viernes, 24 de marzo de 2023

Peter Handke

 Peter Handke publicó Poema a la duración en 1986, el mismo año

en que apareció su novela La repetición, con la que de alguna

manera se relaciona. Lírico y épico a un tiempo, narrativo y

filosófico, este poema largo explora la duración como algo que, a

diferencia de la noción metafísica de la eternidad, se manifiesta en

la irrupción súbita de algo que vuelve, arrastrándonos en el tiempo y

dándonos la sensación de que en la vida humana hay una unidad

interna muy fuerte y a la vez completamente desconocida.

Canto a la fugacidad y al movimiento incesante de la vida, Poema a

la duración es una obra maestra del género que aquí publicamos en

la extraordinaria y ya clásica versión de Eustaquio Barjau.




Recordando a René Kalisky,

por cuyo apartamento,

vacío, pasé hace poco

PRÓLOGO

La duración de la que habla aquí Peter Handke —de la que se

acuerda, que quiere afirmar y conservar— es sin duda la «durée» de

Bergson: el tiempo real, según este filósofo, el tiempo de la

conciencia, el flujo temporal aprehendido directamente por la

intuición. Algo contrapuesto al tiempo medido —el tiempo del

metrónomo—, matematizado, producto del trabajo del entendimiento

del hombre en su necesidad de imponerse a las cosas y utilizarlas

en su provecho.

El ser humano jalona la sucesión temporal de su vida con los

hitos de los medios y los fines —fines que son, a su vez, medios

para otros fines y así sucesivamente— y olvida, no vive, el relleno

que existe entre estos jalones. De esta manera la vida se convierte

en un andar de una cosa a otra —«las cosas tras que andamos y

corremos» de don Jorge Manrique—, para acabar sucumbiendo en

un último escollo. (La prisa no se mide por el número de hitos

recorridos en una unidad de tiempo —lo mismo, en el mismo tiempo,

puede hacerse de un modo apresurado o despacioso—, sino por la

forma de vivir este tiempo, de demorarse, o no demorarse, en los

estadios de este decurso.) En el tiempo artificial —acabamos de

caer en esta ilusión al hablar de unidades de tiempo y de estadios

—, producto de segmentar un flujo continuo, siempre distinto, en

una sucesión discreta de instantes homogéneos, el tiempo del reloj

—«tic-tic, tic-tic… Ya te he oído, / tic-tic, tic-tic… Siempre igual, /

monótono y aburrido. Tic-tic, tic-tic, el latido / de un corazón de

metal» (Antonio Machado)—, Aquiles no adelanta a la tortuga…

Muy otra es la experiencia del tiempo de la que se habla, y que

se nos propone, en este poema. Porque esta obra parece encerrar

una propuesta, algo no infrecuente en los libros de este autor, por lo

menos desde mediados de los años setenta. En el Poema a la

duración se anda en pos de aquello «a lo que el hombre no tiene

derecho desde que “fue expulsado”» (Willy Fleckhaus), obligado

como está a ganarse el pan con el sudor de su frente. Es la caza,

por concitación de instantes alejados en el tiempo y pertenecientes

a órdenes distintos de la vida —recordemos el texto de Bergson que

Handke cita al final de su poema—, de la duración pura, despojada

de jalones, el intento de conservar lo pasajero, de eternizar lo

huidizo.

Quien haya seguido la evolución de este autor encontrará en

estas bellas páginas elementos del último tramo de la obra del

escritor austríaco: personajes —los alter ego en los que se difracta

la personalidad de su autor—, lugares geográficos, realidades

concretas, símbolos. Por estos versos parece circular, de un modo

invisible, Marianne, la mujer zurda, deambulando por los pasadizos

de su exilio interior, ajena a las fórmulas establecidas por un mundo

del que, por «una iluminación», se ha apartado; Valentin Sorger,

viendo lo que nadie ve y conjurando la presencia de sus

antepasados; Loser, con su amor al mundo clásico y su veneración

por los umbrales; Filip Kobal, hurgando en su infancia y

acercándose con minuciosa atención a las formas de la tierra y del

mundo vegetal. Sobre estos versos planea el miedo a la

desaparición de la tierra, encubierta, y recubierta, por la costra que

deja el tiempo de la utilidad, de los medios y los fines —un temor

que abrigaba ya Cézanne, el maestro de Peter Handke en La

doctrina del Sainte-Victoire—; las muestras poligonales de la tierra,

una de las obsesiones del protagonista de Lento regreso, aparecen

ahora en los labios de una mujer; los autobuses, uno de los tópoi de

nuestro autor, llevan ahora a la hija del poeta, un rostro conocido

entre rostros desconocidos. Visitamos en estas páginas lugares de

la vida de Handke y de los personajes de sus relatos: el Karst,

Salzburgo, París…

Una propuesta de una nueva vida, decíamos; la invitación a vivir

de otra manera. En un pasaje de La doctrina del Sainte-Victoire se

nos hablaba del nunc stans; ahora se nos invita a vivir la duración, a

despertar «el nuevo sentido del tiempo que depara el amor», porque

«el que no ha sabido lo que es la duración no ha vivido». En estos

versos encontramos este dulce hedonismo que impregna la última

obra de Peter Handke. La felicidad, o por lo menos una vida gozosa,

no es algo que pueda venirnos de la voluntad providente de

instancias ajenas a nosotros, es muchas veces algo que está muy

cerca y de lo que pasamos de largo por no haberlo advertido, una

gracia imprevisible, huidiza; algo que sólo cabe propiciar con una

actitud y un modo de vida que puedan favorecer su llegada.

El Poema a la duración es una obra que puede —no sabemos si

pretende— producir un efecto saludable en un lector atento y

empático. En definitiva una de las posibles funciones de la literatura.

E.B.

Madrid, septiembre de 1990

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