Dickens,
los potes de betún
Lo siguiente es que el padre fue a la cárcel. La de
Marshalsea, donde ingresaban quienes no podían responder de sus deudas. Así que
el pequeño Charles —diez años, siete hermanos y una madre que era toda llanto,
hipo, mocos— se hizo cargo de todo: limpiaba los zapatos, hacía la compra y
vendía lo poco que quedaba: un candelabro, un bol.
Y a todo se fue habituando, menos a la fábrica de
betún.
Tenía once años y trabajaba como aprendiz en un sótano
umbrío, rodeado de chicos como él, apenas unos niños, hambrientos y asustados.
El ejército de los desarrapados. Tenía que cubrir cada pote de betún con un
papel parafinado sobre el que iba otro azul, atar ambos y pegar la etiqueta.
Consiguió ser tan rápido, tan pulcro en su trabajo, que
los dueños lo trasladaron a un escaparate para que, desde la calle, pudiera
verse el proceso de envasado. Allí se sentaba a diario, durante diez o más
horas, a cambio de seis chelines semanales que cobraba los sábados. Y allí era
visto y veía a los chicos que comían, delante de él, confituras, helados y
pasteles, mientras pegaban la nariz al cristal que los separaba y por el que le
veían a él trabajar.
Nunca consiguió superar esa íntima, secreta, perdurable
sensación de vergüenza. Y buena parte de lo que después escribió tuvo que ver
con aquel trauma infantil del pote de betún. La explotación. La desventura. El
frío.
Acabó trabajando de pasante, con su letra cuidada y
femenina, aprendió taquigrafía y se hizo cronista parlamentario. Y escritor. El
más popular de su tiempo. Sus fans lo acosaban, y corrían tras de él hasta su
casa, que cada navidad se llenaba de pollos y verduras, magdalenas y flores que
le enviaban. Dio recitales por todo el país, en los que representaba sus
propios personajes: action, se lee anotado en uno de los libros que utilizaba
para leer en voz alta; murder coming, la muerte se acerca, en otro.
Resultaría profético. En una de esas veladas se emocionó de tal manera —los
ojos agrandados, el pulso agitado, marcial como un redoble— que le dio una
congestión. Otra, tiempo después, lo mataría.
Sus hijas, ya mayores, contaron cómo una vez, jugando a
encadenar palabras —la precedente acababa en war—, Dickens vaciló, se mordió un
labio, y dijo, como una retahíla, Warren’s Blacking Strand, mientras los ojos
se le llenaban de lágrimas. Era la dirección de la fábrica de betún.
Le dijeron que calles no valían. Las reglas, en ese
aspecto, eran estrictas.
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