lunes, 13 de octubre de 2025

Jesús Quintero y Antonio Gala 13 Noches Fragmento.


       

Jesús Quintero y Antonio Gala en 13 Noches— es una joya editorial, un acto de resistencia lírica y filosófica que merece ser ritualizado. El programa 13 Noches, emitido en 2002 por Canal Sur, fue una serie de entrevistas íntimas y nocturnas conducidas por Quintero, donde Gala apareció como invitado estelar en la primera noche, marcando el tono de todo el ciclo.


🎙️ 13 Noches: El Verdugo y el Místico

Jesús Quintero, el “Loco de la colina”, encarnaba el silencio como herramienta de revelación. Su estilo pausado, casi litúrgico, convertía cada entrevista en un acto de confesión.


Antonio Gala, en esa primera noche, se presentó como profeta del deseo, crítico del poder, y místico del amor. Su voz, su mirada, su forma de sentarse, eran parte del ritual.


“Yo no soy un hombre de este tiempo. Soy un hombre de todos los tiempos.” —Antonio Gala, 13 Noches, Noche 1


🕯️ Ritual editorial de esa noche

Lema: “La palabra como resistencia, el silencio como revelación.”


Emblema: Una rosa abierta sobre un reloj sin manecillas.


Crítico simbólico: Gala como “El Guardián del Deseo”, Quintero como “El Verdugo del Ruido”.


📺 ¿Qué ocurrió en esa entrevista?

Gala habló de la muerte, del amor, de la política como teatro, de la belleza como deber.


Quintero lo dejó hablar, lo miró como si fuera un oráculo.


Fue una noche donde la televisión se convirtió en acto poético, no en espectáculo.     

***

Jesús Quintero y Antonio Gala

 

 13 Noches

 

 

           

            Título original: 13 Noches

 

            Jesús Quintero y Antonio Gala, 1999

 

            Retoque de cubierta: FLeCos

 

            Editor digital: FLeCos

 

            ePub base r1.2

 

             

 

 

 


            A Joana Bonet Camprubi

 

 


 Introducción

 

 

            La televisión era una mina abandonada y saqueada. La televisión era la palabra que más se pronunciaba y el tótem de mayor culto. Se leían menos periódicos y revistas que en los años treinta. El pueblo vivía en permanente zapping. Nada ni nadie existía si no salía en la caja tonta. Ser era ser visto y la televisión estaba para ser visto, para salir. Los mercaderes y los políticos aprovechaban el medio más poderoso de todos los tiempos para vender su mercancía. La basura, el morbo, la frivolidad, la violencia, el sexo y el sentimentalismo barato y de lágrima fácil se habían convertido en el único reclamo para atraer a la audiencia, a la que se halagaba alimentando sus más bajos instintos. Todos buscaban una primacía absurda, porque además no había primicia. Todos buscaban el gran caso que les permitiera montar un juicio paralelo cada noche en sus programas. Todos buscaban la gran exclusiva que hiciera reventar los audímetros y les supusiera el mayor pelotazo de su vida. Pero, mientras tanto, se dedicaban a copiarse, a repetir los mismos argumentos con los mismos inevitables personajes, cada vez peor y con menos gracia. La televisión estaba llena de bufones millonarios. Los informativos perdían rigor y credibilidad y pasaban a formar parte del espectáculo. Los debates eran gallineros en los que se imponían el guirigay, el grito, el golpe de efectos, las bromas de mal gusto, las descalificaciones, los insultos, y la más elemental falta de ética y de respeto. No había ideología ni ideas ni reflexión ni opinión. Todo era fuego de artificio, pirotecnia, vacío intelectual y moral. Los platos estaban llenos de un público mercenario, que se emocionaba, aplaudía, lloraba o reía a una orden del regidor. Nada era espontáneo ni verdadero ni auténtico. Se hacía una programación para bobos que no entendían nada mínimamente profundo ni tenían otra inquietud en la vida que las desgracias de los culebrones y los cotilleos de la prensa rosa. Si el pueblo supiera lo que realmente piensan de él los que programan las televisiones públicas y privadas, probablemente habría otra guerra civil. España entera era una portería. La televisión pasaba de la cultura como de algo aburrido y que no le interesaba a nadie. En su circo no había lugar para los sabios, los filósofos, los intelectuales, los líderes de opinión, los creadores, los poetas, los hombres y mujeres que de verdad tenían cosas interesantes que decir e historias que contar. En la patria de Cervantes, de Picasso, de Federico García Lorca y de Juan Ramón Jiménez los reyes de la audiencia eran las Veneno, los padres Apeles, los Chiquito de la Calzada y los Lequio de turno. La noticia más importante de la década era que la becaria Mónica Lewinsky había aprobado el examen oral en el despacho oval. Las portadas y los espacios de prime time estaban reservadas a las estrellas de la Liga de las Estrellas, a las diosas de las pasarelas y a los más famosos de entre los guapos, ricos y famosos.

            En este desolador panorama, en este Apocalipsis de la verdadera comunicación, tuve la idea y el placer, hace años, de grabar una serie de televisión con el escritor Antonio Gala. Se trataba de «Trece noches», un programa que se emitió en Andalucía, con el que pretendíamos reivindicar la palabra, el diálogo, el pensamiento, la sabiduría, frente a la basura que inunda los medios.

            Una mesa, una luz azul, dos hombres, la noche y la palabra eran los únicos elementos con los que se quería atraer la atención del espectador inteligente y sensible, cansado de la televisión fecal.

            Durante trece noches, Antonio Gala y yo dialogamos, en profundidad, sin prisas, sobre trece temas de ahora y de siempre: el amor, el sentido de la vida, el paso del tiempo, la soledad, la muerte, la guerra y la paz, la religión, la política, el dinero, España y los españoles, los mitos, los paraísos, el arte y la cultura. El resultado, en mi opinión, es un documento único, imprescindible para conocer de cerca y a fondo a uno de los más brillantes intelectuales del siglo XX: Antonio Gala, dramaturgo, poeta, novelista, un hombre culto, valiente, ameno y profundo, dotado de un envidiable poder de comunicación.

            Con «Trece noches» quería alejarme de mi etapa de malditismo y marginalidad. Después de haber profundizado en anteriores programas, como «El perro verde» y «Qué sabe nadie», en la locura, las situaciones límite, lo excepcional y lo raro, en definitiva, ahora necesitaba enfrentarme a la sabiduría y al conocimiento, en un intento revolucionario de regresar al principio, al verbo, de rescatar la palabra de esa maraña de imágenes, casi siempre frívola y engañosa, en la que está atrapada, para devolverle su auténtico protagonismo.

            La serie se grabó en Sevilla. Antonio Gala llegó con su secretario, se instaló en un pequeño apartamento de la judería sevillana y se concentró en el trabajo. Fue quizá lo primero que me llamó la atención: su seriedad profesional, el rigor que se exige a sí mismo y, en consecuencia, exige a los demás. Aunque le sobran recursos e ingenio para salir brillantemente de cualquier trance, se preparaba cada encuentro como si fuese a pasar un examen.

            La idea del programa no era hacer trece entrevistas, a un personaje, sobre trece asuntos, sino dialogar con un maestro de la palabra, con un hombre sabio, sobre trece temas, en el sentido casi platónico del término diálogo. Gala era, de algún modo, Sócrates, y yo un alumno que preguntaba con la curiosidad de quien busca respuesta. Sin embargo, no siempre estábamos de acuerdo. El discípulo, a veces, salía respondón y rebelde, con lo que el choque, el enfrentamiento, la esgrima dialéctica se hacían inevitables.

            Durante las trece noches procuré que Antonio Gala no se perdiera en las estrellas, que hablara al nivel del hombre, con los pies en la tierra, y siempre que podía intentaba desequilibrarlo y bajarlo a la cruda realidad, con preguntas desconcertantes, irónicas e incluso impertinentes.

            En cada programa procuraba introducir cuestiones personales, porque no sólo me interesaba la visión teórica de Gala sobre cada tema, sino también, y sobre todo, su experiencia humana, su visión directa y su reflexión práctica.

            Como buen dramaturgo, Antonio Gala conoce a la perfección todos los recursos del teatro, y los emplea como un actor magistral. Confieso que, por momentos, me hacía dudar de la sinceridad de su discurso. No sabía si lo que me estaba diciendo lo sentía de verdad o sólo lo interpretaba magistralmente.

            El diálogo discurría, a veces, ceremoniosamente, remansándose en bellos y profundos parlamentos. Otras, por el contrario, era un chispeante toca y daca, un continuo intercambio de preguntas, como una ráfaga de metralleta.

            Antonio Gala es una de las personalidades más carismática de este país, aunque no tenga una opinión muy favorable del carisma: «Cuando escucho carisma, se me pone la carne de gallisna», me dijo una noche que hablábamos de la política. Pese a ello, él es un personaje carismático que llega a todo tipo de públicos. La prueba es que en un país, como el nuestro, en el que pocos leen, Antonio Gala es un escritor del que todo el mundo ha oído hablar y al que todo el mundo ha oído hablar alguna vez, supongo que con fascinación.

            Una de las virtudes que más me impresionan de Gala es su valentía, su independencia y libertad de pensamiento, esa disposición a jugársela, si hace falta, por defender sus verdades en voz alta.

            Otra de sus cualidades es su don de comunicación. Siempre me han fascinado los oradores, los maestros de la elocuencia. No creo exagerar si afirmo que Antonio Gala es, para mi gusto, el más brillante hablador de estos tiempos, aunque sé que es mucho más que un orador. Él es, en directo, mejor que cualquiera de sus libros.

            Después de casi treinta horas de charla ante una cámara y muchas más en privado, creo que conozco un poco a Gala. Hemos convivido y lo he visto de cerca. He sufrido sus caprichos, su divismo —no siempre amable—, su mala uva cuando las cosas no son como él espera o desea y los picotazos de su afilada lengua. A veces, es como un niño, puede ser duro y arrogante. Tiene carácter y lo manifiesta.

            Pese a sus manías, estoy convencido de que Antonio Gala es mucho mejor al natural. Aunque no es un hombre fácil, gana cuando se le trata de cerca. En sus apariciones en público suele dar la imagen que de él se espera: brillante, poético, casi rozando lo sublime… Pero Antonio Gala es todo eso y mucho más. Es tierno, divertido, socarrón, ingenuo como un niño a veces, desconfiado, profundo, superficial, ingenioso… Como Oscar Wilde, es un creador de frases para la posteridad, que con frecuencia se pierden sin que nadie las recoja. Gala acuñó célebres expresiones, como «contra Franco vivíamos mejor» o «el oro del becerro», que luego se han hecho populares.

            Este libro, sin ir más lejos, está lleno de frases rotundas y de golpes geniales. Cuando le pregunto, por ejemplo, que qué mundo le gustaría dejarle a sus hijos, Antonio Gala me responde: «Hombre, a mí me gustaría, sobre todo, dejarle algunos hijos al mundo». Cuando le pregunto si habla solo, me contesta: «En España, muchas veces, hablar solo es la única manera de tener una conversación coherente». A la pregunta: ¿cree usted en un amor para toda la vida?, responde: «Para toda la vida de los demás, sí; para toda la vida mía, no». Cuando le digo: usted estuvo una vez en la frontera de la muerte, ¿no?, exclama: «¿En la frontera?… ¡Estuve en San Juan de Luz, como mínimo!». A propósito de la muerte, recuerdo un día que paseábamos por Buenos Aires Antonio y yo. En un momento dado, saqué el tema de Andalucía y de lo mal que trata a sus mejores hijos. Desde Blanco White a Cernuda cuántos andaluces habían tenido que abandonar su tierra, huyendo del desprecio. Le decía a Gala que en Andalucía la gente sólo era solidaria con los muertos, en los entierros. A lo que Antonio me contestó: «Sí, pero a los entierros van para comprobar si el muerto se ha muerto de verdad. No se engañe usted, amigo Quintero». Podría citar miles de ejemplos más de la agudeza y de la rapidez mental de Gala, pero prefiero que cada lector los descubra por sí mismo.

            En «Trece noches» Antonio Gala aparece tal cual, al natural, fiel a su imagen, pero enriqueciéndola con perfiles menos conocidos, que lo humanizan más si cabe y lo acercan al lector. El libro, al igual que la serie de la que procede, ofrece la oportunidad de pasar trece veladas con Antonio Gala, en amena y siempre provechosa tertulia. Gala tiene la virtud de hablar como si le hablase a una sola oreja, de hacer que quien lo escucha sienta que le habla a él. En «Trece noches» esa sensación es aún más fuerte, puesto que siempre se pretendió tener presente al espectador, a nuestros «semejantes», como a Gala le gustaba decir al referirse al público, a la audiencia.

            Creo, por tanto, que el principal atractivo de este libro es que nos permite conocer directamente, de primera mano, a un personaje singular que reflexiona, desde el conocimiento y la experiencia, sobre algunos temas sobre los que todos hemos reflexionado alguna vez. Un personaje que no sólo dice cosas hermosas y verdaderas, sino que se implica y se retrata a sí mismo a través de sus opiniones, anécdotas y recuerdos.

            En «Trece noches» está el mejor Antonio Gala, ese Antonio Gala del que ya dije que gana cuando se le trata de cerca, cuando uno se aproxima a su área de fuego y la atraviesa para calentarse.

            —¿Usted se deja acariciar?

 

            —Depende.

            —¿De qué?

 

            —¿Qué está usted insinuando en este instante?

            —Nada malo. ¿De qué depende?

 

            —Depende del momento, de la ocasión, de la mano… No se crea usted. Yo estoy cada vez más propenso a la caricia.

            —Yo le veía arisco.

 

            —Tengo fama de arisco, tengo fama de distante. Pero es que, verdaderamente, al distante hay que aproximarse para que esté menos distante. Hay un área de fuego, que tiene cada ser humano, y hay que atravesarla, para calentarse en ella, para quemarse si es preciso.

            En «Trece noches» Antonio Gala nos permite que nos aproximemos a él, sin reserva, como amigos que charlan animadamente en la mesa de un café de lo divino y de lo humano, mientras pasa la noche.

 


 Palabras previas de Antonio Gala

 

 

            Me he resistido a autorizar la publicación de este libro un poco más de lo posible. Tenía razones que a mí me parecieron de peso; pero a mí solo, por lo visto. Se trata de unos diálogos mantenidos de forma oral para televisión. Es decir, el último aseo y corrección de la frase queda fuera de lugar, porque lo escrito se fragua en un mundo distinto de lo coloquial, incluso en el campo del teatro, en el que lo coloquial es el producto de una reflexión intencionada y anterior y hasta va acompañado por las acotaciones. Y, en segundo lugar, se trata de unos diálogos en que las expresiones, no ya verbales sino físicas y hasta faciales, tienen verdadero protagonismo. Se me antojaba —y se me antoja— que, al ser leídos en lugar de al ser vistos, pierden buena parte de su mordiente y de su gancho.

            Dos impulsos me movieron a acceder a su impresión: primero, el de la editorial, que coincidía con Jesús Quintero, partidarios los dos de hacer público en libro algo que, más o menos, consideraban valioso y significativo. Segundo, el mío, al considerar que también el teatro se publica y tiene buen número de lectores que, en ocasiones, prefieren leerlo a verlo representado. De ahí que solicite, de quien se adentre en este libro, que supla, no sólo con su magnanimidad sino también con su intensa colaboración, las carencias que en este sentido pueda descubrir. Yo no he querido volver sobre lo dicho, precisamente para que la vuelta no me ratificara en mi postura tan contraria a la imprenta.

            En cuanto al modo con que Quintero y yo abordamos y cumplimos el proyecto, es él mejor que yo quien lo conoce. Estuvimos de acuerdo desde el primer momento, prescindiendo de combates, casi deportivos, posteriores. La elección de temas fue hecha por consenso. La diversión, en el alfo sentido germinal del término, que supuso para ambos fue evidente: lo pasamos muy bien grabando, en una Sevilla que celebraba su Semana Santa durante gran parte de la grabación. Creo que vivimos, mientras duró, en exclusiva para ella: nos absorbió y nos llenó la vida unos pocos días. Contamos con un equipo generoso y entusiasta, que nos jaleaba cada tarde en el estudio y fuera de él.

            La empresa llevó consigo una recompensa no pequeña: la de adentrarme en el complicado engranaje de Quintero, que conocía de contactos anteriores más cortos y tangenciales. Su seriedad para preparar y realizar su trabajo; su estudiada sencillez; las pausas que tan nerviosos suelen poner a sus entrevistados; la improvisación mucho más cuidada de lo que puede imaginarse; la absoluta fe en la dirección a seguir, una vez definida… Todo eso lo ofreció a mis ojos como un profesional en lo suyo igualable con mucha dificultad. Lo cual me ratificó en mi opinión de que no triunfa en ningún ámbito el que quiere sino el que se lo merece: con su trabajo, con su experiencia y con su entrega. Supuso un gozo y un aprendizaje enfrentarse, aunque sólo fuese dialéctica y corporalmente, con Jesús Quintero. A él le agradezco aún tal oportunidad.

            Y que sepan, los que se introduzcan en esta catarineta, que a ellos va muy en especial dedicado lo mío que haya en ella. Sobre todo a quienes, contemplados en su hora los programas de televisión, los grabaron y los cedieron y se recrearon o se recrean en ellos todavía. Uno no anda tan sobrado de campos donde sembrar como para desperdiciar o menospreciar los que se le oferten de una manera tan fraternal, tan bien dispuesta y tan sencilla. Con la misma donación de mí que puse cuando nacieron estas cintas, pongo ahora su texto, descarnado ya, entre las manos de quienes a él se acerquen. Gracias de todo corazón por ello.

            ANTONIO GALA

 

 


 ANTONIO GALA

 

 

 A MODO DE RETRATO IMPRESIONISTA

 

 

            J. Q.—¿Quiere hablarme de Antonio Gala como si fuera su peor enemigo?

 

            A. G.—Yo no creo tener muchos enemigos y, desde luego, no hablo mal de ellos. Pero si tuviese que hablar mal de mí, diría que soy petulante, que soy distante y que soy populista. No es verdad, pero lo diría.

            —¿Cuáles son sus pasiones?

 

            —Para desgracia mía, mis pasiones son leer y escribir, y espero que no sea para desgracia ajena.

            —¿Habla solo con frecuencia?

 

            —¡Naturalmente! ¡Por quién me ha tomado usted! En España, muchas veces, hablar solo es la única manera de tener una conversación coherente.

            —¿El día más triste de su vida?

 

            —Fue un día que preferiría no recordar, en el que me enteré, cuando ya era tarde, porque ya no me oía, que yo había sido el hijo predilecto de mi padre.

            —¿Qué es lo que no llegará a saber nunca?

 

            —Lo que hay después de la muerte, supongo. Porque, aunque me entere, ya no seré yo.

            —¿Soporta mejor a un hombre malvado que a un hombre vulgar?

 

            —Soporto mejor al malvado, porque me parece que el malvado descansa de cuando en cuando y el vulgar no descansa nunca.

            —¿Si lo tentara Satanás, se dejaría?

 

            —Pues mire, si tentó a Jesucristo, que era alguien tan por encima de mí, ¿por qué yo no me iba a dejar tentar? Además, no creo que el demonio pida permiso para tentar.

            —¿Por qué habla usted tanto, porque de pequeño no lo dejaban?

 

            —No, yo hablaba mucho de pequeño. Lo que sucede es que no me escuchaban y entonces tenía que hablar más.

            —¿Qué es lo único que le queda por probar?

 

            —Las lentejas. Hace tiempo que tengo decidido probarlas, pero no he tenido todavía la ocasión ni el valor.

            —¿Qué son los nervios?

 

            —Los nervios son esas cuerdas que, cuando no están bien templadas, acaban por estropear la sinfonía.

            —¿Cuál es la mayor dicha del ser humano?

 

            —Yo pienso (o por lo menos, en mi caso, así ha sido) que conocer con claridad cuál es su destino, y entrar en él de acuerdo, gozosamente.

            —¿Usted sabe a cómo está el kilo de besugo?

 

            —Pues, mire usted, calculando la cantidad casi infinita que hay de besugos, debe estar baratísimo.

            —¿Se conoce mucho?

 

            —Es una empresa larga ésa. Me conozco un poco. Prácticamente me he dedicado toda la vida a conocerme. Si no me conozco más, sin duda, es por torpeza mía.

            —¿Se quiere mucho?

 

            —No, no me quiero mucho. Me respeto más que me quiero. Soy como un padre para mí.

            —¿Le atormenta la duda?

 

            —No creo. La duda me enriquece, me serena y me ayuda a no juzgar.

            —¿Qué es lo que ha perdido para siempre?

 

            —Yo creo que ese amor que me iba a acompañar hasta el final.

            —¿Qué dolores soporta mejor: los del cuerpo o los del alma?

 

            —Usted sabe que yo tengo una salud verdaderamente poco envidiable. Entonces, a los dolores del cuerpo ya estoy un poco acostumbrado. Me los conozco, sé ponerme la cruz donde menos me duele, son invitados míos. Hombre, cuando aparece alguno, siempre me extraña que haya aparecido sin permiso; pero, en todo caso, prefiero los físicos.

            —¿A qué sucesos de su vida le metería fotocopia?

 

            —Hay veinticuatro momentos de mi vida que están plasmados en una colección de poemas, que se llama Testamento andaluz. A cualquiera de ellos. No me importaría que una fotocopiadora me los repitiera.

            —¿Rectifica mucho?

 

            —Procuro pensar bastante, pero luego me abandono. Creo que el tiempo y la vida toman las decisiones de una manera más sabia que nosotros. Sólo hay que seguirlos, obedecerlos.

            —¿Cuál es su utopía?

 

            —La vieja utopía del hombre: llegar otra vez a la libertad, llegar otra vez a la igualdad, llegar otra vez a la fraternidad. Mientras eso no se consiga, el hombre seguirá siendo un lobo para el hombre.

            —¿Cree usted en un amor para toda la vida?

 

            —En un amor para toda la vida de los otros, sí. Para toda la vida mía, no.

            —¿Qué hiere su sensibilidad?

 

            —Los gestos vulgares, la zafiedad cuando está fuera de lugar, cuando no es zafia ni vulgar esa persona. Eso es lo que más me hiere.

            —¿Cómo evita topar con la iglesia?

 

            —La iglesia dice que los caminos de Dios son imprevisibles e inescrutables sus juicios. Yo creo que la mejor manera es quitarse de en medio, porque, si no, se topa siempre. Ella es un bulldozer.

            —¿Qué poder le gustaría tener?

 

            —Yo creo que el único que tengo: ninguno. El de decir la verdad a los poderosos.

            —¿Es usted un hombre de costumbres austeras?

 

            —Mucho, mucho. Estoy seguro de que mucha gente se asombraría y no me envidiaría nada, si viera mi austeridad.

            —¿Le molestan las mujeres?

 

            —No, me molestan las generalizaciones. Es decir, hay algunas mujeres que me molestan, pero no por mujeres, sino por estúpidas. Y hay bastantes hombres que me molestan, pero no por hombres, sino por estúpidos.

            —Un lugar para nacer.

 

            —No puedo decir otro, Quintero, de ninguna manera, sino cualquiera de Andalucía.

            —Un lugar para vivir.

 

            —Vivo un poco a caballo y de perfil entre Madrid y Hoya de Málaga: una ciudad y un campo. Cualquiera de los dos, no siempre. Soy un sedentario sucesivo, diríamos.

            —¿Más sedentario que nómada?

 

            —Sí. Siempre he compadecido al caracol que, como dice la soleá, «va con su casa a cuestas, con más fatigas que Dios».

            —¿Un lugar para amar?

 

            —Cerca de un mar, de un mar pacífico. No de un mar irritado. No soy oceánico. Soy o Caribe o Mediterráneo.

            —¿Para envejecer?

 

            —Para eso no pido mucho. Creo que donde haya una chimenea y donde haya viejos amigos con quienes conversar, viejos leños que quemar, viejos libros que releer.

            —Pemán decía que el langostino iba para jamón. ¿Prefiere un buen libro a una caja de langostinos?

 

            —Sí, incluso un libro un poco menos bueno.

            —¿Cómo es la Andalucía de sus sueños?

 

            —La Andalucía de mis sueños es como pensamos que fue: culta, tolerante, generosa, justa, hospitalaria y fructífera.

            —¿Cómo es su Andalucía real?

 

            —Es un poco el proyecto frustrado de mi sueño.

            —¿Qué hubiera sido usted en la Andalucía esplendorosa, en la árabe: filósofo, poeta, emir, rabino, sacerdote o surtidor?

 

            —Me da usted una posibilidad magnífica. Pero de todas maneras me temo que, dado mi carácter, habría sido filósofo.

            —¿Qué mundo le gustaría dejarle a sus hijos?

 

            —Hombre, a mí me gustaría, sobre todo, dejarle algunos hijos al mundo. Y los habría preparado lo mejor posible.

            —¿A cuántas muertes ha sobrevivido usted?

 

            —Pues, hasta ahora, a todas. No han sido pocas.

            —Usted estuvo una vez en la frontera de la muerte, ¿no?

 

            —¿En la frontera?… ¡Estuve en San Juan de Luz, como mínimo!

            —¿Cree usted que deberíamos jubilarnos a los trece años?

 

            —Yo ya estoy jubilado desde mucho antes de los trece. Creo que cada uno debiera hacer lo que quisiera a la edad que quisiera.

            —¿Está usted ya en la edad de la meditación?

 

            —Si se refiere a que mi edad es provecta, está usted completamente equivocado. Hay gente muchísimo mayor que yo afortunadamente. No, en serio, no estoy en una edad tan grave como para que lo único que haga sea la meditación. Pero sí he sido siempre reflexivo.

            —Dicen que el loco lo pierde todo menos la razón. ¿Para usted qué es un hombre cuerdo?

 

            —Un hombre cuerdo, para mí, es el que actúa de acuerdo con su propia convicción. Pero con una convicción generosa, compartida, pacífica. Me parece que todo el que vaya contra corriente de la vida es el gran loco. Porque entonces está prefiriéndose a sí mismo a todo lo demás.

            —¿Usted se deja acariciar?

 

            —Depende.

            —¿De qué?

 

            —¿Qué está usted insinuando en este instante?

            —Nada malo. ¿De qué depende?

 

            —Depende del momento, de la ocasión, de la mano… No se crea usted. Yo estoy cada vez más propenso a la caricia.

            —Yo lo veía arisco.

 

            —Tengo fama de arisco, tengo fama de distante. Pero es que, verdaderamente, al distante hay que aproximarse para que esté menos distante. Hay un área de fuego, que tiene cada ser humano, y hay que atravesarla, para calentarse en ella, para quemarse si es preciso.

            —¿Cree que hay mucha gente dispuesta a aproximarse a los demás hasta el punto de quemarse?

 

            —Hay que hacerlo. Mire usted, en estos momentos todos estamos marcados por una serie de límites: los negocios llegan hasta tres metros, la amistad dos metros, el amor cincuenta centímetros… Estamos llenos de peldaños, crispados, erizados. Si nos damos la mano, es para cerciorarnos de que no tenemos armas. ¿En qué nos estamos convirtiendo? En enemigos de todos. No hay nada tan desconfiado como el hombre actual. No se atreve a pasear por la calle de noche, a ver la luna creciente, porque teme que alguien le dé un golpe en la nuca. No se atreve a confiar ni en el acto del amor. Teme abandonarse, estar inerme… ¿ante qué amenaza? ¿Cómo es posible que hayamos llegado al extremo de desconfiar hasta de nosotros mismos? No nos atrevemos a decirnos la verdad: que estamos solos, que tenemos miedo, que queremos ser acariciados, que queremos descansar en otro, que queremos amar y que nos amen.

            —¿El hombre le parece un animal que ama o un animal que razona?

 

            —A mí me parece admirable lo del hombre. Es un animal que ama razonando. Los demás animales parece que se tiran al amor como a una piscina. El hombre puede preguntarse por qué ama, por qué ha dejado de amar. Y puede resignarse a no dejar de amar, porque puede todo menos eso.

            —¿Para usted, todo está permitido en el amor?

 

            —Si el amor es correspondido, voluntariamente, todo. El amor no tiene la moral de las Bancas, ni de las cajas de ahorros, ni de los burgueses.

            —¿Le gustan los enamoramientos súbitos?

 

            —No, no quiero tener amores de una noche. No quiero la aventura, porque no sacia la sed, da más sed. En este momento, yo volvería al amor, pero volvería de una manera un poco especial. Esas parejas que andan como en una burbuja, aisladas por un foso del resto del mundo; esas parejas que lo primero que se compran es un confidente de dos asientos y un juego de café con dos tacitas me parecen absolutamente imbéciles. Comprensibles, porque en amor todo es comprensible, pero no me gustan. Yo ya necesitaría, con la persona amada, un proyecto en común; un proyecto en común en el que no interviniesen sólo el tú y el yo, ni el nosotros, sino que el nosotros abarcara también al ellos. Ya sólo puedo hablar de un amor mucho más grande. Todo lo que he hecho hasta ahora son ensayos; ensayos malos, por otra parte.

            —¿Le ha dedicado mucho tiempo al amor?

 

            —Infortunadamente, ese es un tren que me parece que he perdido o, por lo menos, he hecho viajes demasiado cortos. Me habría gustado llegar en ese tren a la estación fin de trayecto. No ha sido así y lo lamento. Supongo que ha sido culpa mía. Quizá debiera haber amado mejor o haber amado más o haberme dejado amar mejor o haberme dejado amar más. Todavía no es tarde.

            —¿Qué ha estudiado usted?

 

            —He estudiado Derecho, Filosofía y Letras, Ciencias Políticas y Económicas. He estudiado Teología. Es decir, no ejerzo nada de lo que he estudiado. He hecho oposiciones magníficas, pero no han significado, en principio, nada para mí. Sin embargo, creo que sí han significado. Me han enseñado a reflexionar, a estarme quieto, a contar (no hasta cien, sino hasta mil, muchísimas veces) y, por supuesto, han ejercitado una cosa que me parece esencial en el ser humano, que es la razón.

            —¿Dónde hay que tocar al ser humano para que espabile?

 

            —Yo supongo que siempre en el corazón. El corazón es el motor de todo. El corazón es lo que mueve el sol y las demás estrellas, cómo no va a mover al hombre.

            —¿Ha tomado alguna decisión para estas trece noches?

 

            —He tomado simplemente la decisión de estar aquí, de charlar aquí, de volcarme encima de esta mesa, de poner mi corazón aquí y esperar que otro corazón escuche. Pero sin decisiones previas, sin prejuicios y sin presentimientos.

            —¿Qué quiere decir en estas trece noches?

 

            —Yo no querría decir nada, pero me parecería egoísta no comunicar lo que yo he conseguido, que es poco, que hay gente que ha conseguido mucho más; tanto que probablemente no se brindaría a decirlo, porque consideraría que es indecible. Pero si para algo sirve lo que una cabeza normal, modesta, ha reflexionado sobre esos grandes temas sobre los que casi nadie reflexiona (la muerte, la guerra, la paz, el amor, el sexo, la vida…); sobre esos grandes temas que digerimos porque ya nos los dan digeridos, nos los dan ya pensados… Decir que cada uno sabe seguir su camino, que cuando se gana algo por sí mismo vale muchísimo más que cuando nos lo regalan. Eso es lo que quiero decir.

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