viernes, 25 de septiembre de 2020

Dostoievski, el hombre que hizo llorar al zar. 44 ESCRITORES DE LA LITERATURA UNIVERSAL.

  


Dostoievski, el hombre que hizo llorar al zar

 Lo habían detenido. Un grupo de cosacos había echado abajo la puerta de su casa y se lo había llevado a empellones, con sus papeles y un saco de pertenencias, pocas. Lo acusaban de conspiración junto a un grupo de estudiantes. Fue juzgado y condenado a muerte, y esa mañana, fría como el tacto de una navaja de barbero, lo bajaron al patio recién amanecido. Allí formaba el pelotón que lo iba a fusilar: las gorras verdes y las viseras negras, los cañones de los fusiles, el correaje, con olor a rancho y a trinchera. Lo ataron a un poste con los ojos vendados y escuchó los gritos de ordenanza del oficial al mando, y los ruidos metálicos, marciales, de una armonía cobriza y afilada, todo un rumor, amenazante, vago, anticipo de la muerte inminente: ¡Atención, pelotón!... ¡Carguen!... ¡Apunten!... No pudo verlo, pero aquel hombre, vestido de comunión ante un mar discontinuo de fusiles, nunca se supo si complacido o no, sacó un pañuelo blanco del bolsillo, y lo dejó caer, teatral, al suelo. Lo habían indultado.

De ahí marchó a la casa de la muerte. Aquella extensión blanca, árida, donde acababa el mundo, los mapas, y la vida.

Un hombre huraño y silencioso. Solitario y esquivo, que siempre odió las matemáticas en la escuela. Pómulos prominentes, barba oscura, el pelo ralo, lacio, peinado con la desgana de los oficinistas, y unos ojos que eran más brasas apagadas, dos portones oscuros enmarcados por profundas ojeras como la sombra violácea, a mediodía, de un balcón.

Vivió una vida de Antiguo Testamento: humillación, pobreza y algo de esa gloria efímera que era como la tierra prometida. Un largo peregrinar de exilios y pensiones, deudas, usura, préstamos que nunca o casi nunca devolvía, y mostradores de las casas de empeño: un abrigo para poner un telegrama, una vez; unos zapatos para comprar papel, otra… Vivió el destierro, el rayo pertinaz del infortunio, la muerte —su mujer, su hermano, su hijo—, la tentación del juego, y aquella enfermedad que era como un demonio, dulce, que se acercaba por sorpresa, seductor, arrogante, y lo arrojaba al suelo como un saco, vueltos los ojos, la boca con espuma; la epilepsia, desde los nueve años.

Así, desposeído, escapado, en ese paraíso de bujía, tinta y papel, escribió El idiota, Los hermanos Karamazov, Crimen y castigo, El jugador, en apenas veintiséis días, dictando a destajo y acuciado por los acreedores… Se dice que cuando el zar leyó Recuerdos de la casa de los muertos, aquel hombre infalible, sanguinario, se echó a llorar como un niño.

Cuando murió, una llamada inaudible recorrió toda Rusia. Las calles se llenaron de gente que chocaba y se daba codazos, en silencio, atropellada, que subía las escaleras de la casa, y tocaba el ataúd con los dedos, y robaba las flores, de recuerdo, en una pequeña habitación, llena, tanto que no había oxígeno suficiente. Y los cirios, dolientes o distraídos, se apagaban. 

Fuente:

Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID

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