Borís
Pasternak
Georges
Perec
Ezra
Pound
Iván
Turguéniev
Borís
Pasternak
Hijo
de artistas, jugaba a veces de niño, con su hermano, a organizar exposiciones.
Colgaban sus dibujos por las paredes, hacían un catálogo en el que figuraban
los títulos, y organizaban inauguraciones a las que acudían los padres y el
servicio. Un verano, cuando tenía trece años, una yegua lo tiró mientras
montaba, y estuvo a punto de arrollarlo con los cascos. Se rompió una pierna
que soldó algo más corta que la otra y que le provocó una sutil y elegante
cojera de por vida. A partir de ese día, en las inauguraciones hacía de
crítico. La mirada atenta, el gesto adusto, algo desabrido. Y cojo.
Georges
Perec
Su
padre había muerto en la guerra, casi por accidente, el día antes del
armisticio. Su madre, judía, fue deportada a Auschwitz, donde también murió.
Unas navidades, una tía suya con la que vivía le llevó a una juguetería para
que eligiera su regalo: unos patines o una caja de soldaditos. Él eligió los
soldados, señalándolos gozoso con el dedo, en el escaparate, pero su tía le
compró los patines. Más tarde, durante un curso casi completo, fue andando al
colegio para ahorrarse los dos francos del autobús con los que, cada semana, compraba
una de aquellas figuras, uniformadas, con fusil, y casco y radio de campaña.
Ezra
Pound
Barbirrojo,
el rostro afilado, la mirada acuosa, un tanto fantasmagórica. Llevó durante
años un llamativo sombrero oscuro, de ala, con una larga pluma, y un zarcillo
en la oreja, como un pirata. Una vez, en casa de una de sus anfitrionas, pidió
permiso para utilizar el baño. Cuando lo buscaron más tarde, extrañados por su
tardanza, lo encontraron metido en la bañera, canturreando, desnudo. Se forzaba
a escribir un soneto diario que destruía siempre a fin de año, impasible,
arrojándolos uno a uno tranquilamente al fuego.
Iván
Turguéniev
Alto,
cortés, elegante. En una de sus partidas de caza conoció a una joven obrera en
los alrededores de San Petersburgo. Charlaron de los carruajes, los vestidos,
las lámparas de cristal, la ópera… Un día le pidió una pastilla de jabón
perfumado. Cuando se la llevó, se marchó y volvió a los pocos minutos, alterada
por la emoción. Tenía las manos limpias y fragantes. «Ahora», le dijo
tendiéndolas ante él, «estrécheme las manos como hace con las damas en los
bailes». Y él, que lo entendió todo de repente, se arrodilló a sus pies.
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