PARÁBOLA DE LA
SALVACIÓN MILAGROSA
SOBRE EL PÁRROCO Y LA
BANDA DE BOMBEROS
EL VETERANO DEL
QUINTO REGIMIENTO
CRÓNICA DE UNA CIUDAD
ASEDIADA
EL ELEFANTE
El director del parque
zoológico resultó ser un trepa. Trataba a los animales como simples peldaños de
su carrera. Tampoco le preocupaba el papel que la institución que regentaba
debía desempeñar en la formación de la juventud. En su zoológico, la jirafa
tenía el cuello corto, no había ni una triste madriguera para el tejón y las
marmotas, indiferentes a todo, silbaban sólo muy de vez en cuando y de mala
gana. Estas irregularidades resultaban tanto más inexcusables cuanto que su
parque zoológico era el destino habitual de las excursiones escolares.
Era un
zoológico de provincias donde faltaban algunos de los animales básicos, por
ejemplo el elefante. Temporalmente, se intentó suplir esta carencia con la cría
de tres mil conejos. Sin embargo, a medida que el país se desarrollaba, se fue
poniendo remedio a las deficiencias de forma planificada. Y, finalmente, le
llegó el turno al elefante. Con motivo de la fiesta del 22 de Julio, se
notificó al parque zoológico que su solicitud de adjudicación de un elefante
había sido resuelta favorablemente. Los empleados, entregados sin condiciones a la
causa, se alegraron sobremanera. ¡Cuál fue
su asombro cuando se enteraron de que en un memorial enviado a Varsovia el
director renunciaba a la asignación y presentaba un proyecto para adquirir el
elefante con recursos propios!
«Yo y toda
la plantilla —escribía— somos conscientes de que el elefante constituiría una
enorme carga para los mineros y los metalúrgicos de Polonia. Para minimizar los
costes, sugiero la posibilidad de sustituir el elefante solicitado por un elefante
casero. Fabricaremos un elefante de goma de tamaño real, lo hincharemos y lo
colocaremos detrás de los barrotes. Debidamente pintado, nadie podrá
distinguirlo de un animal auténtico, ni siquiera mirándolo de cerca. No hay que
olvidar que el elefante es un animal pesado. No salta, no corre, ni se revuelca
en el barro. Un letrero colgado en la cerca explicará que se trata de un
ejemplar particularmente macizo. Así ahorraremos un dinero que podrá ser
destinado a la construcción de un nuevo avión de caza o a la restauración de la
arquitectura religiosa. Les ruego adviertan que tanto la idea como la ejecución
del proyecto constituyen mi modesta contribución a los esfuerzos y a la lucha
de nuestra sociedad. Su seguro servidor». Y una firma.
Por lo
visto, el memorial había llegado a las manos de un oficinista rutinero que
trataba sus deberes con una falta de sensibilidad típicamente burocrática. Sin
entrar en el quid de la cuestión y guiándose sólo por la directriz de reducir
costes, aprobó el proyecto. Al recibir el visto bueno, el director del parque
zoológico ordenó confeccionar una gran bolsa de goma que luego tenía que ser
hinchada.
Dos
conserjes se encargarían de la tarea soplando por los dos extremos. Para
mantener el asunto en secreto, disponían sólo de una noche. Los habitantes de
la ciudad ya se habían enterado de que un elefante de verdad iba a llegar al
zoo y querían verlo. Además, el director los apremiaba, porque esperaba cobrar
una prima cuando la idea se hiciera realidad.
Los
conserjes se encerraron en un cobertizo habilitado como taller y procedieron a
la insuflación. Sin embargo, después de dos horas de duro trabajo, constataron
que la bolsa gris apenas se había levantado del suelo, formando un bulto
deforme que no se parecía en nada a un elefante.
La noche avanzaba, las voces humanas habían
enmudecido y del parque zoológico sólo llegaban los aullidos del chacal.
Fatigados, interrumpieron su labor, cuidando de que no se escapara el aire que
habían insuflado. Eran hombres de avanzada edad, poco avezados a esta clase de
trabajos.
—A este paso, no acabaremos hasta mañana —dijo uno de
ellos—. ¿Qué le diré a mi mujer cuando vuelva a casa? No me va a creer si le
cuento que me he pasado toda la noche hinchando un elefante.
—Cierto —afirmó el otro—. No se hincha un elefante
todos los días. ¡Esto nos pasa por tener un director de izquierdas!
Al cabo de media hora estaban agotados. El torso del
elefante había aumentado de volumen, pero aún le faltaba mucho para alcanzar la
forma definitiva.
—Se me hace cada vez más cuesta arriba —declaró el
primero.
—Totalmente de acuerdo —asintió el otro—. Esto es un
trabajo de negros. Descansemos un rato.
Mientras descansaban, uno de ellos advirtió una
espita de gas que sobresalía de la pared. Se le ocurrió que, en lugar de
hacerlo con aire, tal vez fuera posible hinchar el elefante con gas. Le comentó
la idea a su compañero.
Decidieron hacer una prueba. Conectaron la espita al
elefante y con gran alegría constataron que, al poco, en medio del cobertizo se
erigía un espécimen de estatura normal. Parecía vivo. Un corpachón imponente,
patas como columnas, enormes orejas y la imprescindible trompa. El director,
que tenía vía libre y quería exhibir un elefante espectacular en su zoológico,
había hecho todo lo posible para que el prototipo fuese grande.
—¡De perlas! —declaró el que había tenido la idea del
gas—. Podemos irnos a casa.
Por la
mañana, transportaron el elefante a un recinto construido especialmente para la
ocasión en el centro mismo del zoológico, junto a la jaula de los monos.
Colocado en primer plano y con una roca natural al fondo, el elefante ofrecía
un aspecto amenazador. Delante, instalaron un letrero que rezaba: «¡Ejemplar
particularmente pesado: no corre!».
Los
primeros visitantes del día fueron los alumnos de la escuela local acompañados
de un maestro. El maestro se disponía a dar una clase práctica sobre el
elefante. Detuvo al grupo frente al animal y empezó la lección:
—...El
elefante es herbívoro. Arranca con la trompa árboles pequeños y devora el
follaje.
Los
colegiales agolpados delante del elefante lo contemplaban con admiración.
Tenían la esperanza de que arrancara algún árbol, pero el bicho permanecía
inmóvil detrás de la cerca.
—...El
elefante es un descendiente directo de los mamuts, hoy ya extinguidos. No es
extraño, pues, que sea el animal terrestre más grande.
Los alumnos
más aplicados tomaban apuntes.
—...Sólo la
ballena pesa más que el elefante, pero vive en el mar. Por lo tanto, podemos
decir que el elefante es el rey de la selva.
Un leve
soplo de viento recorrió el parque zoológico.
—...El peso de un elefante adulto oscila entre los cuatro
y los seis mil kilos.
De pronto,
el elefante se estremeció y alzó el vuelo. Se meció por un instante a ras del
suelo, pero, sustentado por la brisa, ganó altura y su recia silueta se recortó
contra el cielo azul. Tras unos segundos el elefante se elevó aún más y exhibió
ante los espectadores las cuatro pezuñas circulares, el vientre abombado y la
punta de la trompa. Luego, arrastrado por el viento en sentido horizontal,
sobrevoló la cerca y desapareció por encima de las copas de los árboles. Los
monos miraban al cielo, estupefactos. El elefante fue encontrado en el cercano
jardín botánico, donde se había pinchado al caer sobre un cactus y había
reventado.
Los chavales
que habían visitado el parque zoológico aquel día empezaron a tomarse a
pitorreo los estudios y se volvieron unos gamberros. Por lo visto, beben vodka
y rompen cristales. Y no creen en elefantes.
En este pueblucho de mala
muerte estamos cayendo cada vez más en el oscurantismo y las supersticiones. Yo
saldría con gusto a hacer mis necesidades a un lugar apartado, pero los
murciélagos-vampiros revolotean en enjambre cual hojas secas en otoño y
golpetean con las alas los cristales de las ventanas. Temo que alguno se me
enrede en el pelo y se quede allí por los siglos de los siglos. O sea que no
salgo, no puedo a pesar de los retortijones, y os escribo este informe,
camaradas.
En lo
referente a la compra de cereales: desde que el diablo se apareció en el molino
y saludó educadamente quitándose la gorra, los índices no han dejado de caer.
Llevaba una llamativa gorra, roja y azul, con la inscripción: «Tour de la Paix» —¡en
francés!—. Los campesinos empezaron a evitar el molino, y el molinero y su
esposa, a ahogar las penas en la bebida. Parecía que siempre iba a ser así,
pero un día el molinero roció a la molinera con vodka, le prendió fuego y
corrió a la Universidad Popular para matricularse en marxismo porque, citando
sus propias palabras, estaba harto de tanta irracionalidad y quería tener algo
con que contrarrestarla.
En cambio,
la molinera ardió entera y así aumentó la población de trasgos.
Porque
debéis saber que por las noches algo aúlla, aúlla tan fuerte... que se le hiela
a uno el corazón. Algunos dicen que es el fantasma del pelagatos de Karaś que
gime despotricando contra los ricachones. Otros sostienen que el millonetis de
Krzywdoń se queja de las incautaciones después de muerto. ¡Vaya, ni más ni
menos que la lucha de clases! Mi cabaña solitaria está cerca del bosque, la
noche es negra, el bosque es negro y mis pensamientos parecen cuervos. Un día,
mi vecino Jusienga se sentó en un tocón a la orilla del bosque para leer los Horizontes de la técnica
y de pronto algo se le acercó por detrás. Después de aquello, anduvo tres días
con los ojos desorbitados.
Os pido consejo, camaradas, porque estamos solos en
esta tierra, rodeados de tumbas y de leguas y más leguas de tierra.
Un guardabosques me ha contado que, las noches de
luna llena, cabezas sin tronco ruedan a cual más veloz por las trochas y los
calveros haciendo entrechocar las frentes gélidas, corriendo hacia Dios sabe
dónde. Y que, al romper el alba, todo desaparece y sólo los abetos murmuran.
Pero no mucho, porque tienen miedo. ¡Virgen santísima! Ahora sí que no saldré
de casa. Por más que me apremie el cuerpo.
Se mire por donde se mire, todo es así. Vosotros nos
decís: Europa. Pero a la que intentas cuajar la leche, aparecen como por arte
de magia unos gnomos jorobados que se te mean en el puchero.
Una vez, la vieja Glisiowa se despertó bañada en
sudor. Miró el jergón y ¡helo allí sentado!: el minúsculo crédito que le habían
concedido antes de las elecciones para construir una pasarela y que había
muerto nada cristianamente. Estaba sentado allí, todo verde, tronchándose de
risa. La vieja, venga a gritar. Pero ¡ya podía gritar! Nadie se movió de casa.
En los tiempos que corren, cuesta saber quién grita. Y contra qué grita.
Y en el lugar donde iba a construirse el puentecillo,
como no había ninguno, se ahogó un artista. Tenía sólo dos añitos, pero era un
genio y si hubiera llegado a crecer, lo habría entendido todo y lo habría
escrito. Pero, así las cosas, sólo vuela y fosforesce.
No es
extraño, pues, que todos estos acontecimientos hayan provocado cambios en
nuestra mentalidad. La gente de aquí cree en hechicerías y supersticiones. Ayer
mismo encontraron un cadáver detrás del cobertizo de Moczasz. El párroco dice
que es un cadáver político. Los lugareños creen en ondinas, en fantasmas e
incluso en brujas. A decir verdad, por estos andurriales vive un vieja que hace
que las vacas se escosen y propaga la plica, pero nosotros queremos captarla
para el Partido y así dejar sin argumentos a los enemigos del progreso.
¡Madre mía,
cómo aletean, cómo vuelan, cómo chillan —¡pii-pii, pii-pii! —una y otra vez!
¡Quién viviera en un bloque de pisos! Allí seguramente todo está bajo techo y
no hay que acercarse al bosque.
Pero esto
no es lo peor. Lo peor es que, mientras escribo, se ha abierto la puerta de par
en par y ha aparecido un hocico de cerdo que me mira de una manera extraña, muy
extraña... ¿No os he dicho que tenemos nuestra idiosincrasia?
Mi primera visita a la casa
del letrado y su esposa. El salón estaba a oscuras. La luz se filtraba a través
de las cortinas y los tupidos helechos. Ataviada con un vestido estampado con
mariposas exóticas, la señora de la casa estaba sentada en un sillón cubierto
con una funda de lona blanca. Cada vez que un carro pesado circulaba por la
calle, las lágrimas de cristal de la lámpara de araña que se insinuaba en la
oscuridad sobre mi cabeza tintineaban delicadamente. Cuando mis ojos se
acomodaron a aquella tenue claridad, divisé en un rincón lejano, debajo de una
palmera, un parque como los que se usan para los niños, sólo que mucho más
alto. Detrás de los barrotes de madera había un hombre que bordaba sentado
sobre un escabel.
Puesto que
mi anfitriona no me lo presentó ni le hacía el menor caso y a mí no me pareció
correcto preguntar, fingí no verlo, aunque la situación me resultaba algo
incómoda. Transcurrido el tiempo que las convenciones sociales estipulan para
esta clase de reuniones, me levanté para despedirme. Al salir, lancé una mirada
curiosa hacia el parque, pero no conseguí ver más que una silueta inclinada
sobre la labor. La esposa del abogado me acompañó hasta el porche y me invitó
cordialmente a la celebración del santo de su marido, que tendría lugar el
próximo sábado.
Como era
nuevo en el pueblo, aún no estaba al tanto de sus peculiaridades, entre las que
incluí lo que acababa de ver en el salón del letrado y su esposa. Esperaba que
la siguiente visita lo esclareciera todo. Al llegar la noche del sábado, me
vestí con esmero y me dirigí a la mansión.
La casa, la
más suntuosa del pueblo, se veía desde lejos gracias a la profusa iluminación
que se reflejaba en las aguas negras como la baquelita de un arroyo cercano.
Unos fuegos artificiales alzaron el vuelo sobre el Consejo Municipal. El puesto
de policía expresaba de este modo su júbilo por la onomástica del letrado,
sentimiento compartido por todos los vecinos. La cancilla estaba abierta. El
resplandor se derramaba sobre el sendero a través de la puerta entreabierta.
Entré en el salón. La luz de la araña me deslumbró. Habían retirado las fundas
blancas de los sillones. Vi el rostro sanguíneo del párroco, los rostros
amarillentos del farmacéutico y su señora, los del médico y su costilla, los
del presidente de la cooperativa y de su mujer, y el del propietario de un
miserable taller que fabricaba portaplumas por encargo del Estado, este último
también acompañado de su esposa. Acudió a recibirme el letrado en persona.
Lo felicité
y, mientras le entregaba mi regalo, la señora de la casa, ataviada con un traje
adornado con un fajín, me invitó a tomar asiento. O sea que en un primer
momento no tuve tiempo, pero apenas me hube enfrascado en una conversación,
pude barrer discretamente la estancia con la mirada. No me equivocaba. Debajo
de la palmera del rincón había un hombre encerrado en un parque, sólo que esta
vez el hombre iba mejor vestido y dormitaba apoyado sobre el brazo. Lo
escudriñé por el rabillo del ojo hasta donde me lo permitían las buenas
maneras. Los demás huéspedes, asiduos del salón del letrado y su esposa,
charlaban animados y alegres como corresponde a una fiesta de santo y no le
prestaban la más mínima atención. Por un instante me pareció que el durmiente
entreabría los párpados como si hubiera captado mi mirada, pero pronto volvió a
cerrarlos y siguió durmiendo en su postura indiferente.
Entre risas
y discusiones, ora bromeando con el farmacéutico, ora intercambiando ideas con
el cura, pasé un buen rato sin dar con la solución del misterio. De repente, la
puerta de dos hojas se abrió de par en par y los criados entraron una mesa que
refulgía con el brillo de la cristalería, los manjares y las botellas
multicolores. Comparecieron también los hijos de los anfitriones y, en medio de
la animación generalizada ante la perspectiva de la cena, nos sentamos a la
mesa. Tras los sucesivos brindis, las personas y los objetos ganaron intensidad
y el bullicio se acrecentó. De golpe y porrazo, entre el tintineo de las copas,
los cuchillos y los tenedores, sobre las risas perladas de las mujeres y los
chascarrillos estentóreos de los hombres, se elevó un canto. ¡Sí, era él! ¡El
hombre del parque cantaba! «Volga, Volga...». Fluían las notas lánguidas
acompañadas de los tientos delicados de una balalaica. Los comensales
reaccionaron con la misma indiferencia que si cantara un pájaro. Después le
llegó el turno a Ojos
negros y a la mucho más animada
juventudes socialistas... Sirvieron los postres y una nube de
humo de tabaco envolvió la mesa. Reparé en que los hijos de los señores, con el
consentimiento de la madre, se llevaban de la mesa una botella de licor de
cereza y se acercaban al parque para abrevar a su morador a través de los
barrotes. Bebió tranquilamente dejando a un lado la balalaica y volvió a cantar
dos o tres estrofas de
¡Adelante, soldados de la libertad! o del Canto del tractorista.
Habiéndome enzarzado en un disputa sobre Darwin con el párroco, no tuve
oportunidad de estar tan atento a lo que ocurría, aunque no dejé de observar.
El cura argüía: «Hay quien sostiene que el hombre procede del mono». A pesar de
que empezaba a sentirme aturdido por el alcohol, advertí que al hombre del
parque también le había hecho efecto la bebida.
—¿Sabe
usted quién es? —me preguntó riéndose el anfitrión, al advertir de pronto mi
curiosidad—. Una idea de mi mujer. No quería tener un canario ni nada por el
estilo en el salón, porque le parecía cursi. De modo que le conseguí a un
progresista de carne y hueso. No se asuste, está domesticado.
Los
invitados miraron al hombre de la balalaica con visible hilaridad. El letrado
siguió explicando:
—Un
lugareño. Durante los primeros años era un salvaje, incluso hizo varios
destrozos, pero claro, últimamente se ha desbravado y, usted ya me entiende,
ahora lo tenemos en casa. Borda, toca la balalaica y canta, aunque a veces me
da la sensación de que añora algo.
—Quizá la
libertad, la acción... —sugerí con timidez—. Al fin y al cabo, se trata de un
progresista.
—¿Acaso le
falta algo? —El letrado se indignó—. Tiene todas las necesidades cubiertas, paz
y tranquilidad, ningún quebradero de cabeza. Está tan bien adiestrado que come
de la mano, usted mismo lo ha visto. Ya no es peligroso en absoluto. Sólo lo
soltamos el 22 de Julio y en el aniversario de la Revolución para que tome un
poco el aire. Al fin y al cabo, el pueblo es pequeño, no tendría donde
esconderse.
Mientras el
letrado me ponía al corriente de la situación, el hombre miraba a su alrededor.
Frunció el ceño. Bajo aquella mirada, el párroco se quedó pasmado, sosteniendo
un trozo de emmental enastado en el tenedor a la altura de la boca. Las
conversaciones se fueron apagando. Tintineó una cucharilla que el presidente de
la cooperativa había dejado caer al suelo. Incluso el letrado se puso serio. Y
entonces, aquel hombre clavó los ojos en la opípara mesa, apretó la balalaica
contra el pecho y entonó
¡A las barricadas, pueblo obrero!
El alivio
fue general. El cura engulló su emmental. Todos escucharon la canción con vivo
interés.
—¡Ésta sí
que es buena! —exclamó el letrado, dándose palmadas de regocijo en los muslos.
El farmacéutico se tronchaba de risa y al presidente se le llenaron los ojos de
lágrimas. Sólo la esposa del abogado no estaba contenta.
—Cariño,
¿no crees que se ha hecho tarde y los niños deberían acostarse? —dijo,
dirigiéndose a su marido—. Y a ése hay que taparlo con una manta para que deje
de cantar. Ya basta por hoy.
—Como
quieras —dijo el letrado—. Que nuestro progresista descanse.
Muy entrada
la noche y siendo uno de los últimos en abandonar el salón tras despedirme
cordialmente de mis anfitriones, pasé al lado del parque. Estaba cubierto con
una sobrecama de felpa violeta floreada. Pero a pesar de ello, me pareció que
de debajo del sobrecama llegaba el ligerísimo murmullo de la balalaica y algo
parecido a un canto. Incluso pude distinguir las palabras:
¡Ea,
adelante
ea,
adelante...!
Dios mío, ¡cómo me gustaría
ser un caballo...!
Apenas
viera en el espejo que tengo cascos en lugar de pies y manos, una cola en los
cuartos traseros y una auténtica testuz de caballo, acudiría a la Oficina de
Vivienda.
—Necesito
un piso grande y moderno —diría.
—Presente
la solicitud y espere su turno.
—¡Ja, ja! —me
reiría—. ¿No ven que no soy un simple hombre de la calle, uno de tantos? ¡Soy
diferente, extraordinario!
Y enseguida
me entregarían un piso grande y moderno con baño.
Actuaría en
un cabaré y nadie diría que no tengo talento. Aun cuando mis números no
hicieran gracia. Al contrario.
—Para
tratarse de un caballo, está muy bien —me alabarían.
—Éste sí
que tiene la cabeza sobre los hombros —dirían otros.
Por no
decir nada del partido que sacaría de dichos y proverbios: una dosis de
caballo, el caballo de Espartero, a caballo regalado no se le mira el diente...
Como es
natural, ser un caballo tendría sus inconvenientes. Me convertiría en el blanco
fácil de mis enemigos. Sus cartas anónimas empezarían así: «¿Usted se cree un
caballo? ¡Pero si no es más que un pony!».
Les haría
tilín a las mujeres.
—Usted no
es como los otros —me dirían.
Cuando me
fuera al cielo, lógicamente recibiría un par de alas y me volvería un pegaso.
¡Un caballo alado! ¿Acaso a un hombre puede ocurrirle algo más hermoso?
Una vez me asomé a la ventana
y vi pasar por la calle un cortejo fúnebre. Un ataúd sin adornos viajaba en una
sencilla carroza mortuoria tirada por un solo caballo. La seguían la viuda enlutada
y otras tres personas, por lo visto parientes, amigos o conocidos del difunto.
El modesto
séquito no me habría llamado la atención si el ataúd no hubiera estado
engalanado con una pancarta roja que rezaba: «¡Viva!».
Intrigado,
abandoné mis aposentos y fui en pos de la comitiva. Llegué a un cementerio.
Iban a enterrar al muerto en el rincón más apartado, entre unos abedules.
Durante la ceremonia fúnebre me mantuve alejado, pero acto seguido me acerqué a
la viuda y, presentándole mi pésame y mis respetos, le pregunté quién era su
marido.
Resultó que
había sido funcionario. La viuda se conmovió ante mi interés por el finado y me
contó algunos detalles de sus últimos días. Se lamentó de que se hubiera dejado
los hígados haciendo un trabajo voluntario muy extraño. Escribía sin cesar
informes sobre nuevos métodos de propaganda. Intuí que la propagación de las
consignas al uso se había convertido en el principal objetivo de su vida.
Acuciado
por la curiosidad, le pedí a la viuda que me permitiera ver los últimos
trabajos del difunto. Accedió y me confió dos folios amarillentos escritos con
una letra regular, aunque algo anticuada. De este modo, llegué a conocer el
contenido de uno de los informes.
«Pongamos
por caso las moscas —decía la primera frase—. Las veces que estoy de sobremesa
contemplando cómo vuelan alrededor de la lámpara, se me agolpan muchos
pensamientos en la cabeza. ¡Qué felices seríamos —pienso—, si las moscas
estuvieran tan concienciadas políticamente como la mayoría de los ciudadanos!
Atrapas a una, le arrancas las alas, la bañas en tinta y la dejas sobre una
hoja de papel en blanco. La mosca va y, desplazándose sobre el papel, escribe:
"¡Fomentemos la aviación!". O alguna otra consigna».
A medida
que avanzaba en la lectura, veía con mayor claridad el perfil espiritual del
difunto. Un hombre sincero, profundamente entregado al proyecto de colocar
consignas y pancartas por doquier. Su idea de sembrar una variedad especial de
trébol era una de las más originales.
«Mediante
la colaboración entre artistas plásticos y agrobiólogos —decía—, podríamos
desarrollar una variedad especial de trébol. De resultas de la manipulación
adecuada de la semilla, allí donde esta planta tiene actualmente una flor
monocolor, crecería un minúsculo retrato vegetal de un dirigente político o de
un héroe del trabajo. ¡Imagínense campos enteros de un trébol así en la época
de floración! Naturalmente, serían inevitables algunos errores. Por ejemplo,
una persona que no gasta ni barba ni lentes, podría brotar retratada con barba
y lentes por culpa de un cruce de semillas. En este caso no quedaría más
remedio que segar toda la plantación y volver a sembrar».
Las ideas
del vejestorio resultaban cada vez más sorprendentes. Al acabar el informe,
adiviné que la pancarta «¡Viva!» había sido colocada sobre el ataúd en
cumplimiento de su última voluntad. Aquel inventor desinteresado, aquel
fanático de la propaganda visual, deseaba dar fe de su entusiasmo incluso en la
hora final.
Hice
algunas indagaciones para enterarme de cómo había abandonado este mundo.
Resultó que por exceso de celo. Con motivo de una fiesta nacional, se desnudó
y, con los siete colores del arco iris, se pintó siete rayas en el cuerpo. A
continuación, se asomó al balcón e intentó hacer «el puente», esto es, una
figura gimnástica que consiste en doblarse por completo hacia atrás apoyando
las manos en el suelo de modo que el cuerpo dibuje un arco. De esta manera,
pretendía crear una imagen viviente del arco iris, es decir, de un futuro
prometedor. Por desgracia, el balcón estaba en un segundo piso.
Fui otra
vez al cementerio para encontrar el lugar de su reposo eterno. Pero busqué
insistentemente en vano. No logré dar con los abedules entre los que estaba
enterrado. Me sumé a una charanga que desfilaba por allí tocando una marcha
gallarda.
Aquel invierno había nevado a
pedir de boca.
En la plaza
mayor, los niños hacían un muñeco de nieve.
La plaza
mayor era espaciosa. Mucha gente la cruzaba a diario. Las ventanas de las
numerosas oficinas miraban hacia la plaza. Pero a ella le daba igual, ella se
limitaba a estar. En el mismísimo centro, los niños modelaban con algazara y
júbilo una cómica figura de nieve.
Primero,
formaron una gran bola. Era la barriga. Después otra, más pequeña: la espalda y
los hombros. Después otra, todavía más pequeña —con ésta hicieron la cabeza—.
Luego, el monigote recibió unos botones de carbón para abrocharse de arriba
abajo. Tenía una nariz de zanahoria. O sea que era un muñeco de nieve normal,
uno de las decenas de miles de muñecos que se hacen cada año en nuestro país si
el tiempo lo permite.
Los niños
se lo pasaban en grande. Parecían muy felices.
Por la
plaza circulaban muchas personas, miraban el muñeco
y seguían su camino. Las oficinas funcionaban como si nada.
El padre se
alegró de que los chiquillos retozaran al aire libre y tomaran color. Y de que
se les abriera el apetito.
Pero al
anochecer, cuando todos estaban reunidos junto a la mesa, alguien llamó a la
puerta. Era el vendedor de periódicos que tenía un quiosco en la plaza mayor. Se
excusaba por la hora y las molestias, pero consideraba un deber comunicarle al
padre sus observaciones. Ya se sabe, los niños son pequeños, pero uno no puede
dormirse en las pajas, porque a la que te descuidas te salen rana. Nunca se hubiera
atrevido a meterse en lo que no le iba ni le venía si no fuera por el bien de
los niños. Una cuestión educativa. Concretamente, se refería a la nariz de
zanahoria que le habían puesto al muñeco. A eso de que era roja. Y él, el
vendedor de periódicos, también la tenía roja. Porque se le había congelado. No
por beber. ¿Realmente había motivos para hacer esta clase de indirectas en
público? En fin, rogaba que aquello no se repitiera. Siempre por una cuestión
educativa.
El padre se tomó la advertencia muy a pecho. Cierto, los
niños no debían burlarse de nadie, aunque tuviera la nariz roja. Todavía eran
demasiado pequeños para entenderlo. Los llamó y les preguntó en un tono severo,
señalando al vendedor:
—¿Es verdad que le habéis puesto una nariz roja al
muñeco pensando en este señor?
Los niños se quedaron atónitos y de entrada ni
siquiera comprendieron de qué iba la cosa. Cuando finalmente cayeron en la
cuenta, contestaron que nada de eso.
Por si acaso, como castigo, el padre les mandó a la
cama sin cenar.
El vendedor se lo agradeció y se fue. En la puerta se
cruzó con el presidente de la cooperativa comarcal. El presidente saludó al
señor de la casa, que se complació en recibir a un personaje tan importante. Al
ver a los críos, el presidente frunció el ceño, resopló y dijo:
—Me alegro de ver a estos arrapiezos. Debería atarlos
corto. ¡Tan pequeños y tan insolentes! Hoy miro por la ventana del almacén y
¿qué veo? ¡Hacen un muñeco de nieve como si tal cosa!
—Ya. Se refiere a la nariz... —adivinó el padre.
—La nariz me importa un rábano. Pero fíjese: primero
han hecho una bola, después otra y a continuación una tercera. Y luego ¿qué?
Han colocado la segunda bola sobre la primera y la tercera sobre la segunda.
¡Es indignante!
Al ver que
el padre no entendía nada, el presidente se enfadó todavía más.
—Lo que
intentaban sugerir es evidente. Que en la cooperativa comarcal hay ladrón sobre
ladrón. ¡Y eso es una calumnia! Ni siquiera la prensa puede publicar algo así
sin pruebas. Y aquí se trata de una manifestación pública, en la plaza mayor.
No
obstante, en consideración a la corta edad y a la inexperiencia de los
culpables, el presidente de la cooperativa no iba a exigir una rectificación
oficial y sólo rogaba que no volviera a ocurrir algo así.
Preguntados
por si, al colocar una bola de nieve sobre otra, pretendían dar a entender que
en la cooperativa había ladrón sobre ladrón, los niños dieron una respuesta
negativa y rompieron a llorar. Sin embargo, por si acaso, el padre los castigó
de cara a la pared.
Pero
aquello no fue todo. En la calle repicaron los cascabeles de un trineo que
enmudecieron justo delante de la casa. Dos personas llamaron a la puerta al
mismo tiempo. Una de ellas era un gordinflón vestido con zamarra, la otra, el
mismísimo presidente del Consejo Nacional.
—Hemos venido
por lo de sus hijos —dijeron desde el umbral.
Ya
familiarizado con esa clase de visitas, el padre les acercó sendas sillas. El
presidente miró de reojo al otro hombre, preguntándose para sus adentros quién
sería. Luego habló:
—Me extraña
mucho que tolere usted actividades subversivas en su casa. A lo mejor le falta
conciencia política. Más le vale confesarlo abiertamente.
El padre no
entendía por qué iba a faltarle conciencia política.
—Se nota a la legua. Basta con ver a sus hijos.
¿Quién satiriza los órganos del Gobierno popular? ¡Ellos! Han hecho un muñeco
justo delante de las ventanas de mi despacho.
—Ya, ladrón sobre ladrón... —musitó el padre
tímidamente.
—¡Los ladrones son lo de menos! ¿No se da cuenta de
lo que significa hacer un monigote delante de las ventanas del presidente del
Consejo Nacional? ¿Usted cree que no sé lo que se dice de mí? ¿Por qué sus
hijos no hacen un monigote delante de las ventanas de, pongamos por caso,
Adenauer? ¿Eh? ¡No sabe qué decir! Su silencio es muy elocuente. Puedo hacer
que pague las consecuencias.
Al oír la palabra «consecuencias», el gordo se
levantó y, mirando a su alrededor, se retiró de la habitación a la chita
callando, de puntillas. Al otro lado de la ventana volvieron a resonar los
cascabeles, que fueron apagándose hasta enmudecer en la lejanía.
—Sí, estimado señor. Yo de usted pensaría en ello —prosiguió
el presidente—. Por cierto, ¡esta cosa! Que yo ande desabrochado por casa es
asunto mío. No tiene por qué ser tema de las carnavaladas de sus hijos. La botonadura
del monigote también puede interpretarse de varias maneras. Le aseguro que, si
me da la real gana, andaré por casa sin pantalones. ¡Y eso a sus hijos no les
incumbe! ¡Recuerde lo que le digo!
El acusado mandó a los niños darse la vuelta y
reconocer inmediatamente que, cuando hacían el muñeco de nieve, pensaban en el
señor presidente y que, además, adornándolo de arriba abajo con botones, habían
hecho una broma de mal gusto sobre la costumbre del señor presidente de andar
por casa desabrochado.
Entre sollozos y lágrimas, los niños juraron haber
hecho el muñeco sin segundas intenciones, sólo por diversión. Por si acaso,
como castigo, el padre no sólo los dejó sin cenar y los puso de cara a la
pared, sino que los hizo arrodillarse sobre el duro suelo.
Aquel día
varias personas más llamaron a la puerta, pero el padre no abrió.
Al día
siguiente, al pasar al lado de aquella casa, vi a los niños en el jardín. No
les habían permitido salir a la plaza mayor. Se estaban preguntando a qué
jugar.
—Hagamos un
muñeco de nieve —dijo uno.
—Anda. Un
muñeco normal no mola —dijo otro.
—Pues
hagamos al señor de los periódicos. Le pondremos una nariz roja. Tiene la nariz
roja porque bebe. Y podemos ponerle botones, porque anda desabrochado por casa.
Discutieron.
Finalmente decidieron que los harían a todos, uno detrás de otro.
Se pusieron
manos a la obra con entusiasmo.
Gracias a grandes esfuerzos,
incansables diligencias, ambición y esmero, por fin se había conseguido el
objetivo. A los escritores se les habían otorgado uniformes, distinciones y
rangos. Así, se había acabado de una vez por todas con el caos, la falta de
criterio, el esteticismo malsano, el hermetismo y las veleidades del arte. El
diseño del uniforme se elaboró en los órganos centrales; la división en zonas y
rangos fue el resultado de interminables preparativos de la Junta Directiva. A
partir de entonces, todos los miembros de la Asociación de Escritores estaban
obligados a llevar uniforme: pantalones holgados de color violeta con ribete,
cazadora verde, cinturón y chacó. Sin embargo, a pesar de su aparente
sencillez, el atuendo se diversificaba mucho. Los miembros de la Junta
Directiva iban tocados con tricornios engalanados de oro, mientras que los de
las Delegaciones Territoriales llevaban tricornios engalanados de plata. Los
presidentes ceñían espada; los vicepresidentes, alfanje. Los escritores fueron
divididos en formaciones según el género que cultivaban. De este modo, se
formaron dos regimientos de poetas, tres divisiones de prosistas y un pelotón
de fusilamiento compuesto por individuos de toda clase. Los críticos tuvieron
dos destinos muy diferentes: unos fueron mandados a galeras y el resto pasó a
engrosar las filas de la gendarmería.
A cada uno
se le asignó un rango, desde soldado raso a mariscal. Los criterios eran: la
cantidad de palabras que el escritor había publicado durante su vida, el ángulo
de inclinación entre su perfil político y el suelo, los años vividos y los
cargos ocupados en la administración autonómica o nacional. Para no confundir
los rangos, se introdujeron distintivos de colores.
Las
ventajas del nuevo orden eran evidentes. En primer lugar, todo el mundo sabía
qué opinar sobre cada uno de los escritores. Quedaba claro que un escritor-general
no podía haber escrito novelas malas y que un escritor-mariscal escribía las
mejores. Aunque cometiera algún que otro error, un escritor-coronel siempre
tenía más talento que un escritor-comandante. La tarea de los editores se
volvió más fácil. Podían calcular con precisión el porcentaje en que el
manuscrito de un escritor-brigadier era más publicable que el de un escritor-teniente.
Por la misma regla de tres se reguló también la cuestión de los honorarios.
Naturalmente,
un crítico-escritor-capitán no podía publicar una reseña desfavorable del libro
de un escritor que tuviera rango de comandante o cualquier otro más alto. Sólo
un crítico-escritor-general podía dar una opinión negativa sobre la obra de un
escritor-coronel.
Las
ventajas externas del nuevo orden también eran considerables. Los escritores
que, en comparación con los deportistas por ejemplo, anteriormente ofrecían una
imagen muy desangelada en los desfiles, ahora lucían charreteras. Los ribetes
de los pantalones destellaban, las espadas y los alfanjes de los presidentes y
vicepresidentes relumbraban y los chacos de todo el destacamento hacían otro
tanto, con lo que los literatos pronto se hicieron enormemente populares.
Sin
embargo, surgió un problema al asignar la categoría a un escritor estrafalario,
cuyas obras, si bien escritas en prosa, eran demasiado cortas para ser novelas
y demasiado largas para ser relatos. Además, corría la voz de que la suya era
una prosa poética que tiraba a sátira y también había quien afirmaba que aquel
bicho raro cultivaba un folletín con ciertas características de novela corta no
exentas de los rasgos típicos del ensayo crítico. No era posible asignarlo ni a
la prosa ni a la poesía y no salía a cuenta crear una nueva categoría para un
solo hombre. Algunos pidieron su expulsión. Finalmente, para distinguirlo de
los demás, le adjudicaron unos pantalones color naranja, lo incluyeron en la
categoría de escritores rasos y lo dejaron en paz. El país entero lo
consideraba una oveja negra. A decir verdad, si lo hubieran expulsado, tampoco
habría sido el primer caso. Antes habían sido expulsados unos cuantos
escritores que no tenían planta para llevar uniforme.
No
obstante, la sociedad descubrió pronto que al permitirle seguir en las filas de
la Asociación se había cometido un error monumental. Aquel personaje dio pie a
un escándalo que sacudió los claros y bellos principios de la jerarquía.
Un día, un
respetable y conocido escritor-teniente general paseaba por el boulevard de la
capital. De pronto, vio acercarse al escritor raso de los pantalones color naranja.
Lo miró con desdén, esperando, como era lógico, que el otro le obsequiara con
un saludo militar. Pero entonces vio sobre su chacó la distinción más alta, la
que correspondía a un escritor-mariscal: el minúsculo pompón rojo. El escritor-teniente
general tenía tan asumidos los principios de la jerarquía que, sin detenerse a
pensar en la insólita imagen, se cuadró con sumo respeto y saludó primero.
Asombrado, el escritor raso le respondió con una inclinación de cabeza, y
entonces la diminuta mariquita que se había posado sobre su chacó y que el
escritor-teniente general había tomado por el distintivo de la máxima autoridad
desplegó las alas y levantó el vuelo. Enfurecido y humillado, el escritor-
teniente general llamó al crítico de guardia y le ordenó que se llevara al
escritor raso al calabozo militar de la Casa de la Literatura previa
confiscación de su pluma estilográfica.
El proceso
se celebró en la capital, en el Palacio de las Artes. Las charreteras de los
jueces brillaban en la amplia sala de mármol. El generalato tomó asiento tras
una mesa de caoba y oro, en cuya bruñida superficie se reflejaban como en un
espejo negro las condecoraciones y medallas. El escritor raso de los pantalones
color naranja fue acusado de llevar fraudulentamente distinciones que no le
correspondían por rango.
Sin
embargo, el acusado tuvo suerte. En la víspera del proceso se había celebrado
una reunión del Consejo de Cultura durante la cual se había criticado
severamente la insensibilidad hacia los artistas y la burocratización de la
gestión del arte. Los ecos de aquel debate se dejaron oír al día siguiente en
la sala del tribunal. Tomó la palabra el mismísimo crítico-escritor-vicemariscal.
—No podemos
abordar la acusación con espíritu burocrático. Debemos llegar al meollo del
asunto. Sin duda, el caso que nos ocupa constituye una infracción de las
normas, gracias a las cuales, y a pesar de los inexorables errores, nuestra
literatura florece como nunca. Pero ¿actuó el acusado conscientemente y en
plena libertad? Deberíamos profundizar en esta cuestión y no limitarnos a ver
los efectos, sino descubrir las causas. Pensemos: ¿quién es el responsable del
triste estado en que se encuentra el acusado? ¿Quién lo depravó y se aprovechó
de su ingenuidad? ¿Cuál es el ambiente literario que ha generado la crisis? ¿A
quién deberíamos castigar para que en el futuro no se repitan procesos de esta
índole? No, camaradas, el principal culpable no es el acusado. Él sólo fue un
instrumento en las manos de la mariquita. Es ella, la mariquita, quien, sin
duda empujada por el odio contra los principios de nuestra nueva jerarquía y
encorajinada por los logros conseguidos gracias a la exactitud absoluta de
nuestros criterios y a la impecable organización de nuestra vida corporativa,
se posó a traición sobre el chacó del acusado, imitando el distintivo de un
mariscal. Es ella quien aborrece nuestra jerarquía. ¡Castiguemos el brazo y no
la ciega espada!
En la
opinión de todos, el discurso dejó al descubierto las raíces del mal. Los
cargos contra el escritor raso fueron retirados y la acusación se concentró en
la mariquita.
El pelotón
de críticos la encontró en el jardín donde, sentada sobre una hoja de saúco,
tramaba inicuos planes. Al verse desenmascarada, no opuso resistencia. El
proceso se celebró en la misma sala de mármol. Colocaron a la mariquita sobre la mesa de caoba y la cubrieron
con un platillo transparente para que no escapara. Todos se esforzaban por
distinguir el puntito rojo sobre la superficie negra. Recalcitrante en su
ignominia, la mariquita mantuvo un silencio desdeñoso hasta el final.
Al día
siguiente, al rayar el alba, fue fusilada con los cuatro tomos de la novela más
reciente del escritor-mariscal, unos volúmenes de papel satinado y de tapa dura
que le cayeron encima sucesivamente desde la altura de un metro y medio. Dicen
que no sufrió mucho.
No
obstante, sobre el escritor raso de los pantalones color naranja recayó la
sospecha de haber actuado en connivencia con la criminal y no se excluyó la
posibilidad de que mantuviera con ella algún otro tipo de relación, ya que al
conocer la sentencia había llorado y había implorado que la soltaran en un
jardín.
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