lunes, 14 de agosto de 2023

Quim Monzó Ochenta y seis cuentos

 

 





Quim Monzó

  Ochenta y seis cuentos

 

 

 


 

 UF, DIJO ÉL

 

 

 


 Un jour il y aura autre chose que le jour

BORIS VIAN, Je voudrais pos crever

Et mirava de fit a fit. No has sabut mai si t’havia besat o si només t’havia somrigut.

JORDI SARSANEDAS, Mites

 

 


 HISTORIA DE UN AMOR

A Joan Brossa, que me dio la idea

A estas alturas daría por bueno todo lo que ha pasado hasta ahora a cambio de ver, otra vez, el cielo de color pipermint y las estrellas que chisporrotean en el cesto de tus ojos. Pero esta vez, si se me permitiera, querría acabar de una vez. Empiezo a estar harto, cosa sorprendente si se tiene en cuenta que soy un hombre cargado de paciencia. Pero es que ésta es una historia inmemorial que empieza una alborada, cuando yo todavía era joven y la besaba con ternura, en un landó alquilado que el cochero había detenido junto a una isla de luz todavía encendida, ante la mansión neoclásica (de un neoclasicismo tardío) donde habíamos de querernos tanto y sin que nadie nos molestase. Ella era (ella es) una diosa nórdica, tierna como el vuelo de la abubilla, frágil, suave y traviesa. Digo esto a riesgo de parecer ridículo, pero es que ésta es la historia apasionada de un amor ardiente que nos encendía cada vez más, mientras entrábamos en la mansión, que era de una tía mía, medio loca y miope, que se tuvo que exiliar por razones más oscuras que heroicas. Subimos las escaleras con prisa, con la celeridad que se presupone en aquellos que, enamorados, han decidido aligerar orgásmicamente la adoración que se profesan. Atravesamos pasillos y estancias, y más pasillos y salas que daban a nuevos pasillos. Abríamos puertas más allá de las cuales había nuevas estancias con puertas que ocultaban salas con otras puertas (de una que no se abría tuvimos que hacer saltar la cerradura oxidada) que daban a estancias con nuevas puertas. Seré breve: finalmente llegamos a la habitación más espaciosa, con una cama amplia con dosel, y con las paredes cubiertas por damascos de estilos desaforados. Cuando descorrimos las cortinas, ansiosos de la claridad de la luna, nos envolvió una nube de polvo. Abrimos el balcón. Contra el cielo se recortaban las montañas (de tonalidades más botticellianas a medida que se hacía de día) y de los prados llegaba un ruido mortecino y estival (entre otras cosas porque todo esto pasaba en verano). Tuve que desnudarla lentamente (con impedimentos y desazones librarla de las dos faldas, las enaguas, el miriñaque, la faja, las medias, los zapatos, todas las diademas que llevaba en la cabeza) hasta que pude contemplar su cuerpo lácteo. Ella bajaba las pestañas, negras y grandes como abanicos, y se habría sonrojado si no hubiese sido porque el maquillaje hacía imposible que se notase y, por tanto, era un esfuerzo inútil. Los pezones eran oscuros y los pechos adolescentes, y se dejaba hacer con una indolencia del todo apropiada a una dama de clase social tan elevada, que desviaba la mirada, púdicamente, mientras yo me apresuraba a desnudarme. Lo que más me costó quitarme fueron las botas, sobre todo porque, con las prisas, tratando de deshacer los lazos de los cordones, me hacía nudos con ellos. Aprovechando que yo tardaba, me preguntó dónde estaba la toilette. Se lo indiqué. Cuando volvió (cubierta con un camisón de color rosa, de seda china, que había sido de una de mis abuelas, y que debía de haber encontrado en el armario del baño) yo me deshacía finalmente de la última bota y la tiraba contra la pared, que soltó una nueva nube de polvo y se agrietó. Luego, quitarme los calzoncillos y la camiseta fue cosa de pocos minutos. Me di prisa en recuperar el tiempo perdido: le acaricié las mejillas, le di besos en las orejas, le musité palabras melifluas. Parecía perdida en una duda profunda, muriéndose por ceder a las caricias y al mismo tiempo queriendo huir de ellas. Finalmente se volvió, me miró al fondo de los ojos y me besó en los labios, con tal inexperiencia que no pude evitar sonreír. Y, como no quería que tomase mi sonrisa por una burla, para ocultarla le mordí la oreja, le lamí el cuello y, aprovechando la proximidad del conducto auditivo, le murmuré: Amor mío…, varias veces, cada vez un poco más fuerte y en un tono un poco más salvaje. Fue entonces cuando llamaron a la puerta: un timbrazo largo. Me miró. La miré. Hice un gesto con la mano, excusándome mientras me levantaba. Vuelvo enseguida, amor. Ella (discreta) apartó la vista de la erección, que me resultaba imposible disimular. Vestido con un quimono bajé a abrir: el cochero me devolvía el sombrero de la señora, que (llevados por las emociones) habíamos olvidado en el asiento. Como no tenía puestos los pantalones, me encontré sin ninguna moneda con que darle las gracias a aquel cochero demasiado celoso. Tuve que subir al despacho a buscar alguna, no la encontré, cogí un billete, volví a bajar y se lo metí en el bolsillo. Me dio las gracias, le dije que no había de qué, cerré la puerta de golpe (se formó otra nube de polvo, se cayó una bisagra) y corrí escaleras arriba, hacia el dormitorio. Ella me esperaba, anhelante. Musitó mi nombre dos veces y me pidió que la abrazase, que la calentase con mi cuerpo. Púdica, llevaba aún unas bragas blancas y finas, de blonda (que yo, antes, no me había atrevido a quitarle para no parecer demasiado impaciente). Ahora sí: me arrodillé ante ella y se las bajé con dedos lentísimos. El interior estaba húmedo, y el aroma del flujo era tan intenso que me llenaba la pituitaria. Amor, amor…, insistía mientras le recorría el torso con la lengua. Como vi que le continuaba dando miedo tomar iniciativa alguna y mostrarse, así, demasiado atrevida, le cogí la mano y se la puse sobre mi miembro, que notó extremadamente caliente. Dejó escapar un oh que ahogué besándole el cuello pulgada a pulgada. De forma tosca, retiraba el prepucio y, con el rabillo del ojo, observaba el polifemo amenazador. El flujo ya había empapado las sábanas y ahora goteaba en el suelo. Con cuidado, le separé las piernas. El interior de los labios era un manantial pegajoso que se contraía, incontrolable, a cada caricia. Palomita mía, dije avanzando la verga hacia la abertura absorbente. Justo en aquel momento, volvieron a llamar a la puerta. Blasfemé en voz alta, decidí hacer caso omiso y empujé. Me detuvo. Vete a abrir, dijo, vete a saber quién puede ser ahora. Medio desabrochado, bajé las escaleras: detrás de la puerta, un taponcete gordezuelo me ofrecía la posibilidad de un seguro de vida a plazos, a pagar en tantos meses como hicieran falta. Cerré la puerta sin contestarle, subí nuevamente las escaleras. Arriba, ella retiró la mano en cuanto me vio llegar. Le besé los dedos, que ahora le olían a sexo. Para no perder más tiempo, sin más preámbulos forcé la abertura y me rodeó el paraíso: el cielo de pipermint, las estrellas en el cesto de sus ojos, todo lo que decía antes. Con los ojos cerrados, se mordía los labios y repetía: oh. A las primeras sacudidas, el flujo empezó a manar todavía más, tanto que nos empapaba los muslos y hacía que se nos pegasen las sábanas. Me arañaba la espalda y decía: Sí, sí, con periodicidad de metrónomo. Entonces, por encima de su gemido reiterado, empezó a sonar el del teléfono de la habitación de al lado. Maldije estos inventos modernos, hijos del diablo, y decidí hacer caso omiso, pero ella detuvo el movimiento y me atenazó con los músculos vaginales. Vi que movía los labios y supuse que quería decirme algo, pero con voz tan débil que, con el ring-ring del teléfono, no había manera de entenderla. Ve. Si oigo ese ruido no puedo continuar: me bloqueo. No me extrañó. Con aquellos gritos metálicos en la habitación de al lado, incluso yo empezaba a bloquearme. Salí de entre sus piernas (el coño se cerró, hizo blup, soltó una nueva descarga de flujo) y corrí hacia el teléfono, que no paraba de bramar. ¿Diga?, le dije a la trompetita negra, y preguntaron por un nombre que no había oído en mi vida y que no tenía, ni había tenido nunca, nada que ver conmigo ni con mi tía loca, miope y exiliada. Se equivoca, dije, no sé si antes o después de colgar. Pero en vez de volver arriba enseguida me dejé caer en la silla, y encendí un cigarrillo. Será mejor que me serene. ¡Estoy tan nervioso! Pero aún no me había fumado la mitad cuando decidí que qué hacía allí abajo, fumando, si ella estaba arriba, esperándome. Tiré el cigarrillo al suelo y volví al dormitorio. Has fumado, me dijo. Asentí, con miedo a que le desagradase el aliento nicotínico y aquello complicase también las cosas. Pero no. Me gusta el sabor del tabaco en tus labios, sonrió mordiéndomelos. Decidí apresurarme, no fuese a venir alguien, otra vez, a interrumpirnos. Los prados, más allá del balcón, se teñían de ocres y rojos de mediodía. Habían dejado de ser botticellianos para hacerse, cada vez más, vangoghianos. De hecho, la paz era tan absoluta que se oía a las carcomas atareadas en las vigas. Querido, dijo, quiero que te quedes conmigo. Si vuelven a molestarnos no haremos caso, propuse. No, eso no, dijo la chica. Y entonces me contó una historia que rompía el corazón: de niña, una noche estaba en la cama y oí que llamaban a la puerta. Llamaban y llamaban, cada vez más fuerte. No entendía cómo era que mis padres no salían a abrir. Con miedo, los busqué por la casa, pensando que quizá una lámpara de gas apagada al azar, por ejemplo, los había matado. Finalmente me los encontré en la cama: luchando, riendo, tocándose, resoplando. No era que alguien llamase, sino que, como las sacudidas eran tan fuertes, el cabezal de la cama golpeaba la pared, y toda ella temblaba y hacía que se moviese la imagen del Santo Cristo de Lepanto colgada allí. Desde entonces, siempre que oigo que llaman tengo que abrir la puerta, contestar el teléfono o lo que sea, y no puedo soportar ningún ring-ring no atendido. ¿Te haces cargo? Ya lo creo que me hago cargo, le aseguré mientras empezaba a acariciarle el pecho izquierdo. En cuestión de segundos, volvió a soltar flujo, que, añadido al que había soltado hasta entonces, se derramaba desde nuestras piernas y desde la cama, y se acumulaba en el suelo, donde formaba un charco poco profundo. De los besos y las caricias volvimos al acoplamiento. En cuanto el glande desapareció dentro de la vulva, nos cayó encima una lluvia de ladrillos, de vigas y de cañizo: el techo de la habitación se hundía.

Solucionado el problema (pagada y expulsada de casa la cuadrilla de albañiles y otra vez felices los dos, uno dentro del otro), tuve que atender a un par de testigos de Jehová, empeñados en leerme páginas de la Biblia que me eran del todo indiferentes. No había acabado de subir del todo las escaleras cuando volvió a sonar el timbre. Era una chica que ofrecía una espléndida gama de productos Avon. Dos minutos después de echarla sin contemplaciones, justo en el momento en que empezábamos a sentir las primeras vibraciones preorgásmicas, llamaron del campo de aviación (porque, a esta altura de la historia, ya habían incluso inventado los aeroplanos) y resultó ser una prima segunda, hija de la tía loca, miope y exiliada, que se autoinvitó a pasar una quincena en mi casa (es decir: en casa de su madre, la tía loca, miope y exiliada), y todo fueron angustias para evitar que entrase en el dormitorio. Pero el olor a flujo era tan intenso que se esparcía por todos los pasillos, salas y habitaciones de la mansión y, según cómo soplase el viento, por los pueblos y los valles de la comarca. Apenas comprendió qué tipo de olor era aquél, la prima segunda se fue, herida e indignada por tener que contar, entre la parentela, con un primo segundo al que tildaba de calavera y perdido. Sin siquiera decirle adiós, ya estaba otra vez en lo alto de las escaleras, abriendo nuevamente la puerta de la habitación, y nada más, porque de repente tuve que volver a bajar: una requisitoria militar (personificada en dos soldados y un cabo con orden de arresto y partida inmediata, bajo acusación de deserción por no haberme presentado a cumplir el servicio militar dentro del plazo reglamentario, que había expirado hacía más de dos años), me llevó a un cuartel y, pocos meses después, cuando estalló, a la guerra del 36. A la vuelta, tuve que pagar recibos a una larga, barbada y famélica hilera de acreedores, contesté, a medias e innecesariamente, una encuesta radiofónica, y tuve que ir a La Bisbal a visitar a un pariente moribundo (y llegué allí cuando ya hacía tres horas que le habían enterrado). ¿Qué otras interrupciones me esperan? Tanto da; infatigablemente subo ahora otra vez las escaleras, impregnada toda la casa de este olor que ya me parece casero, con la intención de acabar de una vez, de derramarme en ella y de dormirnos finalmente, relajados y satisfechos. ¡A menudo he tenido pesadillas en que, cuando volvía a casa, ella ya no estaba! Por otra parte, qué fácil hubiera sido dejarlo correr, pensar que toda esta serie de obstáculos no es más que la prueba de que no estamos hechos el uno para el otro, de que tanto tiempo intentándolo sin éxito tendría que hacernos renunciar. Abro la puerta, el picaporte se me queda en la mano, lo tiro a un lado, aparto con el pie montones de carcomas muertas y pilas de cartas sin abrir. Ella está entre las sábanas, mirando el infinito por la ventana. Cuando oye que la madera del suelo cruje vuelve los ojos, sobresaltada. Me reconoce, retira la mano, sonríe. Me abre los brazos como tantas veces a lo largo de estos años. Querido, me dice, ¡abrázame fuerte, querido! Yo la abrazo fuerte, mientras, sin dejar de abrazarla, me apresuro a quitarme guerreras, chalecos y corbatas de luto. Ah, si pudiésemos acabar este coito que empezamos hace ya tanto tiempo, cuando aún éramos jóvenes y nos besábamos en el landó y, erróneamente, preveíamos que, como mucho, en una hora habríamos acabado.


 EN UN TIEMPO LEJANO

A Roser

He aquí que una madrugada azul, de nieves blancas y arenas infinitas y glaciares como lenguas llorosas, el homínido se alzó sobre las dos patas de atrás y bajó los ojos hacia una tierra que ahora, de golpe, le quedaba lejos y movediza, y dilató las narices y olfateó la humedad del río y se dio cuenta de que olfateaba la humedad del río, y gruñó de contento, y volvió los ojos hacia el sol rojo que nacía más allá de prados y montañas y extensiones de tierra negra y horizontes de hierba y cabalgatas de animales eternos como el tiempo, y bajó la mirada y miró con fijeza la encina y levantó el puño y alargó el dedo índice, señalando la masa vegetal que susurraba ante él, y sintió cascadas de agua en la boca, pequeños gritos inconcretos, chillidos toscos: Agr gr gr ga arg; hasta que el gruñido se convirtió en palabra y vocalizó: Ar a arb abr arb arbo l, y repitió: Árrbol, y el índice todavía señalaba la encina, hasta que lo dirigió a la inmensidad azul que se extendía de un lado a otro del día que nacía sobre su cabeza como un dios de dos dimensiones infinitas, y dijo: Ci c ce cié cielo, y lo repitió, abrió unos ojos como naranjas, todavía inseguro, y señaló el río y vocalizó: A a ag agu gb a agu ua, y sonrió satisfecho, con los ojos llenos de una alegría reluciente, y pisó el suelo con fuerza, toc-toc, y la señaló con el índice y vocalizó dificultosamente: Pa pso pacost pai’co pasio ta, y ya con más calma: Paaí sos ca atlanns, sonriente y jovial, sin saber la que acababa de armar.


SOBRE LA NO COMPARECENCIA A LAS CITAS

Bajo a la ciudad muy de vez en cuando: sólo cuando tengo que comprar o hablar con alguien; porque, entre una cosa y la otra, son dos horas largas de tren, por prados de menta y montañas de crocanti, y, además, viajar me molesta, me cansa, me agota, me da ganas de vomitar y hace que mi cara se vuelva de color leche. Claro que a veces no queda otro remedio que coger el tren, provisto de biodraminas y agua del Carmen, como hoy, porque no puedes estar diciendo siempre que no. Además, andamos tan faltos de gratificaciones últimamente, que sin que te des cuenta te sorprendes sentado en el asiento rojo, descabezando un sueño, que así el tiempo vuela más rápidamente y antes de lo que te crees ya has llegado, aunque entonces notes que has llegado demasiado pronto. Porque hasta que bajé del tren (un pie en el estribo, el otro en el suelo) no me fijé en el reloj, pero llegar con tiempo de sobra es un vicio tan arraigado en mí que ya no me alarma: eran las doce y pico y me habían citado a las cinco, cosa que quería decir que me vería obligado a aburrirme un buen rato, perspectiva que me decidió a comprar periódicos; cerca de la estación encontré un quiosco y una plaza donde caía un sol aterrador (me senté bajo unos olmos de silencio metálico, en un banco de plata). Al otro lado de la plaza, unos chavales de piernas arqueadas jugaban a pilla-pilla bajo la mirada discreta de madres jóvenes de carnes rosadas, con olor de paja fresca, que me hicieron pensar en comprar juguetes y pasteles, razón por la cual fui hasta unos almacenes gigantescos, de un bullicio de cemento, que me chuparon los cuartos y me escupieron más tarde, con la cabeza como un bombo de musiquitas de todos los colores. Flotando por el tiempo que me sobraba, despacito sobre los escaparates, los globos aerostáticos y los jilgueros inflamables que me ofrecían altramuces a mitad de precio, me sumé a un corro de gente: en medio, un par de medusas anfibias luchaban con violencia mayestática, agitando brazos, piernas, alas y ventosas. Era como las peleas de gallos mexicanos; polvo en las gargantas de los espectadores sudados y con camisas floreadas. Una de las dos medusas se había aferrado a la otra y parecía chuparle la sangre, una inexistente sangre amarilla y apestosa, en perpetua ebullición, hasta que se cayó al suelo y no se levantó más (el dueño de la ganadora recogió el animal con orgullo: lo cogió con la mano y se lo mostró al público mientras sonreía, triunfador y con los billetes en el bolsillo; el perdedor lloraba, abrazado a la medusa muerta). La gente empezó a dispersarse, y yo con ellos. Sentí hambre, tiré el cucurucho de altramuces, intacto, entré en un restaurante y pedí chucrut, agua mineral y un café doble (que, finalmente, se convirtió en un coñac con hielo, tan amargo y aceitoso que parecía gasolina). Entré en el edificio cuando sólo faltaban cinco minutos para las cinco (el reloj, inmenso, en la fachada) y todo parecía desierto: el hall de entrada, el largo pasillo con cristales, asomado a un jardín frío, las salas laterales, llenas de electricidad salada y vacías de cualquier tipo de actividad. Detrás de un mostrador encontré la cara dormida de un conserje. Cuando le pregunté por el señor Oliver me miró aburrido; me aseguró apáticamente que no estaba, que no le había visto en todo el día. A pesar de todas estas aseveraciones, yo insistía e insistía, tanto que me dejó pasar. Compruébelo usted mismo, dijo (un poco burlón), a ver si lo encuentra; yo no puedo hacer nada más. Y volvió a bajar la cabeza hasta el mármol del mostrador. Cerró los ojos otra vez mientras yo me decidía a deambular por las sombras mefistofélicas del cuento de hadas moderno: tiniebla y silencio de gilettes, leves pisadas sobre el suelo brillante, todo aliñado con un olor de magenta, de granadas podridas pintadas de azul, un largo travelín no sé si lateral o frontal, por umbráculos y estancias frías, por decorados polvorientos: balcones amplios sobre Ganges de plástico, dunas de cartón amarillo agrietadas, avenidas de papel en Nueva Yorks de baratillo, cárceles de cartulina con ventanas de alambre, nieves de porexpan y hielos de papel, y los techos: una única red de mecano negro bajo un Techo invisible. Y el rumor de ríos inconfesables, vigilados por policías desarrolladísimos (los estudios desiertos: ni un control en todo el edificio). Por pasillos de porcelana, el hambre de las polillas recuerda cuentos olvidados de Poe: aparatos fríos, cámaras y cámaras y jirafas y micros oxidados, todo tan lúgubre y oscuro (ni el aliento de un alma). De vez en cuando, un televisor mudo donde danzan oscuridades con cara de hombre que mueve los labios y dice palabras inaudibles, donde parejas felices bailan sin música, donde cowboys de tergal disparan tiros sordos (silencio en medio de un mar de hielo dulce). Miro el reloj: las cinco y cuarto y todavía no ha venido nadie (se han retrasado, pienso, quizá llegarán más tarde). Continúo caminando, esta vez por un poblado indio. Hay una cámara dirigida hacia una silla iluminada por un foco blanco. Me siento en ella. Miro. Ante mí, un pequeño televisor reproduce mi imagen: si me muevo, mi pequeña copia en el televisor se mueve; si bailo, baila; si me río, se ríe; si estoy en silencio, mirando fijamente el objetivo, se queda muda, mirándome a los ojos. Las seis. Me voy. Toda paciencia tiene un límite. Bajo las escaleras, llego al hall: el conserje ya no está. Todo está vacío. Abro la puerta y, entonces, veo al hombre pequeño y pálido, detrás de la puerta, observándome cabizbajo. ¿Y usted?, le pregunto, ¿también venía para la grabación? ¿Ha visto al señor Oliver? ¡Menuda cara! Y como no contesta le agarro por las solapas y le levanto del suelo (los pies se agitan, transparentes). Yo venía a cerrar la puerta, me contesta mirándome a los ojos. Le dejo en el suelo y añade: cuando llega esta hora, todos se van; se hartan de tanto esperar. Entonces, vengo y cierro la puerta. El hombrecito no parece tener muchas más cosas que decir, y se mueve con desazón, como si fuese demasiado tarde y tuviese prisa por marcharse, o llevase a hombros una carga pesada y mis preguntas fuesen una molestia más. Empiezo a caminar, buscando un taxi que me lleve a la estación.


 UF, DIJO ÉL

Tomaron café y trozos de tarta. Uf, dijo él finalmente (porque antes tenía la boca llena, no solamente de pastel sino también de pereza, y no la hubiera podido abrir). Ella ni le miró (hacía taaanto calor, y la ventana, como siempre, cerrada). La ventana, como siempre, cerrada, dijo. Él no contestó (pensaba que, en pleno verano, era lógico que hiciese calor). Si quieres, ábrela, sugirió, porque le pareció que tenía que decir algo. Ella, sin embargo, no se levantó de la silla ni hizo ningún comentario. Era como si el tiempo los aplastase en silencio. Cogió la tetera y, poco a poco, sirvió el café en la taza (hacía ya un año que se había roto la cafetera y habían decidido no comprar otra: como no les gustaba el té, usarían la tetera para el café). Una mosca volaba por encima del pastel. Levantó la mano para ahuyentarla, pero enseguida pensó que era un esfuerzo demasiado grande para lo poco que le molestaba la mosca, así que la dejó en paz. Durante unos segundos, la mano quedó suspendida en el aire. Después la bajó lentamente y la dejó sobre la mesa. Creo, dijo él olfateando el aire, que este calor atrae a las moscas. Más allá de la ventana, el sol ahogaba una hiedra sifilítica más muerta que viva, que se agarraba al único palmo limpio de muro, blanco y sucio. En un instante, la mancha solar llegaría al cristal y entraría en la habitación. Sí, convino ella mirando la taza, y la empezó a golpear con la cuchara (el tintineo era constante y cálido, mínimo). ¿Podrías dejar de hacer ruido?, preguntó él, harto. Ella tiró la cucharita sobre la mesa y el golpe fue suave, blando, de color naranja. Antes, era él quien todavía hablaba, no hacía tanto calor en verano. Todo se trastoca, remató ella. En eso estaban de acuerdo. Quedaron en silencio mientras el sol planeaba sobre todas las cabezas: las de los hombres en la calle, caminando lentos, las de los niños en la playa, ciegos de aspereza. Barajaron las cartas y cortaron. Ella tenía doble pareja.

Cuando se dieron cuenta el cielo ya estaba oscuro y el reflejo negro. Encendieron la luz de la mesa y recogieron las cartas. Con el mando a distancia pusieron el televisor. Sobre la mesa quedaban todavía embutidos y tostadas frías, que se fueron comiendo. Acabada la programación, los himnos y las banderas, la tele se inundó de lluvia y se durmieron en los sillones. Entonces, alrededor de la medianoche entraron por la ventana las palomas rosadas, los gallos negros de cañamiel, los ciervos dorados, las gaviotas de lapislázuli, las hiedras multicolores y las jirafas de heliotropo, tan risueñas. Se quedaron hasta la madrugada y se fueron poco a poco, a medida que el sol despuntaba, de tal manera que cuando él y ella se despertaron (el sol hería ya el muro blanco y sucio frente de la ventana) los animales y las plantas ya no estaban allí. Tomaron café y trozos de tarta. Uf, dijo él, finalmente (porque antes tenía la boca llena y no la hubiera podido abrir).

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

Páginas