Jack
London, armado en la cubierta
El pequeño cubo metálico, lleno hasta el borde, sujeto
a duras penas, derramaba aquel líquido viscoso al saltar sobre los caballones
de los surcos. Y allí parado, bajo el sol inclemente, pegajoso, empapado, dio
un trago, y notó un sabor áspero en la garganta, algo árido, desagradable
acaso, sobre todo prohibido. Dio otro trago, largo y empalagoso, que desbordó
su boca y resbaló por la comisura de los labios, y un tercero que fue como un
boquete, un agujero donde cayó de bruces en ese mismo instante, elástico,
risueño, también él mismo líquido y espuma, según la casa, el campo, su padre,
el cubo, todo, comenzaba a girar, como una noria.
Diríase que su biografía estuviera construida a golpe
de serrucho, gubia, piqueta, tierra. Metida a martillazos, como una chapa
informe, por la fuerza, en una vida llamativamente corta (murió con apenas
cuarenta años), que fue una carrera frenética, angustiosa y errática, aquí y
allá, deprisa siempre. Ya. Enrolado en ese ejército, informe y nebuloso, de
buscavidas, fue vendedor de periódicos, carbonero, empleado en una enlatadora,
planchador. Hizo chapuzas, aprendió a pelear —bravucón, camorrista—, fue
también vagabundo, estuvo detenido, fue buscador de oro y bombero.
Con un préstamo se compró una goleta, y se dedicó a la
pesca ilegal de ostras. Valiente, temerario... Se contaba de él que una vez
navegó en la cubierta del Razzle-Dazzle, su barco, apuntando con
una escopeta a otro capitán que intentaba abordarlo, mientras gobernaba el
timón y la vela con las piernas. Recién cumplidos los dieciocho años, aquel
mundo de tabernas y pistolones, de crudeza y colmillos retorcidos, mostró su
verdadera faz: «Whisky Bob había muerto», contaba. «El viejo Cole, Smoudge y
Bob Smith, muertos. Otro Smith se había ahogado, el francés Frank andaba
escondido por los ríos, temeroso por algo que había hecho...».
Empezó a escribir, por las noches. Mil palabras al día
en una vieja máquina que solo tenía mayúsculas, maciza e insolente, con la que
tenía que pelearse como un boxeador de peso pluma. Enviaba sus cuentos a
periódicos y revistas, y durante tiempo midió el éxito por el número de
papeletas que podía desempeñar: el reloj, la bicicleta y el impermeable que su
padre le había dejado en herencia, y que fue su único legado.
Se casó, se compró un rancho, cambió de máquina de
escribir, y con el dinero que le proporcionaba cada libro, compraba
cuatrocientos acres más de aquel sitio que era como un país que él mismo
gobernaba. «No hay cien hombres entre un millón que hayan tenido mi suerte»,
dijo un día, perdiendo la mirada, desde el porche, en esa extensión lejana y
verdeante, donde Frank el francés estaba todavía escondido. O muerto.
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