Salgari,
la mala suerte
Cuando un niño en Italia no comía, no dormía, era desobediente, maleducado, terco, decía palabrotas, sorbía los fideos, jugaba con el pan, tiraba piedras o dejaba de ser piadoso, se le amenazaba con llamar al Tigre de Malasia. Y solo mencionarlo, decir su nombre apenas, siquiera susurrarlo, San-do-kán, bastaba para infundir un terror exótico y lejano, providencial y ajeno: el rostro desencajado, pálida la tez, los ojos aterrados. Era tal el miedo que provocaba aquel hombre de turbante y cimitarra, dientes blancos como colmillos de elefante, barba oscura, tenaz, y ojos negros como el carbón, negro, de la antracita, que una vez, en Verona, los editores colgaron en la calle unas banderolas en las que se leía: «¡Ciudadanos alerta! ¡El Tigre de Malasia está en camino!», cuando preparaban la salida al mercado de una de sus entregas.
Le gustaba, de niño, dibujar en los libros, en los
atlas, en los puños de las camisas. Lo mismo en las paredes. En cuanto su madre
se despistaba aprovechaba para llenar sus cuadernos de monigotes y sombreros,
de soldados y escenas marineras: barcos, marinos, monstruos —pulpos gigantes
con miles de ventosas—, y ballenas que partían con la cola, un surtidor de
espuma, las frágiles barquías de los arponeros.
El mar. Uno de sus grandes amores. Compraba barcos en
miniatura, que jugaba a capitanear en el salón, la mesa de comer, la mar
océana, vestido seguramente de gala, tricornio y charreteras. Así que estudió
esgrima, y se hizo marino.
Tenía algo de follonero. Uno de aquellos fogosos,
intrépidos, bocazas de taberna. Así que una vez que, trabajando de periodista,
un colega le dijo «marinero de agua dulce», le dio una bofetada y le tiró a la
cara su tarjeta. A los pocos días, en cuatro asaltos de sable, el otro acabó en
el suelo con un corte en la cara, del que conservaría cicatriz de por vida, y
Salgari en la cárcel.
Fue el suyo más un mundo de corsarios y piratas,
selvas, lanzas, guerreros, navegantes y pescadores de perlas. Un mundo con
olor, acre, a salitre, ruido de jarcias o de gritos lejanos de gaviotas, y
sabor a carne horneada al fuego de una hoguera. En la vida real vivió un tiempo
de fiebres, amenazas de ceguera, y una crisis de locura que le llevó a darse
una puñalada en el pecho que a punto estuvo de matarlo.
Terminó como un penado de la pluma, trabajando día y
noche, a deshoras, enfermo y agotado, caminando hacia las tinieblas, esas de
sus historias pobladas de fantasmas y caníbales. El 25 de noviembre de 1911 se
dirigió a un bosquecillo en el Valle di San Marino, cerca de Turín, donde a
veces había ido a cortar flores con sus hijos, a quienes dejó una nota: «Nada
poseo», les decía, «nada puedo dejaros. Besad a mamá en mi nombre. Adiós para
siempre, mañana no existiré». Y se abrió el vientre, desesperado y solo, sin
entender por qué, con un cuchillo oxidado, casi sin filo. Romo.
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