viernes, 1 de enero de 2021

Twain, el bigote de morsa. 44 escritores de la literatura universal.

 



Twain, el bigote de morsa

 

Con frecuencia, salía en las fotos vestido de negro; chaleco y corbata o pajarita y botines. Como un pistolero taimado y sureño, un tahúr mundano y elegante que llevara siempre un as en la manga y un revólver cargado en el bolsillo. O de blanco inmaculado: cejas y una melena asilvestrada, gesto lo mismo adusto, serio, y bigotes poblados como de morsa, ellos mismos ceñudos, apretados, enmarcando una perla, solitaria y brillante, en la corbata.

Samuel Langhorne Clemens, su verdadero nombre. Vivió en aquel mundo, mitad real mitad imaginario, de tramperos y cazadores, indios, colonos, niños de pies descalzos, cara marcada de churretes y sombreros de paja, barcos de palas, soldados confederados y fardos de algodón en la bodega. Todo surcado por el curso de un río, como una cicatriz, cuyo nombre es una evocación de consonantes: el Mississippi, o como se diga.

Con nueve años ya andaba por ahí, correteando por los muelles de tablas y pilotes, hecho un golfillo, bañándose desnudo en las orillas, pescando con anzuelo, y fumando en pipa de maíz un tabaco pestilente, grasiento y oleoso, denso como el incendio de una refinería, que le regalaban en una tienda, cada tarde, a cambio de una herrada de agua fresca.

Fue un tiempo marinero, y piloto fluvial. De los que llevaban gorra, azul o negra, y lanzaban un chorro de vapor por el silbato cuando llegan a puerto. Los barcos tenían el casco tan plano como una ensaladera para poder navegar por un río lleno de arenales y juncos. Y había una voz mágica, liberadora, que surgía de la cubierta como un conjuro cuando por fin se salía a aguas libres: «¡Mark Twain!», se gritaba cuando el escandallo señalaba calado suficiente para navegar libremente. Y fue ese grito, casi como un destello, el que eligió como seudónimo para sus primeros artículos.

Seguramente fue el autor más popular de su tiempo. Fue periodista, escritor, viajero incansable, y recorrió el país dando conferencias en las que contaba historias prodigiosas y en las que ponía su legendaria cara de plato: la inexpresión total, ni un músculo, ni un gesto, ni una señal, nada... Hizo publicidad de una pluma estilográfica y, después, enseguida, de una de las primeras máquinas de escribir que se vendieron.

Todo se torció al final. Murió su esposa y una de sus hijas, otra se fue a vivir a Europa, «¡qué pobre, yo que fui una vez tan rico!», dijo.

La Navidad de 1909, Jean, su hija pequeña, que padecía de esquizofrenia, apareció también muerta. Vivió a partir de ese momento en una casa repleta de regalos que nunca llegó a abrir: papeles y lazos de colores, notas de felicitación, guirnaldas, bolas de cristal, zapatos… Allí solo, con un perro que únicamente entendía órdenes en alemán.

Murió al año siguiente, coincidiendo con el paso del Halley, el cometa, que lo había traído en su anterior viaje, setenta y cinco años antes.

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