miércoles, 9 de diciembre de 2020

Simenon, los cuatrocientos libros. 44 escritores de la literatura universal.

 


Simenon, los cuatrocientos libros

 Había dos Simenon. Ambos iguales, en apariencia, o parecidos. Ambos, por ejemplo, sombrero de ala ancha. Ambos pipa, sujeta entre los dientes —llegó a tener cuarenta—. Ambos rostro afilado, un poco de roedor, gesto sonriente. Ojillos diminutos, vivarachos, pajarita o corbata. Ambos, porte elegante; ambos también, delgados. Y a partir de ahí todo eran diferencias, sutiles u ostensibles, discretas o notables.

Había un Simenon familiar y hogareño, educado y jovial con los vecinos, amante esposo y padre, con algo de colono, de explorador, pionero: tuvo un barco, una canoa y una casa con bosque, donde iba a cazar con una carabina. Todo idílico, apacible, muy de documental, de postal o de libro.

Sorprendía su inesperada, pasmante voluntad de escapismo. Cambiaba con frecuencia de ciudad, de casa —en París vivió en veintisiete, una detrás de otra—, de habitación de hotel. Viajero empedernido, enfermizo y voraz, a menudo hacía la maleta, cogía el coche, en silencio, por sorpresa, recién amanecido, y desaparecía.

Eso y una descomunal pasión creadora. A los dieciséis años había publicado su primer libro. Después, en tres años, escribió tres mil cuentos. Un día se compró una colección de novelas populares. Contó las líneas, las páginas, los capítulos, e hizo sus cálculos. Ideó una veintena de seudónimos —Christian Brulls, Jacques Dersonne, Luc Dorsan o George Sim, entre otros— y con ellos escribió más de cuatrocientas novelas que enviaba a los editores en un Chrysler de color chocolate, con chófer, porque también sabía ser excéntrico cuando correspondía. «No es un gran libro lo que me he planteado hacer», dijo en una ocasión, «sino muchos pequeños».

La «Fábrica Simenon», afirmaba, irónico, de su literatura. Al final de su vida escribía un libro cada dos meses; trescientos días de vacaciones al año, presumía. Cuando le tocaba, hablaba con su mujer, fijaba una fecha en el calendario, iba al médico a que lo reconocieran, anulaba citas y compromisos, y el día señalado se encerraba en una habitación, con las ventanas cerradas, y un flexo. El otro Simenon: no cogía el teléfono, ni leía el correo, ni hablaba, ni comía durante horas, o días. Bebía solo cuando lo hacían sus personajes, tomaba las mismas píldoras que ellos… Terminaba un capítulo al día, casi siempre desnudo porque se iba quitando ropa: el pantalón, y una camisa de franela que no se cambiaba hasta que acababa la historia. Diez días exactos después, exhausto, sucio, sin afeitar, delgado, con los ojos todavía perdidos, desorbitados, las manos temblorosas, como el superviviente de un secuestro, salía del cuarto. Había acabado. Durante dos meses volvía a ser el Simenon de siempre. El de la vida tranquila y ordenada. La pipa y el sombrero.

Se pasó media vida suspirando por recibir el Nobel. Cuando se lo dieron a Camus dijo: «Ce petit con», masticando las palabras una a una.

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