viernes, 29 de enero de 2021

CORRER EL TUPIDO VELO. Washington, 20 de enero de 1993. PILAR DONOSO.

 


Washington, 20 de enero de 1993

Me hace falta sentarme a contarte cosas y que me cuentes tú a mí, como algunas veces lo hemos hecho y me hace tanta falta.

Por la carta que nos mandaste, me da mucha pena saber que no me has perdonado. Es cierto que te he hecho sufrir, y tienes derecho a tus rencores, sobre todo en este caso cuando la crisis fue tan dolorosa para ti (y para mí). Pero te tengo que decir que estoy adolorido y arrepentido por el daño que te hice y asumo completamente mi culpa. Espero algún día saldar esa deuda contigo y que me perdones...

No sé si te aliviará que te explique algunas circunstancias mías. El año pasado, sabrás, tuve una larga y angustiosa crisis de paranoia general. No era sólo que creyera que tú me estabas destruyendo, era también tu madre, era la Claudia, era mi tía Berta, era la María, eran todas. Todas estaban conspirando de una manera terrible, me parecía, para destruirme. Lo analicé largo y tendido con mi terapeuta y llegué a tocar las raíces más profundas de mi propia inseguridad, de la que no culpo a nadie sino a mí mismo. En pocos períodos de mi vida me he sentido tan acosado por las mujeres (también por mis médicos, por mis hermanos, por mis amigos: Fernando Balmaceda, Jorge Edwards, Alberto Pérez) y tan frágil como para hacerme tambalear de modos que no analizaré aquí contigo. Pero sobre todo me dolía lo que te estaba haciendo a ti, y también a tu madre.

Se sabe que en las crisis psicológicas quien paga los platos rotos es siempre la, o las, personas más queridas, cuyo amor la imaginación lo transforma en deseo de destruirme a mí, a mi yo.

Tú, mi persona más querida, te transformaste entonces en objeto de mi temor, de mi miedo, y te construí como la imagen de la persona poderosa, capaz de destruirme. Sobre todo tú, porque eras el ser más querido. Y mi cariño por ti, como todo, como todos los cariños, tiene una parte de luz, pero también una parte de sombra. Todas las relaciones humanas valiosas y profundas contienen esta dualidad, y forma parte del compromiso. Si no fuera así nada importaría nada y todo pasaría como por un tubo.

Te pido que me perdones, ya que esta es una herida de mi fragilidad frente al mundo entero. Por desgracia no tienes un padre fuerte, seguro, pero supongo que habrá ciertas cosas en mí que compensen estas carencias, que hacen que en un momento dado mi fantasía pueda revestir el acto más banal como agresión en contra mía. Esta es la parte de la sombra. La parte de la luz, supongo, está en mi disposición a querer (a quererte) y a mi peculiar talento como narrador y fabulador, ya que todo lo que mi obra ha hecho es una reconstitución (la restitución, la reparación, como dice Melanie Klein) de un mundo agresivo, malo, en el centro mismo de «la casa» (en mis novelas la casa como imagen puede ser mansión, convento, burdel, departamento, pero es siempre una imagen de la casa, y por ende de la familia). Es la metáfora que me sirve para reparar las relaciones humanas.

Luego, vuelve a reaparecer su obsesión por mí. Cree que tengo un problema tan espantoso del que ni siquiera se siente capacitado para hablarlo. Todo es un error de planteamiento vital de ellos, como padres, y el temor que esto les genera. El miedo a lo que pueda suceder con sus nietas, con mi matrimonio. El centro de sus pensamientos soy yo y escribe unas líneas muy dolorosas, con las que experimento la carga que significa ser de algún modo un «alien», pues a quienes me rodean les genera inseguridad mi origen desconocido.

Sigue y se agudiza el problema Pilarcita, que nos tiene totalmente crucificados con su odio, su odio a sí misma, su odio al mundo, a su marido y a sus hijas. De pronto, temo un asesinato, tan violenta y perversa es. María Pilar sufre, vive para adentro, pero con las llagas incurables, abiertas, recordando, rememorando desde la más temprana niñez de Pilarcita, instancias innegables de odio, que nos retraen, con su infancia tan extraña a nosotros y nuestra vida, a sus genes, a su ajenidad, a su madre o padre físicos, de quienes aflora tan trágicamente, y que puede conducirla a los peores extremos, cierto rasgo (o rasgos) inidentificables que la colocan fuera del ámbito de la familia y, sin embargo, es la hija amada, adoptada, pero más hija que cualquiera hija, porque justamente su ajenidad hace que sea necesario despojarse de uno mismo y ser, un poco, otro para amar.

Todo un proceso de transformación en que sólo lo imaginario existe y tiene valor, lo imaginado tiene consistencia.

Con mi madre le ocurre algo similar, aunque en menor grado. También es cruel, aunque ella logra despertarle ciertos sentimientos de compasión.

La vida puso a disposición de María Pilar indudables oportunidades: posición, belleza, gente de selección, gusto, cultura, todo a su alcance. Y de todo eso queda ella hecha un trapo, un guiñapo, una vieja borracha con paquetitos como en el Pájaro: ¡Qué extraño como todas las cosas en la vida van formando un pattern, una forma reconocible y no son más que piezas necesarias en el rompecabezas ininteligible que es mi vida —¿o la vida de todos?—. ¿Por qué yo nunca alcanzo a ver el diseño completo? ¿Cuándo lo veré? No creo que lo vea nunca.

Se siente agredido, amenazado, abusado por mi madre. Sobre todo en el aspecto económico. Cree que ella lo va a llevar a la ruina total. Este miedo lo hace sentirse desvalijado, desprovisto, un homeless. Piensa que mi madre actúa contra él cuando le habla del «patrimonio»; se ofende, considera que todo lo ha puesto él, que se ha gastado todo en vestirla, en sus médicos y en sus psicoanálisis durante treinta y cinco años de matrimonio.

María Pilar hace una especie de jueguito, se olvida de cosas y las reconstruye a su gusto y según le sirva, borrando totalmente lo que es realidad. Pero sin duda lo que en ella más me molesta es que no reconoce nada de lo que he hecho por ella, de lo que me he sacrificado, en el buen sentido de la palabra, por ella, de lo comprensivo y tolerante que he sido con sus borracheras, con sus peleas con Pilarcita. Esto no se lo puedo perdonar y me aleja terriblemente de ella. A veces me dice: «Tan poco tierno que eres conmigo». Para ella no cuenta como ternura ni la comprensión ni la tolerancia, sólo el añuñú, lo que a nuestras avanzadas edades —y ella dejando sus dientes desvergonzadamente por toda la casa— es un poco ridículo, si no hay una comprensión y entre nosotros ya no la hay. Me doy cuenta de que la quiero menos y menos, sobre todo por su no reconocimiento de mi trabajo (le gusta el brillo prestado que le da mi trabajo, pero no se da cuenta o prefiere no darse cuenta de lo que me cuesta en energía y agotamiento), de mi ayuda a ella (¿quién sino yo la impulsó, la ayudó y la corrigió en su libro? Se ha olvidado que una buena parte, comenzando por la idea, son aportes míos) y de mi financiamiento personal de todos sus problemas médicos, incluso de su borrachera. No puedo sino quererla menos. Y a veces, últimamente sobre todo, llego a un peligroso límite de la tolerancia.

Es terrible asumir que, bajo esa superficie tranquila, se manifestaban rasgos de una brutalidad despiadada. Mi padre confiesa varias veces haber golpeado a mi madre con «fuerza y prolongación». Alguna vez admite, también, que esa violencia se desataba debido a su sensación de que no le importaba realmente a mi madre; que ella no lo respetaba ni lo quería; que él no la satisfacía. Pero luego quedaba lleno de culpa y de arrepentimiento.

Puede ser que estos sentimientos negativos respecto a María Pilar se deban más que nada al temor de la separación de mañana, el deseo de no sufrir con la separación, una separación que no es solamente ella misma, sino que todas las separaciones futuras que se nos anuncian y con las que no me puedo enfrentar.

Pero puede que, dadas mis complejidades, esto no sea más que una excusa para quedar bien parado ante mí mismo, una racionalización común y corriente.

El objeto de sus inseguridades, sin embargo, no se agota ahí. En Nueva York, en noviembre de 1991, aparecen otras inquietudes que lo torturan.

Me aterra la situación de crímenes sociales en Chile. El libro recién publicado en la Universidad de Texas; Federico Schopf y Uribe y la Marta Rivas; El lugar sin límites; tantas cosas con referencia a eso. ¿Y qué compensación tengo? Una mujer que bebe y con la cual no puedo hablar y que lleva pésimamente mal la casa y las finanzas. Tiene atracción, es cierto, y cierta calidez e ingenuidad que son seductoras. Pero, en realidad, con su vozarrón incansable y su insaciable sociabilidad, es para mí, en esta etapa tan dolorida, una extraña. ¡Qué pena! Nos hemos querido mucho, pero yo no puedo seguir hablando de su prima Verónica y de lo elegante que es la Titi Cortés y de sus tiempos en El Cairo, porque me son todas cosas muy extrañas y además incomprensibles.

Al volver a Chile debe enfrentarse cara a cara con sus temores, con sus demonios internos que lo insegurizan, generándole una gran angustia:

Acabo de recibir la noticia de que Federico Schopf está invitado a enseñar en una universidad de USA. Como resulta que Federico es mi peor enemigo, y que en USA un libro que claramente me incrimina acaba de ser publicado, me temo que a través de Federico la noticia con sus más descabellados detalles vaya a encontrar su camino hasta la prensa chilena, que me hará picadillo (Totó Romero, Nelly Richard, etc.) y de allí hasta los oídos inocentes de mi pobre hija, que tendrá otro choque más que resistir. La única salvación parece ser que, según Silvia Malloy y María Luisa Bastos, el libro es tan malo que no será «noted» por los conocedores del tema. Pero me imagino con toda facilidad el deleite con que se leerá el título del libro en el listado de las obras sobre mí en el índice de la máquina de las bibliotecas de dondequiera que se vaya a enseñar.

Mi padre siempre está pensando en que va a ser descubierto. Su angustia asoma en ciertos episodios de la vida diaria. Un día cualquiera, cuando unos corredores de propiedades fueron a ver su casa para tasarla ante una posible venta, él apunta:

Noté exactamente el momento en que, en la visita, Joaquín Lira, el socio de Carmen Paz, cambió en su actitud, un feeling con respecto a mí: como si en mí hubiera descubierto, de repente, un montón de mierda y le estuviera, desde ese momento en adelante, haciendo ascos terribles. Yo soy mierda. La gente me hace ascos. Joaquín Lira me hace ascos. ¿Es verdad o es pura paranoia? En todo caso sé exactamente en qué momento se destapó la olla de mierda.

Lo increíble es que con respecto a sus propios diarios, también entra en un delirio sobre la posibilidad de ser descubierto. Le preocupa la consulta sobre los cuadernos que están guardados tanto en la biblioteca de la Universidad de Iowa como en la de la Universidad de Princeton. No quería que nadie los leyera. Los consideraba íntimos, privados. Los dejó ahí para ser analizados por estudiosos en un futuro lejano, y se protegió en que ese futuro sería lo suficientemente lejano para él, aunque no para mí ni los míos.

 

Septiembre de 1991

Me interesa ir a la Special Collections de la biblioteca para ver qué materiales míos poseen y en qué estado. Creo que dejaré mis diarios primeros, los de Coronación, under restriction, porque recuerdo que esos primeros, sobre todo, son terriblemente íntimos. No me gusta que estén al alcance de todo el mundo y de cuanto curioso puede andar circulando por ahí.

He estado leyendo un poco de la bibliografía de Donoso que sacaron en Princeton con Nadja Benahid, y me horroriza que hay varios entries —en las listas de las tesis doctorales— sobre el tema de la homosexualidad. ¡Es increíble que eso sea lo que sacan en limpio solamente, claro que El lugar sin límites se presta para ello! ¡Qué le voy a hacer! A lo hecho, pecho. Pero tengo que descubrir alguna manera de enfrentarme con el hecho de que —in this day and age— es un tema que al público le interesa apasionadamente y no se puede decir que no me presto para ello. Tampoco quiere decir que no tengo razón para asustarme y deprimirme. ¿Qué hacer? ¿Cómo enfrentarme con el asunto? Para eso es muy importante mi relación con Hugo Rojas y aunque no quiera, aunque sea por esta razón, dudo de seguir mi terapia con él. Pero no puedo pensar en cambiar de terapeuta. Ninguno, estoy seguro, va a tener la calidad y el calor humano que tiene Hugo. Sin embargo, me desespero porque no encuentro en él una solución clara para enfrentar mis problemas. Este problema, sobre todo.

La dualidad no deja de sorprenderme. Le inquietaba qué pudiera pasar conmigo cuando los conociera, pero, a la vez, no hizo nada para protegerme o prevenirme sobre ellos. Nunca me habló de su contenido y es esa la gran ironía que a veces tiene la vida: que soy yo, hoy, más de diez años después de su muerte, quien los está transcribiendo, ordenando y dando a conocer, tratando de conservar cierta objetividad, si es que existe; dándole forma al dolor, a la admiración, al desconcierto e incluso al temor que pueda provocarme haber vivido veintiocho años al lado de alguien a quien creí conocer tan bien, pero de quien hoy descubro muchas máscaras más de las que yo supuse tenía.

 

Washington, 1993

Gran preocupación por mis diarios de vida en Princeton y su relación (dentro de veinte años) con la Pilarcita. ¿En quién podría confiar mi problema de los cuadernos de Princeton? Jay Tolson, Carmen Balcells, Jorge Edwards, John Elliot. ¿Con quién?

En un fragmento de su diario de 1982 explica, si eso es posible, el porqué de estos cuadernos como testimonio de vida. Se deduce también el manejo intencional que hace de ellos y nos deja con la incertidumbre de la relatividad de la palabra «verdad» o, más bien, «realidad».

Sé que estos cuadernos no morirán conmigo, por eso tengo miedo de que mucho de lo que digo aquí sea trampa, mentira, pose, manierismo. Esta página —es maravilloso y terrible pensarlo— me sobrevivirá en los sótanos climatizados, antibomba de hidrógeno, donde se guarda, me complace decirlo, justo al lado de los originales de Lewis Carroll, de Alicia en el país de las maravillas (el verdadero apellido de Carroll era Dodgson). Sin duda, este hecho me hará falsear un poco —espero que sea muy poco— la imagen de mí mismo que pretendo dar, pero voy a rajarme para que no sea así. Que lo que quede aquí sea la verdad, y así esta carne viva mía que son mis diarios me sobrevivan además de las fantasías de mis libros. Por otra parte, este deseo puede no pasar de ser un impulso. Puede terminar con este párrafo, y todo esto, y más que todo esto, y todo aquello que soy capaz de controlar, quede cifrado en forma mucho más clara y espontánea y compleja en mis fantasías escritas, que dejarán dibujado el verdadero contorno de mis facciones. ¿Para qué esto, entonces, que puede terminar siendo sólo una postura, una actitud, la pose para un retrato victoriano, con el dedo marcando el libro, y detrás el cortinaje de plush rojo con borlas? No tengo fe en mi capacidad de sinceridad pura y directa, aunque sí, lo sé, tengo fe en mi capacidad de entregar toda mi sinceridad cifrada en el código de mis libros. ¿Pero no existe también otra sinceridad, más sutil tal vez, más aterrada, o por lo menos con otra verdad, en la pose, en la actitud premeditadamente falsa? ¿Por qué nuestra pasión —y mi gran pasión, muy en particular— por los retratos del siglo pasado? ¿Por qué Nadar y Julia Margaret Cameron y Lewis Carroll y todos los demás, que fuerzan a sus sitters a tomar poses falsas, de donde, sin embargo, sale algo que es verdadero, porque es otra forma de fantasía? Hubo un tiempo en que la fotografía, la gran fotografía, era considerada la espontánea, callejera, el snapshot. Cartier Bresson, Margaret Bourke-White, Capa, etcétera. Pero el gusto ha dado una vuelta completa y estamos mirando con asombro a los retratistas de pose y artificio, a Irving Penn, a Avedon mismo. Me gusta pensar que si bien sé que estos diarios, ahora, serán conservados en la Universidad de Princeton, y podrán ser escudriñados por estudiosos, estos señores no encontrarán sólo un monigote relleno de paja, sino que, si bien no un retrato cándido, encontrarán algo parecido a una estudiada fotografía de Nadar.

Una fotografía construida a través de miles de páginas y de las que, la verdad, sólo he leído una parte, pues descubrir «todo» no es mi fin. Uno no debiera conocer los pensamientos más íntimos de nadie. Menos, los de sus propios padres. Pero este registro quedó y debo abordarlo como lo que es: una desnudez del alma que implica también todo lo oculto y aterrorizante que cada cual lleva dentro. Me enfrento, no sin tristeza, con los temores de mi padre y que debieron hacerlo sufrir mucho más de lo imaginable, marcándolo y limitándolo de manera definitiva.

¿Por qué siempre he tenido la sensación de ser, de estar sucio, y que tiene que ver con mi familia, mi ambiente, la relativa pobreza (comparada con los millones de mis compañeros de colegio) en que yo crecí y la educación que me dio mi Nana? Siempre me he sentido relativamente sucio, calzoncillos, calcetines, camisetas, y muchas veces casi se podría decir que lo he cultivado. Ahora mismo, me doy cuenta al escribir esto, no he tomado determinaciones definitivas para deshacerme de la caspa (no es mucha y es disimulable) y de la seborrea que a veces siento que me cubre (no es para tanto: el hecho de que lo exprese así y eso demuestra que es lo que siento) la cara, las orejas, las cejas, y mientras escribo, o leo cualquier cosa, tengo una infaltable sensación de suciedad, como si hiciera un mes que no me lavo y me está cubriendo, a lo más dos días que no me baño. Me siento inmundo. Es curioso, pero este tema no lo hablé jamás con Hugo Rojas, como si en ese hecho estuviera escondido lo más deleznable de mi naturaleza, y la suciedad fuera una metáfora para mi existencia y mi neurosis. Jamás llegamos a esto. ¿Por qué? De pronto siento la necesidad de hablarlo con alguien —digo alguien en vez de decir Hugo Rojas, que sería la única persona con quien discutiría este tema— y de llegar al fondo que sé muy bien que no sería el fondo absoluto. La gente no me quiere porque soy sucio: así podría contar mi inconsciente. De dónde salió, de dónde vino esta sensación, esta neurosis, y está, quizás o seguramente, vinculada con la suciedad granujienta de las viejas de El obsceno pájaro de la noche, siento que en una forma muy profunda, y muy abarcadora, me identifico con la suciedad asquerosa de las viejas del Pájaro, y por eso no toco, ni me dejo tocar, más que en relaciones que yo mismo puedo contemplar como «sucias». Cochino, eso soy y de eso estoy sufriendo, por eso, alguna vez, siento cierto placer en el olor a orina seca que a veces queda en mi calzoncillo y que, evidentemente, sólo yo percibo. Y recuerdo el olor peculiar de mi abuelo Emilio, que era el mismo olor, que a veces, cuando yo entraba en su escritorio, creía sentir y no sabía qué era, si agradable o asqueroso. El olor a pipí de mi abuelo Emilio. Esa es mi suciedad. Pero también la de mi abuelo Emilio y de mi tío abuelo, el obispo Cienfuegos. El amor a los libros, el intelecto, el amor a la lectura, que me viene de tan lejos, desde fines del siglo XVIII. Es curioso como todo se me junta en una sensación de suciedad, incitada por una frase respecto a que quien no necesita más que cinco camisas a la semana es sucio, encontrada al pasar leyendo, of all things, The Eustace Diamonds, de Trollope.

¿Qué relación real existe entre el olor de mi abuelo Emilio —y de qué origen era ese olor— con las viejas sucias del Pájaro? ¿Qué metáfora son para la inteligencia, la literatura en último término? ¿Y por qué, como una suciedad imaginaria, relacionada con la sexualidad, es esa sensación de mi propia suciedad, lo que me aparta, me separa, hace imposible o dificilísima, la relación mía tanto con la mujeres como con los hombres? Pienso que es olor al limbo, esa suciedad, esa suciedad «inexistente» pero que me mancha, y esta «suciedad» presente, la de mi seborrea (mínima, pero que me molesta) es lo que impide que todo el mundo, desde la Natalia, mi nieta, hasta los solemnes sociólogos y economistas que almuerzan en mangas de camisa en otras mesas del comedor del Wilson Center, me quiera, que es el olor que siento ahora, yo tengo un estigma o mancha, que a la gente le da asco y por eso no me quiere, y por eso no puedo comunicarme con ella, con nadie, y permanezco en el limbo de los que no han nacido.

Tener un registro escrito de cada paso de la vida de mi padre desde los cuarenta y dos años en adelante y tener, también, diarios de mi madre, me enfrentan a lo que no necesariamente quisera saber. A veces es mejor guardar los recuerdos en la memoria, que está basada en la subjetividad propia de los afectos, las situaciones, los lugares, las palabras dichas, y de ese modo que uno sea capaz de estructurarse como persona; que la selección natural guarde lo que para uno significó cada momento.

No estoy de acuerdo con este registro tan metódico y descarnado de todos los pensamientos, emociones y conflictos. Creo que si los seres humanos dejáramos plasmado todo aquello que pensamos y sentimos en cada etapa de nuestras vidas; si reveláramos el testimonio de nuestra intimidad más verdadera, la mayoría seríamos bastante detestables, odiosos y abyectos. De modo que estas citas serán entendidas en su totalidad a medida que se lea el libro y se logre comprender la complejidad que encierran. Reunirlas así, aisladas, tiene, de algún modo, la intención de despertar la curiosidad para luego develar su explicación.

Me he visto enfrentada con la palabra escrita que mi padre plasmó en sus diarios (a la que luego de unos años todos tendrán libre acceso) y en cada página, sin darme cuenta, me encontré también conmigo; tuve que reestructurarme una y mil veces frente a lo allí escrito, ante el desconcierto, el dolor, el amor, el miedo, el odio... Pero de entre esas miles de páginas me rescaté a mí misma y quizás, finalmente, también supe quién soy, pues si bien no era su hija biológica, él me regaló en vida, y ahora a través de sus cuadernos, la voluntad de aprender a mirarme y de sacar las capas que cubren mi propia alma. Así he descubierto que tengo mucho suyo. Mi padre me enseñó a mirar, a observar, a escuchar a través del dolor y de las fisuras internas. La falta de identidad, de esa identidad tribal, ancestral, de la que no tengo conocimiento, finalmente la encontré en estas páginas. De modo que hoy sí tengo una historia, mi propia historia.

Sólo hace falta correr el tupido velo.

Y esa es la manera voluntaria que tenemos de enceguecernos, de mirar lo que nos perturba y es difícil enfrentar. Abandonar la negación. Con este tupido velo cubrimos todo lo que no queremos ver, pudiendo creer así que esa realidad no existe. Inherente al hombre, este mecanismo nos protege para soportar lo que la vida tiene de intolerable y dolorosa.

Aunque mi padre pensaba distinto. Él creía que este tema era un mecanismo de la sociedad chilena para no ver la realidad de manera profunda con todo lo que ello implica. Entre los múltiples métodos de huida que identificaba, había uno que le fascinaba: las máscaras, que de paso constituían su propio modo de encubrirse.

Lo que hay detrás del rostro de la máscara nunca es un rostro. Siempre es otra máscara. Las máscaras son tú, y la máscara que hay detrás de la máscara también eres tú y así sucesivamente y con todas las otras. Y esas máscaras resultan de lo que te enseñaron a querer y a rechazar, y de lo que tú también quieres o rechazas, y de aquello que te sirve para defenderte, y de aquello que te sirve para agredir. Y mucho más. Las distintas máscaras son funcionales, las usas porque te sirven para vivir. Yo no sé qué es eso de la autenticidad. Lo que sí creo es que la vida humana consiste en un refinado y complejísimo sistema de enmascaramientos y simulaciones. Tienes que defenderte.

De modo que este será el desafío: lograr descorrer ese tupido velo al que el mismo José Donoso, mi padre, recurría. Descubrir, finalmente, el rostro que se escondía tras sus numerosas máscaras y que ocultaban su gran temor de no ser aceptado por los demás.

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