domingo, 31 de enero de 2021

L A M A T R O N A D E E F E S O P E T R O N I O



Cayo o Tito Petronio Árbitro (20 dC-66 dC), escritor romano.

El historiador romano Tácito se refería a él como arbiter elegantiae (árbitro de la elegancia). Su sentido de la elegancia y el lujo convirtieron a Petronio en organizador de muchos de los espectáculos que tenían lugar en la corte de Nerón. Petronio fue también procónsul de Bitinia, y más tarde cónsul. Su influencia sobre Nerón despertó los celos del político Ofonio Tigelino, otro de los favoritos del emperador, que lanzó contra él falsas acusaciones. Participó en la conjura encabezada por Pisón y Nerón, avisado, le ordenó permanecer en Cumas, y el escritor decidió quitarse la vida. Se dice que antes de morir envió al emperador un escrito en el que enumeraba todos los vicios del tirano.

Petronio es autor de una notable obra de ficción, una novela satírica en prosa y verso titulada el Satiricón (c. 60), de la cual se conservan algunos fragmentos.

 Fuente:

Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti.

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E F E S O

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En Efeso había una matrona con tal fama de

honesta que hasta venían las mujeres a conocerla

desde países vecinos. Esta matrona perdió a su esposo

y no se contentó entonces con ir detrás del

cuerpo con los cabellos en desorden, como es costumbre

entre el vulgo, ni con golpearse el pecho

desnudo ante los ojos de todos, sino que fue detrás

de su finado marido hasta su tumba y luego de depositarlo,

según la usanza de los griegos, en el hipogeo,

se consagró a velar el cuerpo y a llorarlo día y

noche. Sus padres y familiares no pudieron hacerla

cejar en esa actitud que, llevada a la desesperación,

la haría morir de hambre. Hasta los magistrados

desistieron del intento al verse rechazados por ella.

Todos lloraban casi como muerta a esa mujer que

daba ejemplo sin igual consumiéndose desde hacía

ya cinco días sin probar bocado. La acompañaba

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una sirvienta muy fiel que compartía su llanto y renovaba

la llama de la lamparilla que alumbraba el

sepulcro cuando comenzaba a apagarse. En la ciudad

no se hablaba de otra cosa que no uera de esta

abnegación, y hombres de toda condición social la

daban como ejemplo único de castidad y amor conyugal.

En ese tiempo el gobernador de la provincia ordenó

crucificar a varios ladrones cerca de la cripta

donde la matrona lloraba sin interrupción la reciente

muerte de su marido. Durante la noche siguiente a

la crucifixión, un soldado que vigilaba las cruces

para impedir que alguno desclavase los cuerpos de

los ladrones para sepultarlos, notó una lucecita que

titilaba entre las tumbas y oyó los lamentos de alguien

que lloraba. Llevado por la natural curiosidad

humana,, quiso saber quién estaba allí y qué hacía.

Bajó a la cripta y, descubriendo a una mujer de extraordinaria

belleza, quedó paralizado de miedo,

creyendo hallarse frente a un fantasma o una aparición.

Pero cuando vio el cadáver tendido y las lágrimas

de la mujer, su rostro rasguñado, se fue

desvaneciendo su propia impresión, dándose cuenta

de que estaba ante una viuda que no hallaba consuelo.

Llevó a la cripta, su magra cena de soldado y

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comenzó a exhortar a la afligida mujer para que no

se dejase dominar por aquel dolor inútil ni llenase su

pecho con lamentos sin sentido.

-La muerte -dijo- es el fin de todo lo que vive: el

sepulcro es la íntima morada de todos.

Acudió a todo I que suele decirse para consolar

las almas transitadas de dolor. Pero esos consejos de

un desconocido la exacerbaban en su padecer y se

golpeaba más duramente el pecho, se arrancaba mechones

de cabellos y los arrojaba sobre el cadáver.

El soldado, sin desanimarse, insistió, tratando de

hacerle probar su cena. A1 fin la sirvienta, tentada

por el olorcito del vino, no pudo resistir la invitación

y alargó la mano a lo que les ofrecía, y cuando

recobró las fuerzas con el alimento y la bebida, comenzó

á atacar la terquedad de su ama:

-¿De qué te servirá todo esto? -le decía-. ¿Qué

ganas con dejarte morir de hambre o enterrada, entregando

tu alma antes que el destino la pida? Los

despojos de los muertos no piden locuras semejantes.

Vuelve a la vida. Deja de lado tu error de mujer

y goza, mientras sea posible, de la luz del cielo. El

mismo cadáver que está allí tiene que bastarte para

que veas lo bella que es la vida. ¿Por qué no escuP

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chas los consejos de un amigo que te invita a comer

algo y no dejarte morir? .

Al fin la viuda, agotada por los días de ayuno,

depuso su obstinación y comió y bebió con la misma

ansiedad con que lo había hecho antes la sirvienta.

Se sabe que un apetito satisfecho produce otros.

El soldado, entusiasmado con su primer éxito, cargó

contra su virtud con argumentos semejantes.

-No es mal parecido ni odioso este joven- se

decía la matrona, que además era acuciada por la

sirvienta que le repetía:

-¿Te resistirás a un amor tan dulce? ¿Perderás

los años de juventud? ¿A qué esperar más tiempo?

La mujer, después de haber satisfecho las necesidades

de su estómago, no dejó de satisfacer este

apetito... y el soldado tuvo dos triunfos. Se acostaron

juntos no sólo esa noche sino también el día

siguiente y el otro, cerrando bien las puertas de la

cripta de modo que si pasase por allí tanto un familiar

como un desconocido, creyeran que la fiel mujer

había muerto sobre el cadáver de su esposo. El soldado,

fascinado por la hermosura de la mujer y por

lo misterioso de estos amores, compraba de todo lo

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mejor que su bolsa le permitía y al caer la noche lo

llevaba al sepulcro.

Pero he aquí que los parientes de uno de los ladrones,

notando la falta de vigilancia nocturna, descolgaron

su cadáver y lo sepultaron. El soldado, al

hallar al otro día una de las cruces sin muerto, temeroso

del suplicio que le aguardaría, contó lo ocurrido

a la viuda:

-No, no -le dijo- no esperaré la condena. Mi

propia espada, adelantándose á la sentencia del juez,

castigará mi descuido. Te pido, mi amada, que una

vez muerto me dejes en esta tumba. Pon a tu

amante junto a tu marido.

Pero la mujer, tan compasiva como virtuosa, le

respondió:

-¡Que los dioses me libren de llorar la muerte de

los dos hombres que más he amado! ¡Antes crucificar

al muerto que dejar morir al vivo!

Una vez dichas estas palabras, le hizo sacar el

cuerpo de su esposo del sepulcro y colgarlo en la

cruz vacía. El soldado usó el ingenioso recurso y al

día siguiente el pueblo admirado se preguntaba cómo

un muerto había podido subir hasta la cruz.

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Confía tu barco a los vientos/

pero jamás tu corazón a una mujer/

porque las olas son más firmes/

que la fidelidad de la mujer.

No hay ninguna mujer buena/

o si alguna vez lo ha sido/

No comprendo cómo algo malo/

pudo ser bueno alguna vez.

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