jueves, 24 de septiembre de 2020

Dickens, los potes de betún. 44 ESCRITORES DE LA LITERATURA UNIVERSAL.

 

 



Dickens, los potes de betún

 Una vez, faltó el ponche de limón. Otra, desapareció el postre. Más tarde alguna taza, y la cubertería. Aquella plaga lenta, pertinaz, se fue extendiendo a toda la casa: la mesa, el velador del cuarto, la alacena. Todo se iba esfumando casi sin dejar rastro; apenas una marca en el suelo; una sombra discreta, invisible, en la alfombra. Si no, habría acabado por dudar si alguna vez tuvieron... Postre. Ponche. Pan. Muebles…

Lo siguiente es que el padre fue a la cárcel. La de Marshalsea, donde ingresaban quienes no podían responder de sus deudas. Así que el pequeño Charles —diez años, siete hermanos y una madre que era toda llanto, hipo, mocos— se hizo cargo de todo: limpiaba los zapatos, hacía la compra y vendía lo poco que quedaba: un candelabro, un bol.

Y a todo se fue habituando, menos a la fábrica de betún.

Tenía once años y trabajaba como aprendiz en un sótano umbrío, rodeado de chicos como él, apenas unos niños, hambrientos y asustados. El ejército de los desarrapados. Tenía que cubrir cada pote de betún con un papel parafinado sobre el que iba otro azul, atar ambos y pegar la etiqueta.

Consiguió ser tan rápido, tan pulcro en su trabajo, que los dueños lo trasladaron a un escaparate para que, desde la calle, pudiera verse el proceso de envasado. Allí se sentaba a diario, durante diez o más horas, a cambio de seis chelines semanales que cobraba los sábados. Y allí era visto y veía a los chicos que comían, delante de él, confituras, helados y pasteles, mientras pegaban la nariz al cristal que los separaba y por el que le veían a él trabajar.

Nunca consiguió superar esa íntima, secreta, perdurable sensación de vergüenza. Y buena parte de lo que después escribió tuvo que ver con aquel trauma infantil del pote de betún. La explotación. La desventura. El frío.

Acabó trabajando de pasante, con su letra cuidada y femenina, aprendió taquigrafía y se hizo cronista parlamentario. Y escritor. El más popular de su tiempo. Sus fans lo acosaban, y corrían tras de él hasta su casa, que cada navidad se llenaba de pollos y verduras, magdalenas y flores que le enviaban. Dio recitales por todo el país, en los que representaba sus propios personajes: action, se lee anotado en uno de los libros que utilizaba para leer en voz alta; murder coming, la muerte se acerca, en otro. Resultaría profético. En una de esas veladas se emocionó de tal manera —los ojos agrandados, el pulso agitado, marcial como un redoble— que le dio una congestión. Otra, tiempo después, lo mataría.

Sus hijas, ya mayores, contaron cómo una vez, jugando a encadenar palabras —la precedente acababa en war—, Dickens vaciló, se mordió un labio, y dijo, como una retahíla, Warren’s Blacking Strand, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. Era la dirección de la fábrica de betún.

Le dijeron que calles no valían. Las reglas, en ese aspecto, eran estrictas.

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