lunes, 2 de noviembre de 2020

Jack London, armado en la cubierta. 44 escritores de la literatura universal.

 


Jack London, armado en la cubierta

 Tenía cinco años cuando cogió su primera borrachera. Su padre estaba trabajando en el campo, bajo ese sol que es al tiempo pródigo y homicida, caliente y nutritivo, irrespirable, y le mandó a su casa por cerveza.

El pequeño cubo metálico, lleno hasta el borde, sujeto a duras penas, derramaba aquel líquido viscoso al saltar sobre los caballones de los surcos. Y allí parado, bajo el sol inclemente, pegajoso, empapado, dio un trago, y notó un sabor áspero en la garganta, algo árido, desagradable acaso, sobre todo prohibido. Dio otro trago, largo y empalagoso, que desbordó su boca y resbaló por la comisura de los labios, y un tercero que fue como un boquete, un agujero donde cayó de bruces en ese mismo instante, elástico, risueño, también él mismo líquido y espuma, según la casa, el campo, su padre, el cubo, todo, comenzaba a girar, como una noria.

Diríase que su biografía estuviera construida a golpe de serrucho, gubia, piqueta, tierra. Metida a martillazos, como una chapa informe, por la fuerza, en una vida llamativamente corta (murió con apenas cuarenta años), que fue una carrera frenética, angustiosa y errática, aquí y allá, deprisa siempre. Ya. Enrolado en ese ejército, informe y nebuloso, de buscavidas, fue vendedor de periódicos, carbonero, empleado en una enlatadora, planchador. Hizo chapuzas, aprendió a pelear —bravucón, camorrista—, fue también vagabundo, estuvo detenido, fue buscador de oro y bombero.

Con un préstamo se compró una goleta, y se dedicó a la pesca ilegal de ostras. Valiente, temerario... Se contaba de él que una vez navegó en la cubierta del Razzle-Dazzle, su barco, apuntando con una escopeta a otro capitán que intentaba abordarlo, mientras gobernaba el timón y la vela con las piernas. Recién cumplidos los dieciocho años, aquel mundo de tabernas y pistolones, de crudeza y colmillos retorcidos, mostró su verdadera faz: «Whisky Bob había muerto», contaba. «El viejo Cole, Smoudge y Bob Smith, muertos. Otro Smith se había ahogado, el francés Frank andaba escondido por los ríos, temeroso por algo que había hecho...».

Empezó a escribir, por las noches. Mil palabras al día en una vieja máquina que solo tenía mayúsculas, maciza e insolente, con la que tenía que pelearse como un boxeador de peso pluma. Enviaba sus cuentos a periódicos y revistas, y durante tiempo midió el éxito por el número de papeletas que podía desempeñar: el reloj, la bicicleta y el impermeable que su padre le había dejado en herencia, y que fue su único legado.

Se casó, se compró un rancho, cambió de máquina de escribir, y con el dinero que le proporcionaba cada libro, compraba cuatrocientos acres más de aquel sitio que era como un país que él mismo gobernaba. «No hay cien hombres entre un millón que hayan tenido mi suerte», dijo un día, perdiendo la mirada, desde el porche, en esa extensión lejana y verdeante, donde Frank el francés estaba todavía escondido. O muerto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

Páginas