Simenon,
los cuatrocientos libros
Había un Simenon familiar y hogareño, educado y jovial
con los vecinos, amante esposo y padre, con algo de colono, de explorador,
pionero: tuvo un barco, una canoa y una casa con bosque, donde iba a cazar con
una carabina. Todo idílico, apacible, muy de documental, de postal o de libro.
Sorprendía su inesperada, pasmante voluntad de
escapismo. Cambiaba con frecuencia de ciudad, de casa —en París vivió en
veintisiete, una detrás de otra—, de habitación de hotel. Viajero empedernido,
enfermizo y voraz, a menudo hacía la maleta, cogía el coche, en silencio, por
sorpresa, recién amanecido, y desaparecía.
Eso y una descomunal pasión creadora. A los dieciséis
años había publicado su primer libro. Después, en tres años, escribió tres mil
cuentos. Un día se compró una colección de novelas populares. Contó las líneas,
las páginas, los capítulos, e hizo sus cálculos. Ideó una veintena de
seudónimos —Christian Brulls, Jacques Dersonne, Luc Dorsan o George Sim, entre
otros— y con ellos escribió más de cuatrocientas novelas que enviaba a los
editores en un Chrysler de color chocolate, con chófer, porque también sabía
ser excéntrico cuando correspondía. «No es un gran libro lo que me he planteado
hacer», dijo en una ocasión, «sino muchos pequeños».
La «Fábrica Simenon», afirmaba, irónico, de su
literatura. Al final de su vida escribía un libro cada dos meses; trescientos
días de vacaciones al año, presumía. Cuando le tocaba, hablaba con su mujer,
fijaba una fecha en el calendario, iba al médico a que lo reconocieran, anulaba
citas y compromisos, y el día señalado se encerraba en una habitación, con las
ventanas cerradas, y un flexo. El otro Simenon: no cogía el teléfono, ni leía
el correo, ni hablaba, ni comía durante horas, o días. Bebía solo cuando lo
hacían sus personajes, tomaba las mismas píldoras que ellos… Terminaba un
capítulo al día, casi siempre desnudo porque se iba quitando ropa: el pantalón,
y una camisa de franela que no se cambiaba hasta que acababa la historia. Diez
días exactos después, exhausto, sucio, sin afeitar, delgado, con los ojos
todavía perdidos, desorbitados, las manos temblorosas, como el superviviente de
un secuestro, salía del cuarto. Había acabado. Durante dos meses volvía a ser
el Simenon de siempre. El de la vida tranquila y ordenada. La pipa y el
sombrero.
Se pasó media vida suspirando por recibir el Nobel.
Cuando se lo dieron a Camus dijo: «Ce petit con», masticando las palabras
una a una.
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