Santiago
de Chile, 1961-1964
Juan Enrique
Serrano Pellé y Graciela Mendieta participan a Ud. el matrimonio de su hija
María del Pilar con el señor José Donoso Yáñez, bendecido en la parroquia de
San Vicente Ferrer, el día 14 de octubre de 1961, a las 12.30 horas.
Cuando se casó
con mi madre, en Santiago de Chile, José Donoso ya
era el autor de Coronación y de dos tomos de cuentos, Veraneo y El Charleston. Estos
libros habían sido recibidos con buena crítica y, en algunos casos, con
aclamación.
Mis padres se
conocieron en Buenos Aires en 1958. Ambos fueron elegidos por un amigo común,
el pintor Gastón Orellana, para ser padrinos de su hija. Los presentaron el día
del bautizo mientras mi padre sostenía en brazos a su
ahijada. Esa misma tarde se inició una relación que los llevó al matrimonio
tres años después. Mi madre entonces había oído hablar sobre él, cuando su
prima le trajo desde Chile Veraneo y otros cuentos. Le
dijo que ese libro había ganado el Premio Municipal de Santiago.
Ella vivía con
sus padres en un lujoso departamento de la calle Alvear. El rango de
diplomático de mi abuelo —por ser director delegado
de la Corporación de Ventas del Salitre— le daba una posición privilegiada. Mi
madre vivía rodeada de lujo, de Cadillacs, vestidos y joyas. Mi padre, en
cambio, en ese momento estaba instalado en Buenos Aires con una realidad
económica muy distinta. Vivía en una pensión cuya dueña era una ex prostituta
francesa bastante anciana. Él era su único pensionista.
Así las cosas, una mañana que «madame» Jeanne se retrasó en
llevarle el desayuno, mi padre se dio cuenta de que algo extraño sucedía.
Entonces se levantó, fue a la cocina y la encontró muerta. Producto de las
indagaciones de la policía, se clausuró el departamento y él se tuvo que mudar.
Después supo que la policía había hallado una cantidad importante de dinero
escondida en los cajones de la francesa.
En el funeral,
mi padre se encontró con gente a lo menos curiosa: una mujer bella y madura a
quien la «madame» solía presentar como «Juliette, ma grande amie», quien la
visitaba frecuentemente; un trío de actrices venidas a menos; un hombre canoso,
atlético y tostado, con aspecto de cazador en vacaciones; una mujerona con largas
uñas pintadas verde lechuga. En fin, no demasiados, pero todos parecían disfrazados, como falsos actores de alguna
película de los años treinta. Mis padres deben haberse visto así también
bajándose de un Cadillac conducido por el chofer ucraniano de mi madre.
Mis padres
venían de mundos muy distintos. Ella, que era medio boliviana por parte de su
madre y medio chilena por su padre, había pasado casi toda su vida en el
extranjero. Durante su infancia vivió en Bolivia y
luego en el campamento salitrero de María Elena, en el norte de Chile. Tiempo
después, por razones laborales, mi abuelo fue enviado como representante de la
industria chilena del salitre a El Cairo, luego a Madrid y Buenos Aires.
Acostumbrada a
una vida glamorosa, a fiestas con príncipes y duques, no era extraño que
vistiera trajes de los mejores diseñadores del mundo.
Era alta, morena, de labios gruesos y una nariz importante; era una mujer a la
que nadie podía dejar de mirar.
La frase «baila, María, baila...» se repetía cada vez que ella
llegaba a las terrazas iluminadas frente al Nilo, a los salones de palacios y
embajadas, a hoteles y boîtes. Aquello sería su gran
recuerdo de esa época en la que fue el centro de toda atención gracias a la
samba, baile que le brindó popularidad en cócteles,
cenas y soirées y fue su mejor carta de presentación
en un mundo lujoso pero ahora demodé.
Mi madre vivió
tres años en El Cairo. Allí debió cambiar su bíblico nombre, María Esther, por
María Pilar, ya que en 1948 el suyo resultaba peligroso en medio del conflicto
entre árabes y judíos.
En Egipto
conoció a miembros de distintas realezas en el exilio,
entre ellos a Nicolás Románov, sobrino del último zar y con quien vivió un
romance. Con él asistía a fiestas en el Palacio de Sohria de la princesa Faiza,
iban a navegar en falúas por el Nilo, a pasear a caballo o en camello por el
desierto. Por ese entonces también conoció a Nanou Naw-al-Zaki, quien sería una
entrañable amiga durante toda su vida. También de entonces data su gran amistad
con Luis Guillermo de Perinat, un español encantador,
muy elegante, perteneciente a la alta aristocracia de la península, que vivía
en El Cairo por su cargo diplomático y a quien mi madre admiraba, sobre todo,
por su gran humor.
Pero sus
intereses no eran únicamente esta vida social que hoy parece sacada de un
cuento de hadas. Ella tenía grandes pasiones, como la pintura, los idiomas y el
periodismo. De hecho, fue la primera mujer boliviana
en trabajar en forma estable en un periódico.
Mi padre, en
cambio, provenía de una familia tradicional chilena, intelectual y burguesa.
Para ese entonces, sin embargo, su mundo era únicamente la literatura.
En sus
memorias, mi madre describe la primera vez que lo vio:
De mediana
estatura, más bien alto, se abrigaba con un montgomery azul
que encontré le sentaba muy bien. No era buen mozo, pero sí atractivo, con su
aire inteligente y los ojos claros que me miraban curiosos a través de los
cristales de sus lentes de miope.
Mi padre
siempre trató de explotar un cierto aire inglés en su apariencia, mucho tweed,
impermeables, montgomerys, prendas que usó hasta sus últimos días.
Pero había un
detalle que, sin entonces saberlo, los relacionaba.
Durante la infancia ambos tuvieron la misma institutriz inglesa, miss
Merrington. Ella se hizo cargo de mi padre antes de que éste entrara al
colegio. Luego, ella se fue a las minas del norte para ser institutriz de una
niña entonces llamada María Esther Serrano. Miss Merrington debió ser muy buena
maestra, pues tanto mi padre como mi madre tuvieron siempre una ortografía
inglesa impecable.
Cuando conoció
a mi madre, aunque tenía treinta y siete años, mi padre ya era un viejo.
Siempre se sintió atraído por la vejez. Desde niño observaba a los ancianos,
hablaba con ellos, interrogándolos sobre sus vidas. Diría que casi no fue un
niño, era un viejo-niño o un niño-viejo. Le gustaba seguirlos a todas partes,
casi embrujado. En un cuaderno explica el porqué de esta atracción: por su ceceo, por su cojera, por ese
aroma tan particular que tienen los que transitan cerca de la muerte.
Tal era su
atracción que siempre se interesó, con especial hincapié, en analizar la vida
de grandes creadores durante sus años de vejez. ¿Querría adelantarse a la
supuesta etapa más creadora y reflexiva disfrazándose de viejo?
Luego, cuando
por fin y de verdad fue viejo, se volvió un ser
libre, asumiendo feliz esa condición que brinda la libertad para decir y hacer
lo que uno quiere (para mí, en cambio, en mis recuerdos de niña, mi padre
siempre fue viejo).
Mientras vivió
en Buenos Aires y antes de tomar la decisión definitiva de casarse —a lo cual
le tenía mucho temor—, trabajó en varios relatos, pero no encontraba el tiempo
necesario para sacarlos adelante. Sobrevivía
empleándose en una oficina de abogados marítimos gracias a los contactos de una
amiga. Por supuesto, eso a él no le atraía en absoluto. Cansado de todo esto,
finalmente aceptó el ofrecimiento de su amiga Margarita Aguirre, que tenía un
campo en la provincia de Córdoba, para instalarse allí y así poder escribir con
tranquilidad durante algunos meses. Así nació el volumen de cuentos El Charleston.
Posteriormente,
decidió regresar a Chile y trabó una amistad entusiasta y admirativa con la
periodista Lenka Franulic, quien lo contrató en la revista Ercilla,
que entonces dirigía. Mi padre aceptó este trabajo como periodista para
tener algún ingreso seguro y poder escribir más tranquilamente. Trabajó ahí
hasta que se fue de Chile en 1964.
Durante
aquellos años en Ercilla debió viajar constantemente dentro y fuera del país. Así fue como le
correspondió cubrir el terremoto de 1960 en el sur de Chile.
Yo trabajaba
como redactor de la revista Ercilla. A la mañana siguiente
del tremendo sacudón, fui enviado en un monoplano de la Fuerza Aérea Nacional
—cabeza al aire, gorra y antiparras inmensas, la materia esponjosa y húmeda de
las nubes palpando mi rostro y el del piloto del
asiento delantero— a recorrer esa zona con el propósito de que enviara a la
revista el primer informe sobre la catástrofe que apareciera en la prensa. Como
era de esperarse, mi informe resultó más literario y personal que periodístico
y objetivo, y adolece de pobreza de información y de datos pormenorizados.
A los pocos
meses obtuvo el Premio Chile-Italia. Éste consistía en un viaje por las distintas ciudades de la península.
Aprovechando la ocasión, asume como corresponsal en viaje durante varios meses
para la misma revista Ercilla. El premio, sin embargo,
no incluía el pasaje desde Chile, por lo que consiguió que la Editorial Zig-Zag
le diera un adelanto por su próxima novela y así partió.
La separación
de varios meses fue una dura prueba para mis padres. Las cartas iban y venían, algunas llenas de amor; otras, de
reproches.
Desde Italia
mi padre mira sus posibles perspectivas literarias y las de su compromiso con
mi madre luego de dos años de relación. Mientras pasa unos días en Florencia,
escribe en su diario:
Tarde
increíble de soledad y emoción en Santa Croce. Larga caminata de vuelta a casa.
Mi llanto en Santa Croce fue algo inevitable, envidia
de una pareja de enamorados que divisé y, sobre todo, de la sonrisa de placer
que él —cojo de una pierna— le dirigió a ella al ver en la tumba el nombre
Galileo.
En su
recorrido por ese país, mi padre goza con la arquitectura y la pintura, aunque
se siente solo y triste. La nostalgia lo invade:
Me gustaría
conversar estas cosas con alguien. Pero en Italia nadie escucha, todos hablan y cuentan sus problemas, a nadie le importa lo que la
otra persona pueda decir o contar, como María Pilar.
De hecho, le
escribe a mi madre largas cartas de amor, colmadas de nostalgia. Le dice que si
no es con ella, no podría compartir su vida con nadie más.
Este largo
período, además de ser una experiencia inolvidable, marcaría una constante: el
viaje siempre fue para él una gran aventura, un goce
muy personal, basado en la observación, la crítica y el conocimiento.
Primero llegó
a Milán, donde escribe sobre la apertura de la temporada de ópera con la muy
polémica rentrée de María Callas en La Scala, después
de que ella tuviera una escandalosa conducta hacía algunos años. La Callas
cantó la ópera de Donizetti Poliuto. Mi padre estaba
deslumbrado con el ambiente mundano que al mismo
tiempo se vivía: mucha joya, mucho escote, mucho frac.
Aristóteles
Onassis, Grace de Mónaco, entre otros asistentes destacados, aplaudían a la
Callas. Describe de una manera elocuente la atmósfera y termina su artículo
mencionando hasta el menú de un restaurante muy elegante donde Aristóteles
Onassis agasajó a la Callas luego de la función: ostras de Holanda, trucha de
Escocia y pavo a la Savini.
Mi padre
entrevistó a los hermanos del Papa Juan XXIII, Zaverio y Alfredo Roncalli.
Luego, viajó a Trieste en busca de las huellas de James Joyce. Relata la vida
del autor de Ulises, quien llegó a Trieste sin nada y
fue contratado como profesor en la Berlitz School. Allí habló con quienes lo
conocieron y lo recordaban como un hombre extraño, difícil, indescifrable, pero claramente excepcional. La cuñada de Joyce aún vivía en
Trieste y también la hija del gran escritor italiano Italo Svevo, que fue
íntimo amigo de Joyce. Ambas relataron a mi padre la estadía de Joyce durante
esos años en Trieste.
Incansable,
tomó rumbo a Sicilia, ahora en busca del mundo de El
Gatopardo, del príncipe de Lampedusa. En su búsqueda conoció en Palermo
a una chilena, Sonia Ortúzar Ovalle, de setenta y
tres años, en ese entonces duquesa de Aliata de Salaparuta, que vivía en una
lujosa villa de Bagheria y había sido amiga personal de Lampedusa. También
conoció a Gioacchino Lanza di Mazzarino, hoy Gioacchino Tomasi di Lampedusa,
hijo adoptivo del autor de El Gatopardo, quien inspiró
el personaje de Tancredi, según se dice. Mi padre lo observa minuciosamente
tratando de reconocer en él al personaje.
Continuó su
viaje por la ciudad de Merano. Ahí entrevistó al poeta Ezra Pound, quien vivía
encerrado entre los cerros del Alto Adige, en el Castillo Brunnenburg de su
hija Mary, casada con el príncipe Boris de Rachewild. Le había pedido a unos
amigos comunes que lo llevaran a visitarlo. Estaban todos reunidos en la sala
del castillo cuando entró Ezra Pound, alto y delgado,
quien se hundió en un sofá. De pronto, le preguntó a mi padre de dónde era y,
al responderle que de Chile, le dijo que el español era un bellísimo idioma y
siguió contando ciertas cosas. Luego, volvió a sumirse en el silencio, pero al
despedirse de mi padre, Ezra Pound le dijo: «He dicho muchas cosas inteligentes
en mi vida, pero he hecho tan pocas...».
Finalmente,
antes de volver a Chile, en Roma entrevista al pintor
Chirico. Sentado en el famoso Café El Rosati, divisó por primera vez a Giorgio
de Chirico y consiguió una entrevista. El día señalado llegó a un departamento
de un excesivo lujo barroco. Según mi padre, todo lo contrario a lo que debe
ser la casa de un artista.
Hay muchos
otros artículos que escribió, los cuales muestran una faceta suya muy
desconocida: un periodismo literario único, teñido
por la fantasía. Permiten entrever su visión tan particular del mundo que lo
rodeaba, en especial la de Chile, llegando a lugares remotos, descubriendo
realidades, personajes olvidados, rescatando tradiciones, además de un amplio
registro de entrevistas a personajes de la cultura nacional.
De regreso en
Chile le escribió a mi madre para encontrarse en Santos, Brasil. En un momento de locura, quisieron casarse en el barco,
pero mi madre lo pensó mejor y desistió. Así, su largo noviazgo, no carente de
altibajos, dudas, frustraciones y desencuentros, continuó en Chile hasta
culminar en el matrimonio.
Al poco tiempo
de casado, mi padre ya se había propuesto salir del país. Se sentía atrapado en
un callejón, literariamente hablando, y pensaba constantemente en buscar nuevos horizontes.
Para él era
absolutamente necesario escribir una obra mayor, algo que lo levantara más allá
del medio, aunque no supiera bien en qué dirección. Tenía la ambición de hacer
algo monumental, el retrato de todo un mundo. Sí, retratar, porque aunque
parezca increíble, en aquella época todavía existía la obsesión con la «novela
documento», con la «sencillez estilística» y la
«claridad» como elementos necesarios para la gran prosa. En un ensayo revela:
Supongo que se
trataba de un neorrealismo, de inspiración marxista, de literatura útil,
significativa. No recuerdo quién me contó que Pablo Neruda había dicho en
alguna parte: «Pepe tiene que escribir la gran novela social de Chile. Nadie
siente el frío de los pobres como lo siente Pepe». Lo que, claro, es absurdo.
Estaba en
estos conflictos cuando cayó en sus manos La región más
transparente, de Carlos Fuentes, una de esas obras clave que llegan con
un mensaje en un momento preciso. De una plumada terminó con todos los cánones
de la sobriedad y la medida chilena. Destruyó su deseo de hacer algo literal
que sólo fuera una transposición de la realidad. Le abrió las puertas a otro
mundo, a otra estética.
Leer a Carlos
Fuentes era como respirar por primera vez, era desembarazarse de una vez de
todos los prejuicios del buen gusto, de la medida, de la realidad comunicable
sólo de una manera documental, de la linealidad de la novela. Tan distinta a
las grises tentativas de los novelistas de la llamada «Generación del 50» en
Chile.
Como marido,
mi padre le exige a mi madre dos cláusulas
matrimoniales indispensables. La primera, que supiera manejar un auto, ya que
él no sabía y no iba a aprender nunca y, la segunda, que debía leer a Proust,
porque si no, no tendrían de qué hablar.
Antes, durante
y después de contraer matrimonio, José Donoso se somete a un proceso de
psicoanálisis sin el cual quizás no hubiera dado ese paso tan definitivo que es
casarse. Definitivo sobre todo cuando ocurre, como en
su caso, a los treinta y siete años. Esto, sin embargo, no deja de ser la causa
de los tempranos quiebres con mi madre, quien, a pesar de sus sufrimientos e
inseguridades, lo apoya en todos sus proyectos.
El costo, como
se verá en esta carta de noviembre de 1961, es alto:
Primera página
de mi diario casada. Pepe dice que respetará mi diario, ojalá.
Estoy triste
sin saber por qué muy bien. En este momento significa, al escribir, poder ser
totalmente yo sin el temor de desagradar a Pepe, sin tener que esconderme a mí
misma constantemente, de no hablar, de estar callada porque Pepe no quiere que
hable.
A Pepe tampoco
le gusta mi risa, sólo a veces...
Pienso que de
verdad le intereso sólo como obra y reflejo suyo.
Pero luego, en otras páginas del diario, se siente feliz y
escribe que su felicidad se llama «Pepe»:
Qué
maravillosamente delicioso es sentirse feliz como esta noche. Sentir su deseo
esta mañana, nuestra unión y alegría por la tarde, el que no quiera salir, ni
estar con nadie, que el estar conmigo incluso sin hablarme como ahora que lee
junto a mí.
En ese momento
mi padre estaba atravesando por un embotellamiento
literario. Sentía que no podía saltar más allá de su propia sombra y que vivía
una vida que no le gustaba. Años después recordará esa época:
Y en mi sombra
me encontraba siempre con la figura de un
clochard,
de un ser totalmente destituido y sin nada. Recuerdo, como primera piedra de El obsceno pájaro de la noche, las largas conversaciones con
mi psicoanalista sobre esa figura que me acosaba, con
la que soñaba, por la que sentía un atractivo feroz y un terror espantoso.
Recuerdo, sobre todo, la envidia que me daba ese hombre que no tenía miedo
porque no tenía nada que perder, cómo el clochard
quedaba
situado fuera del miedo, fuera de la envidia, como era, de alguna manera, la
imagen del poder, yo quería ser él. Pero como nunca se me planteó la vida como
una disyuntiva definitiva entre el clochard o el amparo del matrimonio que me salvaría de la
temida intemperie de estos. Los seguía, les hablaba, sentía que la necesidad de
ponerme en contacto con el mundo de ellos aumentaba, crecía, me obligaba a
buscarlos una y otra vez, de nuevo con ese deseo de abandonarlo todo, de borrar
mis huellas, de dejar atrás mi identidad y ser uno de ellos, en Santiago, en Buenos Aires, en Marruecos, en cualquier parte del
mundo. Era la libertad de la destitución, de no poseer nada ni ser nadie, lo
que en ese momento me seducía; más aún, lo que envidiaba obsesivamente.
A los pocos
meses de matrimonio esta obsesión queda relegada por los problemas domésticos.
Vivían entonces en una casita en el campo, en Santa Ana, Talagante, y él
escribía su cuento «Santelices».
Mi madre sigue
escribiendo en su diario las primeras experiencias de casada. Son palabras
dolorosas y que describen la dinámica de una relación que se perpetuará en el
tiempo:
Me dijo que
cuando salíamos juntos lo dejaba en vergüenza. Debo convencerme de que por un
largo tiempo no debo ser más que una sombra decorativa al lado de Pepe cuando
estamos con gente.
Por el momento lo más importante es él, su angustia, su realización,
su obra, su vida, y yo como un complemento para ella.
Como vivían
siempre en casas prestadas por algún amigo generoso, mi abuelo materno les
regaló finalmente una que ellos podían diseñar a su gusto. La construcción tomó
un lugar central y obsesivo en su existencia, desterrando, o enterrando
momentáneamente, su profunda ligazón y dependencia de
la idea del clochard. Era, en un plano simbólico, la
negación a su posibilidad de «ser» un clochard, tener
casa, mujer, jardín...
Hablando
conmigo, cuando la muerte estaba ya cercana, me explicó, tendido en el
chaise-longe de su estudio, su obsesión con los clochards:
—Una vez un
amigo me dijo que quizás mi literatura se había empobrecido por todas las cosas
que yo me negué, por no aceptar la disolución en mi
vida, por no asumir que esa era «mi realidad». Quizás tenía razón, tal vez mi
verdadera vocación se encontrara en la disolución. Y pensé y pensé durante días
y días en el clochard, que encarnaba todas las
posibilidades de disolución. Pero pensé también que uno de los atributos
inseparables del escritor es su inmoralidad. Entregarme a la disolución del clochard hubiera sido sin duda un
acto de integridad moral... integridad moral que indudablemente me hubiera
impedido escribir. No hay que olvidar que siento terror, además de seducción,
por la disolución y por el «clochardismo». Y actué, entonces, como tantas veces
actúo, por terror, y dije no, y fui un ser inmoral porque preferí seguir siendo
escritor antes que seguir «mi realidad», como si uno tuviera sólo una. Me reconozco un ser incompleto, no he vivido hasta
las últimas consecuencias muchos de mis impulsos. Pero quizás sea esa
inmoralidad mediante la cual voluntariamente me mutilo y acepto ser un hombre
incompleto, lo que me permite escribir y lo que da a mi obra el sabor y el
carácter que tiene. La esencia del escritor, me parece, es su visión limitada.
Pocos meses
después de casados la vida en pareja se complica. A
esas alturas, para mi madre el alcohol es un tema importante y causa roces en
la relación. Además, deben operarla de urgencia a causa de unos quistes
uterinos.
La noche en
que se hospitalizó, escribió en su diario:
Se acaba de ir
Pepe y empieza la noche larga y difícil de la víspera de mi operación. Estoy
sola y deprimida, asustada de esta noche larga y
vacía. Esta noche no podré tomar mi clásica «mamadera» para dormirme...
Me doy cuenta
de que un problema que tengo que elaborar dentro de mí es mi sed de amor
concentrada ahora en Pepe. Está bien quererlo tanto y él lo desea, pero mi
excesiva ternura y deseo de amor pueden cansarlo. Quisiera por ello trabajar en
algo interesante que me dé algo de «vida propia» aceptable y aprobable por Pepe. No tengo aún ni casa ni hijos que me ocupen, es
complicado y caro empezar a pintar, aparte del hecho de que necesitamos que yo
gane plata.
No quiero
olvidarme de lo que me dijo hoy Pepe: «Cuando la odio a usted es porque me odio
a mí mismo». Parece que sí me quiere, me ama mucho y me es tan importante.
Luego de la
operación, a mi madre le dieron pocas esperanzas de tener hijos. Dado que lo que más quería en el mundo era un hijo, el
pavor de ser estéril la marcó profundamente. Los almuerzos familiares llenos de
sobrinos, las navidades, las visitas a casas de amigos con hijos, comenzaron a
ser un calvario para ambos.
Pero en el
campo en Santa Ana hubo también momentos maravillosos. Escribe mi padre:
Era una época
de acercamiento y amor total, pese a las regulaciones
exteriores, a nuestros deseos e impulsos que regían nuestro amor físico.
Recuerdo el frío invierno, cuando yo la hacía desnudarse junto a la estufa y me
pasaba gran parte de la tarde dibujándola, hasta que la chimenea le ponía
colorada todo un lado del cuerpo. Recuerdo la primavera, debajo de la glicinia,
el perro a nuestros pies, y el olor a miel, bajo esa cortina de flores
calientes. Recuerdo que María Pilar pintaba unos
bodegones muy simples, muy blancos, quizás lo que más me gusta de todo lo que
ha pintado en su vida, por lo directos. Recuerdo esa sensación de felicidad.
Mi madre
comparte esos sentimientos:
Días de
felicidad con Pepe. Hoy, por ejemplo, me llamó para hacer el amor a media mañana
en medio de su trabajo y el mío, y tuve la sensación de que aunque yo pude gozar, a él le costó hacerlo y sólo pudo muy al final.
Es él lo que cuenta... a quien amo, bendigo y agradezco a Dios que me lo dio y
nos bendiga también con un hijo. Como siempre, como todo en mi vida, está
costando mucho.
Es en ese
preciso momento cuando empieza a escribir El obsceno pájaro
de la noche. Lo primero que escribió fue el prólogo, en agosto de 1962,
y terminaría en 1969. Muchos de los elementos de la
novela final existían ya en estado embrionario en esa época, lo central, lo que
engendró El obsceno pájaro de la noche fue el problema
de la esterilidad. El Pique, al que alude en la novela, era un abyecto perro
sarnoso, flaco y amarillo, que rondaba la casa de Santa Ana, tenía una mirada
servil e hipócrita, se escabullía dentro de la casa y aparecía por todos lados.
A pesar de que eran muy aficionados a los perros, no
podían soportarlo, y mi padre, especialmente, le tenía una aversión particular.
Una noche en
Santa Ana ocurre un hecho que marcará la escritura del Obsceno
de acuerdo a un ensayo sobre la gestación de esta obra:
Yo había
estado escribiendo mucho, recuerdo, y llamaron mis cuñadas un sábado para
preguntar si podían ir a pasar el domingo en familia
con nosotros. María Pilar contestó que lo sentía mucho, pero que era imposible
porque yo estaba trabajando mucho y no se me podía interrumpir. Sin embargo, el
domingo llegaron mis dos hermanos, con mis cuñadas y sus hijos, a quienes María
Pilar y yo queríamos mucho, y queremos mucho. Me llamó a una habitación
furiosa, diciéndome que era el colmo, que porque yo era escritor no se me
respetaba, que si yo fuera cirujano como mi hermano
Pablo, a ver si me iba a recibir durante una operación, etc., etc. Yo le dije
que se calmara, y que —aunque tenía toda la razón del mundo— no tenía razón, y
que puesto que estaban ahí, bien valía la pena pasarlo lo mejor posible. Yo
estuve especialmente cariñoso con mis sobrinos y quizás porque sentí cierta
hostilidad de María Pilar hacia ellos, algo me
impulsó a «echarla», a decirle «Ándate... no quiero saber más de ti». Después
que partió la parentela, nosotros cenamos. Noté que María Pilar había bebido y
que tambaleaba un poco. Nos acostamos. Afuera la noche estaba inmensa y
estrellada, era de primavera. Y entonces María Pilar comenzó a llorar, a decir
que ella no servía para nada, que yo la había echado porque ella no era capaz
de darme un hijo, o porque no me lo había dado
todavía y quizás nunca me lo daría, que era basura, abyecta, que me dejaría,
que claro, no merecía vivir a mi lado, que mejor se iba a vivir con el Pique,
que cuando yo la necesitara, para lo que fuera, aunque no fuera más que para
barrer la casa, la fuera a buscar a la caseta del Pique, que aullaba y aullaba,
que la estaba llamando, que había luna llena, que ella
me quería a pesar de todo y estaba a mi disposición, pero que no quería
molestarme, porque no me merecía, ella sólo merecía al Pique. Con un empujón se
liberó de mi abrazo, para ir desnuda donde el Pique, y cayó al pie de la cama,
borracha, vomitando. Traté de consolarla, y entre abrazos y reconciliaciones,
entre la angustia y el aullido del Pique afuera, se prolongó una de las noches
más memorablemente embrujadas, abyectas, magníficas
de mi vida, que cambió y me hizo aprender la relación con mi mujer, y,
ciertamente, cambió el rumbo de El obsceno
pájaro de la noche.
Hijo de esta noche real fue uno de los capítulos de la novela.
Para mi madre,
en tanto, el tema de la infertilidad fue cada vez más doloroso:
Mi deseo de un
niño. Me he dado un año hasta probar otro médico.
Hoy creí ver cruzar a mi perro entre los autos y estoy
llorando a sollozos. Este perro es la imagen del hijo que no tengo.
La angustia...
dice Pepe que no debo «mamarme» por las noches como lo hago, compulsivamente
tantas noches, por huir. Mi miedo se mete siempre en una copa de alcohol...
tengo que encontrar otra respuesta, o no, enfrentarme con él y dejar que la
respuesta se imponga.
La casa que se
estaban construyendo en Los Dominicos avanzaba. Su diseño quedó a cargo de dos
arquitectos jóvenes, Rodrigo Márquez de la Plata y Jorge Swinburn. Aunque mi
abuelo materno les había regalado esa magnífica casa, de todos modos fue una
época muy difícil. Lo que mi padre recibía por sus colaboraciones en la revista
Ercilla no era suficiente. Mi madre, asimismo,
aportaba a la inestable economía familiar haciendo
traducciones de obras como Les personnages, de
Françoise Mallet-Joris, o Who’s Afraid of Virginia Woolf,
pero eran muy mal pagadas. En su diario apunta sobre esta última:
Estoy
traduciendo Who’s Afraid of Virginia Woolf. Es una obra estupenda y
cruel. También encuentro que dirigida a un público muy sofisticado, pues está
llena de sobreentendidos y simbolismos psicoanalíticos.
Debido a los
gastos del tratamiento ginecológico contra la esterilidad y la cuenta del
psicoanalista, apenas si podían mantenerse a flote.
La casa, no
obstante, se termina de construir y por fin se trasladan a Los Dominicos. Es
realmente espectacular: tiene un gran patio circular rodeado de un muro como
una viruta, con una torre hermética con un salón de dos pisos, y la cara
interior de la casa abierta al parque y a la
cordillera. A pesar de lo palaciego de la residencia, no tienen siquiera cómo
calefaccionarla. Los sábados tenían open house a la
hora del té y la casa se llenaba de amigos y enemigos que venían a verlos o a
husmear. En esa época desfiló todo el mundo de la picaresca
artístico-social-literaria por allí, desde Catalina Cruz y Manolo Montt hasta
María Elena Gertner, Sonia Vidal, Manuel Rojas y Juan
Agustín Palazuelos. Su gran amiga, Inés Figueroa, la primera mujer de Nemesio
Antúnez, nunca quiso visitarlos.
Mi madre
escribe justo antes del traslado a su nuevo hogar, donde todo se hará más
difícil:
Cómo disfruto
de la deliciosa calma, qué deliciosa vida la de estos meses, solos acá arriba,
casi sin ir a la ciudad. El campo, su sol de invierno,
el tecleo de la máquina de Pepe, el juego de los perros y yo pensando lo feliz
que soy y cómo gozo de esta vida.
Pepe dice que
está demasiado pegado a mí. Me da miedo pensar en este próximo año en USA. Soy,
somos tan felices.
A su vez, mi
padre apunta:
Recuerdo las
reuniones en mi casa los sábados y el silencio del resto de la semana, recuerdo
que escribí, escribí mucho, recuerdo haber leído La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, recuerdo
estar obsesionado con la pugna Cortázar-Sábato, tan inseparables en mi
imaginación, recuerdo haberme hecho amigo de Carlos Alberto Cruz, que me
satisfizo como amigo como hacía tiempo no me satisfacía ningún amigo nuevo,
recuerdo que dejamos de ir a ginecólogos y volvimos a una vida erótica normal,
nuestra, no esclavizada.
Recuerdo
a muchos amigos en ese tiempo, recuerdo sobre todo cómo fructificó nuestra
amistad con la pareja Jorge Swinburn y Poly del Río. Él era uno de los
arquitectos que nos construyó la casa. Ella empezó a escribir conmigo en las
jornadas del cuento organizadas por Enrique Lafourcade en 1954, y
posteriormente llegó a ser una de las «musas» de quien todos los escritores se
enamoraban. Nos visitaban con bastante frecuencia, y
con ellos era de las pocas personas con quienes se podía hablar de «gente», sin
«pelar», sino analizando, desmenuzando, un arte que después cayó completamente
en desuso. Poly tenía alrededor de ella una corte de amigos-adoradores, Antonio
Avaria, Armando Uribe, Jorge Sanhueza; todos, menos Sanhueza, muchísimo más
interesantes contados por ella, desmenuzados y analizados
por ella, que conocidos en su cotidiana realidad.
Mi padre
trabaja incansablemente: escribe y reescribe los primeros capítulos de El obsceno pájaro. Siente la imposibilidad de hacer que la
novela avance. Escribe lo mismo sin incorporar más situaciones ni personajes;
da vueltas en círculo y el proceso creativo se convierte en un laberinto.
A pesar de las
dificultades, las ideas se le agolpan una tras otra.
Anota fechas, planes, estructuras, argumentos; la mayoría de los personajes ya
están perfilados: la Peta Ponce, Humberto Peñaloza, Jerónimo de Azcoitía, Inés,
la Iris Mateluna, Boy. En tanto, otros proyectos ocupan su cabeza y eso le
permite descansar un poco de El obsceno pájaro de la noche.
En su diario anota:
Juego, durante
un día, con la idea de un curso y un libro sobre la
novela contemporánea, que sugiere una visita del escritor chileno Mauricio
Wacquez. Introducción: novelistas norteamericanos hoy. 1: Cortázar, el artista
libre. 2: Carlos Fuentes, el sociólogo. 3: Ernesto Sábato, la metafísica
Argentina. 4: Mario Vargas Llosa, hacia un humanismo integral de la novela. Pero
decido no hacer nada. No puedo. Mi novela, mi novela, mi novela. Este libro lo proyecto para cuando yo cumpla cuarenta años.
Tardará cinco
años más.
El trabajo en
la revista Ercilla lo agobia y la idea de irse de
Chile empieza a ser una necesidad. Por entonces, en noviembre de 1964, es
invitado a un simposio en México. Es su primera invitación al extranjero en
calidad de escritor. Saldría de Chile sin sospechar que esa ausencia duraría
dieciséis años.
Mi padre había
conocido a Carlos Fuentes dos años antes, en un congreso en la Universidad de
Concepción en 1962. Al ser presentados, el mexicano le dijo:
—Tú no te
acuerdas de mí, pero estuvimos juntos en el colegio The Grange, cuando mi padre
era diplomático aquí en Chile; yo estaba varios cursos más abajo que tú, por
eso no te acuerdas de mí.
Se hicieron
amigos inmediatamente. Carlos Fuentes le pidió que le
regalara Coronación para llevárselo y mi padre le
entregó varios ejemplares. Luego, se escribieron cartas durante los meses
siguientes. Un día, Fuentes lo llamó:
—Cuate, le
entregué tu novela a Fidel Castro y a mi agente literario en Nueva York, Carl
D. Brant, que se la mandó al gran editor norteamericano Alfred A. Knopf y
quiere editarla.
Así se abrió para él el mercado internacional.
Carlos Fuentes,
casado entonces con la bella actriz Rita Macedo, lo invita a quedarse en su
casa y le presta una casita de huéspedes, que estaba al fondo del jardín, por
tres meses para que escribiera tranquilamente.
El simposio,
financiado por la Fundación Rockefeller, se lleva a cabo en la ciudad de
Chichén Itzá, en Yucatán, a la cual, por la distancia,
sólo podía llegarse en avión. Carlos Fuentes y él estaban asustadísimos ante la
idea de este viaje (ambos tenían en común el terror a volar en avión), pero
finalmente parten junto a personalidades como Juan Rulfo, Lillian Hellman,
William Styron, Norman Podhoretz, José Luis Cuevas y otros tantos, en un viaje
que, tal como lo preveían, resultó infernal, con fuertes turbulencias, gritos
de pánico y el consiguiente alivio una vez que
tocaron tierra.
Años después,
en el living de la casa en Santiago, Carlos Fuentes, tendido en un sofá,
recordará este episodio entre risas e ironizando sobre lo que habría pasado si
ese avión se hubiera caído:
—Habría sido
el fin de una generación de luminarias literarias completa y el curso de la
literatura latinoamericana habría cambiado por completo.
Aquella vez
también recordaron amenamente cómo un grupo de estas lumbreras, con tequila,
whiskys y daiquiris en el cuerpo, tenía un gran alboroto en el pasillo del
hotel jugando trivia: ¿Quién hizo el papel de Prissy en Lo
que el viento se llevó?, ¿Con quién se casó el modisto Adrián? Mi padre,
Cuevas y Styron eran los campeones indudables y los que más gritaban.
¿Intelectuales serios, durante un simposio, hablando
de Lupe Vélez haciendo el papel de Cleopatra?
Este episodio
le reveló a mi padre una nueva visión de un mundo que desconocía, según destaca
en Historia personal del Boom:
El poder
contestar algunas de esas cosas absurdas asentó de cierta manera en mí la
sensación de pertenecer a una generación internacional y contemporánea, ya que
participábamos todos de los mismos mitos
cosmopolitas, a cuyos personajes aludíamos, y que para nuestra generación estos
mitos triviales, tantos de ellos rescatados por el pop, tenían una vigencia por
lo menos tan grande como los heroicos mitos nacionales.
Esa notable
velada llena de recuerdos y risas será recordada también por una noticia
triste. Esa misma noche, en el living de nuestra casa de Galvarino Gallardo,
Carlos Fuentes, casado hacía muchos años con su
segunda mujer, Silvia Lemus (La Güera), recibió la noticia de la muerte de su
primera esposa, Rita Macedo.
De regreso en
Ciudad de México, Carlos Fuentes invita a una comida en su casa para despedir a
todos los asistentes al simposio. Esa noche mi padre conoce a Gabriel García
Márquez. Mientras actrices, escritores, poetas, pintores, escultores,
autoridades, cantantes y todo tipo de asistentes
disfrutaban de la fiesta, mi padre buscaba a García Márquez por los salones,
porque había leído El coronel no tiene quien le escriba
y alguien le había dicho que Gabo estaba en la fiesta. De pronto, se le acercó
un señor de bigote negro que le preguntó si él era Pepe Donoso y con un abrazo
latinoamericano comenzó una gran amistad, no exenta de futuros problemas, o envidias escondidas bajo la alfombra:
Vi a García
Márquez como un ser sombrío, melancólico, atormentado por su bloqueo literario
tan legendario como los de Ernesto Sábato y el eterno bloqueo de Juan Rulfo,
del que salió con la gloria que es de conocimiento público.
Para mi padre el inicio del Boom como tal comienza con esta
fiesta en casa de Carlos Fuentes, presidida por la figura
hierática de Rita Macedo cubierta de brillos y pieles, y a la que describe como
una
diosa estática, intocable, era como si las autoridades culturales de México la
hubieran prestado para la ocasión como valiosísima pieza traída del recién
inaugurado Museo Arqueológico y Antropológico de México.
Esos meses en
México fueron deliciosos para mis padres: buena relación entre ellos, paz para
escribir, amigos, sabores, olores... Pero aun así él
estaba atormentado por el lento y difícil desarrollo de El
obsceno pájaro de la noche. Escribe entonces El lugar
sin límites, que en un principio se llamaría Ríe el
eterno lacayo. Aquel libro surgió de un pequeño episodio de apenas una
página presente en una de las tantas versiones de El obsceno
pájaro. Al respecto, mi madre, en su libro de memorias Los de entonces, cuenta:
Carlos Fuentes,
en su escritorio, situado en el living de la casa, escribía Cambio de piel, con el tocadiscos a todo dar con música barroca,
ponía una cortina de sonido entre él y el mundo que lo rodeaba. En la casita
chica de atrás, al fondo del jardín, Pepe escribía El
lugar sin límites.
Yo, en una mesa puesta en la sombra del jardín, traducía Harry is a Rat with Women. Y Rita, en su pieza
de costura que daba al jardín, trabajaba con su máquina de coser. Los ruidos,
sumados a la música de Carlos y al tecleo de las tres máquinas de escribir,
componían un concierto extraño, muy moderno.
Unos meses
después, a mediados de 1965, viajan a Nueva York invitados para el lanzamiento
de Coronación por la Editorial Alfred A. Knopf. Era su
primer libro traducido al inglés. La partida estuvo
llena de complicaciones, pues al ir a buscar la visa para ingresar a los
Estados Unidos se llevaron la gran sorpresa de que había sido rechazada. De
inmediato empezaron a indagar sobre lo que podría haber ocurrido y luego de
muchos llamados telefónicos descubrieron que el embajador de la India en Chile
había informado a Estados Unidos que mi padre era comunista y miembro activo del Instituto Chino-Chileno de Cultura.
¿Cómo se gestó
todo esto? Por una increíble venganza. Años antes, mientras trabajaba como
reportero para la revista Ercilla, este embajador le
pidió a mi padre que escribiera un artículo sobre la invasión al Tíbet por los
chinos, para el cual él le daría todos los datos. Mi padre estuvo de acuerdo,
pero quiso incluir información de la versión china de
los hechos. Al parecer, esto hizo que el embajador se sintiera ofendido y se
vengó. No pudieron viajar sino hasta que aclararon el asunto. Una vez que todo
estuvo despejado pudieron entrar a Estados Unidos.
En Nueva York
alojaron en casa de John Elliott, amigo de mi padre de los tiempos en que ambos
estudiaban literatura en la Universidad de Princeton.
Alfred A.
Knopf era el supremo editor americano de ese
entonces. Su sello era uno de los más influyentes y de mayor visión para
presentar al público norteamericano la literatura extranjera. Era, además, un
gran sibarita: nadie como él sabía tanto de comida y sitios donde comer, y, por
lo demás, nadie era más expresivo que él cuando el vino o el plato no cumplía
con sus requisitos. Ser editado por Knopf, en aquellos tiempos, era toda una hazaña e implicaba un gran ceremonial.
La llegada a
Nueva York, el ambiente, su nerviosismo por el lanzamiento de Coronation son recreados por mi padre en un ensayo:
Alfred A.
Knopf y su mujer, Blanche, me ofrecieron un almuerzo en el Harmonies Club, el
Club de la Unión Judía, y sólo entonces caí en que era judío, y pese a mis años
como estudiante en la Universidad de Princeton, nada
sabía sobre el vasto mundo judío neoyorquino hasta que leí Old Money, de Nelson W. Aldrich Jr., para comprender las
diferencias, y sobre todo para captar la inmensidad del poder de los judíos en
Nueva York.
María Pilar
tenía muchos vestidos elegantes que guardaba de su trousseau
para
asistir al almuerzo, pero no tenía zapatos, así que partimos corriendo a
comprar unos a la tienda más barata que encontramos y
fueron la sensación de la fiesta. Alfred Knopf nos recibió muy elegante y
refinado, pero algo pintoresco, gran gourmet; la comida era increíble. Su
mujer, Blanche, una señora de piernas largas y flacas, se ocupaba de toda la
parte francesa de la editorial, era muy amiga de Camus. Fue ella quien durante
la Segunda Guerra Mundial le regaló «el impermeable» a Camus, que fue su atuendo típico. Blanche hablaba con María
Pilar en un rincón, y ante la conversación ansiosa de María Pilar de no poder
quedar embarazada, le contestó muy seriamente «don’t have children, have dogs».
Después, el
editor los llevó a comer a la casa de John Hersey, donde cenaron con el
arquitecto Philip Johnson y Richard Ellmann, el biógrafo y editor de James
Joyce, además de otros notables comensales. Al día
siguiente, la invitación fue al Metropolitan Opera y al Opera Club, pero de
etiqueta. Mi padre tuvo que rápidamente conseguir prestado un esmoquin para tal
ocasión. Sentando en el palco del club sentía que el mundo se abría ante él.
José Donoso
recuerda a este personaje tan especial que era Alfred Knopf como un hombre
corpulento y colorado, vestido siempre con camisas
escandalosamente llamativas, con unos agresivos bigotes y patillas blancas, con
innumerables pares de anteojos, siempre colgando sobre su pecho junto a su
máquina fotográfica. Era un verdadero espectáculo.
Los Knopf
invitaron a mis padres a pasar un fin de semana a su casa en Purchase, Connecticut,
en las afueras de Nueva York.
Antes de la
cena no sirvió más que un jerez muy suave
(consideraba una grosería tomar whisky, que anestesia las papilas del gusto).
Recuerdo el menú de gourmet: una entrada consistente en delgadas rajas de melón
rosa alternadas con melón verde, espolvoreadas con un poco de jengibre
confitado; luego, un espectacular y abundante guiso de perdices en una fuente,
cubierta por masa de milhojas; no recuerdo el postre. Se habló de muchas cosas,
entre otras de la belleza de la campiña americana,
que lamentábamos no conocer mejor. Entonces, Alfred rugió: «Si hubieran tenido
la cortesía de levantarse más temprano esta mañana, los pensaba llevar de
paseo».
Era verdad,
María Pilar y yo llegamos agotados después de los inusuales festejos
neoyorquinos y para reponernos habíamos dormido toda la mañana. Al echarnos en
cara nuestra descortesía, Alfred se puso rojo de ira,
parecía que iba a estallar al igual que cuando lo conocí por primera vez en
Chichén Itzá e irrumpió sobre el bullicioso juego de trivia que sosteníamos:
Knopf apareció en pijama y nos gritó que nuestra conducta no era decente y
mejor sería que nos fuéramos a acostar si no queríamos que se quejara a las
autoridades del hotel.
En este viaje
a Nueva York coinciden con Carlos Fuentes. Estaba
supervisando la filmación de la última parte de Las dos
Elenas, en la que actuaban William Styron, Norman Podhoretz, Jules
Pfeiffer, Lee Radziwill. Mis padres aparecieron como extras en una fiesta en el
Hotel Saint Regis.
El último día son
invitados a una comida para agasajar a Carlos Fuentes en el departamento de
Rodman Rockefeller y su esposa, Bárbara, quienes
habían financiado el simposio realizado recientemente en México. Esperando
encontrar grandes lujos, quedaron sorprendidos con la exagerada sencillez del
decorado: la cena misma fue desilusionante, pues esperaban caviar y champagne
francés, pero era un simple cordero con patatas cocidas. Mi madre recuerda a
raíz de esta invitación:
Rodman comentó:
—Nosotros
no vamos a discotecas porque son muy caras.
Pensaba, estoy
segura, que esa declaración, el sencillo cordero y las porcelanas falsas serían
puntos a su favor, que atraerían nuestra aprobación y simpatía latinoamericana,
y que no percibiríamos su sentimiento de culpa.
Después, por
esas cosas fortuitas de la vida, lo llaman de la Universidad de Iowa para
ofrecerle un puesto como profesor de un curso sobre literatura inglesa.
Acepta
inmediatamente.
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