jueves, 1 de diciembre de 2022

Louisa May Alcott La llave misteriosa y lo que abrió (FRAGMENTO).




Louisa May Alcott

La llave misteriosa y lo que

abrió

El lado más gótico de Louisa May

Alcott

(Introducción).

Tan solo un año antes de la publicación de la que sería su

magnum opus —la renombrada Mujercitas—, Louisa May Alcott

publicó una novela corta titulada The Mysterious Key and What It

Opened (La llave misteriosa y b que abrió). La presente traducción

recupera esta obra menos conocida de la autora estadounidense,

hasta ahora inédita en castellano.

La llave misteriosa y b que abrió salió a la luz en diciembre de

1867, en el número 50 de la serie Ten Cent Novelettes of Standard

American Authors (Boston: Elliot, Thomes & Talbot), una suerte de

revista literaria que vendía novellas al precio de diez centavos. Y es

que Alcott, en sus inicios como escritora, se vio obligada a recurrir a

los folletines para ganar dinero. En enero de 1865, la autora dejó

constancia de los motivos en su diario: «[…] están mejor pagados, y

no puedo permitirme el lujo de morir de hambre a cambio de

alabanzas cuando las novelas sensacionalistas se escriben en la

mitad de tiempo y mantienen a la familia»[1].

Así pues, en la década de 1860, contribuyó en periódicos

populares como el Boston Saturday Evening Gazette, pero también

en publicaciones seriadas baratas de menos renombre, como The

Flag of Our Union. Esta última editó algunas de sus historias más

sensacionalistas: novelas psicológicas y de intriga que escribió bajo

el seudónimo de A. M. Bernard[2]. Su experiencia queda reflejada en

el capítulo 34 de Mujercitas, cuando Jo March se ve en la misma

situación: «Decidió escribir folletines, dado que, en aquella época

aciaga, hasta los siempre perfectos Estados Unidos leían aquella

basura. Sin decir nada a nadie, ideó una historia de misterio y fue a

llevarla, muy decidida, a la oficina del señor Dashwood, editor del

Weekly Volcano»[3].

Aunque estas novellas no nos ofrecen una ventana a la vida de

la autora, como ocurre con sus obras más domésticas y

autobiográficas, sí resultan entretenidas, y nos muestran a una

Alcott diferente a la que estamos acostumbrados. La escritora era

una gran seguidora de Charlotte Brontë, cuya influencia queda

reflejada en estas historias de suspense, que toman prestados el

tono y los temas de las novelas góticas del siglo XIX. Es el caso de

La llave misteriosa: una intriga familiar ambientada en la vieja

mansión de una lady inglesa, que cuenta con una muerte rodeada

de misterio, una protagonista inmadura y confusa, un joven

enigmático que comienza a trabajar a su servicio, un giro

argumental inesperado y una llave de plata que abre un mundo de

secretos.

Esta combinación de ingredientes sin duda atraerá a cualquier

lector que disfrute con las historias de misterio y romance

decimonónicas, así como a todo aquel que aprecie la obra literaria

de Louisa May Alcott y quiera conocer su lado más gótico e

intrigante. Con la edición en castellano de esta novela corta, el

público hispanohablante podrá descubrir el secreto que encerraba la

llave misteriosa de los Trevlyn, en una historia que la propia Jo

March podría haber publicado en el Weekly Volcano.

I

La profecía

De los Trevlyn tierras y dinero

no hallarán heredera ni heredero;

hasta que, intacta, pese a la herrumbre,

en el polvo la verdad se vislumbre.

—Esta es la tercera vez que te encuentro absorto en el estudio

de esa antigua rima. ¿Qué encanto le ves, Richard? Imagino que no

será su calidad poética.

Dicho esto, la joven esposa apoyó una delgada mano sobre la

página amarilla y deteriorada por el tiempo en la que, escritos en un

lenguaje anticuado, aparecían los versos de los que se burlaba.

Richard Trevlyn la miró con una sonrisa y arrojó el libro a un

lado, como si le molestara que lo hubieran sorprendido leyéndolo.

Tomando la mano de su esposa entre las suyas, la llevó hasta el

sofá, la envolvió en unos suaves chales y, sentándose en una

butaca a su lado, le dijo con tono alegre, aunque sus ojos revelaban

una preocupación oculta:

—Amor mío, ese libro recoge la historia de nuestra familia desde

hace siglos, y esa vieja profecía aún no se ha cumplido, excepto el

verso sobre los herederos. Soy el último de los Trevlyn y, a medida

que se acerca el nacimiento de nuestro bebé, naturalmente pienso

en su futuro y espero que disfrute de su herencia en paz.

—¡Si Dios quiere! —exclamó lady Trevlyn, mirando el antiguo

volumen con recelo—. Lo leí una vez, pero, como cuenta cosas

terribles, pensé que se trataba de un relato fantástico. ¿Es todo

verídico, Richard?

—Sí, querida. Ojalá no lo fuera. Hasta el último par de

generaciones, el nuestro ha sido un linaje tumultuoso y desgraciado.

Nuestra naturaleza turbulenta comenzó con sir Ralph, el feroz

caballero normando que asesinó a su propio hijo en un ataque de

ira, asestándole un golpe con su guantelete de acero porque la

férrea voluntad del muchacho no se sometía a la suya.

—Sí, lo recuerdo; y su hija Clotilde protegió el castillo durante un

asedio y se casó con su primo, el conde Hugo. Es un linaje belicoso,

pero me gusta a pesar de los actos descabellados de tus ancestros.

—¡Se casó con su primo! Esa ha sido la cruz de nuestra familia

en épocas anteriores. Como éramos demasiado orgullosos para

emparejarnos con los demás, lo hicimos entre nosotros hasta que

empezaron a nacer idiotas y lunáticos. Mi padre fue el primero en

romper la tradición, y yo seguí su ejemplo: escogí la flor más fresca

y resistente que pude encontrar para trasplantarla a nuestras

agotadas tierras.

—Espero que te honre y florezca con hermosura. Nunca olvido

que me sacaste de un hogar muy humilde para convertirme en la

mujer más feliz de Inglaterra.

—Y yo nunca olvido que tú, siendo una muchacha de dieciocho

años, accediste a abandonar tus colinas para venir a alegrar la casa

de un viejo como yo, que llevaba tanto tiempo desierta —contestó

su esposo con cariño.

—No te llames viejo; solo tienes cuarenta y cinco años, y eres el

hombre más audaz y guapo de todo Warwickshire. Sin embargo,

últimamente pareces preocupado; ¿qué te ocurre? Cuéntamelo,

para que pueda animarte o darte algún consejo.

—No es nada, Alice, solo estoy preocupado por ti, como es

natural… Y bien, Kingston, ¿qué quiere usted?

El tierno tono de voz de Trevlyn se tornó brusco cuando se dirigió

al criado que entraba en la sala; también desapareció la sonrisa de

sus labios, dejándolos secos y blancos mientras miraba la tarjeta

que le entregaba. Permaneció de pie contemplando el papel durante

un momento y después preguntó:

—¿Está aquí el hombre?

—En la biblioteca, señor.

—Iré a verlo.

Arrojó la tarjeta al fuego y observó cómo se convertía en cenizas

antes de comentar, apartando la mirada:

—No es más que un fastidioso asunto de negocios, cariño;

vuelvo enseguida. Mientras tanto, túmbate y descansa.

Se despidió de ella con una caricia rápida, y la dama advirtió una

expresión de intensa emoción en el semblante de su esposo cuando

este pasó frente al espejo al salir. Ella no le dijo nada, sino que

permaneció tumbada durante varios minutos, luchando contra un

fuerte impulso.

«Está enfermo y nervioso, pero me lo oculta. Tengo derecho a

enterarme de lo que está pasando, y me perdonará cuando le

demuestre que el hecho de que lo sepa no hará ningún daño a

nadie».

Mientras se decía aquello, se levantó, se deslizó sin hacer ruido

por el pasillo, entró en un pequeño armario que estaba empotrado

en la gruesa pared e, inclinándose hasta el ojo de la cerradura de

una puerta estrecha, se puso a escuchar con una sonrisita en los

labios por la travesura que estaba cometiendo. Se oía un murmullo

de voces. El que más hablaba era su marido; de pronto, uno de sus

comentarios borró de forma brusca la sonrisa del rostro de la joven.

Esta se sobresaltó, se encogió y se estremeció; se agachó más, con

los dientes apretados, las mejillas blancas y el corazón presa del

pánico. Los labios se le volvieron cada vez más pálidos; la mirada,

cada vez más desconcertada; y la respiración, cada vez más débil,

hasta que, con un largo suspiro —un vano esfuerzo por salvarse—,

se desplomó en el umbral de la puerta, como si la muerte la hubiera

fulminado.

—¡Señor, ten piedad! ¿Se encuentra bien, milady? —exclamó

Hester, la criada, cuando su señora entró en la habitación como un

fantasma, media hora después.

—Me siento débil y tengo frío. Ayúdeme a meterme en la cama,

pero no moleste a sir Richard.

La recorrió un escalofrío mientras hablaba y, mirando a su

alrededor con aflicción, apoyó la cabeza sobre la almohada como

alguien a quien poco le importaría volver a levantarla. Hester, una

mujer de mediana edad muy perspicaz, observó a la pálida dama

durante un instante y abandonó la habitación murmurando:

—Algo va mal, y sir Richard debe saberlo. Seguro que ese

hombre de barba negra no promete nada bueno.

Se detuvo frente a la entrada de la biblioteca. No se oían voces

dentro de la sala; lo único que escuchó fue un quejido ahogado;

entró sin esperar a llamar a la puerta, temiendo algo, aunque sin

saber bien qué. Sir Richard estaba sentado a su escritorio con la

pluma en la mano, pero tenía el rostro escondido en el brazo y una

actitud que revelaba la presencia de una desesperación agobiante.

—Disculpe, señor, milady está indispuesta. ¿Quiere que avise a

alguien?

No hubo respuesta. Hester repitió la pregunta, pero sir Richard ni

se inmutó. Alarmada, la sirvienta le levantó la cabeza, vio que

estaba inconsciente y llamó pidiendo ayuda. Aunque ya no se podía

hacer nada por Richard Trevlyn, este aguantó con vida algunas

horas. Solo habló una vez, murmurando con voz queda:

—¿Alice vendrá a despedirse?

—Tráigala, si es posible —pidió el médico.

Hester fue a buscarla; la encontró tumbada tal como la había

dejado, como una figura esculpida en piedra. Cuando le transmitió el

mensaje, lady Trevlyn replicó con firmeza:

—Dígale que no voy a ir.

Y se volvió de cara a la pared con una expresión que intimidó

tanto a la criada que esta no pronunció otra palabra.

Hester le susurró la dura respuesta al médico, temiendo

articularla en voz alta; sin embargo, sir Richard llegó a escucharla y

falleció con una plegaria desesperada en los labios, rogando

perdón.

Cuando amaneció, sir Richard yacía envuelto en su mortaja, y su

recién nacida, en la cuna; al primero nadie lo lloró, y a la segunda la

recibió con desgana la esposa y madre que, diez horas atrás, se

había considerado a sí misma la mujer más feliz de Inglaterra.

Habían creído que lady Trevlyn se moría, así que, a petición suya, le

habían llevado la carta sellada que su esposo había dejado para

ella. La leyó, la apoyó sobre su pecho y, despertando del trance que

le había helado las venas y tanto parecía haberla cambiado, suplicó

con vehemencia a quienes la acompañaban que le salvaran la vida.

Tuvo un pie en la tumba durante dos días; lo único que la salvó,

según los doctores, fue su indómita voluntad de vivir. Durante la

tercera jornada experimentó una recuperación maravillosa, como si

algún propósito le hubiera otorgado una fuerza sobrenatural.

Cuando cayó la noche, la casa estaba muy silenciosa, pues ya

había cesado el triste revuelo provocado por las preparaciones para

el funeral de sir Richard, que yacía por última vez bajo su propio

techo. Hester estaba sentada en la oscura habitación de la señora, y

el único sonido que rompía el silencio era la canción de cuna que la

nodriza entonaba en voz baja para la bebé huérfana de padre que

se encontraba en el dormitorio contiguo. Lady Trevlyn parecía

dormida, pero de repente descorrió la cortina y preguntó con

brusquedad:

—¿Dónde yace mi esposo?

—En la habitación principal, milady —respondió Hester, que

observaba nerviosa el brillo febril de los ojos de su ama, sus mejillas

sonrosadas y la calma antinatural de su actitud.

—Ayúdeme a llegar hasta allí; he de verlo.

—Eso la mataría, milady. Ni se le ocurra, se lo ruego… —

comenzó la criada; pero la mujer no parecía escucharla, y algo en la

palidez y en la seriedad de su rostro la sobrecogió tanto que terminó

cediendo.

Tras envolver la delgada figura de la dama en una cálida bata,

Hester la acompañó o, más bien, cargó con ella hasta aquella

habitación y la dejó en el umbral de la puerta.

—Debo entrar sola; no tiene nada por lo que temer, pero

espéreme aquí —dijo lady Trevlyn, y cerró la puerta tras ella.

No habían transcurrido cinco minutos cuando volvió a aparecer

sin rastro de tristeza en su rígido semblante.

—Lléveme a la cama y tráigame mi joyero —exigió, dejando

escapar un suspiro estremecedor cuando la fiel sirvienta la recibió

con una exclamación de agradecimiento.

Cuando se acataron sus órdenes, cogió el retrato de sir Richard

que siempre colgaba sobre su pecho y extrajo el óvalo de color

marfil de su estuche de oro; guardó el primero bajo llave en un

cajoncito del joyero, volvió a colocarse el guardapelo vacío sobre el

pecho y le ordenó a Hester que le entregara las joyas a Watson, su

abogado, quien las consignaría en un lugar seguro hasta que

creciera su hija.

—Va a volver a ponérselas, querida milady; es usted demasiado

joven para pasar de luto el resto de su vida, incluso por un hombre

tan bueno como el santo señor. Busque consuelo y anímese,

aunque sea por el bien de la niña.

—No voy a usarlas nunca más —sentenció lady Trevlyn mientras

corría las cortinas, como si cerrara la puerta a la esperanza.

Enterraron a sir Richard y, transcurridos los nueve días de

cotilleos, el misterio de su fallecimiento murió de inanición, pues la

única persona que podría haberlo explicado se encontraba en un

estado que no permitía la mención de aquel trágico día.

El juicio de lady Trevlyn peligró durante un año. Una fiebre

prolongada la dejó tan débil, mental y físicamente, que había pocas

esperanzas de que se recuperara, y pasaba los días en un estado

de apatía triste de contemplar. Parecía haberlo olvidado todo, hasta

la consternación que tanto la había angustiado. Ni siquiera ver a su

hija conseguía animarla, y se sucedieron los meses, uno tras otro,

sin dejar rastro de su paso en la mente de la mujer y apenas

restaurando la debilidad de su cuerpo.

Nadie descubrió quién era aquel extraño, cuál había sido el

objeto de su visita ni por qué nunca había vuelto a aparecer. Se

desconocía el contenido de la carta que había dejado sir Richard,

pues lady Trevlyn había destruido el papel y no se le podía sonsacar

nada de información. Según los médicos, la muerte del señor se

había debido a una enfermedad cardíaca, aunque podría haber

vivido muchos años más si no hubiera sufrido esa conmoción

repentina. Quedaban pocos familiares que pudieran llevar a cabo

investigaciones al respecto, y los amigos pronto se olvidaron de la

afligida y joven viuda; de ese modo pasaron los años, y Lillian, la

heredera, alcanzó la niñez a la sombra de este misterio.

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