1. DISCIPLINA. Los libros no se
escriben solos ni se cocinan en comité. Escribir es un acto solitario y a veces
aterrador: es como entrar a un túnel sin saber si en él habrá luz o salida.
Recuerdo, de muy joven, haber compartido muchos fines de semana en Cuernavaca
con mi muy amado maestro y amigo Alfonso Reyes. A veces llegaba yo tarde de una
parranda —tenía 17 años— y a las cinco de la madrugada veía encendida la luz
del estudio de Reyes y a don Alfonso inclinado sobre sus cuartillas como un
mágico gnomo zapatero.
Reyes calmó mi asombro —mi
envidia, mi afán de emularlo— con una frase de Goethe, otro escritor de
madrugada: “El escritor debe quitarle la crema al día”. Alfonso Reyes me enseñó
que la disciplina es el nombre cotidiano de la creación y Oscar Wilde, que el
talento literario es 10% inspiración y 90% transpiración.
Pero si ésta es la parte lógica
de la creación literaria, hay otra misteriosa e insondable que yo no asocio con
la vaguedad de la inspiración —que a menudo es una manera de aplazar el trabajo
esperando a Godot—. Esa parte misteriosa es el sueño. Yo puedo planificar, la
noche anterior, el trabajo de la mañana siguiente y acostarme a dormir
impaciente por levantarme a escribir.
Pero cuando me siento a
hacerlo, el plan propuesto por mi lógica de la vigilia sufre demasiadas
excepciones, se viene abajo y es invadido por lo totalmente imprevisto.
¿Qué ha sucedido?
Sucede que he soñado, Y sucede
que los sueños que recuerdo son repetitivos, banales e inservibles. No puedo
sino creer, entonces, que la mano creadora que guía la mía es la de los sueños
que no recuerdo al día siguiente, los sueños haciendo
su trabajo literario invisible: desplazando, condensando, re-elaborando y
anticipando en el trabajo del sueño el trabajo de la creación literaria.
Ahora bien, cada cual mata
pulgas a su manera y la mía es levantarme a las seis de la mañana, escribir de
siete a doce —cinco horas corridas—, hacer ejercicio una hora, salir a comprar
los periódicos (sus noticias me parecen siempre más viejas que mi imaginación),
comer con mi mujer Silvia, leer tres horas en la tarde —de tres a seis— y salir
entonces al cine, al teatro, la ópera.
Esto es posible —añado de
prisa— en mi cuartel literario de Londres, una ciudad organizada. En el D. F.,
en cambio, los desayunos políticos a las ocho de la mañana, como si no hubiese
polaca sin pozole; las comidas de tres a seis; la difícil digestión, bajo la
mirada irónica de la Coatlicue, de seis a nueve. Y la cena del ángel
exterminador de diez de la noche a las dos de la mañana. Si en estas
condiciones logro escribir un artículo de prensa, me doy por bien servido.
Pero México, mis amigos, mi
familia, mi maravilloso, tierno, infinitamente cortés pueblo, mi estrangulada,
asfixiante, nunca más transparente región del aire, mi territorio de la memoria
y una vida política en la que la realidad supera la ficción (a ver quién puede
meter en una novela a un Mario Villanueva o a una “Paca” y hacerlos creíbles),
todo ello, les digo, me llena los vasos comunicantes de la creación, con ardor,
es cierto, de tequila y enchiladas.
Puedo entonces regresar a
Londres y agradecer el mal clima, la pésima comida y la frialdad cortés de los
isleños, sin perder la nostalgia de un buen chilpachole y guardando en la oreja
los dos sonidos constantes de México que son como el aplauso diario de nuestro
país: las hacendosas manos de nuestras mujeres palmeando las tortillas y los
fraternales abrazos de nuestros hombres palmeándose las espaldas.
2. LEER. Leer mucho, leerlo
todo, vorazmente. Nuestro inolvidable Fernando Benítez tenía unas tarjetas de
visita que decían simplemente: FERNANDO
BENÍTEZ, LECTOR DE NOVELAS.
Leerlo todo y leerlo pronto. La
vida no nos va a alcanzar para leer y releer todo lo que quisiéramos. Mi
generación, acaso, fue la última en formarse gracias a las lecturas
maravillosas de los libros que nos transportaban a otros mundos, los libros del
ensueño infantil. Salgari y El corsario negro, Paul
Feval y El jorobado o Enrique de
Lagardere, los Pardaillán que nos dotaban de capas y espadas en vez de
overoles y trompos, el Corazón de Edmundo de Amicis
que nos autorizaba a llorar sin vergüenza. Éstos eran los libros iniciales de
las infancias latinas, de Roma a Buenos Aires y de Madrid a México.
Pero a ellas se añadían las que
compartíamos con el mundo anglosajón, los escritores comunes de nuestras
infancias, Alejandro Dumas, Julio Verne, Dickens, Stevenson y Mark Twain. ¿Los
leen los niños de hoy, o pasan todo su tiempo en el Nintendo? No lo sé, pero no
lo creo. Mi editor inglés me lleva a la esquina de su librería en Londres y me
muestra, a lo largo de cuatro cuadras, la fila de niños esperando comprar el
nuevo volumen de Harry Potter. Y una versión moderna
de un nórdico poema épico del siglo VII, Beowulf,
en la luminosa traducción de Seamus Heaney, se convierte en bestseller
en todo el mundo angloparlante. Richards Lawrence.
Y entre nosotros, durante toda
mi vida, fue una seña de identidad de la juventud ascendente, obrera,
estudiantil, de clase media, universitaria, leer a Paz y a Rulfo, a Neruda y a
Lorca, a García Márquez y a Cortázar.
El escritor, pues, debe ser el
adelantado de la lectura, el protector del libro, el tábano insistente: que el
precio del libro no sea obstáculo para leer en un país empobrecido. Que haya
librerías públicas, abiertas a todos. Que los jóvenes sepan que si no hay
dinero para comprar libros, hay bibliotecas públicas donde leer
libros. ¿Me escucha usted, señor secretario Reyes Tamez?
Lo cual me lleva a la TERCERA consideración de esta
mañana.
3. TRADICIÓN
Y CREACIÓN.
Las enuncio unidas porque creo profundamente que no hay nueva creación
literaria que no se sostenga sobre la tradición literaria, de la misma manera
que no hay tradición que perviva sin la savia de la creación. No hay Lezama sin
Góngora —pero no hay, desde ahora, Góngora sin Lezama—. El autor de ayer se
convierte así en autor de hoy y el de hoy, en autor de mañana. Y es así porque
el lector conoce algo que el autor desconoce: el lector conoce el futuro y el
siguiente lector del Quijote será siempre el primer
lector del Quijote.
Creación y tradición: el puente
entre ambas es mi cuarto inciso.
4. LA
IMAGINACIÓN,
que es “la loca de la casa”, dijo con razón Pérez Galdós, pero que abre con su
locura todas las ventanas, respeta a los vampiros que duermen en los sótanos,
pero levanta los techos como el Diablo Cojuelo para ver lo que ocurre en los
pastelones podridos de Madrid, de México, de Manhattan… La imaginación vuela y
sus alas son la mirada del escritor. Mira, y sus ojos son la memoria y el
presagio del escritor.
La imaginación es eso, la
unidad de nuestras sensaciones liberadas, el haz en que se reúne lo disperso,
sí, la naturaleza de los símbolos que nos permiten pasar por las selvas
salvajes, acaso más salvajes hoy en la ciudad que en la propia selva.
Imaginar es trascender, o por
lo menos darle sentido, a la experiencia. Imaginar es convertir la experiencia
en destino y salvar al destino de la fatalidad.
No hay, pues, naturaleza —natura— sin la imaginación bucólica de Dafnis
y Cloe —prístino manantial del género—, de la Diana
de Montemayor o del Pastor de Spenser, todas ellas
formas amables que contrastan con la terrible naturaleza indómita del Moby Dick de Melville o con el paisaje desolado de La tierra baldía de Eliot.
Pero la naturaleza de la
naturaleza literaria no sólo consiste en recordarnos que el mundo que nos rodea
puede ser placentero o cruel, amigo o enemigo, sino en crear, mediante la
imaginación, una segunda realidad literaria de la cual ya no podrá dispensarse
la primera realidad física.
5. O sea, —quinta
consideración— que la REALIDAD LITERARIA no se limita a
reflejar la realidad objetiva. Añade a ésta algo que antes no estaba en la
realidad —enriquece y potencia la realidad primaria—. Imaginemos —tratemos de
imaginar— el mundo sin Don Quijote o Hamlet. No tardaremos en convencernos de
que el Caballero de la Triste Figura y el Príncipe de Dinamarca tienen tanta o
más realidad que muchos conocidos nuestros.
Ahora bien, la literatura crea
realidad pero no puede divorciarse de la realidad histórica en la que ocurre
—física, cronológica o imaginativamente— la literatura. Por eso es
indispensable distinguir literatura e historia a partir de una premisa: la
historia pertenece al mundo de la lógica, es decir, a la zona de lo unívoco: la
invasión napoleónica de Rusia ocurrió en 1812. En cambio, la creación literaria
pertenece al universo poético de lo plurívoco: ¿qué pasiones contradictorias
agitan los espíritus de Natasha Rostova y Andrei Volkonsi en la novela de
Tolstói?
La novela y el poema se
disparan en muchos sentidos, no buscan una sola explicación y mucho menos una
cronología precisa. Leamos a todos los excelentes historiadores rusos del siglo
XIX pero tratemos de imaginar esa época sin Tolstói y
Dostoyevski, sin Pushkin y sin Turguénev. O sea: La guerra y
la paz de Tolstói no sólo ocurre en 1812. Renace en todos los campos de
batalla de la guerra del tiempo, ocurre en la mente del lector y allí se diseña
como hecho de la imaginación literaria que, a su vez, define la relación de la
obra con el tiempo, a través del hecho del lenguaje.
6. LA
LITERATURA Y EL TIEMPO.
La literatura transforma la historia —los hechos, lo que
sucede en el campo de batalla militar de Waterloo— en poesía y ficción o
cómo sucede en el lecho nupcial de Natasha Rostova y
Pierre Bezukov.
La literatura ve a la historia
y la historia se subordina a la literatura porque la historia es incapaz de
verse a sí misma sin un lenguaje. La
Ilíada, nos indica Benedetto Croce, es la prueba de la identidad
original de literatura e historia —es la obra de un popolo
intero poetante— de todo un pueblo poetizador.
Semejante unidad se ha perdido.
La modernidad fraccionadora, individualista, no la tolera desde que Montaigne
dijo: “Ya no basta el nombre, ahora queremos el renombre”. El anonimato poético
y colectivo de Homero no lo requería. Lo requiere Victor Hugo, que según la
célebre apostilla de Jean Cocteau, era un loco que se creía Victor Hugo…
El mundo épico de la antigüedad
es como el San Petersburgo de Gogol, un gran animal roto en mil pedazos.
Ruptura de la unidad del lenguaje homérico y aparición del lenguaje cervantino.
A partir de Don Quijote, sólo se puede hablar de lenguajes en plural. Cervantes supera la
unidad perdida mediante la pluralidad hallada. Don Quijote habla el
lenguaje de la épica. Sancho, el de la picaresca. Ulises y Penélope hablaban el
mismo lenguaje, se entendían. Mme. Bovary y su
marido, Anna Karenina y el suyo, hablan lenguajes diferentes, no se pueden
entender.
La ruptura de la unidad se
convierte así en unidad de las rupturas. No hay comunicación sin
diversificación y no hay diversificación sin la admisión del Otro. El lenguaje
se convierte en niveles del lenguaje y la literatura en re-elaboración de
lenguajes híbridos, migratorios, mestizos, con los que el escritor utiliza su lenguaje
para arrojar luz sobre otros lenguajes. Así proceden
Goytisolo en España, Grass en Alemania, Pamuk en Turquía.
Dios se retira a su sabático
antes de que Nietzsche lo dé por muerto y en su lugar aparece Don Quijote:
aparece la novela, ya no como la ilustración de verdades sabidas sino como una
búsqueda de verdades ignoradas. Ya no como antigüedad del pasado sino como novedad del pasado. Así es: el próximo lector del Quijote será siempre el primer lector del Quijote. El pasado de la literatura se convierte en el
futuro de la literatura y en el eterno lenguaje de la literatura. Mito que nos radica en el hogar. Épica que nos empuja fuera
de la tierra conocida a la frontera ignorada. Tragedia
del retorno al hogar y a la familia dividida y herida por la pasión y la
historia. Literatura, en fin, que restaura la comunidad perdida, polis que exige nuestra palabra y nuestra acción política, civitas que necesita la voz literaria como acto de civilización para aprender el arte de vivir juntos,
acercarnos, amarnos, apoyarnos a pesar de la crueldad, la intolerancia y la
sangre derramada que jamás ha abandonado las sombras de una mente humana
iluminada, a pesar de todo ello, por la luz de la justicia.
La literatura aporta a la civitas la parte no escrita del mundo y se convierte en
lugar de encuentro, lugar común, no sólo de personajes y argumentos, sino de
civilizaciones (Thomas Mann), de lenguajes (Guimarães Rosa), de clases sociales
enteras (Balzac), de eras históricas (Hermann Broch) o de eras imaginarias
(Lezama Lima). El lenguaje literario, en este sentido, es lenguaje de
lenguajes. Es el lenguaje mirándose a sí mismo porque es capaz de mirar los
lenguajes de los otros.
7. Publicada la obra literaria
deja de pertenecerle al escritor y se convierte en propiedad del lector —del
Elector, como lo llamo en Cristóbal Nonato. Se
convierte también en objeto de LA CRÍTICA. Y cuando digo
“crítica” me refiero a un arte ni superior ni inferior a la obra criticada,
sino su equivalente, una crítica a la altura de la
obra, en diálogo con la obra.
Los mejores críticos de la
literatura son, por ello, los mejores creadores literarios. La correspondencia
crítica, digamos, entre Reyes y Góngora, Paz y Darío, D. H. Lawrence y
Melville, Baudelaire y Poe, Sartre y Faulkner, convierte la crítica en
equivalencia de la creación literaria. Pero el gran crítico profesional —
diferente del escritor escribiendo sobre otro escritor— alcanza la misma
relación de correspondencia: Ernst Robert Curtius y Balzac, Roland Barthes y
Proust, Martin Hopenhayn y Kafka, Eric Auerbach y los románticos alemanes,
Pedro Henríquez Ureña y el modernismo latinoamericano, Michel Foucault y
Borges, Marthe Robert y Cervantes, Bajtín y Rabelais, Donald Fanger y Gogol,
son sólo algunos ejemplos de esta fructífera correspondencia entre el crítico y
la obra.
Distingo así la crítica
verdadera de la que no pasa de ser reseña —la mayoría de las opiniones sobre
libros que se leen en la prensa— o aun de la crítica solapada, la que se limita
a reproducir las solapas del libro en cuestión. Recomiendo al joven escritor no
ocuparse ni preocuparse demasiado por la reseña periodística. Pero no seamos
hipócritas. Agradecemos las reseñas positivas, deploramos las negativas y
admiramos a Susan Sontag porque no lee ni las unas ni las otras. Pero,
asimismo, sujetarse a unas o a otras es un error. Pasan como un chiflido. Las
buenas nos dan, es cierto, un poquito de respiración. Las malas, nos hacen lo
que el aire a Juárez.
Consuélense pensando que no
existe una sola estatua, en ninguna parte del mundo, en honor de un crítico
literario.
Toda una actividad que puede
ser noble y necesaria es a veces disminuida por quienes la practican movidos
por la envidia o la frustración. Pero subsiste la paradoja, o si lo prefieren,
el dilema: sólo en la literatura la obra es idéntica al instrumento de su
crítica: el lenguaje. Ni las artes plásticas, ni la música, ni el cine, incluso
el teatro que es un arte de la representación en vivo pero distanciada, sufren
de esta incestuosa relación entre palabra creadora y palabra crítica.
8. De allí mi octava
recomendación al escritor joven. No se dejen seducir ni por el éxito inmediato
ni por la ilusión de la inmortalidad. La mayoría de los bestsellers
de una temporada se pierden muy pronto en el olvido y el badseller
de hoy puede ser el longseller de mañana. Stendhal es
un buen ejemplo de lo segundo. Anthony Adverse —Adversidad— de Hervey Allen, súper bestseller
del año 1933, ejemplo de lo primero: el mismo año de 1933, Faulkner publicó un noseller que se convirtió en longseller,
Luz de agosto.
Bueno, la eternidad, dijo
William Blake, está enamorada de las obras del tiempo. Obras del tiempo son Don Quijote y Cien años de soledad
y la eternidad, desde un principio, se enamoró de ellas. En cambio, La cartuja de Parma de Stendhal sólo obtuvo el puñado de
lectores que el elogio de Balzac, irritado por la indiferencia municipal y
espesa, le aseguró a una obra maestra destinada, primero, a los happy few y hoy, a la gloria eterna y renovada de las
generaciones.
La lección: sean ustedes fieles
a sí mismos, escuchen la voz profunda de su vocación, asuman el riesgo tanto de
lo clásico como de lo experimental. Ya no hay vanguardia, ya no hay dogmas ni
para la tradición ni para la renovación. No hay vanguardia porque el arte
concebido como compañero de la novedad ha dejado de ser novedoso porque la
novedad era, a su vez, compañera del progreso y el progreso ha dejado de
progresar. El siglo XX nos legó una modernidad
vulnerada. Hoy sabemos que el adelanto científico y técnico no asegura la
ausencia de la barbarie política y moral, como lo ha evocado Vicente Rojo.
La respuesta artística a la
crisis política y economicista de la modernidad ha sido la libertad de estilos,
prácticamente ilimitada, que permite al autor, si se libera de la triple
tiranía vanguardista-progresista-consumista, escribir en los estilos que le
plazcan —pero a condición de que la libertad no olvide nunca lo que le debe a
la tradición y lo que la tradición le debe a la creación.
9. Regreso así al origen de mi
decálogo de recomendaciones y la conciencia de que ambas — tradición y
creación— debe poseer el joven escritor. Distingo en este punto dos vertientes
de acción. Una es la posición social del escritor situado entre el pasado y el
futuro en un presente que le impide sustraerse de la condición política. Pero
esto no lo digo a la manera del obligado compromiso sartreano, sino a partir
del libre compromiso ciudadano.
El escritor cumple con su
función social manteniendo vivas, en la escritura, la imaginación y el lenguaje.
Aunque no tenga opiniones políticas, el escritor, le plazca o no, contribuye a
la vida de la ciudad —la polis— con el vuelo de la
imaginación y la raíz del lenguaje. No hay sociedad libre sin ellas y no es
fortuito que los regímenes totalitarios traten de silenciar, en primer término,
a los escritores.
Pero esta función —mantener
vigentes la imaginación y el lenguaje— en nada excluye la opción política del
escritor. Sólo que, como actor partidista dentro de la polis,
el escritor procede como ciudadano, ni más ni menos, sin más privilegios que
cualquier otro ciudadano: escoge, debate, elige, sale al foro público acaso con
más voz pero no con menos responsabilidades políticas que las de la sociedad
civil a la que pertenece y por la que habla.
Y sin embargo, de pie en la
plaza pública, a solas con sus cuartillas y sus plumas (como yo aún) o con su
ordenador (como muchos ya) el escritor está dando vida, circunstancia, carne,
voz, a las grandes, eternas preguntas de las mujeres y de los hombres en
nuestro breve tránsito por esta tierra:
¿Cuál es la relación entre la
libertad y la fatalidad?
¿En qué medida podemos moldear
nuestro propio destino?
¿Qué parte de nuestras vidas se
adapta al cambio y cuál a la permanencia?
¿Hasta dónde son determinadas
nuestras vidas por la necesidad, hasta dónde por el azar y hasta dónde por la
libertad?
Y, finalmente, ¿por qué nos
identificamos por la ignorancia de lo que somos: unión de cuerpo y alma?
Respuesta que no conocemos pero hecho que nos permite continuar siendo
exactamente lo que no comprendemos.
La literatura, señoras y
señores, es por todo esto una educación de los sentidos, una indispensable
escuela de la inteligencia y de la sensibilidad a través de lo que más nos
distingue de y en la naturaleza: la palabra.
El décimo mandamiento, en
consecuencia, lo dejo en las manos de todos y cada uno de ustedes, de su
imaginación, de su palabra, de su libertad.
El Colegio Nacional
Ciudad
de México, México
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