aunque
hace un siglo que no nos vemos, no se me despintan. No vale, no, hablar mal de
los moderados, después de haber comido con ellos a mandíbula batiente. ¿Pues
qué quería usted, alma de Dios? ¿Que le [13] tuvieran colocado toda la vida, y encima... le
nombraran canónigo? ¿No han de comer los demás? ¡A fe que hay pocos padres de
familia entre los moderados, con seis, siete y hasta doce criaturas!... Hoy les
toca el pesebre a los morenos, mañana a los blancos... Si usted quería pan
perpetuo, ¿por qué no aprendió un oficio, como lo aprendí yo, que a los catorce
años ya me ganaba un cocido trabajando en la orfebrería con mi amigo Leandro
Moratín? ¡Ja, ja, pues no me sale usted ahora con pocos humos!... ¿Qué espera
mi hombre del Progreso? Tonto, más que tonto: pida limosna antes que
limpiarle las botas a Linaje, y no se fíe de Espartero, que repartirá todos los
piensos, digamos destinos, entre los animales manchegos, o sea los
vecinos de Granátula. Esto lo veo yo... ¡ja, ja... y el que no lo vea es porque
tiene ojos en la cara, no en el entendimiento... ja, ja!».
-No le había
conocido, Sr. D. Carlos Maturana -dijo Milagro adoptando el tono zumbón,
después de pintar en su rostro, en sucesivas expresiones, la sorpresa, el enojo
y la hilaridad-. Con esas barbas que se ha dejado, da usted el pego a sus
buenos amigos.
-No me disfrazo para
conspirar, como usted, ni uso bigote de moco para adular al Duque. [14]
-No adulo... los
pelos de mi cara siempre significaron libertad.
-Antes iba usted
afeitado.
-Ya no, para no
parecerme a los curas.
-Cuéntele eso a su
compañero, el castrense que me oye.
-Este no es
obscurantista.
-Ya; es retinto.
D. Víctor Ibraim echó
mano a una botella. Acudió D. Bruno a contener la ira del Capellán, y
apaciguándole con un gesto y cuatro voces de lo más crudo, volviose risueño
hacia el diamantista y le ofreció una copa de Jerez, acompañada la oferta de
estas campechanas expresiones:
«Si me ha llamado
usted animal, y recojo la alusión como hijo de Granátula, aunque no pariente de
D. Baldomero, yo le llamo a usted zopenco, y con estos insultos terribles no
hacemos más que pasar el rato... porque aquí venimos a pasar el rato, no a
pelearnos por una Reina ni por un General. Beba usted, y luego nos diremos
cuatro cuchufletas, si tiene humor de jarana. Estos amigos son pacíficos... Yo
no he venido a Madrid a pedir un puesto en el pesebre, sino a que me hagan
justicia».
-¡Justicia! -repitió
Maturana empinando-. A eso vienen todos, y luego... En fin, señores, [15]
perdonen mi desenfado. Hablaba como hablamos hoy todos los españoles, como un
loco. No hagan caso: sin quererlo, dice uno mil desatinos. ¡Feliz España si
fuera la tierra de los mudos! Sr. Ibraim, si le llamé a usted retinto fue por
pasar el rato. Seamos amigos.
-Siéntese el buen
Aguilera.
-¿Qué hay de
noticias?
-Nunca sé nada que
sea de oposición... Sólo sé que nuestra excelsa Reina sigue su viaje triunfal
por Cataluña, y que no faltará quien le acuse las cuarenta al caballero de
Granátula.
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