Stendhal,
las doce en punto
Se llamaba Henri Beyle. Un caballero grueso, según él mismo escribió, que compraba muchos libros, escribía de historia, comía en un café y se acostaba todas las noches a las doce. Tenía una extraña barba que le nacía en las patillas, y que se prolongaba bajo el rostro enmarcando su cara redonda. Todavía adolescente se enamoró de una joven actriz y vivió tal pasión, tal locura amorosa, que iba todas las noches al teatro solo para verla. Aquel primer amor le redimió de una infancia desdichada; una madre tempranamente muerta, y siempre condolida, idealizada, y un trío de enemigos familiares. Su padre, rígido y autoritario; su tía Séraphie, severa como su propio nombre indica, y el abate Raillane, su preceptor, puritano y estricto, amenazante como el ángel de la espada flamígera.
Uno de sus recuerdos, imborrables, de infancia, fue el
de Luis XVI muerto en la guillotina. Su padre entró en casa demudado,
desencajado, lacio, con un correo en la mano, dejándose caer sobre un diván
como una marioneta descordada: «Se ha terminado», murmuró, «ha muerto
asesinado».
Fue oficial de dragones, uno de aquellos tipos
arrogantes, juerguistas y arrojados que recorrieron Europa de taberna en
taberna, con la Enciclopedia de Diderot debajo del brazo, las botas de charol y
los chacós de entorchados imperiales. Fue después funcionario, cónsul y
auditor: un uniforme de terciopelo azul bordado de hilo de plata, un sombrero
de plumas, y una espada colgada del cinturón de seda que probablemente no sacó
nunca de la funda.
Vivió un mundo poblado de condesas, bailes, gasas y
tules, cuellos y puñetas de encaje, en un tiempo agitado: polvos blancos, de
arroz, y pólvora negra.
Y Napoleón, claro, de paso por la Historia, con
mayúsculas. Lo siguió con su ejército, siempre en puestos administrativos desde
los que pudo contemplar, a resguardo de los cañones y los sables, la grandeur de los mariscales pintada
al óleo, con marcos de oropel, y también la débâcle, la de los veteranos
cercados en las estepas rusas, que traducían el heroísmo en subsidios y cruces
pensionadas, su ambición en limosnas.
Administró, también, un ejército de amantes, novias y
enamoradas. Todas con nombres de pastel o merengue: Angela, Adèle, Métilde,
Pauline, Alexandrine, Mina, Angéline… En una visita a su editor, inquirió por
sus obras, almacenadas en la trastienda de la imprenta: «Aquí las tiene», dijo
malhumorado, abriendo un arco exagerado con el brazo. «Como libros sagrados:
sin que nadie los toque».
A última hora, se dedicó a redactar infinidad de
testamentos, aterrado por la idea de una muerte que, finalmente, se presentó,
dulce y condescendiente, y se metió en su cama. Fue su amigo Romain Colomb
quien buscó para él, en Montmartre, un lugar tranquilo y agradable donde hoy
está su tumba, con su cara, de perfil, enmarcada, y su nombre con hache
intercalada.
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