Peter
Elbling
El catavenenos
Para Dimitri y Simon
Prólogo
Hace cinco años, mientras visitaba a un amigo en
Barga, un pueblo situado en el norte de la Toscana, éste me presentó a un vecino suyo al que llamaban
Giancarlo Tula (aunque ése no era su verdadero nombre). Era un hombre bajito y
rechoncho, tirando a gordo, de abundante y desordenada cabellera gris y con la
boca repleta de dientes de oro. Giancarlo me dijo que había nacido en Bulgaria y que pertenecía a un linaje de talentosos artistas
gitanos. Alardeó de
haber recorrido el mundo, de haber aparecido un par de veces en el show de Ed
Sullivan y de que, una vez, con el propósito de promocionar una actuación en la emblemática armería del 69 Regimiento, atravesó Wall Street con los ojos vendados a una
altura de treinta pisos por encima del suelo. Poco tiempo después, distraído por un dolor de muelas, se cayó y se rompió la pierna derecha por tres sitios
distintos.
En seguida se hizo director de películas porno, conoció a una actriz en el círculo Andy Warhol/Studio 54, se casó con ella y tuvieron un hijo. A finales
de los setenta, regresó, o se vio forzado a regresar, a París, donde frecuentó los más selectos ambientes posmodernos. En algún momento del proceso volvió a casarse, y gracias a su segunda esposa, de quien también terminaría divorciándose, comenzó a interesarse por los objetos raros.
Ahora padecía un enfisema pulmonar y estaba al cuidado de Berta,
una hermosa rubia austríaca. (¿Cómo se las arreglarán esos tipos para conseguir siempre
bellezas rubias dispuestas a cuidarlos?) Bebimos grappa mientras me agasajaba
con una colección de
historias improbables: había departido con el antiguo primer ministro de Canadá, Pierre Trudeau, en Cuba; había tomado baños de sol con Mick Jagger en el sur de
Francia, y retozado con varios príncipes sauditas en los prostíbulos de Bangkok.
Mi amigo le dijo a Giancarlo que yo también estaba interesado en los objetos raros;
nos respondió que
poseía una «rareza» que sin duda me resultaría fascinante. Dije que me interesaría verla. Él vaciló: era la única cosa de valor que le quedaba en el
mundo, tenía que
hablar con su abogado, etcétera. Asumí que se trataría de otra de sus historias y no volví a pensar en el asunto. Además, su manera de fanfarronear había terminado por hartarme y no tenía intención de volver a verlo.
La mañana de mi regreso a Estados Unidos, Berta nos despertó con la noticia de que Giancarlo había muerto esa misma noche. Nos dirigimos
inmediatamente allí. El
lugar estaba patas arriba: Berta había estado buscando un dinero que Giancarlo le había prometido. Quería darme la «rareza» a la que éste había hecho referencia en nuestra conversación. Se trataba de un viejo manuscrito en
un estado lamentable. Al haber conocido a Giancarlo, supuse que se trataría de una falsificación, pero de todos modos me lo quedé.
Mostré el manuscrito a varios expertos en libros raros de
Nueva York y también al
Museo Getty de Los Ángeles, y para mi sorpresa me aseguraron que era auténtico, e incluso se ofrecieron a comprármelo. Rechacé la oferta porque había decidido traducirlo yo mismo —había pasado varios años en Italia y conocía el idioma—, y así lo hice, de forma intermitente, durante
cuatro años.
Como gran parte de la historia tiene lugar en la
ciudad de Corsoli, que alguna vez estuvo ubicada en los límites comunes de la Toscana, Umbría y las Marcas, viajé allí varias veces, intentando encontrar
vestigios de aquel asentamiento. Sin embargo, los registros indicaban que había sido destruido a finales del siglo XVII
por una serie de seísmos. Los vecinos de las comunidades circundantes,
obviamente, habían
expoliado los restos.
Terminé la traducción del documento hace un año. Intenté mantenerme tan cerca como pude del espíritu del original, limitándome a modernizar ciertas frases y a
actualizar la sintaxis para acercarla a los lectores de hoy. A pesar de que
algunas páginas se
han perdido y otras sufrieron daños irreparables, creo haberlo logrado con más o menos éxito. Hasta donde sé, el manuscrito es el único testimonio de aquel tiempo y lugar,
y también de su
autor: Ugo di Fonte.
Peter Elbling
I
Abril de 1534
Durante años, después de que mi madre se suicidó ahorcándose de la rama de un árbol, deseé fervientemente haber sido mayor, o como
mínimo lo bastante fuerte para haber podido
impedirlo. Pero como no era más que un niño que no le llegaba a la cintura, me quedé ahí mirando, impotente, hasta que todo
terminó.
El día anterior habíamos celebrado la festividad de San
Antonio, y nos habíamos
hartado de pollo asado, coles, judías, polenta y frutos secos. Lo hicimos así porque la peste había estado rondando el valle durante varias
semanas, golpeando aquí y allá, y nadie sabía si al salir el sol iba a seguir aún con vida.
Ya era de noche, y mamá y yo mirábamos la colina donde mi padre y mi
hermano mayor, Vittore, estaban encendiendo hogueras. Yo preferí quedarme con ella: me gustaba cuando me
acariciaba el pelo, me abrazaba y me llamaba «su principito». Además, aquella tarde, el maldito Vittore me
había golpeado la cabeza contra un árbol, y aún me dolía.
Era una noche oscura, sin luna, pero podía distinguir los gritos de mi padre por
encima de los de los demás. El viento
avivaba el fuego del mismo modo en que un hombre provoca a su perro blandiendo
un palo frente a su boca. Las llamas crecían a causa del viento y por un brevísimo instante pude ver a los hombres,
como hormigas, en la misma cumbre de la colina. De repente, una de las hogueras
se despeñó y cayó rodando por la cuesta, como una inmensa
bola de fuego, dando vueltas y más vueltas, cada vez más de prisa, aplastando arbustos y
chocando contra los árboles como si el mismísimo diablo la guiase.
—¡Santo Dios! —chilló mi madre—. ¡Nos devorará vivos!
Y, cogiéndome del brazo, me obligó a entrar en casa. Un instante después, la bola de fuego pasó justo sobre el lugar donde estábamos nosotros un momento antes, y en el
corazón de las
llamas vi a la muerte mirando directamente hacia nosotros. Después desapareció colina abajo, dejando tras de sí un rastro de hierba y hojas incendiadas.
—¡María! ¡Ugo! ¿Estáis bien?—gritó mi padre—. ¿Estáis heridos? ¡Responded!
—Stupido! —chilló mi madre, saliendo con nervio de la casa—. ¡Podrías habernos matado! C'è uno bambino qui! ¡Que el diablo se cague en tu tumba!
—¡Lo siento! —gritó mi padre, lo que provocó una carcajada general.
Mi madre continuó vociferando hasta que no se le
ocurrieron más
maldiciones. Dicen que yo he salido a ella porque uso la lengua como otros usan
la espada. Entonces se volvió hacia donde yo estaba y me dijo:
—Estoy cansada. Quiero acostarme.
Cuando mi padre entró en casa dando tumbos, con una expresión de vergüenza que acercaba más aún su nariz aguileña al hueco de su barbilla, mi madre tenía unos bubones del tamaño de un huevo en las axilas. Los ojos se le
habían hundido y los dientes se le salían de las encías. Todo lo que amaba en ella se desvanecía delante de mis propios ojos, así que me agarré a su mano para que no pudiera evaporarse
completamente.
Al salir el sol, la muerte ya estaba esperando en el portal.
Mi padre se sentó en el
suelo, al lado de la cama, cubriéndose la cara con las manos y llorando en silencio.
—Vicente, llévame fuera —susurró mi madre—. Vamos, trae contigo a los niños.
Me encaramé al castaño que estaba frente a la casa y me senté a horcajadas en una de las ramas. Mi
padre depositó a mi
pobre mamá en el
suelo y le acercó un tazón de polenta y un poco de agua. Mi
hermano Vittore me pidió que bajara para acompañarlo a ver a las ovejas.
Negué con la cabeza.
—Baja —chilló mi padre.
—Ugo, ángel mío, ve con él —me rogó mamá.
Pero no lo hice: sabía que si me iba no volvería a verla con vida. Mi padre intentó subir al árbol, pero no pudo. Vittore tenía miedo a las alturas, así que prefirió lanzarme piedras. Me golpearon en la
cara y me abrieron una brecha en la cabeza, pero, a pesar de que para entonces
lloraba amargamente, me quedé donde estaba.
—Id vosotros —dijo mi madre.
Así que mi padre y Vittore subieron la colina, deteniéndose de vez en cuando para gritarme,
pero el viento confundió sus palabras hasta hacerlas parecer chillidos de algún animal lejano. Mi madre tosió sangre. Le dije que estaba rezando por
ella y que se curaría pronto.
—Mio piccolo principe —susurró.
Me guiñó el ojo y me dijo que ella conocía un remedio secreto. Se quitó la bata, la dobló por la mitad, me lanzó uno de los extremos y me dijo que lo
atara a una rama. Yo estaba feliz de poder ayudarla. Sólo cuando anudó el otro extremo alrededor de su cuello
empecé a
sentir que algo iba mal.
—Mamma, mi displace! —grité llorando—. Mi dispiace!
Traté de deshacer el nudo, pero mis manos eran demasiado
pequeñas. Por
otra parte, mi madre lo apretaba cada vez más, saltando con las piernas dobladas
contra el pecho. Le grité a mi padre, pero el viento me devolvió las palabras, arrojándomelas a la cara.
Al tercer salto que dio mi madre oí un crujido, como el de un pedazo de
madera que se quiebra. La lengua se le salió de la boca y un olor a mierda ascendió hasta donde yo estaba.
No sé cuánto tiempo estuve gritando. Sólo recuerdo que, incapaz de moverme, me
quedé toda la
noche en aquella rama, sacudido por el viento, ignorado por las estrellas y
engullido por el hedor del cuerpo menguante de mi madre, hasta que mi padre y
Vittore regresaron a la mañana siguiente.
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