Anna Ajmátova
Réquiem y otros escritos
PRESENTACIÓN
La tragedia de la cultura —de la cultura
rusa, para ser más precisos— no es simplemente una expresión ampulosa o
intencionadamente exagerada con la que se pretende una vez más sacudir la
conciencia de la opinión pública.
El binomio «amo y criado», «siervo y
señor», «dueño y esclavo» refleja una vieja enfermedad rusa nacida en la
oscuridad de los tiempos y fraguada en la psicología de la sociedad.
El talento siempre aspira a pensar por sí
mismo. Esta tendencia a pensar de manera independiente se ha castigado siempre
en el Estado ruso, y los hombres de la cultura que han ignorado esta ley no
escrita se han visto perseguidos. Así sucedió con el maravilloso Radíschev, que
osó gritar amargas verdades y que pagó por ello con la cárcel. Así sucedió con
el gran Pushkin, que se creyó un hombre libre, por lo cual se le impuso un duro
censor en la persona del emperador Nicolás I.
Es cierto que a finales del siglo pasado
esta enfermedad empezó a remitir y asomó la esperanza de que Rusia sanara por
completo. Pero llegó el régimen soviético, que agravó en provecho propio la
dolencia y la condujo a trágicas consecuencias.
El amo era implacable. La bala, la cárcel
y el silencio eran sus armas. Expulsó del país a destacados hombres de la
cultura. Asesinó a Gumiliov, Bábel, Pilniak, Mandelshtam… Enmudeció a Platónov,
Ajmátova, Zóschenko… Se entregó a la tarea con verdadera pasión y privó de aire
a Rusia hasta que él mismo empezó a ahogarse.
La enfermedad no está ni mucho menos
curada, pero para vencer sus males conviene conocer sus causas, estudiarlas y
mostrar a la sociedad el secreto de esta tragedia.
Para ello no se promulgó edicto
gubernamental alguno. Pero sí se dio el entregado entusiasmo de un grupo de
escritores rusos que crearon la comisión encargada de rescatar la herencia de
los escritores represaliados, comisión que se propuso la tarea de sacar a la
luz lo oculto.
No se trató de una labor sencilla ni mucho
menos, pero de modo paulatino, a regañadientes, se empezaron a entreabrir los
archivos secretos de la Seguridad del Estado, y la opinión pública abrió
aturdida los ojos, obligada a reconocer las dimensiones de su propia tragedia.
El régimen aún no ha muerto. Se resiste a
desaparecer. Y la enfermedad no se ha curado. Pero han aparecido los primeros
síntomas de su curación, los primeros pasos tímidos para que ésta adquiera un
rostro humano.
Me alegra profundamente el hecho de que
nuestro problema ruso haya llegado al corazón de la lejana Barcelona, y que la
editorial Galaxia Gutenberg, en las personas de Hans Meinke y Ricardo San
Vicente, tenga la intención de publicar estos trágicos materiales.
Y creo que esto no es casual. La cultura
rusa siempre ha estado estrechamente unida a la cultura universal. Se ha alimentado
de ella, al tiempo que la ha enriquecido.
Bulat Okudzhava
PRÓLOGO
Anna de todas
las Rusias
por Vladímir Leonóvich
Se pudre el oro, cede el metal,
el mármol. Todo la muerte alcanza.
Del mundo no muda sólo el pesar
y permanece, sublime, la palabra.
Anna Ajmátova
«Su sola mirada te cortaba el aliento.
Alta, de pelo oscuro, morena, esbelta y ágil, con los ojos verdosos de un tigre
polar, durante medio siglo la ha dibujado, pintado, esculpido en yeso y mármol,
fotografiado un sinnúmero de personas, empezando por Modigliani. Los versos
dedicados a ella formarían más volúmenes que su obra entera». Estas palabras
pertenecen al poeta Joseph Brodsky, que conoció a Anna Ajmátova cuando ésta, ya
rebasados los sesenta años, seguía dominando tanto el arte de la imaginación
como la imagen de su propia edad.
Ya mayor, marcada por el peso de los años,
sorprendía con sus gestos repentinos, fulgurantes y gráciles como lo era su
verso y verbo poético: raudo, elegante, paradójico y preciso, que bien se
podría llamar clásico.
Su amor por los clásicos (Pushkin, Dante,
Shakespeare, Tolstói) era exigente y celoso. Y su relación con Pushkin se
podría definir sin exagerar como una historia de amor.
La crítica soviética la remitía al siglo XIX, y la política la condenaba a la condición
de «enemiga de clase». Y ciertamente contrastaba de manera poderosa con el
ambiente literario general, pues incluso a mediados de nuestro siglo destacaba
de modo tal que su entorno aparecía pálido, desleído, como un lejano segundo
plano. No en vano la consideraban una emperatriz. Y las consecuencias trágicas
de todo ello, su majestuosa presencia en los tiempos en que «reinaba» el tirano
del Kremlin, se nos antojan obvias.
«Nací el 11 de junio de 1889, cerca de
Odessa…», escribe Anna Ajmátova. Le pusieron el nombre de su abuela Anna, y de
su bisabuela, «la princesa tártara Ajmátova», tomó su nombre poético. La
familia pronto se trasladó a Tsárskoye Seló —la «aldea del zar», junto a la
residencia de verano de los zares rusos desde Catalina II—, no lejos de
Petersburgo, donde pasó sus años de adolescencia Anna Gorenko. Y ya en el
apellido de Gorenko resuena la palabra rusa gore, ‘desdicha’… Dolor y
desdicha que la poeta compartirá con su pueblo, con su país, que no abandonará
en sus horas difíciles.
De niña, como le contaría a su biógrafo
Pável Luknitski, era una lunática. Anna se escapaba de casa siguiendo la luz de
la luna; el padre salía en busca de su hija y la retornaba a casa en brazos.
Después de la separación de los padres, la
madre regresa al sur; Anna ya había cumplido los quince. En Tsárskoye Seló
había dejado a su amor Kolia (Nikolái) Gumiliov, el futuro marido de Anna
Andréyevna y padre de su único hijo, Liova (Lev).
Sabemos de su conducta poco común a partir
de los testimonios de sus compañeros y de ella misma. El mar era para ella un
elemento dotado de razón. Impregnada de su «gran sentido de la libertad» —en
palabras del venerado Nikolái Nekrásov—, el mar se convirtió en su hábitat
natural, como lo llamamos ahora, en su elemento vital. Hasta el extremo de que
hubiera preferido cambiar sus largas piernas por la cola de una sirena. Y
nadaba como un pez, «como un pájaro», dirá otro de sus maridos, Nikolái Punin.
Hablaba con el mar, con el mismo mar al que se dirigiera, aun sin saberlo ella,
Pushkin. Y lo cantaba ora como «libre elemento», ora como «verdugo ancestral».
A Pushkin llegaría bastante tarde: en casa no había más libros que de los
poetas Nekrásov y Derzhavin. Y en las noches de luna, el mar se unía con el
frío planeta y no había modo de apartar la mirada del plateado sendero, del
«camino no diré hacia dónde»… Aquí, cerca del antiguo Quersoneso, se fundieron
en la poeta las culturas llegadas de Asia, Rusia y Grecia.
Ajmátova es la poeta del sufrimiento, del
sufrimiento dominado. «La pasión actúa con más fuerza cuando se ve dominada por
una mano poderosa». Estas palabras de Beethoven pueden aplicarse plenamente a
Ajmátova. Una mano blanca y hermosa que dominaba la explosión, a diferencia de
Marina Tsvetáieva, que ignoraba toda mesura o contención («en el mundo de las
medidas»).
Ajmátova no tuvo necesidad de «irrumpir»
en la poesía rusa, como lo hizo Mayakovski con sus escandalosas innovaciones y
sus «bofetadas al gusto público». No tuvo que «atentar contra los valores
sagrados», como lo hiciera el atormentado Blok. Ni hubo de luchar con Dios,
pues la iglesia también era su casa. Tampoco le hizo falta quebrar la forma
clásica del verso, pues conservó con esmero todo lo que había heredado de sus
maestros; muy pronto su verso adquirió el aura de lo eterno, mientras el tambor
de los «insurrectos» se desgañitaba a los pies del Olimpo, como ocurre con la
espuma que hierve fría en toda época de tránsito.
Junto con Mandelshtam, Gumiliov,
Gorodetski, Narbut, Viacheslav, Ivánov y Kuzmín, Ajmátova pertenecía al grupo
de los reformadores moderados del verso, a los llamados «acmeístas». La raíz de
la palabra griega acmé esconde el florecimiento, la plenitud. Así, desde
sus primeros pasos, dominio y plenitud se funden en Ajmátova, que, como todo
verdadero poeta, aspira a lo sublime.
El genio que no se logra dominar resulta
insoportable. Así por cierto, se refería Ajmátova a los «purasangres» Yesenin y
Mayakovski…
Pero hemos abandonado a la muchacha
«salvaje» a orillas del Ponto o en una alejada roca en medio del mar tostándose
al sol de Crimea. La muchacha se asilvestraba con rapidez y de buen grado,
olvidando fácilmente las lecciones de sus maestros de Tsárskoye Seló. Olvidando
incluso al estudiante enamorado Gumiliov, tres años mayor que Anna Gorenko. Él
no le gustaba a ella, recuerda una amiga, «pero ya entonces Kolia se negaba a
retroceder ante el fracaso», a pesar de las bromas sobre su apariencia y su mal
francés.
En cuanto a Anna, ésta ya a los trece años
recitaba de memoria poesías de Verlaine y Baudelaire. En casa de los Gorenko,
los niños estaban al cuidado de una institutriz. Pero también tuvieron su aya,
una muchacha del pueblo, de cuyos labios la joven «prometida de la luna» bebió
el habla popular, que pronto se engarzó a sus versos…
Así, al admirado Nikolái Nekrásov, a los
poetas franceses, se sumaron los simbolistas Briúsov, Bély, Blok…, sin olvidar
el interés que despertaba en ella la cultura ucraniana. Es decir, en la joven
se forma la conciencia clara de la riqueza y variedad de los modos de expresión
poéticos…
En su relación con Nikolái Gumiliov se
entrecruzan la compartida vocación poética y la también compleja rivalidad y
cercanía amorosa. Pasarán seis años desde que se conocen en Tsárskoye Seló
hasta que se casan en la primavera de 1910, y otros ocho hasta que se separan.
Aunque su relación poética y humana se mantuvo hasta el fusilamiento de
Nikolái.
A la boda le siguió un viaje por Europa:
París, Roma, Venecia… Y la pintura y la arquitectura italianas le parecen un
sueño. Entonces Nikolái aparece como el maestro; pero siempre entre ambos,
también en el campo de batalla de los afectos, reinó el sentimiento de la
igualdad. Equilibrio tormentoso en la fricción de los sentimientos, pero que en
lo poético pronto inclinó la balanza del lado de la joven «promesa».
En 1912 aparece el primer libro de versos
de Ajmátova, La tarde. Y al cabo de algo más de un año, Cuentas.
Si nos detenemos en la genealogía de la nueva figura poética, en primer lugar
hay que mencionar a Innokenti Ánnenski. «En seguida dejé de ver y oír, no podía
despegarme de él, repetía sus versos día y noche…», escribirá Anna Ajmátova. El
poderoso mundo de los sentimientos y de las ideas del modesto historiador y
escritor que era Innokenti Fiódorovich Ánnenski irrumpió en el alma de Ajmátova:
su dominio del mundo antiguo (tradujo a los trágicos griegos), su conocimiento
de la Edad Media y del Renacimiento, así como de la literatura escandinava
moderna, tan conocida en la Rusia de principios de siglo. Y finalmente, no
podemos olvidar su conocimiento de los autores propios, los clásicos del siglo XIX Gógol y Dostoyevski, cuya problemática
moral trasladaba Ánnenski a la cotidianidad del presente.
Uno de los héroes de Dostoyevski dice que
la felicidad futura de toda la humanidad no vale ni una lágrima de un niño si
ha de comprarse a tal precio. Así se expresa esta máxima en Ánnenski:
Pero nadie podrá lavar
una lágrima de un niño inocente.
Porque en ella está Cristo.
Todo Él en su resplandor.
Pero ¿y aquellos que sufren dolor,
cuyos brazos asemejan un hilo?…
¡Gente! ¡Hermanos! ¿No por ello será
que nuestra paz sólo está en el tormento?
Éste podría ser un epígrafe a la obra de
Ajmátova, sobre todo a su Réquiem. El maestro parece señalar el
camino de la joven poeta: expresar el clamor de las lágrimas vertidas.
Julio de 1914. Hace calor, la sequía trae
el incendio.
Un sol enorme y malva de color,
sin rayos, colgado en la neblina.
Sobre el marchito trigo callado cae el
ardor…
La guerra se anunció aquel día.
Son versos de Jodasévich. Ajmátova, en el
espíritu de Ánnenski, escribirá que está dispuesta a darlo todo, «el hijo, el
amigo y el don secreto de mi canto…», con tal de que el Todopoderoso aleje la
desdicha de su tierra. Gumiliov se marcha al frente, la esposa le manda breves
cartas con sus versos. Entonces, en plena guerra de 1914, la musa de Ajmátova
se muestra en toda su trágica sencillez:
Y a la Musa en roto pañuelo
canta y clama como en un duelo.
Y en su cruel y joven tristeza
se cobija su mágica fuerza.
Más aún, tras detenerse ante una tumba, le
pregunta al poeta: «¿Cómo puedes aún respirar?». Mayakovski, en un artículo que
escribe entonces, señala: «Se puede no escribir sobre la guerra, sino con la
guerra. No con tinta, sino con sangre, con la sangre que los hombres vierten en
los frentes».
Ya entonces aparece preciso el perfil
trágico y popular de la voz que veinte años después resonará en su Réquiem:
Junto a mi pueblo permanecí estos años,
donde la gente padeció su desdicha.
Y se dibuja no sólo la íntima fusión del
poeta con su pueblo, sino la idea del «alma del pueblo» a la que ella
pertenece.
No podrás vivir,
la cabeza alzar,
bajo las balas y las bayonetas del
enemigo. Parece una profecía de lo que le espera a su marido, fusilado en 1921.
Desdichado el país que mata a sus poetas.
La muerte de Nikolái Gumiliov, asesinado por el poder soviético, abre una
herida de la que Ajmátova nunca sanará. Aquel mismo año 19Z1, Aleksandr Blok
fallece a los cuarenta y un años, ahogado en su propio silencio. Al año
siguiente Lenin expulsa del país a la flor de la cultura rusa; en el «barco de
los filósofos» son expulsados de la URSS N.
Berdiáyev, S. Bulgákov, L. Karsavin, I. Ilin y muchos otros intelectuales.
Algunos de los compañeros de Ajmátova del Taller de los Poetas, como Jodasévich
y Gueorgui Ivánov, deciden abandonar el país. Pero «Anna de todas las Rusias»,
como la llamará Tsvetáieva, tiene otra vara de medir su alma, su unión al alma
del pueblo, por alto que sea el sacrificio…
En su poesía Ajmátova conecta en seguida
con el lector. Valga como ejemplo que sus Cuentas se reeditan nueve
veces desde 1914. La mayoría de sus libros de versos, a pesar de la
desconfianza de los bolcheviques, se reeditan repetidamente. Tras Bandada
blanca (1918), aparecen El llantén (1921) y un año después Anno
Domini. De modo que a mediados de los años veinte la popularidad de
Ajmátova puede compararse con la de Mayakovski, Pasternak y Mandelshtam.
Cada uno, es cierto, tenía sus lectores. Y
entre ellos también se podían contar los líderes de la revolución. Lo cual no
dejaba de entrañar también un peligro. La tesis leninista de que la literatura
debía ser de partido y obediente al partido se plasmaba del modo más
intolerante en sus herederos, contrarios a todo aquello que no servía a los
intereses de la ideología proletaria comunista, es decir, del poder,
convirtiendo así una máxima evangélica en el eslogan político «Quien no está
con nosotros está contra nosotros», y que Mayakovski convirtió en versos:
El canto y el verso son bomba y bandera.
La voz de su cantor la clase alzará.
Y aquel que con nosotros hoy no cante,
contra nosotros está.
La llegada de Stalin al poder ahondó aún
más la radicalidad de este enfoque con el término de «agudización de la lucha
de clases», política que tuvo que producir y en definitiva dio lugar a una
ruptura en el país, que quedó partido en dos, separado por un alambre de
espinos. Ajmátova comprendió pronto el sinsentido de semejante política y «no
cantó con ellos», de lo que muy pronto «ellos» se dieron cuenta.
En 1924 las autoridades incluyeron todas
las obras de Ajmátova en el índice de libros que debían retirarse de las
bibliotecas y de los estantes de las librerías. Se anatematizaron la Biblia,
Dante, los filósofos no marxistas…, hasta los libros infantiles de aventuras,
pues desarrollaban en ellos fantasías inútiles, en opinión de los nuevos
censores. A los niños había que dirigirlos a luchar decididamente contra la
«ideología pequeñoburguesa» de la familia… El ideal de los bolcheviques era, al
parecer, los campamentos militares que en la época zarista ideara Arakchéyev,
con sus reglamentos, declamaciones colectivas y juramentos a la bandera, como
sucedía en los campamentos de los niños, «pioneros», o de los miembros de las
juventudes comunistas, los «komsomoles».
Los medios para conseguir este adoctrinamiento
era el terror, el hambre letal al que se sometió de manera planificada a
millones de campesinos a principios de los años treinta, la destrucción de la
familia, cuando se obligaba a los niños a rechazar a sus padres, arrestados
como «enemigos del pueblo».
En esta atmósfera de terror y orden
marcial se vio obligada a vivir la gente como Ajmátova. A vivir y, por pocos
que fueran, a resistir. A salvaguardar la memoria de la cultura.
Once personas se sabían el Réquiem
de memoria. El texto, como en el caso de otras muchas obras, no existía en el
papel, pues cualquier escrito que se encontrara en un registro equivalía a la
pena de muerte. Así, desde 1924 hasta 1939 Ajmátova «calla», pues el poder
sabía cómo amordazar a los desleales y hacer cantar las mayores loas a los
fieles.
Algunos con ánimo sincero, otros por
pusilánimes o hipócritas, respondían a las exigencias del partido, firmaban
declaraciones oficiales. Ajmátova nunca. Y esto era algo que las autoridades no
ignoraban. Conviene subrayar cuán firme se mantuvo en su mudo juramento de no
colaborar con el régimen, y el poder la premió con creces por su actitud.
En 1935 es arrestado su único hijo, Lev
Gumiliov. Y tras ser liberado, es detenido de nuevo en 1938, para ir a parar a
una de las grandes construcciones del estalinismo.
Aquí empieza la larga cola carcelaria de
las esposas y madres, hermanas y hermanos con sus paquetes para los detenidos.
Anna Andréyevna se pasó en ellas diecisiete meses. Y en ellas, entre la
multitud dolida, citemos siquiera a la amiga y primera biógrafa de Ajmátova,
Lidia Chukóvskaya, cuyo marido había sido detenido.
L. Chukóvskaya, la autora de las célebres Conversaciones
con Anna Ajmátova, escribió, con el recuerdo aún reciente de su propia
tragedia, un gran retrato de la época, el relato Sofia Petrovna, la
historia de una madre a quien la maquinaria del poder había arrebatado a su
hijo. La novela en muchos aspectos recuerda la historia de Anna Andréyevna.
En 1936 la desdicha de su pueblo y el
dolor íntimo rompen el silencio de diez años de Ajmátova.
En 1936 comencé a escribir de nuevo, pero
mi estilo había cambiado, mi voz vibraba ya de otra manera. La vida traía por
la brida a un Pegaso parecido en algo al Caballo Pálido del Apocalipsis o al
Caballo Negro de mis versos en ciernes.
Fue entonces cuando visita en su
deportación de Vorónezh a Ósip Mandelshtam. Un castigo más que leve para el
poeta que había escrito su conocida poesía contra el Tirano. Los versos, que
llenarían de horror a Pasternak, le producen a Ajmátova la calma del reconocimiento.
Son los versos de un condenado a muerte. Versos alimentados con la sangre que
empapa toda la época. Son los tiempos de la Gran Hambre en Ucrania, en Kubán,
en el Volga, que se había llevado millones de vidas, mientras vagones cargados
de trigo y petróleo viajaban hacia la Alemania nazi.
Aproximadamente por estos mismos años,
Pasternak, al que se le encarga la tarea de ensalzar las granjas colectivas
soviéticas, viaja a los Urales, donde las autoridades agasajan al poeta y a sus
acompañantes con los mejores manjares, cuando tras la ventana del hotel, tras
la ventanilla del vagón, se suceden los pobres, los pordioseros, los mendigos…
El hecho sumió al poeta en una postración psíquica que lo acompañó durante año
y medio, período tras el cual el entusiasta cantor empezó a ver claro.
Visitar al deportado Mandelshtam era
peligroso, pero Anna Andréyevna se rige por otras normas, por la ley de la
amistad.
En la habitación del poeta condenado,
de guardia, se turna el miedo con la musa.
Sigue la noche que no conoce el alba.
En la Rusia actual, en el amanecer del
tercer milenio, no se puede decir en modo alguno que haya llegado el alba.
Habrán de pasar años, largos años, decenios, hasta que se logre borrar, lavar
el crimen de un genocidio nunca visto en la historia. Ciento cincuenta años
atrás Aleksandr Herzen trazó el martirologio de los poetas caídos y abatidos
por el poder: diez nombres. En los tiempos soviéticos cuesta nombrar un solo
nombre del mundo de la cultura que no se haya visto de un modo u otro golpeado
por el régimen.
La airada pluma de Pushkin ya escribió:
En todo el mundo, el hombre es
tirano, prisionero o traidor.
O no-hombre, añadirá Kafka. Entre estos
no-hombres, o medio hombres, habría que incluir a todos los «derrotados»: los
caídos en el alcohol, el miedo, la locura, los sometidos a la voluntad del
poderoso, los traidores, los huidos… Y su número no tiene fin.
La autora del Réquiem era una
persona en su sentido más pleno, y una persona de una rareza única, tanto en
aquellos años como en nuestros tiempos. Por eso atrae con fuerza tan poderosa
esta Gran Madre, citando a Klúyev en su «Canto a la Madre Tierra» (rescatado de
entre los archivos del KGB). Pues de su
obra fluye el consuelo y la fuerza necesaria para vivir.
Pero ¿qué esconde la misa funeral de
Ajmátova?
La amiga de Ajmátova, la poeta Olga
Bergolts, fue detenida cuando estaba embarazada; le expulsaron a golpes al hijo
que llevaba en su vientre. A su marido, el poeta Borís Kornílov, lo fusilaron.
Mataron al genial Nikolái Klúyev, arrancando
con él la raíz que se hunde en las creencias ancestrales del pueblo.
Su amigo Yesenin se ahorcó antes del alba
roja de la «colectivización», sin haber concluido su poema sobre Pugachov, el
cosaco vengador, la voz de la libertad campesina.
Mayakovski se pegó un tiro «por razones
personales», traicionado por los amigos y el poder.
Pasternak se vio cubierto de oprobio y
llevado a la tumba. En el otoño de 1958 Pasternak se vio lapidado por los
escritores soviéticos, que se dedicaron, en grupo, con alegría y pasión, a la
labor. Lidia Chukóvskaya contaría este auto de fe.
El georgiano Galaktión Tabidze se tiró por
una ventana antes que verse obligado a firmar una carta de condena contra su
compañero.
Mijaíl Zóschenko, que compartiera con
Ajmátova la suerte de los perseguidos por el poder, después de 1946 se volvió
loco.
Los poetas de Leningrado Jarms, Vedenski y
Oléinikov fueron arrestados y fusilados.
Arrestado y condenado a campos de trabajo
Nikolái Zabolotski.
En el campo de Valdivistok murió
Mandelshtam, el gran amigo de Ajmátova.
Asesinado Bábel.
Asesinado Borís Pilniak, amigo y
destinatario de versos de Ajmátova.
Asesinado Vladímir Narbut, con quien en su
tiempo Nikolái Gumiliov ideó el grupo de los acmeístas.
Asesinada Anna Bárkova, muerta en la miseria,
la soledad y el desprecio, después de tres condenas.
Se suicidó Marina Tsvetáieva, después del
fusilamiento de su marido Serguéi Efrón, de la detención de su hija y de su
hermana Anastasia…
Detuvieron y llevaron a la muerte al hijo
de Andréi Platónov…
Pero basta; detengamos esta interminable
lista. Como escribiera Anna Ajmátova en su Réquiem:
Quisiera, una a una, llamarlas por sus
nombres,
mas me han robado la lista, ya nunca podré
hacerlo.
Como tampoco era posible albergar ilusión
alguna, ni confianza ni esperanza de que el régimen pudiera cambiar. Ajmátova
se enfurecía al oír que tal o cual «no sabía» nada de los campos, de las
matanzas. «¿Que no sabía? ¡Pues estaba obligado a saberlo!» «Somos perezosos y
carecemos de curiosidad», señalaba con amargura Pushkin sobre sus compatriotas
más de un siglo antes.
Quién sabe qué vacío está el cielo,
en el lugar de la caída torre;
quién sabe qué silencio reina
en la casa en que no ha vuelto el hijo.
Nadie hasta Ajmátova había escrito sobre este
silencio.
El insaciable poder prosiguió con los
arrestos masivos incluso al iniciarse la Guerra Patria en 1941. Se exterminó a
la cúpula del ejército: Ubórievich, Tujachevski, Yakir. Y se llamó a los
escritores para que aplaudieran la condena a muerte de los «traidores». En los
periódicos, hoy amarillentos por el tiempo y la mentira, podemos encontrar
estos aplausos. Y en uno de ellos veremos la firma de Pasternak. Pero es una
falsificación más: Borís Pasternak, tal vez al precio de su propia vida, se
negó a poner su firma bajo los «vivas» a las condenas de muerte.
Los arrestos fueron menguando a medida que
la invasión nazi avanzaba hacia el este. Y por extraño que parezca, en aquellos
días se sintió cierto alivio, pues el enemigo dejó de ser un fantasma, se
convirtió en algo real y no en una amenaza invisible. Había por qué morir: por
la patria. Ajmátova colaboraba con Olga Bergolts en la radio cuando los
alemanes llegaron a las puertas de Leningrado (véase Apéndice documental, iv) y
la sometieron a lo que sería un inacabable asedio. Los almacenes de provisiones
ardieron al iniciarse el bloqueo y los millones de habitantes se vieron
condenados al hambre.
En 1941 Ajmátova, a la que casi a la
fuerza obligaron a abandonar su ciudad, llevaba en los labios la misma plegaria
que escribiera durante la guerra anterior, en 1914. Los versos adquirieron
mayor concreción, se podían publicar en los periódicos que se mandaban al
frente. Pero simultáneamente seguía la labor poética de Ajmátova, una obra que
necesitó veinte años de gestación. En 1940 inicia su Poema sin héroe,
una creación que planea sobre varios géneros, una obra de difícil encuadre. Un
poema de la memoria. Un poema de la Conciencia. Un poema en que se vierte y
halla eco toda la lírica de Ajmátova.
En 1946 el comité central del partido
publicó una Resolución Especial dirigida contra las revistas Zvezdá y Leningrado,
donde publicaban Ajmátova y Zóschenko, un duro golpe que durante más de
cuarenta años pesaría sobre la vida cultural soviética. Cuarenta y tres años a
lo largo de los cuales los estudiantes se vieron obligados a estudiar aquel
inquisitorial discurso entonces anónimo, escrito tal vez por el propio Stalin,
o bien Andréi Zhdánov, el entonces responsable de las cuestiones ideológicas
del partido (véase Apéndice documental, v). A Zóschenko lo llamaron calumniador
y sinvergüenza, a Ajmátova medio monja, medio mujer de la vida, y a ambos,
elementos ajenos y enemigos de la vida soviética.
Acabada la guerra, la Gran Guerra Patria,
entre la aliviada población civil y los combatientes victoriosos, tras la
sangría de veinte millones de hombres y mujeres, pero, al fin, tras la victoria
contra el nazismo, había nacido un rayo de esperanza. Los horrores de la «letra
muerta», la pesadilla de la espera nocturna a que llegara el «cuervo negro»,
las desapariciones, la fantasmagórica represión de los años anteriores, todo
eso parecía haber quedado atrás. ¿O no era cierto lo que las autoridades
decían? ¿Que en el colosal duelo con el nazismo y el fascismo habían vencido
las fuerzas de la libertad y la democracia? Las palabras pronunciadas por
Zhdánov echaban por tierra todas las esperanzas nacidas durante la guerra.
La triste verdad es que la gente tiende a
creer en los falsos infundios y rara vez hace el esfuerzo de descubrir la
verdad. De modo que, en todos los rincones del enorme país se empezó a
desenmascarar a sus «zóschenkos» y «ajmátovas». En agosto de 1946 se inauguró
la campaña ideológica en favor de la pureza política, campaña que se vio en
seguida solapada con otra marea de terror: la lucha contra los «cosmopolitas»,
que a duras penas ocultaba el pogromo antisemita. Campaña que con el tiempo fue
adquiriendo el impulso y el vigor letal de los años treinta y que si no
prosiguió fue por la muerte en marzo de 1953 de su gran artífice, Stalin.
Y de nuevo vuelven a sonar los inútiles y
desesperados «¿Qué he hecho? ¿Qué delito he cometido?» del ya citado Pasternak.
Como insensatos nos parecen, por mucho que no podamos evitar hacernos la misma
pregunta, los gritos de los detenidos, de los torturados en los
interrogatorios, de los condenados al fusilamiento: ¿por qué?
En el caso de Ajmátova, su calvario de
madre y esposa tal vez se pudiera explicar algo más: porque en la primavera de
1946 las salas en las que se le permitía recitar su poesía la recibían de pie,
entre ensordecedores aplausos. La recibían con inacabables ovaciones, con
aplausos que se prolongaban hasta el agotamiento, cuando tales ovaciones sólo
podían estar destinadas a un solo hombre, al Gran Caudillo.
En 1949 es detenido por tercera vez su
hijo, Lev Gumiliov, y por segunda vez su último marido, Nikolái Punin, que ya
no regresará de los campos de trabajo (véase Apéndice documental, vi).
Aquel mismo año se organiza una fastuosa
celebración: ¡el gran Stalin ha cumplido setenta años! El coro de entusiastas
salutaciones en honor al caudillo no cesó ni al año siguiente. Y en este
ferviente coro sólo sonaba a falsa una voz, los versos de Ajmátova. Como en su
tiempo sus amigos Mandelshtam y Pasternak, y como muchos otros llamados a corear
al gran líder, Ajmátova puso su voz al servicio del tirano por una única razón:
para salvar la vida de su hijo. Y pocos todavía hoy saben que aquellos versos,
el «ciclo dedicado a Stalin», ocultaban un único grito: «¡Salva a mi hijo!». Lo
más amargo de todo es que ni eso se le concedió.
Citemos en cambio unos versos de aquellos
años, inspirados en la obra del poeta armenio Eguishe Sharents, asesinado en
1937. Son versos en los que no suena ni una nota falsa. Hasta su título, Imitación
al armenio, nos habla del destino trágico de los pueblos, del genocidio
sufrido por los armenios en 1915, la brutal matanza a manos de los turcos.
Me soñarás como negra oveja.
Sobre patas inseguras y secas
vendré, balaré, aullaré:
«¿Has cenado a gusto, mi Sha?
Tú que riges el mundo entero,
protegido del brazo de Alá.
¿Te ha gustado el sabor de mi hijo,
tanto a ti, como a tus niños?».
Merece la pena detenerse en estas líneas.
Unos pies inseguros y secos. Los pies de tal vez una condenada, de un alma
sufriente, de una madre que carga con el dolor de todas las madres. Y aunque
las ovejas no aúllen, no se trata de un error de Ajmátova; es una de las tantas
muestras del peculiar oído musical de Ajmátova. Aúllan las madres cuando
pierden a sus hijos, aúlla el dolor, incapaz de hallar cobijo en el silencio.
Anna Andréyevna murió a los setenta y
siete años, tras haber llorado la pérdida de casi todos sus amigos, pero sin
merecer ni siquiera el funeral civil reglamentario que la Unión de Escritores
organiza a los suyos. No en vano Bulgákov llamaba a aquella organización «unión
de asesinos profesionales». Su funeral se celebró en la iglesia de San Nicolás
del Mar en Leningrado, y la enterraron junto al mar, en Komarovo, donde pasó
tantos días en su «cabaña».
«Lo bello ha de ser majestuoso», dijo
Pushkin como si pensara en ella, a quien hoy bien podemos considerar su
heredera directa. Dotada del alma de un Cid y del don del «duende», su obra
suscitó el odio del poder soviético. Anna Ajmátova sobrellevó los tormentos de
la madre y la esposa que ve arrancados de su lado a sus seres más queridos, y
se asomó al abismo de la locura de los años treinta, rodeada de un mar de
muerte y dolor.
En este país, ocurriera lo que ocurriera,
por terrible que fuera el desorden que oscureciera la vida rusa, en palabras de
Pushkin, siempre ha vivido y ayudado a vivir el poeta.
La autoridad moral de Ajmátova, que fue
grande en vida, sigue viva hasta hoy. Las lecciones de Pushkin y Ánnenski
llegan una vez más a nosotros a través de su obra. Y en cuanto a su misión
primera en la vida, citemos las palabras del poeta Chichibabin, otro escritor
superviviente de los campos, que en broma, pero muy en serio, escribía:
Ya ven, yo tengo esta manía:
que el mundo lo salvará la poesía.
FUENTE:
Anna Ajmátova, 2000
Traducción: José Manuel Prieto González
Diseño de cubierta: Norbert Denkel
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
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