Hardy.
REMEDIOS DESESPERADOS
Thomas Hardy
80 I
LO ACAECIDO EN TREINTA AÑOS
I. Diciembre y enero de 1835-36
En la larga e intrincada sucesión de circunstancias que merecen
contarse sobre las experiencias de Cytherea Graye, Edward
Springrove y otros personajes, el primer acontecimiento que dejó su
impronta en esta historia fue una visita por Navidad.
En el año 1835, Ambrose Graye, un joven arquitecto que se
había iniciado en su profesión en Hocbridge, un pueblo del interior,
al norte de Christminster, viajó a Londres para pasar las vacaciones
de Navidad con un amigo que vivía en Bloomsbury. Se habían
matriculado juntos en Cambridge y, tras haberse graduado el mismo
año, Huntway, su amigo, se ordenó pastor.
Graye era atractivo, franco y amable. Su mayor cualidad era la
reflexión, que ejercitaba en el hogar con humor; en la naturaleza,
con expresividad; y en lo abstracto, poéticamente. En las tres
situaciones, con regularidad y libertad.
Con frecuencia olvidaba la mezquindad del mundo. Para muchas
personas, descubrir maldad en un amigo es un hábito común; para
él, una sorpresa.
En Londres conoció a un oficial retirado de la Marina llamado
Bradleigh; vivía en una calle no lejos de Russell Square, con su
mujer y su hija. Llevaban una existencia meramente desahogada,
aunque la esposa del capitán procedía de una familia cuyo árbol
genealógico enlazaba con algunos apellidos ilustres.
A ojos de Graye, la hija de Bradleigh era el ser más hermoso que
había visto. La mayoría de las jovencitas del país compartían esa
clase de belleza, excepto en un aspecto: ellas no tenían su porte y
distinción. Un rasgo peculiar, al llamar la atención, se considera
principal; de ahí que la viera como la perfección misma, por encima
de sus rivales campesinas. Graye hizo algo cuya pretensión solo se
eclipsaba por el riesgo: se enamoró de ella de inmediato.
Las presentaciones en sociedad, en su primera semana en
Londres, le llevaron a encontrase con Cytherea y sus padres en dos
o tres ocasiones. La semana siguiente, la casualidad y el esfuerzo
de un corazón enamorado hicieron más frecuentes las visitas. A los
padres les gustaba el joven Graye y, como tenían pocos amigos
(pues sus iguales en sangre eran superiores en posición
económica), le recibían en los términos más generosos. Su pasión
por Cytherea no solo crecía con fuerza, sino con exaltación: ella, sin
animarle abiertamente, asentía al deseo de él de pasar más tiempo
juntos. Su padre y su madre habían perdido toda confianza en la
nobleza del origen si se presenta desprovista de dinero y veían con
placidez la incipiente consecuencia de las miradas recíprocas entre
ambos jóvenes, aunque no se mostraran explícitamente favorables.
El sueño apasionado de Graye terminó con un episodio triste e
inexplicable. Después de tres semanas de dulces experiencias, llegó
al último estadio, una especie de Gaza moral antes de sumergirse
en el desierto emocional. En la segunda semana de enero el joven
arquitecto se vio obligado a abandonar la ciudad.
En la relación con la dama de su corazón, ella había mostrado
una peculiar actitud amorosa: si bien se deleitaba con su presencia,
como cualquier enamorada, había reprimido el reconocimiento de la
verdadera naturaleza del lazo que les unía, ciega al significado y a
la tendencia natural, e incluso aparentaba sentirse amedrentada
ante la posibilidad de que él lo manifestara. El presente parecía
suficiente para ella, sin más esperanza, cuando lo habitual, al llegar
la separación, es poder considerarla un comienzo gozoso.
A pesar de sus evasivas en forma de objeciones, que resultaron
un acicate, Graye decidió no postergar el asunto. Fue a visitarla por
la tarde. La acompañó hasta un pequeño porche en el rellano de la
entrada y allí, entre los arbustos, a la escasa luz de unas pocas
lámparas que realzaban el frescor y la belleza de las plantas, profirió
una declaración de amor tan hermosa como esta:
—Amor mío, querida, ¡deseo convertirte en mi esposa!
Cytherea pareció despertar.
—¡Ah! ¡Llegó el momento de partir! —respondió temblorosa y
angustiada—. Te escribiré.
Se liberó de su abrazo y se alejó presurosa.
Aturdido y ardiente, Graye se fue a su casa a esperar el
amanecer. ¿Quién podría expresar su asombro y tristeza cuando
llegó a sus manos una nota que contenía estas palabras?: «Adiós,
para siempre adiós. Nos reconocemos amantes y algo nos separa
eternamente. Perdóname, debería habértelo dicho antes, pero ¡era
tan dulce gozar de tu cariño! No me menciones nunca».
Ese mismo día, con el fin de zanjar una dolorosa situación,
padres e hija abandonaron Londres para hacer una visita
largamente postergada a un familiar en un condado del oeste.
Ninguna carta o mensaje de súplica obtuvo explicación. Ella le rogó,
eso sí, que no la siguiera, y lo más asombroso es que su padre y su
madre, a juzgar por el tono de la carta que enviaron a Graye,
parecían tan molestos y tristes como él ante la súbita renuncia de su
hija. Una cosa parecía evidente: sin admitir la razón de peso de su
hija, ellos la conocían y no tenían intención de revelarla.
Una semana después, Ambrose Graye dejó la casa de su amigo
y no volvió a ver al amor que lo había desconsolado. De vez en
cuando, por carta, Graye preguntaba por ella y su amigo contestaba.
Pero, para un amante, son escaso sustento las noticias de su
amada filtradas por las cartas de un amigo. Huntway no podía
confirmar nada con claridad. Decía que, según creía, había
sucedido un flirteo anterior entre Cytherea y su primo, un oficial de
infantería, dos o tres años antes de que Graye la conociera, con un
abrupto final cuando el primo partió a la India y ella al continente con
sus padres, a causa de su delicada salud, que duró todo el verano.
Finalmente, Huntway anunció que las circunstancias se habían
confabulado para que el amor de Graye fuera aún más difícil. La
madre de Cytherea había heredado, inesperadamente, una gran
fortuna y propiedades en el oeste de Inglaterra, tras el repentino
fallecimiento de varios parientes. Por eso habían abandonado la
modesta residencia en Bloomsbury y, por lo visto, también a sus
viejas amistades en ese barrio.
El joven Graye llegó a la conclusión de que Cytherea se había
olvidado tanto de él como de su amor por ella. Pero él no podía
olvidarla.
FUENTE:
Autor: Thomas Hardy. Traductora: Claudia Casanova. Título: Remedios desesperados. Editorial: Ático de los Libros. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario