Jean-Paul
Sartre
(y
Beauvoir también un poco)
Acababan de conocerse y se habían citado en un café. Ella se retrasaba y él, nervioso, fumando, muy francés, impaciente, leía distraído mirando hacia la puerta de hito en hito. Regordete, los dientes amarillos, separados como una vieja sierra, cara redonda, hinchada, y una bizquera obvia, superlativa, inmensa. Al rato entró una joven y se dirigió a su mesa. Era Hélène de Beauvoir, que había ido a decirle que su hermana Simone sufría una indisposición, y que no podría ir.
Sartre le preguntó cómo le había reconocido. Y ella,
apurada, tal vez intimidada, mordisqueándose ligeramente el labio, respondió
que su hermana le había dicho que tenía gafas. Él señaló a otros dos clientes
que también las llevaban. Y Hélène, carraspeando, casi como un susurro,
sofocada, añadió: «Bueno, también me dijo que era bajito y feo».
Tuvo toda su vida un aspecto de gárgola malévola, de
diablillo mordaz y una fascinación por la belleza. Más que una aspiración, un
requisito. A todos sus amigos se lo exigía, casi en primera instancia, indefectiblemente:
la belleza.
Así que le gustó. Aquella chica alta, elegante y
altiva, inteligente, muy francesa, también, con quien hablaba de filosofía,
todo el tiempo tratándose de usted. «El Castor», la llamaban, uno de los
mejores motes desde luego, con quien acabaría firmando un pacto de dos años,
prorrogable. Un contrato verbal de amor descomunal y eterno hasta la muerte.
Nunca vivieron juntos, aunque compartieron a veces el hotel, amantes con
frecuencia, y siempre una común admiración. Quedaban en cafés, a trabajar: el
Flore, en Saint-Germain, con sus butacas rojas; el Dôme, desde cuya terraza se
veía la estatua de Balzac; o el Trois Mousquetaires. Se sentaban en mesas
separadas, para no molestarse, más allá de una vaga, imperiosa mirada, mientras
escribían durante horas. Sartre, con letra pequeña, pulida y oficiosa, y
Beauvoir, con una caligrafía dentada, accidental, difícil, casi siempre, de
leer.
Cuando quisieron darse cuenta, se habían convertido en
una leyenda, en historia de Francia. Una celebridad común e inseparable que
arrastraba toda una troupe de amores compartidos: queridas, mantenidos, celos,
furias, escándalos, coridrina, café, whisky, tabaco, y un registro de amantes
(hasta cinco distintas), a las que Sartre daba hora como un médico de la seguridad
social. Rechazó el Nobel cuando se lo ofrecieron, mientras comía lentejas y
cordero, sin inmutarse.
Una mañana se levantó con el brazo izquierdo
paralizado. Solo fue al médico cuando el cigarrillo empezó a caérsele de los
labios. En su entierro, Beauvoir se sentó en una silla junto a la tumba
abierta, aferrada a una rosa. Lloró en silencio y nadie, nadie se atrevió a
consolarla. Al fin, la cogieron del brazo, recogieron la silla, y se marchó.
Antes dejó caer la rosa sobre el ataúd, y un beso, frío y aristocrático, como
de la nevera, existencial. Sartre había, por fin, dejado de fumar.
Simone
de Beauvoir sufrió una grave enfermedad pulmonar. Estuvo semanas en cama,
ingresada en un hospital. Sartre le escribía casi a diario. Le escribía por
ejemplo: «¿Se encuentra bien, hay rosas hoy en sus mejillas?», siempre de
usted. «No se olvide de dar un pequeño paseo rodeando su sillón, y cuando haya
viajado a su alrededor, siéntese en él».
Ficha
técnica
Nº de
páginas:
236
Editorial:
SIRUELA
Idioma:
CASTELLANO
Encuadernación:
Tapa dura
ISBN:
9788416964406
Año
de edición:
2017
Plaza
de edición:
MADRID
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