sábado, 25 de marzo de 2023

Hardy. REMEDIOS DESESPERADOS Thomas Hardy. FRAGMENTO.




 Hardy.

REMEDIOS DESESPERADOS

Thomas Hardy

80 I

LO ACAECIDO EN TREINTA AÑOS

I. Diciembre y enero de 1835-36

En la larga e intrincada sucesión de circunstancias que merecen

contarse sobre las experiencias de Cytherea Graye, Edward

Springrove y otros personajes, el primer acontecimiento que dejó su

impronta en esta historia fue una visita por Navidad.

En el año 1835, Ambrose Graye, un joven arquitecto que se

había iniciado en su profesión en Hocbridge, un pueblo del interior,

al norte de Christminster, viajó a Londres para pasar las vacaciones

de Navidad con un amigo que vivía en Bloomsbury. Se habían

matriculado juntos en Cambridge y, tras haberse graduado el mismo

año, Huntway, su amigo, se ordenó pastor.

Graye era atractivo, franco y amable. Su mayor cualidad era la

reflexión, que ejercitaba en el hogar con humor; en la naturaleza,

con expresividad; y en lo abstracto, poéticamente. En las tres

situaciones, con regularidad y libertad.

Con frecuencia olvidaba la mezquindad del mundo. Para muchas

personas, descubrir maldad en un amigo es un hábito común; para

él, una sorpresa.

En Londres conoció a un oficial retirado de la Marina llamado

Bradleigh; vivía en una calle no lejos de Russell Square, con su

mujer y su hija. Llevaban una existencia meramente desahogada,

aunque la esposa del capitán procedía de una familia cuyo árbol

genealógico enlazaba con algunos apellidos ilustres.

A ojos de Graye, la hija de Bradleigh era el ser más hermoso que

había visto. La mayoría de las jovencitas del país compartían esa

clase de belleza, excepto en un aspecto: ellas no tenían su porte y

distinción. Un rasgo peculiar, al llamar la atención, se considera

principal; de ahí que la viera como la perfección misma, por encima

de sus rivales campesinas. Graye hizo algo cuya pretensión solo se

eclipsaba por el riesgo: se enamoró de ella de inmediato.

Las presentaciones en sociedad, en su primera semana en

Londres, le llevaron a encontrase con Cytherea y sus padres en dos

o tres ocasiones. La semana siguiente, la casualidad y el esfuerzo

de un corazón enamorado hicieron más frecuentes las visitas. A los

padres les gustaba el joven Graye y, como tenían pocos amigos

(pues sus iguales en sangre eran superiores en posición

económica), le recibían en los términos más generosos. Su pasión

por Cytherea no solo crecía con fuerza, sino con exaltación: ella, sin

animarle abiertamente, asentía al deseo de él de pasar más tiempo

juntos. Su padre y su madre habían perdido toda confianza en la

nobleza del origen si se presenta desprovista de dinero y veían con

placidez la incipiente consecuencia de las miradas recíprocas entre

ambos jóvenes, aunque no se mostraran explícitamente favorables.

El sueño apasionado de Graye terminó con un episodio triste e

inexplicable. Después de tres semanas de dulces experiencias, llegó

al último estadio, una especie de Gaza moral antes de sumergirse

en el desierto emocional. En la segunda semana de enero el joven

arquitecto se vio obligado a abandonar la ciudad.

En la relación con la dama de su corazón, ella había mostrado

una peculiar actitud amorosa: si bien se deleitaba con su presencia,

como cualquier enamorada, había reprimido el reconocimiento de la

verdadera naturaleza del lazo que les unía, ciega al significado y a

la tendencia natural, e incluso aparentaba sentirse amedrentada

ante la posibilidad de que él lo manifestara. El presente parecía

suficiente para ella, sin más esperanza, cuando lo habitual, al llegar

la separación, es poder considerarla un comienzo gozoso.

A pesar de sus evasivas en forma de objeciones, que resultaron

un acicate, Graye decidió no postergar el asunto. Fue a visitarla por

la tarde. La acompañó hasta un pequeño porche en el rellano de la

entrada y allí, entre los arbustos, a la escasa luz de unas pocas

lámparas que realzaban el frescor y la belleza de las plantas, profirió

una declaración de amor tan hermosa como esta:

—Amor mío, querida, ¡deseo convertirte en mi esposa!

Cytherea pareció despertar.

—¡Ah! ¡Llegó el momento de partir! —respondió temblorosa y

angustiada—. Te escribiré.

Se liberó de su abrazo y se alejó presurosa.

Aturdido y ardiente, Graye se fue a su casa a esperar el

amanecer. ¿Quién podría expresar su asombro y tristeza cuando

llegó a sus manos una nota que contenía estas palabras?: «Adiós,

para siempre adiós. Nos reconocemos amantes y algo nos separa

eternamente. Perdóname, debería habértelo dicho antes, pero ¡era

tan dulce gozar de tu cariño! No me menciones nunca».

Ese mismo día, con el fin de zanjar una dolorosa situación,

padres e hija abandonaron Londres para hacer una visita

largamente postergada a un familiar en un condado del oeste.

Ninguna carta o mensaje de súplica obtuvo explicación. Ella le rogó,

eso sí, que no la siguiera, y lo más asombroso es que su padre y su

madre, a juzgar por el tono de la carta que enviaron a Graye,

parecían tan molestos y tristes como él ante la súbita renuncia de su

hija. Una cosa parecía evidente: sin admitir la razón de peso de su

hija, ellos la conocían y no tenían intención de revelarla.

Una semana después, Ambrose Graye dejó la casa de su amigo

y no volvió a ver al amor que lo había desconsolado. De vez en

cuando, por carta, Graye preguntaba por ella y su amigo contestaba.

Pero, para un amante, son escaso sustento las noticias de su

amada filtradas por las cartas de un amigo. Huntway no podía

confirmar nada con claridad. Decía que, según creía, había

sucedido un flirteo anterior entre Cytherea y su primo, un oficial de

infantería, dos o tres años antes de que Graye la conociera, con un

abrupto final cuando el primo partió a la India y ella al continente con

sus padres, a causa de su delicada salud, que duró todo el verano.

Finalmente, Huntway anunció que las circunstancias se habían

confabulado para que el amor de Graye fuera aún más difícil. La

madre de Cytherea había heredado, inesperadamente, una gran

fortuna y propiedades en el oeste de Inglaterra, tras el repentino

fallecimiento de varios parientes. Por eso habían abandonado la

modesta residencia en Bloomsbury y, por lo visto, también a sus

viejas amistades en ese barrio.

El joven Graye llegó a la conclusión de que Cytherea se había

olvidado tanto de él como de su amor por ella. Pero él no podía

olvidarla.

FUENTE:

Autor: Thomas Hardy. Traductora: Claudia Casanova. TítuloRemedios desesperadosEditorial: Ático de los Libros. VentaAmazonFnac y Casa del Libro.

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