viernes, 27 de noviembre de 2020

Rimbaud, la quemadura de la gloria. 44 escritores de la literatura universal.

 


Rimbaud, la quemadura de la gloria

 Hay una foto suya —los labios apretados, el pelo revuelto, la mirada de los cien metros, esa que se atribuye a los combatientes y a las celebridades— hecha en el estudio Étienne Carjat. Un retrato ovalado, en blanco y negro, de rosetón o efigie. Acababa de recitar unos versos en la cena de los Vilains bonshommes, y de allí lo sacaron a hombros, como a un torero, vitoreándolo, agitándolo, enarbolándolo, y lo pusieron delante de la cámara. Alguien le anudó una pajarita al cuello, que luce como un gorrión muerto, y otro le abotonó el chaleco, gris, sin saltarse un ojal. Y ahí está. Un niñato arrogante, arisco y malagradecido, según el testimonio de quienes lo estimaban, que andaba por París, como un clochard, durmiendo en casas y buhardillas, de prestado, camaranchones, bares, cuartuchos y desvanes, coqueteando con el hachís y con Verlaine, y no precisamente en ese orden.

Acabó por seducirlo, se le enroscó como una serpiente venenosa en la pierna, una pitón, mortal, abrazadora, y se escaparon a Londres. Arthur y Paul. Allí anduvieron, escondidos y hallados. Buscándose, esquivándose. Como dos imanes en la clase de ciencias, se atraen y se repelen. Se dicen los peores adjetivos, se señalan de noche con el dedo —los ojos inyectados— y se miran con el desdén de los acusadores. De repente Verlaine, no se sabe exactamente cómo, le pega un tiro.

Contaron ante el juez que había sido un accidente, una fatalidad, un percance. Que el pequeño revólver, brillante y escurridizo como un pez de colores, se disparó al chocar con una puerta. La bala rozó a Rimbaud en la muñeca, nada grave, solo primera sangre. Pasó en el hospital un par de noches. Y Verlaine, dos años en la cárcel.

Cuando publicó su primer libro, unos meses más tarde, lo tituló, muy elocuente, Una temporada en el infierno. La edición, salvo seis ejemplares, quedó en los almacenes del impresor, donde treinta años más tarde los encontraría el avispado abogado y bibliófilo belga Léon Losseau, que los vendió por una pequeña fortuna. Rimbaud acababa de cumplir diecinueve años. Y no volvió a escribir.

Se alistó en la legión extranjera, desertó, trabajó en un circo, y después escapó, quizá solamente de sí mismo: Chipre, Sudán, Etiopía, Yemen, barcos, caballos, trenes… Comerció con marfil, fue traficante de armas, empleado, geógrafo, siempre cargado con un cinturón donde guardaba quince mil francos en oro. Casi ocho kilos.

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