Charles Baudelaire
El
pintor de la vida moderna
Título original: Le peintre de la vie moderne, L’oeuvre et la vie d’Eugène Delacroix y Salon de 1859 (L’artiste moderne, Le publique moderne et la photographie)
Charles Baudelaire, 1863
Traducción: Martín Schifino
Edic. digital: LMM
El pintor de la vida moderna
I. Lo bello, la moda y la felicidad
Hay en este mundo, e incluso en el mundo de los artistas, personas que van al museo del Louvre, pasan rápidamente, sin volver la vista, ante muchos cuadros interesantísimos aunque de segundo orden, y se detienen absortos delante de un Tiziano o de un Rafael, alguno de los que se han vuelto muy populares gracias a los grabados; luego salen satisfechos, y más de uno se dice: «Qué bien conozco el museo». También existen personas que, por haber leído antaño a Bossuet o a Racine, creen poseer la historia de la literatura.
Por fortuna, cada tanto aparecen
desfacedores de agravios, críticos, curiosos, aficionados, que afirman que no
todo está en Rafael, que no todo está en Racine, que los poetae minores tienen aspectos buenos, sólidos y exquisitos; y que,
en definitiva, no por mucho amar la belleza universal, expresada por poetas y
artistas clásicos, se ha de descuidar la belleza particular, la belleza
circunstancial y los rasgos de las costumbres.
He de decir que, desde hace unos
años, el mundo se ha corregido un poco. El precio que los aficionados fijan hoy
a las finezas grabadas y coloreadas del pasado siglo demuestra que ha habido
una reacción en el sentido en que la necesitaba el público; los Debucourt, los
Saint-Aubin y muchos otros han entrado en el diccionario de artistas dignos de
estudio. Pero estos representan el pasado; hoy quisiera dedicarme a la pintura
de costumbres del presente. El pasado es interesante no solo por la belleza que
supieron extraer de él los artistas para quienes era presente, sino además por
pasado, por su valor histórico. Lo mismo ocurre con el presente. El placer que
obtenemos en las representaciones del presente depende no solo de la belleza
que este pueda revestir, sino además de su cualidad esencial de presente.
Tengo ante mis ojos una serie de
grabados de modas que van desde la Revolución hasta más o menos el Consulado.
Esos vestidos, que hacen reír a mucha gente irreflexiva, gente grave falta de
verdadera gravedad, presentan un encanto de naturaleza doble: artística e
histórica. A menudo son bellos y están dibujados con vivacidad; pero lo que me
importa al menos otro tanto, y lo que me alegra encontrar en todos o en casi
todos, es la moral y la estética de una época. La idea que el hombre se hace de
lo bello se imprime en toda su estampa, arruga o tensa su traje, redondea o
endereza su gesto y, a la larga, incluso penetra sutilmente en los rasgos de su
cara. El hombre acaba por parecerse a lo que quisiera ser. Estos grabados
pueden tomarse como imágenes bellas o feas; feas, se convierten en caricaturas;
bellas, en estatuas antiguas.
Las mujeres que llevaban aquellos
atuendos se parecían en mayor o menor medida a unas o a otras, según el grado
de poesía o vulgaridad que las distinguiera. La materia viva volvía ondulante
lo que nos resulta en exceso rígido. Aún hoy la imaginación del espectador
puede echar a andar o hacer temblar esta túnica
o ese chal. Un día de estos, tal vez,
se montará en un teatro un drama en el que veremos la resurrección de los
atuendos bajo los que nuestros padres eran tan agradables como nosotros bajo
nuestras pobres prendas (que también tienen su gracia, es cierto, pero de una
naturaleza más bien moral y espiritual), y, si los visten y los resucitan
actrices y actores inteligentes, nos asombrará el habernos reído de ellos tan a
la ligera. El pasado, sin perder lo intrigante del fantasma, recuperará la luz
y el movimiento de la vida, y se hará presente.
Si un hombre imparcial repasara
una por una todas las modas francesas
desde el origen de Francia hasta el presente, no encontraría nada de chocante
ni de asombroso. Las transiciones serían tan abundantes como en la escala del
mundo animal. Nada de lagunas; por tanto, nada de sorpresas. Y si aquel
agregara, a la viñeta representativa de cada época, el pensamiento filosófico
que más la ocupaba o la inquietaba, pensamiento que la viñeta recuerda
inevitablemente, vería que una profunda armonía rige a todos los miembros de la
historia y que, aun en los siglos que se nos antojan más monstruosos y
demenciales, se ha satisfecho siempre el inmortal apetito por lo bello.
Se nos presenta aquí una buena
ocasión, por cierto, para plantear una teoría racional e histórica de lo bello,
en contra de la teoría de lo bello único y absoluto; para demostrar que lo
bello tiene siempre, inevitablemente, una composición doble, aunque la
impresión que produce sea singular; pues la dificultad que tenemos para discernir
en la unidad de dicha impresión los elementos variables de lo bello no invalida
la necesidad de variedad en la composición. Lo bello consiste en un elemento
eterno, invariable, cuya cantidad es muy difícil determinar, y de un elemento
relativo, circunstancial, que será, si se quiere, por turno o en su conjunto,
la época, la moda, la moral, la pasión. Sin este segundo elemento, que es como
la envoltura entretenida, estimulante, atractiva, del dulce divino, el primer
elemento sería indigerible, inapreciable, inapropiado y no apto para la
naturaleza humana. Desafío a que se descubra un ejemplo cualquiera de belleza
que no contenga estos dos elementos.
Tomo, por así decir, los dos
grados extremos de la historia. En el arte hierático, la dualidad aparece a
primera vista; la parte de belleza eterna solo se manifiesta con el permiso y
bajo las normas de la religión a la que pertenece el artista. La dualidad se
observa igualmente en la obra más frívola de un artista refinado, perteneciente
a una de esas épocas que con excesiva vanidad llamamos civilizadas; la porción
eterna de belleza se hallará al mismo tiempo velada y expresada, si no por la
moda, cuando menos por el temperamento particular del autor. La dualidad del
arte es consecuencia fatal de la dualidad del hombre. Piénsese, si se quiere,
en lo que subsiste eternamente como en el alma del arte, y en el elemento
variable como en su cuerpo. De ahí que Stendhal, un espíritu impertinente,
burlón, incluso odioso, se acercara más que muchos otros a la verdad al decir
que «Lo bello no es sino la promesa de la felicidad». Sin duda esta definición
sobrepasa su objetivo; somete lo bello al ideal infinitamente variable de la
felicidad; despoja con excesiva ligereza lo bello de su carácter aristocrático;
pero tiene el gran mérito de alejarse decididamente del error de los
académicos.
Más de una vez expliqué estas
cuestiones; estas líneas dirán lo suficiente para quienes aprecien los juegos
del pensamiento abstracto; pero sé que, en su mayoría, los lectores franceses
rara vez se complacen en ellos, y a mí mismo me urge entrar en la parte
concreta y real de mi tema.
II. El croquis de
costumbres
Para hacer un croquis de las
costumbres, la vida burguesa y los espectáculos de la moda, el medio más
expeditivo y menos costoso es con toda evidencia el mejor. Cuanta más belleza
ponga en ello el artista, más preciosa será la obra; pero hay en la vida
trivial, en la metamorfosis diaria de las cosas exteriores, un movimiento
rápido que igualmente exige al artista velocidad de ejecución. Los grabados en
varias tintas del siglo XVIII han obtenido una vez más el favor de la moda,
como decía hace un momento; el pastel, el aguafuerte, el aguatinta han
contribuido por turno al inmenso diccionario de la vida moderna que se
encuentra disperso en bibliotecas, en los bocetos de los aficionados y en los
escaparates de las tiendas populares. Desde su aparición, la litografía ha
demostrado ser muy apta para esta tarea enorme, aunque en apariencia frívola.
Tenemos en ese género verdaderos monumentos. Con justicia se ha llamado a las
obras de Gavarni y de Daumier complementos de La comedia humana. El mismo Balzac, estoy seguro, no habría
rechazado la idea, que es tanto más justa por cuanto el artista que pinta
costumbres posee un talento de naturaleza mixta, es decir que en él interviene
en buena parte el espíritu literario. Observador, paseante, filósofo, llámenlo
como quieran; pero, al caracterizar a este artista, se verán movidos a
premiarlo con un epíteto que no prestarían al pintor de cosas eternas, o al
menos de las más duraderas, las cosas religiosas o heroicas. A veces es poeta;
más a menudo se acerca al novelista o al moralista; es el pintor de la
circunstancia y de todo lo que esta sugiere de eterno. Cada país, para su
placer y su gloria, ha dado algunos de estos hombres. En la época actual, a
Daumier y a Gavarni, los primeros nombres que acuden a la memoria, pueden
añadirse los de Devéria, Maurin, Numa —historiadores de las sospechosas galas
de la Restauración—, Wattier, Tassaert, Eugène Lami —este último casi inglés a
fuerza de su amor por la elegancia aristocrática— y Trimolet y Traviès,
cronistas de la pobreza y la vida humilde.
III. El artista,
hombre de mundo, hombre de multitudes y niño
Hoy voy a entretener al público
con un hombre singular, de una originalidad tan pujante y decidida que se basta
a sí misma y ni siquiera busca la aprobación ajena. Ninguno de sus dibujos
lleva su firma, si firma puede llamarse a las pocas letras, fáciles de
falsificar, que cifran un nombre y que tantos otros ponen fastuosamente al pie
de croquis descuidados. Pero todas sus obras llevan la firma de su alma
resplandeciente, y los aficionados que han visto y admirado aquellas las
reconocerán con facilidad en el retrato que haré de esta. Gran amante de la
multitud y el anonimato, el señor C. G. lleva la originalidad al grado de
modestia. El señor Thackeray, que, como bien se sabe, es muy curioso en
cuestiones artísticas, y que ilustra sus propias novelas, habló un día del
señor G. en un pequeño periódico de Londres. Este se enfadó como si hubieran
ultrajado su pudor. Y hace poco, al enterarse de que me proponía esbozar una
apreciación de su espíritu y de su genio, me suplicó, de manera imperiosa, que
suprimiera su nombre y no hablara de sus obras sino como de obras anónimas.
Respetaré humildemente ese extraño deseo. El lector y yo haremos como que el
señor G. no existe, y nos ocuparemos de sus dibujos y acuarelas, por los que él
profesa un desdén de patricio, como estudiosos que juzgaran preciosos documentos
históricos preservados por el azar y de los que nunca se conocerá al autor. Más
aún, para mi absoluta tranquilidad de conciencia, supondremos que cuanto he de
decir sobre su naturaleza, tan curiosa y misteriosamente deslumbrante, lo
sugieren con mayor o menor justeza las obras en cuestión; pura hipótesis
poética, conjetura, labor imaginativa.
El señor G. es mayor.
Jean-Jacques, dicen, empezó a escribir a los cuarenta y dos años. Fue quizá por
esa edad cuando el señor G., obsesionado por las imágenes que colmaban su
cerebro, tuvo la audacia de verter tinta y colores sobre una hoja en blanco. A
decir verdad, dibujaba como un bárbaro, como un niño, enfadado con la torpeza
de sus dedos y la desobediencia de su instrumento. He visto muchos de sus
garabatos primitivos y admito que casi todos los que saben de estas cosas, o
fingen saber, habrían podido, sin deshonra, pasar por alto el genio latente que
habitaba en esos bocetos tenebrosos. Hoy en día el señor G., que ha descubierto
por sí solo todas las pequeñas mañas del oficio y que se ha educado a sí mismo
prescindiendo de consejos, es a su manera un pujante maestro, y no ha
conservado de su primera ingenuidad más que lo necesario para añadir a sus
sobradas facultades un condimento imprevisible. Cuando da con uno de sus
ensayos de juventud, lo hace trizas o
lo quema con una vergüenza de lo más divertida.
Durante diez años quise conocer
al señor G., que es por naturaleza muy viajero y muy cosmopolita. Sabía que
había colaborado largo tiempo con un periódico ilustrado inglés, en el que
habían aparecido estampas basadas en sus croquis de viaje (España, Turquía,
Crimea). De entonces a esta parte he visto un número considerable de esos
dibujos hechos in situ, y además he podido leer
un informe minucioso y cotidiano de la campaña de Crimea, muy preferible a
cualquier otro. Aquel periódico también había publicado, siempre sin firma,
numerosas composiciones del mismo autor sobre ballets y óperas nuevas. Cuando por fin lo conocí, supe de entrada
que no estaba ante un artista, sino
más bien ante un hombre de mundo.
Entiéndase, por favor, la palabra artista
en un sentido muy restringido y la expresión hombre de mundo en uno muy amplio. Hombre de mundo, es decir hombre del mundo entero, hombre que
comprende las razones misteriosas y legítimas de todas sus usanzas; artista, es decir especialista, hombre
unido a su paleta como el siervo a la gleba. Al señor G. no le gusta que lo
llamen artista. ¿No tiene un poco de razón? Le interesa el mundo entero; quiere
saber, comprender, apreciar todo lo que ocurre en la superficie del globo. El
artista vive poco, o incluso nada, en el mundo moral y político. Quien reside
en el barrio de Bréda ignora lo que pasa en el de Saint-Germain. Salvo por dos
o tres excepciones que es inútil nombrar, la mayoría de los artistas son, hay
que decirlo, animales muy diestros, manipuladores puros, inteligencias de
pueblo, cerebros de aldea. Su conversación, limitada por fuerza a un ámbito muy
restringido, pronto resulta insoportable para el hombre de mundo, el ciudadano espiritual del universo.
En consecuencia, para comprender
al señor G., tomen enseguida nota de lo siguiente: que la curiosidad puede considerarse el punto de partida de su genio.
¿Recuerdan ustedes un cuadro (por
cierto, es un cuadro) salido de la pluma más potente de la época actual, que se
titula El hombre de la multitud? Tras
la ventana de un café, un convaleciente, mientras contempla gozoso la multitud,
se mezcla por medio del pensamiento con todos los pensamientos que se agitan a
su alrededor. De vuelta desde hace poco de entre las sombras de la muerte,
aspira con deleite los gérmenes y efluvios de la vida; como ha estado a punto
de olvidar todo, recuerda y arde en deseos de recordar todo. Al final, se
precipita entre la multitud en pos de un desconocido cuya fisionomía,
entrevista en un abrir y cerrar de ojos, le ha fascinado. ¡La curiosidad se ha
vuelto una pasión fatal, irresistible!
Imaginen a un artista que se
encontrara siempre, espiritualmente hablando, en la situación del convaleciente,
y hallarán la clave del carácter del señor G.
Ahora bien, la convalecencia es
como una vuelta a la infancia. El convaleciente goza en grado máximo, como el
niño, de la facultad de interesarse vivamente por las cosas, incluso las de
apariencia trivial. Remontémonos, si es posible, por medio de la imaginación
retrospectiva, a nuestras impresiones más tempranas, aurorales; reconoceremos
que guardan un parentesco singular con las impresiones, vivamente matizadas,
que tuvimos más tarde tras una enfermedad física, siempre y cuando esta no
perturbara nuestras facultades espirituales. El niño ve en todo novedad; está siempre ebrio. Nada se parece tanto a lo que
llamamos inspiración como la dicha con que el niño absorbe la forma y el color.
Diría más: la inspiración se vincula con la congestión
cerebral, y todo pensamiento sublime viene acompañado de una sacudida
nerviosa, más o menos intensa, que repercute hasta en el cerebelo. El hombre de
genio tiene nervios robustos; el niño los tiene débiles. En uno, la razón ocupa
un lugar considerable; en el otro, la sensibilidad abarca casi todo el ser.
Pero el genio no es sino la infancia
recobrada a voluntad, la infancia que ahora está dotada, para expresarse,
de los órganos viriles y del espíritu analítico que le permiten ordenar
materiales acopiados de manera involuntaria. A esa profunda y alegre curiosidad
ha de atribuirse la mirada fija y animalmente extática de los niños ante lo nuevo, en cualquiera de sus formas,
rostro o paisaje, luz, doradura, colores, telas tornasoladas, encanto de la
belleza realzada por el vestuario. Un amigo me contó un día que, de pequeño,
solía mirar a su padre vestirse, y que entonces contemplaba, con un estupor
mezclado de delicias, los músculos de los brazos, las gradaciones cromáticas de
la piel matizada de rosa y amarillo, la red azulada de las venas. El cuadro de
la vida exterior ya le inspiraba respeto y se apoderaba de su cerebro. La forma
ya le obsesionaba y lo poseía. La predestinación asomaba precozmente la nariz.
Se había sellado la condena. ¿Hace
falta decir que aquel niño es hoy un pintor famoso?
Hace un momento pedí que se
considerase al señor G. un eterno convaleciente; para completar esa concepción,
debemos tomarlo también por un hombre-niño, un hombre que posee minuto a minuto
el genio de la infancia, es decir, un genio para el que ningún aspecto de la
vida se ha atenuado.
He dicho que me resistía a
llamarlo un puro artista y que él mismo renegaba de ese título, con una
modestia teñida de pudor aristocrático. Con gusto lo llamaría dandi; y tendría mis razones, pues la
palabra dandi denota refinamiento de
carácter y una comprensión sutil del mecanismo moral del mundo; pero, por otro
lado, el dandi aspira a la insensibilidad, y en ese sentido el señor G., a
quien domina la pasión insaciable de ver y de sentir, se distancia con ímpetu
del dandismo. Amabam amare, decía san
Agustín. «Amo apasionadamente la pasión», diría con gusto el señor G. El dandi
está hastiado, o finge estarlo, por política y cuestiones de casta. El señor G.
aborrece a la gente hastiada. Posee el dificultoso arte (los espíritus
refinados me comprenderán) de ser sincero
sin hacer el ridículo. Lo condecoraría con el nombre de filósofo, al que
tiene derecho en más de un sentido, si su excesivo amor a las cosas visibles,
tangibles, condensadas en su estado plástico, no le inspirara cierta
repugnancia por aquellas que forman el reino impalpable del metafísico.
Reduzcámoslo, pues, a la condición de puro moralista pintoresco, como lo fue La
Bruyère.
La multitud es su ámbito, como el
aire es el del pájaro, el agua el del pez. Su pasión y su profesión es fundirse con la multitud. El paseante
perfecto, el observador apasionado, halla un goce inmenso en lo numeroso, en lo
ondulante, en el movimiento, en lo fugitivo y en lo infinito. Estar fuera de
casa y, no obstante, sentirse en casa en todas partes; ver el mundo, ser el
centro del mundo y permanecer oculto al mundo, tales son algunos de los ínfimos
placeres de estos espíritus independientes, apasionados, imparciales, que la lengua
solo puede definir con torpeza. El observador es un príncipe que disfruta en todas partes de su anonimato. El amante de
la vida hace del mundo su familia, como el amante del bello sexo compone una
familia con todas las bellezas halladas, hallables e inhallables; como el
amante de los cuadros vive en una sociedad encantada de sueños pintados sobre
tela. Así el enamorado de la vida universal entra en la multitud como en una
inmensa reserva de electricidad. También se lo puede comparar con un espejo tan
grande como esa multitud; con un caleidoscopio dotado de conciencia que, con
cada movimiento, representa la vida múltiple y la gracia cambiante de los
elementos de la vida. Es un yo
insaciable de no-yo que, a cada
instante, lo capta y lo expresa en imágenes más vivas que la vida misma,
siempre inestable y fugaz. «Todo hombre —decía un día el señor G. en una de las
conversaciones que ilumina con una mirada intensa o un gesto evocador—, todo
hombre que no esté afligido por una de esas penas que son demasiado concretas
como para no enturbiar las facultades, y
que se aburra en medio de la multitud, ¡es un tonto!, ¡un tonto!, y lo
desprecio».
Al despertar, cuando el señor G.
abre los ojos y ve el sol chillón que asalta los paneles de las ventanas, se
dice con pesar, con remordimiento: «¡Qué orden imperioso! ¡Qué fanfarria de
luz! ¡Desde hace varias horas, luz por doquier! ¡Luz perdida durante el sueño!
¡Cuántas cosas iluminadas habría
podido ver y no he visto!». Y se pone en movimiento, y mira correr el río de la
vitalidad, majestuoso y brillante. Admira la eterna belleza y la asombrosa
armonía de la vida en las capitales, armonía que mantiene de manera tan
providencial en el tumulto de la libertad humana. Contempla los paisajes de la
gran ciudad, paisajes de piedra acariciados por la bruma, o golpeados por el
sol. Disfruta de los bellos carruajes, los caballos briosos, la impecable
pulcritud de los mozos, la destreza de los ayudas de cámara, el paso de las
mujeres sinuosas, los niños apuestos, felices de estar vivos y de ir bien
vestidos; en dos palabras, de la vida universal. Si se ha modificado
ligeramente una moda, el corte de una prenda, si las escarapelas han destronado
los nudos de cintas o los bucles, si la cofia se ha ensanchado y el rodete ha
descendido un pellizco hacia la nuca, si el cinturón se usa ahora más alto y la
falda más amplia, créanme que desde una distancia enorme su ojo de halcón ya lo ha detectado. Pasa
un regimiento, que acaso se dirige hacia el fin del mundo, soltando por los
bulevares fanfarrias llevaderas y ligeras como la esperanza, y el ojo del señor
G. ya ha visto, repasado, analizado las armas, la marcha y la fisionomía de la
tropa. Arreos, centelleos, música, miradas decididas, bigotes serios y tupidos,
todo entra en él sin orden ni concierto; y en pocos minutos el poema que
resultará de todo ello estará prácticamente compuesto. Y he aquí que su alma
vive con el alma de ese regimiento que marcha como un solo animal, noble imagen
de la alegría en la obediencia.
Pero llega la noche. Es la hora
extraña y dudosa en que cae el telón del cielo, en que las ciudades se
alumbran. Las farolas de gas manchan la púrpura del poniente. Honestos o
deshonestos, razonables o locos, los hombres se dicen: «¡Por fin termina el
día!». Prudentes e infames piensan en el placer, y cada cual corre a su lugar
favorito para beber la copa del olvido. El señor G. se quedará el último en
cualquier sitio donde pueda destellar la luz, retumbar la poesía, pulular la
vida, vibrar la música; en cualquier sitio donde una pasión pueda posar delante de sus ojos, donde el
hombre natural y el hombre de las convenciones se muestren con una extraña
belleza, donde el sol ilumine las presurosas alegrías del animal depravado. «Ha sido, sin duda, un día bien aprovechado», se
dice cierto lector al que todos hemos conocido, «cada uno de nosotros tiene
suficiente talento para llenarlo de la misma manera». ¡No! Pocos hombres están
dotados de la capacidad de ver; menos aún poseen el poder de expresar. Ahora,
cuando los demás duermen, él se halla encorvado sobre su mesa, clavando en una
hoja de papel la misma mirada que posaba hace un rato en las cosas, afanándose
con el lápiz, la pluma, el pincel, arrojando el agua del vaso al techo,
limpiándose la pluma en la camisa, apresurado, violento, activo, como si
temiera que se le escapasen las imágenes, combativo aun en soledad y agitándose
por su cuenta. Y las cosas renacen sobre el papel, naturales o más que
naturales, bellas o más que bellas, singulares y dotadas de una vida entusiasta
como el alma del autor. Se ha extraído la fantasmagoría de la naturaleza. Los
materiales acumulados en la memoria se ordenan, se alinean, se armonizan y
experimentan la idealización forzosa que resulta de una percepción infantil, es decir, de una percepción
aguda, mágica a fuerza de ingenuidad.
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