Rimbaud,
la quemadura de la gloria
Acabó por seducirlo, se le enroscó como una serpiente
venenosa en la pierna, una pitón, mortal, abrazadora, y se escaparon a Londres.
Arthur y Paul. Allí anduvieron, escondidos y hallados. Buscándose,
esquivándose. Como dos imanes en la clase de ciencias, se atraen y se repelen.
Se dicen los peores adjetivos, se señalan de noche con el dedo —los ojos
inyectados— y se miran con el desdén de los acusadores. De repente Verlaine, no
se sabe exactamente cómo, le pega un tiro.
Contaron ante el juez que había sido un accidente, una
fatalidad, un percance. Que el pequeño revólver, brillante y escurridizo como
un pez de colores, se disparó al chocar con una puerta. La bala rozó a Rimbaud
en la muñeca, nada grave, solo primera sangre. Pasó en el hospital un par de
noches. Y Verlaine, dos años en la cárcel.
Cuando publicó su primer libro, unos meses más tarde,
lo tituló, muy elocuente, Una temporada en el infierno. La edición, salvo seis
ejemplares, quedó en los almacenes del impresor, donde treinta años más tarde
los encontraría el avispado abogado y bibliófilo belga Léon Losseau, que los
vendió por una pequeña fortuna. Rimbaud acababa de cumplir diecinueve años. Y
no volvió a escribir.
Se alistó en la legión extranjera, desertó, trabajó en
un circo, y después escapó, quizá solamente de sí mismo: Chipre, Sudán,
Etiopía, Yemen, barcos, caballos, trenes… Comerció con marfil, fue traficante
de armas, empleado, geógrafo, siempre cargado con un cinturón donde guardaba
quince mil francos en oro. Casi ocho kilos.
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