miércoles, 5 de mayo de 2021

DECÁLOGO DEL ESCRITOR. A VIVA VOZ. CARLOS FUENTES.

 

 


1. DISCIPLINA. Los libros no se escriben solos ni se cocinan en comité. Escribir es un acto solitario y a veces aterrador: es como entrar a un túnel sin saber si en él habrá luz o salida. Recuerdo, de muy joven, haber compartido muchos fines de semana en Cuernavaca con mi muy amado maestro y amigo Alfonso Reyes. A veces llegaba yo tarde de una parranda —tenía 17 años— y a las cinco de la madrugada veía encendida la luz del estudio de Reyes y a don Alfonso inclinado sobre sus cuartillas como un mágico gnomo zapatero.

Reyes calmó mi asombro —mi envidia, mi afán de emularlo— con una frase de Goethe, otro escritor de madrugada: “El escritor debe quitarle la crema al día”. Alfonso Reyes me enseñó que la disciplina es el nombre cotidiano de la creación y Oscar Wilde, que el talento literario es 10% inspiración y 90% transpiración.

Pero si ésta es la parte lógica de la creación literaria, hay otra misteriosa e insondable que yo no asocio con la vaguedad de la inspiración —que a menudo es una manera de aplazar el trabajo esperando a Godot—. Esa parte misteriosa es el sueño. Yo puedo planificar, la noche anterior, el trabajo de la mañana siguiente y acostarme a dormir impaciente por levantarme a escribir.

Pero cuando me siento a hacerlo, el plan propuesto por mi lógica de la vigilia sufre demasiadas excepciones, se viene abajo y es invadido por lo totalmente imprevisto.

¿Qué ha sucedido?

Sucede que he soñado, Y sucede que los sueños que recuerdo son repetitivos, banales e inservibles. No puedo sino creer, entonces, que la mano creadora que guía la mía es la de los sueños que no recuerdo al día siguiente, los sueños haciendo su trabajo literario invisible: desplazando, condensando, re-elaborando y anticipando en el trabajo del sueño el trabajo de la creación literaria.

Ahora bien, cada cual mata pulgas a su manera y la mía es levantarme a las seis de la mañana, escribir de siete a doce —cinco horas corridas—, hacer ejercicio una hora, salir a comprar los periódicos (sus noticias me parecen siempre más viejas que mi imaginación), comer con mi mujer Silvia, leer tres horas en la tarde —de tres a seis— y salir entonces al cine, al teatro, la ópera.

Esto es posible —añado de prisa— en mi cuartel literario de Londres, una ciudad organizada. En el D. F., en cambio, los desayunos políticos a las ocho de la mañana, como si no hubiese polaca sin pozole; las comidas de tres a seis; la difícil digestión, bajo la mirada irónica de la Coatlicue, de seis a nueve. Y la cena del ángel exterminador de diez de la noche a las dos de la mañana. Si en estas condiciones logro escribir un artículo de prensa, me doy por bien servido.

Pero México, mis amigos, mi familia, mi maravilloso, tierno, infinitamente cortés pueblo, mi estrangulada, asfixiante, nunca más transparente región del aire, mi territorio de la memoria y una vida política en la que la realidad supera la ficción (a ver quién puede meter en una novela a un Mario Villanueva o a una “Paca” y hacerlos creíbles), todo ello, les digo, me llena los vasos comunicantes de la creación, con ardor, es cierto, de tequila y enchiladas.

Puedo entonces regresar a Londres y agradecer el mal clima, la pésima comida y la frialdad cortés de los isleños, sin perder la nostalgia de un buen chilpachole y guardando en la oreja los dos sonidos constantes de México que son como el aplauso diario de nuestro país: las hacendosas manos de nuestras mujeres palmeando las tortillas y los fraternales abrazos de nuestros hombres palmeándose las espaldas.

2. LEER. Leer mucho, leerlo todo, vorazmente. Nuestro inolvidable Fernando Benítez tenía unas tarjetas de visita que decían simplemente: FERNANDO BENÍTEZ, LECTOR DE NOVELAS.

Leerlo todo y leerlo pronto. La vida no nos va a alcanzar para leer y releer todo lo que quisiéramos. Mi generación, acaso, fue la última en formarse gracias a las lecturas maravillosas de los libros que nos transportaban a otros mundos, los libros del ensueño infantil. Salgari y El corsario negro, Paul Feval y El jorobado o Enrique de Lagardere, los Pardaillán que nos dotaban de capas y espadas en vez de overoles y trompos, el Corazón de Edmundo de Amicis que nos autorizaba a llorar sin vergüenza. Éstos eran los libros iniciales de las infancias latinas, de Roma a Buenos Aires y de Madrid a México.

Pero a ellas se añadían las que compartíamos con el mundo anglosajón, los escritores comunes de nuestras infancias, Alejandro Dumas, Julio Verne, Dickens, Stevenson y Mark Twain. ¿Los leen los niños de hoy, o pasan todo su tiempo en el Nintendo? No lo sé, pero no lo creo. Mi editor inglés me lleva a la esquina de su librería en Londres y me muestra, a lo largo de cuatro cuadras, la fila de niños esperando comprar el nuevo volumen de Harry Potter. Y una versión moderna de un nórdico poema épico del siglo VII, Beowulf, en la luminosa traducción de Seamus Heaney, se convierte en bestseller en todo el mundo angloparlante. Richards Lawrence.

Y entre nosotros, durante toda mi vida, fue una seña de identidad de la juventud ascendente, obrera, estudiantil, de clase media, universitaria, leer a Paz y a Rulfo, a Neruda y a Lorca, a García Márquez y a Cortázar.

El escritor, pues, debe ser el adelantado de la lectura, el protector del libro, el tábano insistente: que el precio del libro no sea obstáculo para leer en un país empobrecido. Que haya librerías públicas, abiertas a todos. Que los jóvenes sepan que si no hay dinero para comprar libros, hay bibliotecas públicas donde leer libros. ¿Me escucha usted, señor secretario Reyes Tamez?

Lo cual me lleva a la TERCERA consideración de esta mañana.

3. TRADICIÓN Y CREACIÓN. Las enuncio unidas porque creo profundamente que no hay nueva creación literaria que no se sostenga sobre la tradición literaria, de la misma manera que no hay tradición que perviva sin la savia de la creación. No hay Lezama sin Góngora —pero no hay, desde ahora, Góngora sin Lezama—. El autor de ayer se convierte así en autor de hoy y el de hoy, en autor de mañana. Y es así porque el lector conoce algo que el autor desconoce: el lector conoce el futuro y el siguiente lector del Quijote será siempre el primer lector del Quijote.

Creación y tradición: el puente entre ambas es mi cuarto inciso.

4. LA IMAGINACIÓN, que es “la loca de la casa”, dijo con razón Pérez Galdós, pero que abre con su locura todas las ventanas, respeta a los vampiros que duermen en los sótanos, pero levanta los techos como el Diablo Cojuelo para ver lo que ocurre en los pastelones podridos de Madrid, de México, de Manhattan… La imaginación vuela y sus alas son la mirada del escritor. Mira, y sus ojos son la memoria y el presagio del escritor.

La imaginación es eso, la unidad de nuestras sensaciones liberadas, el haz en que se reúne lo disperso, sí, la naturaleza de los símbolos que nos permiten pasar por las selvas salvajes, acaso más salvajes hoy en la ciudad que en la propia selva.

Imaginar es trascender, o por lo menos darle sentido, a la experiencia. Imaginar es convertir la experiencia en destino y salvar al destino de la fatalidad.

No hay, pues, naturaleza —natura— sin la imaginación bucólica de Dafnis y Cloe —prístino manantial del género—, de la Diana de Montemayor o del Pastor de Spenser, todas ellas formas amables que contrastan con la terrible naturaleza indómita del Moby Dick de Melville o con el paisaje desolado de La tierra baldía de Eliot.

Pero la naturaleza de la naturaleza literaria no sólo consiste en recordarnos que el mundo que nos rodea puede ser placentero o cruel, amigo o enemigo, sino en crear, mediante la imaginación, una segunda realidad literaria de la cual ya no podrá dispensarse la primera realidad física.

5. O sea, —quinta consideración— que la REALIDAD LITERARIA no se limita a reflejar la realidad objetiva. Añade a ésta algo que antes no estaba en la realidad —enriquece y potencia la realidad primaria—. Imaginemos —tratemos de imaginar— el mundo sin Don Quijote o Hamlet. No tardaremos en convencernos de que el Caballero de la Triste Figura y el Príncipe de Dinamarca tienen tanta o más realidad que muchos conocidos nuestros.

Ahora bien, la literatura crea realidad pero no puede divorciarse de la realidad histórica en la que ocurre —física, cronológica o imaginativamente— la literatura. Por eso es indispensable distinguir literatura e historia a partir de una premisa: la historia pertenece al mundo de la lógica, es decir, a la zona de lo unívoco: la invasión napoleónica de Rusia ocurrió en 1812. En cambio, la creación literaria pertenece al universo poético de lo plurívoco: ¿qué pasiones contradictorias agitan los espíritus de Natasha Rostova y Andrei Volkonsi en la novela de Tolstói?

La novela y el poema se disparan en muchos sentidos, no buscan una sola explicación y mucho menos una cronología precisa. Leamos a todos los excelentes historiadores rusos del siglo XIX pero tratemos de imaginar esa época sin Tolstói y Dostoyevski, sin Pushkin y sin Turguénev. O sea: La guerra y la paz de Tolstói no sólo ocurre en 1812. Renace en todos los campos de batalla de la guerra del tiempo, ocurre en la mente del lector y allí se diseña como hecho de la imaginación literaria que, a su vez, define la relación de la obra con el tiempo, a través del hecho del lenguaje.

6. LA LITERATURA Y EL TIEMPO. La literatura transforma la historia —los hechos, lo que sucede en el campo de batalla militar de Waterloo— en poesía y ficción o cómo sucede en el lecho nupcial de Natasha Rostova y Pierre Bezukov.

La literatura ve a la historia y la historia se subordina a la literatura porque la historia es incapaz de verse a sí misma sin un lenguaje. La Ilíada, nos indica Benedetto Croce, es la prueba de la identidad original de literatura e historia —es la obra de un popolo intero poetante— de todo un pueblo poetizador.

Semejante unidad se ha perdido. La modernidad fraccionadora, individualista, no la tolera desde que Montaigne dijo: “Ya no basta el nombre, ahora queremos el renombre”. El anonimato poético y colectivo de Homero no lo requería. Lo requiere Victor Hugo, que según la célebre apostilla de Jean Cocteau, era un loco que se creía Victor Hugo…

El mundo épico de la antigüedad es como el San Petersburgo de Gogol, un gran animal roto en mil pedazos. Ruptura de la unidad del lenguaje homérico y aparición del lenguaje cervantino. A partir de Don Quijote, sólo se puede hablar de lenguajes en plural. Cervantes supera la unidad perdida mediante la pluralidad hallada. Don Quijote habla el lenguaje de la épica. Sancho, el de la picaresca. Ulises y Penélope hablaban el mismo lenguaje, se entendían. Mme. Bovary y su marido, Anna Karenina y el suyo, hablan lenguajes diferentes, no se pueden entender.

La ruptura de la unidad se convierte así en unidad de las rupturas. No hay comunicación sin diversificación y no hay diversificación sin la admisión del Otro. El lenguaje se convierte en niveles del lenguaje y la literatura en re-elaboración de lenguajes híbridos, migratorios, mestizos, con los que el escritor utiliza su lenguaje para arrojar luz sobre otros lenguajes. Así proceden Goytisolo en España, Grass en Alemania, Pamuk en Turquía.

Dios se retira a su sabático antes de que Nietzsche lo dé por muerto y en su lugar aparece Don Quijote: aparece la novela, ya no como la ilustración de verdades sabidas sino como una búsqueda de verdades ignoradas. Ya no como antigüedad del pasado sino como novedad del pasado. Así es: el próximo lector del Quijote será siempre el primer lector del Quijote. El pasado de la literatura se convierte en el futuro de la literatura y en el eterno lenguaje de la literatura. Mito que nos radica en el hogar. Épica que nos empuja fuera de la tierra conocida a la frontera ignorada. Tragedia del retorno al hogar y a la familia dividida y herida por la pasión y la historia. Literatura, en fin, que restaura la comunidad perdida, polis que exige nuestra palabra y nuestra acción política, civitas que necesita la voz literaria como acto de civilización para aprender el arte de vivir juntos, acercarnos, amarnos, apoyarnos a pesar de la crueldad, la intolerancia y la sangre derramada que jamás ha abandonado las sombras de una mente humana iluminada, a pesar de todo ello, por la luz de la justicia.

La literatura aporta a la civitas la parte no escrita del mundo y se convierte en lugar de encuentro, lugar común, no sólo de personajes y argumentos, sino de civilizaciones (Thomas Mann), de lenguajes (Guimarães Rosa), de clases sociales enteras (Balzac), de eras históricas (Hermann Broch) o de eras imaginarias (Lezama Lima). El lenguaje literario, en este sentido, es lenguaje de lenguajes. Es el lenguaje mirándose a sí mismo porque es capaz de mirar los lenguajes de los otros.

7. Publicada la obra literaria deja de pertenecerle al escritor y se convierte en propiedad del lector —del Elector, como lo llamo en Cristóbal Nonato. Se convierte también en objeto de LA CRÍTICA. Y cuando digo “crítica” me refiero a un arte ni superior ni inferior a la obra criticada, sino su equivalente, una crítica a la altura de la obra, en diálogo con la obra.

Los mejores críticos de la literatura son, por ello, los mejores creadores literarios. La correspondencia crítica, digamos, entre Reyes y Góngora, Paz y Darío, D. H. Lawrence y Melville, Baudelaire y Poe, Sartre y Faulkner, convierte la crítica en equivalencia de la creación literaria. Pero el gran crítico profesional — diferente del escritor escribiendo sobre otro escritor— alcanza la misma relación de correspondencia: Ernst Robert Curtius y Balzac, Roland Barthes y Proust, Martin Hopenhayn y Kafka, Eric Auerbach y los románticos alemanes, Pedro Henríquez Ureña y el modernismo latinoamericano, Michel Foucault y Borges, Marthe Robert y Cervantes, Bajtín y Rabelais, Donald Fanger y Gogol, son sólo algunos ejemplos de esta fructífera correspondencia entre el crítico y la obra.

Distingo así la crítica verdadera de la que no pasa de ser reseña —la mayoría de las opiniones sobre libros que se leen en la prensa— o aun de la crítica solapada, la que se limita a reproducir las solapas del libro en cuestión. Recomiendo al joven escritor no ocuparse ni preocuparse demasiado por la reseña periodística. Pero no seamos hipócritas. Agradecemos las reseñas positivas, deploramos las negativas y admiramos a Susan Sontag porque no lee ni las unas ni las otras. Pero, asimismo, sujetarse a unas o a otras es un error. Pasan como un chiflido. Las buenas nos dan, es cierto, un poquito de respiración. Las malas, nos hacen lo que el aire a Juárez.

Consuélense pensando que no existe una sola estatua, en ninguna parte del mundo, en honor de un crítico literario.

Toda una actividad que puede ser noble y necesaria es a veces disminuida por quienes la practican movidos por la envidia o la frustración. Pero subsiste la paradoja, o si lo prefieren, el dilema: sólo en la literatura la obra es idéntica al instrumento de su crítica: el lenguaje. Ni las artes plásticas, ni la música, ni el cine, incluso el teatro que es un arte de la representación en vivo pero distanciada, sufren de esta incestuosa relación entre palabra creadora y palabra crítica.

8. De allí mi octava recomendación al escritor joven. No se dejen seducir ni por el éxito inmediato ni por la ilusión de la inmortalidad. La mayoría de los bestsellers de una temporada se pierden muy pronto en el olvido y el badseller de hoy puede ser el longseller de mañana. Stendhal es un buen ejemplo de lo segundo. Anthony AdverseAdversidad— de Hervey Allen, súper bestseller del año 1933, ejemplo de lo primero: el mismo año de 1933, Faulkner publicó un noseller que se convirtió en longseller, Luz de agosto.

Bueno, la eternidad, dijo William Blake, está enamorada de las obras del tiempo. Obras del tiempo son Don Quijote y Cien años de soledad y la eternidad, desde un principio, se enamoró de ellas. En cambio, La cartuja de Parma de Stendhal sólo obtuvo el puñado de lectores que el elogio de Balzac, irritado por la indiferencia municipal y espesa, le aseguró a una obra maestra destinada, primero, a los happy few y hoy, a la gloria eterna y renovada de las generaciones.

La lección: sean ustedes fieles a sí mismos, escuchen la voz profunda de su vocación, asuman el riesgo tanto de lo clásico como de lo experimental. Ya no hay vanguardia, ya no hay dogmas ni para la tradición ni para la renovación. No hay vanguardia porque el arte concebido como compañero de la novedad ha dejado de ser novedoso porque la novedad era, a su vez, compañera del progreso y el progreso ha dejado de progresar. El siglo XX nos legó una modernidad vulnerada. Hoy sabemos que el adelanto científico y técnico no asegura la ausencia de la barbarie política y moral, como lo ha evocado Vicente Rojo.

La respuesta artística a la crisis política y economicista de la modernidad ha sido la libertad de estilos, prácticamente ilimitada, que permite al autor, si se libera de la triple tiranía vanguardista-progresista-consumista, escribir en los estilos que le plazcan —pero a condición de que la libertad no olvide nunca lo que le debe a la tradición y lo que la tradición le debe a la creación.

9. Regreso así al origen de mi decálogo de recomendaciones y la conciencia de que ambas — tradición y creación— debe poseer el joven escritor. Distingo en este punto dos vertientes de acción. Una es la posición social del escritor situado entre el pasado y el futuro en un presente que le impide sustraerse de la condición política. Pero esto no lo digo a la manera del obligado compromiso sartreano, sino a partir del libre compromiso ciudadano.

El escritor cumple con su función social manteniendo vivas, en la escritura, la imaginación y el lenguaje. Aunque no tenga opiniones políticas, el escritor, le plazca o no, contribuye a la vida de la ciudad —la polis— con el vuelo de la imaginación y la raíz del lenguaje. No hay sociedad libre sin ellas y no es fortuito que los regímenes totalitarios traten de silenciar, en primer término, a los escritores.

Pero esta función —mantener vigentes la imaginación y el lenguaje— en nada excluye la opción política del escritor. Sólo que, como actor partidista dentro de la polis, el escritor procede como ciudadano, ni más ni menos, sin más privilegios que cualquier otro ciudadano: escoge, debate, elige, sale al foro público acaso con más voz pero no con menos responsabilidades políticas que las de la sociedad civil a la que pertenece y por la que habla.

Y sin embargo, de pie en la plaza pública, a solas con sus cuartillas y sus plumas (como yo aún) o con su ordenador (como muchos ya) el escritor está dando vida, circunstancia, carne, voz, a las grandes, eternas preguntas de las mujeres y de los hombres en nuestro breve tránsito por esta tierra:

¿Cuál es la relación entre la libertad y la fatalidad?

¿En qué medida podemos moldear nuestro propio destino?

¿Qué parte de nuestras vidas se adapta al cambio y cuál a la permanencia?

¿Hasta dónde son determinadas nuestras vidas por la necesidad, hasta dónde por el azar y hasta dónde por la libertad?

Y, finalmente, ¿por qué nos identificamos por la ignorancia de lo que somos: unión de cuerpo y alma? Respuesta que no conocemos pero hecho que nos permite continuar siendo exactamente lo que no comprendemos.

La literatura, señoras y señores, es por todo esto una educación de los sentidos, una indispensable escuela de la inteligencia y de la sensibilidad a través de lo que más nos distingue de y en la naturaleza: la palabra.

El décimo mandamiento, en consecuencia, lo dejo en las manos de todos y cada uno de ustedes, de su imaginación, de su palabra, de su libertad.

El Colegio Nacional

Ciudad de México, México

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