Peter Handke publicó Poema a la duración en 1986, el mismo año
en que apareció su novela La repetición, con la que de alguna
manera se relaciona. Lírico y épico a un tiempo, narrativo y
filosófico, este poema largo explora la duración como algo que, a
diferencia de la noción metafísica de la eternidad, se manifiesta en
la irrupción súbita de algo que vuelve, arrastrándonos en el tiempo y
dándonos la sensación de que en la vida humana hay una unidad
interna muy fuerte y a la vez completamente desconocida.
Canto a la fugacidad y al movimiento incesante de la vida, Poema a
la duración es una obra maestra del género que aquí publicamos en
la extraordinaria y ya clásica versión de Eustaquio Barjau.
Recordando a René Kalisky,
por cuyo apartamento,
vacío, pasé hace poco
PRÓLOGO
La duración de la que habla aquí Peter Handke —de la que se
acuerda, que quiere afirmar y conservar— es sin duda la «durée» de
Bergson: el tiempo real, según este filósofo, el tiempo de la
conciencia, el flujo temporal aprehendido directamente por la
intuición. Algo contrapuesto al tiempo medido —el tiempo del
metrónomo—, matematizado, producto del trabajo del entendimiento
del hombre en su necesidad de imponerse a las cosas y utilizarlas
en su provecho.
El ser humano jalona la sucesión temporal de su vida con los
hitos de los medios y los fines —fines que son, a su vez, medios
para otros fines y así sucesivamente— y olvida, no vive, el relleno
que existe entre estos jalones. De esta manera la vida se convierte
en un andar de una cosa a otra —«las cosas tras que andamos y
corremos» de don Jorge Manrique—, para acabar sucumbiendo en
un último escollo. (La prisa no se mide por el número de hitos
recorridos en una unidad de tiempo —lo mismo, en el mismo tiempo,
puede hacerse de un modo apresurado o despacioso—, sino por la
forma de vivir este tiempo, de demorarse, o no demorarse, en los
estadios de este decurso.) En el tiempo artificial —acabamos de
caer en esta ilusión al hablar de unidades de tiempo y de estadios
—, producto de segmentar un flujo continuo, siempre distinto, en
una sucesión discreta de instantes homogéneos, el tiempo del reloj
—«tic-tic, tic-tic… Ya te he oído, / tic-tic, tic-tic… Siempre igual, /
monótono y aburrido. Tic-tic, tic-tic, el latido / de un corazón de
metal» (Antonio Machado)—, Aquiles no adelanta a la tortuga…
Muy otra es la experiencia del tiempo de la que se habla, y que
se nos propone, en este poema. Porque esta obra parece encerrar
una propuesta, algo no infrecuente en los libros de este autor, por lo
menos desde mediados de los años setenta. En el Poema a la
duración se anda en pos de aquello «a lo que el hombre no tiene
derecho desde que “fue expulsado”» (Willy Fleckhaus), obligado
como está a ganarse el pan con el sudor de su frente. Es la caza,
por concitación de instantes alejados en el tiempo y pertenecientes
a órdenes distintos de la vida —recordemos el texto de Bergson que
Handke cita al final de su poema—, de la duración pura, despojada
de jalones, el intento de conservar lo pasajero, de eternizar lo
huidizo.
Quien haya seguido la evolución de este autor encontrará en
estas bellas páginas elementos del último tramo de la obra del
escritor austríaco: personajes —los alter ego en los que se difracta
la personalidad de su autor—, lugares geográficos, realidades
concretas, símbolos. Por estos versos parece circular, de un modo
invisible, Marianne, la mujer zurda, deambulando por los pasadizos
de su exilio interior, ajena a las fórmulas establecidas por un mundo
del que, por «una iluminación», se ha apartado; Valentin Sorger,
viendo lo que nadie ve y conjurando la presencia de sus
antepasados; Loser, con su amor al mundo clásico y su veneración
por los umbrales; Filip Kobal, hurgando en su infancia y
acercándose con minuciosa atención a las formas de la tierra y del
mundo vegetal. Sobre estos versos planea el miedo a la
desaparición de la tierra, encubierta, y recubierta, por la costra que
deja el tiempo de la utilidad, de los medios y los fines —un temor
que abrigaba ya Cézanne, el maestro de Peter Handke en La
doctrina del Sainte-Victoire—; las muestras poligonales de la tierra,
una de las obsesiones del protagonista de Lento regreso, aparecen
ahora en los labios de una mujer; los autobuses, uno de los tópoi de
nuestro autor, llevan ahora a la hija del poeta, un rostro conocido
entre rostros desconocidos. Visitamos en estas páginas lugares de
la vida de Handke y de los personajes de sus relatos: el Karst,
Salzburgo, París…
Una propuesta de una nueva vida, decíamos; la invitación a vivir
de otra manera. En un pasaje de La doctrina del Sainte-Victoire se
nos hablaba del nunc stans; ahora se nos invita a vivir la duración, a
despertar «el nuevo sentido del tiempo que depara el amor», porque
«el que no ha sabido lo que es la duración no ha vivido». En estos
versos encontramos este dulce hedonismo que impregna la última
obra de Peter Handke. La felicidad, o por lo menos una vida gozosa,
no es algo que pueda venirnos de la voluntad providente de
instancias ajenas a nosotros, es muchas veces algo que está muy
cerca y de lo que pasamos de largo por no haberlo advertido, una
gracia imprevisible, huidiza; algo que sólo cabe propiciar con una
actitud y un modo de vida que puedan favorecer su llegada.
El Poema a la duración es una obra que puede —no sabemos si
pretende— producir un efecto saludable en un lector atento y
empático. En definitiva una de las posibles funciones de la literatura.
E.B.
Madrid, septiembre de 1990
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