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Discurso en el Pen Club[6]
No
es más que un invitado quien se levanta… Ignoraba, hace unos días, incluso la
existencia del Pen Club. Admiro esta magnífica reunión en la que veo hombres
como Galsworthy, Pirandello, Unamuno, Kouprine y a tantos escritores de todas
las naciones, entre tantos escritores dé la nuestra.
Pero
déjenme decirles la extraña impresión que siento, la curiosa idea que se me
ocurre al considerar esta asamblea.
Encuentro
casi inexplicable esta reunión. Hay en ella un algo de paradójico.
La
literatura es el arte del lenguaje, es un arte de los medios de la comprensión
mutua.
Es
concebible que geómetras, economistas, fabricantes de todas las razas puedan
reunirse útilmente, pues están dedicados a estudios, vinculados a intereses
cuyo objeto es único e idéntico.
¡Pero
los escritores!… ¡Los hombres cuya profesión se basa directamente en su
lenguaje natal, cuyo arte consiste en
consecuencia en desarrollar lo que separa más nítidamente —quizá más
cruelmente— a un pueblo de otro pueblo!… ¿Qué significa esta reunión de
aquellos que, en cada nación, trabajan necesariamente en mantener, en
perfeccionar los obstáculos más sensibles, las diferencias más relevantes y más
claras que aíslan a esta nación de todas las demás? ¿Cómo es posible esta
reunión?
En
este caso, Señores, hay que invocar el milagro. Un milagro de amor,
naturalmente.
Las
distintas literaturas se han enamorado unas de otras. Y este milagro no es de
ahora. Virgilio se inclinaba hacia Homero. Y nosotros, franceses, ¿qué no
habremos amado? Italia con Ronsard, España con Corneille, Inglaterra con
Voltaire, Alemania y el Próximo Oriente con los Románticos, América con
Baudelaire… y, de siglo en siglo, como las amantes saboreadas con mayor
constancia, Grecia y Roma. Considero Grecia y Roma naciones simplemente un poco
más alejadas de nosotros que las otras. Homero sólo está todavía a unos
billones de kilómetros de aquí. Debemos excusarle, debido a la distancia, por
no encontrarse esta tarde entre nosotros.
Esas
literaturas enamoradas se han buscado y deseado violentamente; pero, ustedes lo
saben, Señores, los amantes abrazan siempre lo que ignoran, y quizá no existiera
el amor sin esa ignorancia esencial que atribuye, e incluso que sólo ella puede
atribuir, un precio infinito al objeto amado.
Por
perfectamente que conozcamos una lengua extranjera, por profundamente que
penetremos en la intimidad de un pueblo que no es el nuestro, creo imposible
que podamos preciamos de percibir el lenguaje y las obras literarias como un
hombre del propio país.
Hay
siempre alguna fracción de sentido, alguna resonancia delicada o extrema que se
nos escapa: nunca podemos tener la garantía de una posesión entera e
incontestable.
Entre
esas literaturas que se abrazan permanece siempre un tejido inviolable. Podemos
hacerlo infinitamente delgado, reducirlo a una finura extrema; no podemos
rasgarlo. Pero, prodigiosamente, las caricias de esas literaturas impenetrables
no son menos fecundas. Son, por el contrario, mucho más fecundas que si nos
comprendiéramos de maravilla. El malentendido creador actúa, y se convierte en
un engendrar ilimitado de valores imprevistos… Nuestro Shakespeare no es el de
los ingleses; e incluso el Shakespeare de Voltaire no es el de Victor Hugo… Hay
veinte Shakespeare en el mundo que multiplican al Shakespeare inicial, que
desarrollan tesoros de gloria inesperados.
He
ahí una consecuencia bastante admirable de la imperfecta comprensión…
Pero
he ahí, por otra parte, la razón para justificar lo bastante esta reunión que
tan sorprendente me parecía hace poco.
Podemos
igualmente considerarla desde un punto de vista muy distinto que es sin duda
más elevado.
Una
asamblea de escritores de todas las razas, mantenida esta vez en París, me hace
pensar en la estructura misma de Francia. No hay nación más heterogénea en el
mundo que la nuestra, y sin embargo se ha consumado nuestra unidad.
¿No
es Francia una especie de prefiguración de lo que podría ser una Europa unida?
Permítanme,
Señores, para terminar, recordarles el parecer de un hombre al que he amado
infinitamente y admirado apasionadamente. Mallarmé, del cual ustedes conocen la
profundidad con la que consideró las cosas de la literatura, se había hecho
toda una metafísica de nuestro arte.
No
podía decidirse a considerarlo como un simple divertimento que los escritores
proporcionan al público. Pero pensaba con toda su alma que el universo no podía
tener otro objeto que presentarse finalmente una completa expresión de sí
mismo. El mundo, decía, está hecho para desembocar en un hermoso
libro… No le encontraba ningún otro sentido, y pensaba que todo tenía que
acabar siendo expresado, todos los que expresan,
todos los que viven por el incremento de los poderes del lenguaje, trabajan en
esa gran obra y ejecutan cada uno una pequeña parte…
Ese
libro, Señores míos, pertenece a todas las lenguas.
Brindo
por ese hermoso libro.
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