Quim Monzó
Ochenta
y seis cuentos
UF, DIJO ÉL
Un jour il y aura autre chose que le jour
BORIS
VIAN, Je voudrais pos crever
Et mirava de fit a fit.
No has sabut mai si t’havia
besat o si només t’havia somrigut.
JORDI
SARSANEDAS, Mites
HISTORIA
DE UN AMOR
A Joan Brossa, que me dio la idea
A
estas alturas daría por bueno todo lo que ha pasado hasta ahora a cambio de
ver, otra vez, el cielo de color pipermint y las estrellas que chisporrotean en
el cesto de tus ojos. Pero esta vez, si se me permitiera, querría acabar de una
vez. Empiezo a estar harto, cosa sorprendente si se tiene en cuenta que soy un
hombre cargado de paciencia. Pero es que ésta es una historia inmemorial que
empieza una alborada, cuando yo todavía era joven y la besaba con ternura, en
un landó alquilado que el cochero había detenido junto a una isla de luz
todavía encendida, ante la mansión neoclásica (de un neoclasicismo tardío)
donde habíamos de querernos tanto y sin que nadie nos molestase. Ella era (ella
es) una diosa nórdica, tierna como el vuelo de la abubilla, frágil, suave y
traviesa. Digo esto a riesgo de parecer ridículo, pero es que ésta es la
historia apasionada de un amor ardiente que nos encendía cada vez más, mientras
entrábamos en la mansión, que era de una tía mía, medio loca y miope, que se
tuvo que exiliar por razones más oscuras que heroicas. Subimos las escaleras
con prisa, con la celeridad que se presupone en aquellos que, enamorados, han
decidido aligerar orgásmicamente la adoración que se profesan. Atravesamos
pasillos y estancias, y más pasillos y salas que daban a nuevos pasillos.
Abríamos puertas más allá de las cuales había nuevas estancias con puertas que
ocultaban salas con otras puertas (de una que no se abría tuvimos que hacer
saltar la cerradura oxidada) que daban a estancias con nuevas puertas. Seré
breve: finalmente llegamos a la habitación más espaciosa, con una cama amplia
con dosel, y con las paredes cubiertas por damascos de estilos desaforados.
Cuando descorrimos las cortinas, ansiosos de la claridad de la luna, nos
envolvió una nube de polvo. Abrimos el balcón. Contra el cielo se recortaban
las montañas (de tonalidades más botticellianas a medida que se hacía de día) y
de los prados llegaba un ruido mortecino y estival (entre otras cosas porque
todo esto pasaba en verano). Tuve que desnudarla lentamente (con impedimentos y
desazones librarla de las dos faldas, las enaguas, el miriñaque, la faja, las
medias, los zapatos, todas las diademas que llevaba en la cabeza) hasta que
pude contemplar su cuerpo lácteo. Ella bajaba las pestañas, negras y grandes
como abanicos, y se habría sonrojado si no hubiese sido porque el maquillaje
hacía imposible que se notase y, por tanto, era un esfuerzo inútil. Los pezones
eran oscuros y los pechos adolescentes, y se dejaba hacer con una indolencia
del todo apropiada a una dama de clase social tan elevada, que desviaba la
mirada, púdicamente, mientras yo me apresuraba a desnudarme. Lo que más me
costó quitarme fueron las botas, sobre todo porque, con las prisas, tratando de
deshacer los lazos de los cordones, me hacía nudos con ellos. Aprovechando que
yo tardaba, me preguntó dónde estaba la toilette.
Se lo indiqué. Cuando volvió (cubierta con un camisón de color rosa, de seda
china, que había sido de una de mis abuelas, y que debía de haber encontrado en
el armario del baño) yo me deshacía finalmente de la última bota y la tiraba
contra la pared, que soltó una nueva nube de polvo y se agrietó. Luego,
quitarme los calzoncillos y la camiseta fue cosa de pocos minutos. Me di prisa
en recuperar el tiempo perdido: le acaricié las mejillas, le di besos en las
orejas, le musité palabras melifluas. Parecía perdida en una duda profunda,
muriéndose por ceder a las caricias y al mismo tiempo queriendo huir de ellas.
Finalmente se volvió, me miró al fondo de los ojos y me besó en los labios, con
tal inexperiencia que no pude evitar sonreír. Y, como no quería que tomase mi
sonrisa por una burla, para ocultarla le mordí la oreja, le lamí el cuello y,
aprovechando la proximidad del conducto auditivo, le murmuré: Amor mío…, varias
veces, cada vez un poco más fuerte y en un tono un poco más salvaje. Fue
entonces cuando llamaron a la puerta: un timbrazo largo. Me miró. La miré. Hice
un gesto con la mano, excusándome mientras me levantaba. Vuelvo enseguida,
amor. Ella (discreta) apartó la vista de la erección, que me resultaba
imposible disimular. Vestido con un quimono bajé a abrir: el cochero me
devolvía el sombrero de la señora, que (llevados por las emociones) habíamos
olvidado en el asiento. Como no tenía puestos los pantalones, me encontré sin
ninguna moneda con que darle las gracias a aquel cochero demasiado celoso. Tuve
que subir al despacho a buscar alguna, no la encontré, cogí un billete, volví a
bajar y se lo metí en el bolsillo. Me dio las gracias, le dije que no había de
qué, cerré la puerta de golpe (se formó otra nube de polvo, se cayó una
bisagra) y corrí escaleras arriba, hacia el dormitorio. Ella me esperaba,
anhelante. Musitó mi nombre dos veces y me pidió que la abrazase, que la
calentase con mi cuerpo. Púdica, llevaba aún unas bragas blancas y finas, de
blonda (que yo, antes, no me había atrevido a quitarle para no parecer
demasiado impaciente). Ahora sí: me arrodillé ante ella y se las bajé con dedos
lentísimos. El interior estaba húmedo, y el aroma del flujo era tan intenso que
me llenaba la pituitaria. Amor, amor…, insistía mientras le recorría el torso
con la lengua. Como vi que le continuaba dando miedo tomar iniciativa alguna y
mostrarse, así, demasiado atrevida, le cogí la mano y se la puse sobre mi
miembro, que notó extremadamente caliente. Dejó escapar un oh que ahogué
besándole el cuello pulgada a pulgada. De forma tosca, retiraba el prepucio y,
con el rabillo del ojo, observaba el polifemo amenazador. El flujo ya había
empapado las sábanas y ahora goteaba en el suelo. Con cuidado, le separé las
piernas. El interior de los labios era un manantial pegajoso que se contraía,
incontrolable, a cada caricia. Palomita mía, dije avanzando la verga hacia la
abertura absorbente. Justo en aquel momento, volvieron a llamar a la puerta.
Blasfemé en voz alta, decidí hacer caso omiso y empujé. Me detuvo. Vete a
abrir, dijo, vete a saber quién puede ser ahora. Medio desabrochado, bajé las
escaleras: detrás de la puerta, un taponcete gordezuelo me ofrecía la
posibilidad de un seguro de vida a plazos, a pagar en tantos meses como
hicieran falta. Cerré la puerta sin contestarle, subí nuevamente las escaleras.
Arriba, ella retiró la mano en cuanto me vio llegar. Le besé los dedos, que
ahora le olían a sexo. Para no perder más tiempo, sin más preámbulos forcé la
abertura y me rodeó el paraíso: el cielo de pipermint, las estrellas en el
cesto de sus ojos, todo lo que decía antes. Con los ojos cerrados, se mordía
los labios y repetía: oh. A las primeras sacudidas, el flujo empezó a manar
todavía más, tanto que nos empapaba los muslos y hacía que se nos pegasen las
sábanas. Me arañaba la espalda y decía: Sí, sí, con periodicidad de metrónomo.
Entonces, por encima de su gemido reiterado, empezó a sonar el del teléfono de
la habitación de al lado. Maldije estos inventos modernos, hijos del diablo, y
decidí hacer caso omiso, pero ella detuvo el movimiento y me atenazó con los
músculos vaginales. Vi que movía los labios y supuse que quería decirme algo,
pero con voz tan débil que, con el ring-ring del teléfono, no había manera de
entenderla. Ve. Si oigo ese ruido no puedo continuar: me bloqueo. No me
extrañó. Con aquellos gritos metálicos en la habitación de al lado, incluso yo
empezaba a bloquearme. Salí de entre sus piernas (el coño se cerró, hizo blup,
soltó una nueva descarga de flujo) y corrí hacia el teléfono, que no paraba de
bramar. ¿Diga?, le dije a la trompetita negra, y preguntaron por un nombre que
no había oído en mi vida y que no tenía, ni había tenido nunca, nada que ver
conmigo ni con mi tía loca, miope y exiliada. Se equivoca, dije, no sé si antes
o después de colgar. Pero en vez de volver arriba enseguida me dejé caer en la
silla, y encendí un cigarrillo. Será mejor que me serene. ¡Estoy tan nervioso!
Pero aún no me había fumado la mitad cuando decidí que qué hacía allí abajo,
fumando, si ella estaba arriba, esperándome. Tiré el cigarrillo al suelo y
volví al dormitorio. Has fumado, me dijo. Asentí, con miedo a que le
desagradase el aliento nicotínico y aquello complicase también las cosas. Pero
no. Me gusta el sabor del tabaco en tus labios, sonrió mordiéndomelos. Decidí
apresurarme, no fuese a venir alguien, otra vez, a interrumpirnos. Los prados,
más allá del balcón, se teñían de ocres y rojos de mediodía. Habían dejado de
ser botticellianos para hacerse, cada vez más, vangoghianos. De hecho, la paz
era tan absoluta que se oía a las carcomas atareadas en las vigas. Querido,
dijo, quiero que te quedes conmigo. Si vuelven a molestarnos no haremos caso,
propuse. No, eso no, dijo la chica. Y entonces me contó una historia que rompía
el corazón: de niña, una noche estaba en la cama y oí que llamaban a la puerta.
Llamaban y llamaban, cada vez más fuerte. No entendía cómo era que mis padres
no salían a abrir. Con miedo, los busqué por la casa, pensando que quizá una
lámpara de gas apagada al azar, por ejemplo, los había matado. Finalmente me
los encontré en la cama: luchando, riendo, tocándose, resoplando. No era que
alguien llamase, sino que, como las sacudidas eran tan fuertes, el cabezal de
la cama golpeaba la pared, y toda ella temblaba y hacía que se moviese la
imagen del Santo Cristo de Lepanto colgada allí. Desde entonces, siempre que
oigo que llaman tengo que abrir la puerta, contestar el teléfono o lo que sea,
y no puedo soportar ningún ring-ring no atendido. ¿Te haces cargo? Ya lo creo
que me hago cargo, le aseguré mientras empezaba a acariciarle el pecho
izquierdo. En cuestión de segundos, volvió a soltar flujo, que, añadido al que
había soltado hasta entonces, se derramaba desde nuestras piernas y desde la
cama, y se acumulaba en el suelo, donde formaba un charco poco profundo. De los
besos y las caricias volvimos al acoplamiento. En cuanto el glande desapareció
dentro de la vulva, nos cayó encima una lluvia de ladrillos, de vigas y de
cañizo: el techo de la habitación se hundía.
Solucionado
el problema (pagada y expulsada de casa la cuadrilla de albañiles y otra vez
felices los dos, uno dentro del otro), tuve que atender a un par de testigos de
Jehová, empeñados en leerme páginas de la Biblia que me eran del todo
indiferentes. No había acabado de subir del todo las escaleras cuando volvió a
sonar el timbre. Era una chica que ofrecía una espléndida gama de productos
Avon. Dos minutos después de echarla sin contemplaciones, justo en el momento
en que empezábamos a sentir las primeras vibraciones preorgásmicas, llamaron
del campo de aviación (porque, a esta altura de la historia, ya habían incluso
inventado los aeroplanos) y resultó ser una prima segunda, hija de la tía loca,
miope y exiliada, que se autoinvitó a pasar una quincena en mi casa (es decir:
en casa de su madre, la tía loca, miope y exiliada), y todo fueron angustias
para evitar que entrase en el dormitorio. Pero el olor a flujo era tan intenso
que se esparcía por todos los pasillos, salas y habitaciones de la mansión y,
según cómo soplase el viento, por los pueblos y los valles de la comarca.
Apenas comprendió qué tipo de olor era aquél, la prima segunda se fue, herida e
indignada por tener que contar, entre la parentela, con un primo segundo al que
tildaba de calavera y perdido. Sin siquiera decirle adiós, ya estaba otra vez
en lo alto de las escaleras, abriendo nuevamente la puerta de la habitación, y
nada más, porque de repente tuve que volver a bajar: una requisitoria militar
(personificada en dos soldados y un cabo con orden de arresto y partida
inmediata, bajo acusación de deserción por no haberme presentado a cumplir el
servicio militar dentro del plazo reglamentario, que había expirado hacía más
de dos años), me llevó a un cuartel y, pocos meses después, cuando estalló, a
la guerra del 36. A la vuelta, tuve que pagar recibos a una larga, barbada y
famélica hilera de acreedores, contesté, a medias e innecesariamente, una
encuesta radiofónica, y tuve que ir a La Bisbal a visitar a un pariente
moribundo (y llegué allí cuando ya hacía tres horas que le habían enterrado).
¿Qué otras interrupciones me esperan? Tanto da; infatigablemente subo ahora
otra vez las escaleras, impregnada toda la casa de este olor que ya me parece
casero, con la intención de acabar de una vez, de derramarme en ella y de
dormirnos finalmente, relajados y satisfechos. ¡A menudo he tenido pesadillas
en que, cuando volvía a casa, ella ya no estaba! Por otra parte, qué fácil
hubiera sido dejarlo correr, pensar que toda esta serie de obstáculos no es más
que la prueba de que no estamos hechos el uno para el otro, de que tanto tiempo
intentándolo sin éxito tendría que hacernos renunciar. Abro la puerta, el
picaporte se me queda en la mano, lo tiro a un lado, aparto con el pie montones de carcomas muertas y pilas de cartas sin abrir. Ella está
entre las sábanas, mirando el infinito por la ventana. Cuando oye que la madera
del suelo cruje vuelve los ojos, sobresaltada. Me reconoce, retira la mano,
sonríe. Me abre los brazos como tantas veces a lo largo de estos años. Querido,
me dice, ¡abrázame fuerte, querido! Yo la abrazo fuerte, mientras, sin dejar de
abrazarla, me apresuro a quitarme guerreras, chalecos y corbatas de luto. Ah,
si pudiésemos acabar este coito que empezamos hace ya tanto tiempo, cuando aún
éramos jóvenes y nos besábamos en el landó y, erróneamente, preveíamos que,
como mucho, en una hora habríamos acabado.
EN
UN TIEMPO LEJANO
A Roser
He
aquí que una madrugada azul, de nieves blancas y arenas infinitas y glaciares como
lenguas llorosas, el homínido se alzó sobre las dos patas de atrás y bajó los
ojos hacia una tierra que ahora, de golpe, le quedaba lejos y movediza, y
dilató las narices y olfateó la humedad del río y se dio cuenta de que olfateaba la humedad del río, y gruñó de
contento, y volvió los ojos hacia el sol rojo que nacía más allá de prados y
montañas y extensiones de tierra negra y horizontes de hierba y cabalgatas de
animales eternos como el tiempo, y bajó la mirada y miró con fijeza la encina y
levantó el puño y alargó el dedo índice, señalando la masa vegetal que
susurraba ante él, y sintió cascadas de agua en la boca, pequeños gritos
inconcretos, chillidos toscos: Agr gr gr ga arg; hasta que el gruñido se
convirtió en palabra y vocalizó: Ar a arb abr arb arbo l, y repitió: Árrbol, y
el índice todavía señalaba la encina, hasta que lo dirigió a la inmensidad azul
que se extendía de un lado a otro del día que nacía sobre su cabeza como un
dios de dos dimensiones infinitas, y dijo: Ci c ce cié cielo, y lo repitió,
abrió unos ojos como naranjas, todavía inseguro, y señaló el río y vocalizó: A
a ag agu gb a agu ua, y sonrió satisfecho, con los ojos llenos de una alegría
reluciente, y pisó el suelo con fuerza, toc-toc, y la señaló con el índice y
vocalizó dificultosamente: Pa pso pacost pai’co pasio ta, y ya con más calma:
Paaí sos ca atlanns, sonriente y jovial, sin saber la que acababa de armar.
SOBRE
LA NO COMPARECENCIA A LAS CITAS
Bajo
a la ciudad muy de vez en cuando: sólo cuando tengo que comprar o hablar con
alguien; porque, entre una cosa y la otra, son dos horas largas de tren, por
prados de menta y montañas de crocanti, y, además, viajar me molesta, me cansa,
me agota, me da ganas de vomitar y hace que mi cara se vuelva de color leche.
Claro que a veces no queda otro remedio que coger el tren, provisto de
biodraminas y agua del Carmen, como hoy, porque no puedes estar diciendo
siempre que no. Además, andamos tan faltos de gratificaciones últimamente, que
sin que te des cuenta te sorprendes sentado en el asiento rojo, descabezando un
sueño, que así el tiempo vuela más rápidamente y antes de lo que te crees ya
has llegado, aunque entonces notes que has llegado demasiado pronto. Porque
hasta que bajé del tren (un pie en el estribo, el otro en el suelo) no me fijé
en el reloj, pero llegar con tiempo de sobra es un vicio tan arraigado en mí
que ya no me alarma: eran las doce y pico y me habían citado a las cinco, cosa
que quería decir que me vería obligado a aburrirme un buen rato, perspectiva
que me decidió a comprar periódicos; cerca de la estación encontré un quiosco y
una plaza donde caía un sol aterrador (me senté bajo unos olmos de silencio
metálico, en un banco de plata). Al otro lado de la plaza, unos chavales de
piernas arqueadas jugaban a pilla-pilla bajo la mirada discreta de madres
jóvenes de carnes rosadas, con olor de paja fresca, que me hicieron pensar en
comprar juguetes y pasteles, razón por la cual fui hasta unos almacenes
gigantescos, de un bullicio de cemento, que me chuparon los cuartos y me
escupieron más tarde, con la cabeza como un bombo de musiquitas de todos los
colores. Flotando por el tiempo que me sobraba, despacito sobre los
escaparates, los globos aerostáticos y los jilgueros inflamables que me
ofrecían altramuces a mitad de precio, me sumé a un corro de gente: en medio,
un par de medusas anfibias luchaban con violencia mayestática, agitando brazos,
piernas, alas y ventosas. Era como las peleas de gallos mexicanos; polvo en las
gargantas de los espectadores sudados y con camisas floreadas. Una de las dos
medusas se había aferrado a la otra y parecía chuparle la sangre, una
inexistente sangre amarilla y apestosa, en perpetua ebullición, hasta que se
cayó al suelo y no se levantó más (el dueño de la ganadora recogió el animal
con orgullo: lo cogió con la mano y se lo mostró al público mientras sonreía,
triunfador y con los billetes en el bolsillo; el perdedor lloraba, abrazado a
la medusa muerta). La gente empezó a dispersarse, y yo con ellos. Sentí hambre,
tiré el cucurucho de altramuces, intacto, entré en un restaurante y pedí
chucrut, agua mineral y un café doble (que, finalmente, se convirtió en un
coñac con hielo, tan amargo y aceitoso que parecía gasolina). Entré en el
edificio cuando sólo faltaban cinco minutos para las cinco (el reloj, inmenso,
en la fachada) y todo parecía desierto: el hall
de entrada, el largo pasillo con cristales, asomado a un jardín frío, las salas
laterales, llenas de electricidad salada y vacías de cualquier tipo de
actividad. Detrás de un mostrador encontré la cara dormida de un conserje.
Cuando le pregunté por el señor Oliver me miró aburrido; me aseguró
apáticamente que no estaba, que no le había visto en todo el día. A pesar de
todas estas aseveraciones, yo insistía e insistía, tanto que me dejó pasar. Compruébelo
usted mismo, dijo (un poco burlón), a ver si lo encuentra; yo no puedo hacer
nada más. Y volvió a bajar la cabeza hasta el mármol del mostrador. Cerró los
ojos otra vez mientras yo me decidía a deambular por las sombras mefistofélicas
del cuento de hadas moderno: tiniebla y silencio de gilettes, leves pisadas
sobre el suelo brillante, todo aliñado con un olor de magenta, de granadas
podridas pintadas de azul, un largo travelín no sé si lateral o frontal, por
umbráculos y estancias frías, por decorados polvorientos: balcones amplios
sobre Ganges de plástico, dunas de cartón amarillo agrietadas, avenidas de
papel en Nueva Yorks de baratillo, cárceles de cartulina con ventanas de
alambre, nieves de porexpan y hielos de papel, y los techos: una única red de
mecano negro bajo un Techo invisible. Y el rumor de ríos inconfesables,
vigilados por policías desarrolladísimos (los estudios desiertos: ni un control
en todo el edificio). Por pasillos de porcelana, el hambre de las polillas
recuerda cuentos olvidados de Poe: aparatos fríos, cámaras y cámaras y jirafas
y micros oxidados, todo tan lúgubre y oscuro (ni el aliento de un alma). De vez
en cuando, un televisor mudo donde danzan oscuridades con cara de hombre que
mueve los labios y dice palabras inaudibles, donde parejas felices bailan sin
música, donde cowboys de tergal
disparan tiros sordos (silencio en medio de un mar de hielo dulce). Miro el
reloj: las cinco y cuarto y todavía no ha venido nadie (se han retrasado,
pienso, quizá llegarán más tarde). Continúo caminando, esta vez por un poblado
indio. Hay una cámara dirigida hacia una silla iluminada por un foco blanco. Me
siento en ella. Miro. Ante mí, un pequeño televisor reproduce mi imagen: si me
muevo, mi pequeña copia en el televisor se mueve; si bailo, baila; si me río,
se ríe; si estoy en silencio, mirando fijamente el objetivo, se queda muda,
mirándome a los ojos. Las seis. Me voy. Toda paciencia tiene un límite. Bajo
las escaleras, llego al hall: el
conserje ya no está. Todo está vacío. Abro la puerta y, entonces, veo al hombre
pequeño y pálido, detrás de la puerta, observándome cabizbajo. ¿Y usted?, le
pregunto, ¿también venía para la grabación? ¿Ha visto al señor Oliver? ¡Menuda
cara! Y como no contesta le agarro por las solapas y le levanto del suelo (los
pies se agitan, transparentes). Yo venía a cerrar la puerta, me contesta
mirándome a los ojos. Le dejo en el suelo y añade: cuando llega esta hora,
todos se van; se hartan de tanto esperar. Entonces, vengo y cierro la puerta.
El hombrecito no parece tener muchas más cosas que decir, y se mueve con
desazón, como si fuese demasiado tarde y tuviese prisa por marcharse, o llevase
a hombros una carga pesada y mis preguntas fuesen una molestia más. Empiezo a
caminar, buscando un taxi que me lleve a la estación.
UF,
DIJO ÉL
Tomaron
café y trozos de tarta. Uf, dijo él finalmente (porque antes tenía la boca
llena, no solamente de pastel sino también de pereza, y no la hubiera podido
abrir). Ella ni le miró (hacía taaanto calor, y la ventana, como siempre,
cerrada). La ventana, como siempre, cerrada, dijo. Él no contestó (pensaba que,
en pleno verano, era lógico que hiciese calor). Si quieres, ábrela, sugirió,
porque le pareció que tenía que decir algo. Ella, sin embargo, no se levantó de
la silla ni hizo ningún comentario. Era como si el tiempo los aplastase en
silencio. Cogió la tetera y, poco a poco, sirvió el café en la taza (hacía ya
un año que se había roto la cafetera y habían decidido no comprar otra: como no
les gustaba el té, usarían la tetera para el café). Una mosca volaba por encima
del pastel. Levantó la mano para ahuyentarla, pero enseguida pensó que era un
esfuerzo demasiado grande para lo poco que le molestaba la mosca, así que la
dejó en paz. Durante unos segundos, la mano quedó suspendida en el aire.
Después la bajó lentamente y la dejó sobre la mesa. Creo, dijo él olfateando el
aire, que este calor atrae a las moscas. Más allá de la ventana, el sol ahogaba
una hiedra sifilítica más muerta que viva, que se agarraba al único palmo
limpio de muro, blanco y sucio. En un instante, la mancha solar llegaría al
cristal y entraría en la habitación. Sí, convino ella mirando la taza, y la
empezó a golpear con la cuchara (el tintineo era constante y cálido, mínimo).
¿Podrías dejar de hacer ruido?, preguntó él, harto. Ella tiró la cucharita
sobre la mesa y el golpe fue suave, blando, de color naranja. Antes, era él
quien todavía hablaba, no hacía tanto calor en verano. Todo se trastoca, remató
ella. En eso estaban de acuerdo. Quedaron en silencio mientras el sol planeaba
sobre todas las cabezas: las de los hombres en la calle, caminando lentos, las
de los niños en la playa, ciegos de aspereza. Barajaron las cartas y cortaron.
Ella tenía doble pareja.
Cuando
se dieron cuenta el cielo ya estaba oscuro y el reflejo negro. Encendieron la
luz de la mesa y recogieron las cartas. Con el mando a distancia pusieron el
televisor. Sobre la mesa quedaban todavía embutidos y tostadas frías, que se
fueron comiendo. Acabada la programación, los himnos y las banderas, la tele se
inundó de lluvia y se durmieron en los sillones. Entonces, alrededor de la
medianoche entraron por la ventana las palomas rosadas, los gallos negros de
cañamiel, los ciervos dorados, las gaviotas de lapislázuli, las hiedras
multicolores y las jirafas de heliotropo, tan risueñas. Se quedaron hasta la
madrugada y se fueron poco a poco, a medida que el sol despuntaba, de tal
manera que cuando él y ella se despertaron (el sol hería ya el muro blanco y
sucio frente de la ventana) los animales y las plantas ya no estaban allí.
Tomaron café y trozos de tarta. Uf, dijo él, finalmente (porque antes tenía la
boca llena y no la hubiera podido abrir).
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