Louisa May Alcott
La llave misteriosa y lo que
abrió
El lado más gótico de Louisa May
Alcott
(Introducción).
Tan solo un año antes de la publicación de la que sería su
magnum opus —la renombrada Mujercitas—, Louisa May Alcott
publicó una novela corta titulada The Mysterious Key and What It
Opened (La llave misteriosa y b que abrió). La presente traducción
recupera esta obra menos conocida de la autora estadounidense,
hasta ahora inédita en castellano.
La llave misteriosa y b que abrió salió a la luz en diciembre de
1867, en el número 50 de la serie Ten Cent Novelettes of Standard
American Authors (Boston: Elliot, Thomes & Talbot), una suerte de
revista literaria que vendía novellas al precio de diez centavos. Y es
que Alcott, en sus inicios como escritora, se vio obligada a recurrir a
los folletines para ganar dinero. En enero de 1865, la autora dejó
constancia de los motivos en su diario: «[…] están mejor pagados, y
no puedo permitirme el lujo de morir de hambre a cambio de
alabanzas cuando las novelas sensacionalistas se escriben en la
mitad de tiempo y mantienen a la familia»[1].
Así pues, en la década de 1860, contribuyó en periódicos
populares como el Boston Saturday Evening Gazette, pero también
en publicaciones seriadas baratas de menos renombre, como The
Flag of Our Union. Esta última editó algunas de sus historias más
sensacionalistas: novelas psicológicas y de intriga que escribió bajo
el seudónimo de A. M. Bernard[2]. Su experiencia queda reflejada en
el capítulo 34 de Mujercitas, cuando Jo March se ve en la misma
situación: «Decidió escribir folletines, dado que, en aquella época
aciaga, hasta los siempre perfectos Estados Unidos leían aquella
basura. Sin decir nada a nadie, ideó una historia de misterio y fue a
llevarla, muy decidida, a la oficina del señor Dashwood, editor del
Weekly Volcano»[3].
Aunque estas novellas no nos ofrecen una ventana a la vida de
la autora, como ocurre con sus obras más domésticas y
autobiográficas, sí resultan entretenidas, y nos muestran a una
Alcott diferente a la que estamos acostumbrados. La escritora era
una gran seguidora de Charlotte Brontë, cuya influencia queda
reflejada en estas historias de suspense, que toman prestados el
tono y los temas de las novelas góticas del siglo XIX. Es el caso de
La llave misteriosa: una intriga familiar ambientada en la vieja
mansión de una lady inglesa, que cuenta con una muerte rodeada
de misterio, una protagonista inmadura y confusa, un joven
enigmático que comienza a trabajar a su servicio, un giro
argumental inesperado y una llave de plata que abre un mundo de
secretos.
Esta combinación de ingredientes sin duda atraerá a cualquier
lector que disfrute con las historias de misterio y romance
decimonónicas, así como a todo aquel que aprecie la obra literaria
de Louisa May Alcott y quiera conocer su lado más gótico e
intrigante. Con la edición en castellano de esta novela corta, el
público hispanohablante podrá descubrir el secreto que encerraba la
llave misteriosa de los Trevlyn, en una historia que la propia Jo
March podría haber publicado en el Weekly Volcano.
I
La profecía
De los Trevlyn tierras y dinero
no hallarán heredera ni heredero;
hasta que, intacta, pese a la herrumbre,
en el polvo la verdad se vislumbre.
—Esta es la tercera vez que te encuentro absorto en el estudio
de esa antigua rima. ¿Qué encanto le ves, Richard? Imagino que no
será su calidad poética.
Dicho esto, la joven esposa apoyó una delgada mano sobre la
página amarilla y deteriorada por el tiempo en la que, escritos en un
lenguaje anticuado, aparecían los versos de los que se burlaba.
Richard Trevlyn la miró con una sonrisa y arrojó el libro a un
lado, como si le molestara que lo hubieran sorprendido leyéndolo.
Tomando la mano de su esposa entre las suyas, la llevó hasta el
sofá, la envolvió en unos suaves chales y, sentándose en una
butaca a su lado, le dijo con tono alegre, aunque sus ojos revelaban
una preocupación oculta:
—Amor mío, ese libro recoge la historia de nuestra familia desde
hace siglos, y esa vieja profecía aún no se ha cumplido, excepto el
verso sobre los herederos. Soy el último de los Trevlyn y, a medida
que se acerca el nacimiento de nuestro bebé, naturalmente pienso
en su futuro y espero que disfrute de su herencia en paz.
—¡Si Dios quiere! —exclamó lady Trevlyn, mirando el antiguo
volumen con recelo—. Lo leí una vez, pero, como cuenta cosas
terribles, pensé que se trataba de un relato fantástico. ¿Es todo
verídico, Richard?
—Sí, querida. Ojalá no lo fuera. Hasta el último par de
generaciones, el nuestro ha sido un linaje tumultuoso y desgraciado.
Nuestra naturaleza turbulenta comenzó con sir Ralph, el feroz
caballero normando que asesinó a su propio hijo en un ataque de
ira, asestándole un golpe con su guantelete de acero porque la
férrea voluntad del muchacho no se sometía a la suya.
—Sí, lo recuerdo; y su hija Clotilde protegió el castillo durante un
asedio y se casó con su primo, el conde Hugo. Es un linaje belicoso,
pero me gusta a pesar de los actos descabellados de tus ancestros.
—¡Se casó con su primo! Esa ha sido la cruz de nuestra familia
en épocas anteriores. Como éramos demasiado orgullosos para
emparejarnos con los demás, lo hicimos entre nosotros hasta que
empezaron a nacer idiotas y lunáticos. Mi padre fue el primero en
romper la tradición, y yo seguí su ejemplo: escogí la flor más fresca
y resistente que pude encontrar para trasplantarla a nuestras
agotadas tierras.
—Espero que te honre y florezca con hermosura. Nunca olvido
que me sacaste de un hogar muy humilde para convertirme en la
mujer más feliz de Inglaterra.
—Y yo nunca olvido que tú, siendo una muchacha de dieciocho
años, accediste a abandonar tus colinas para venir a alegrar la casa
de un viejo como yo, que llevaba tanto tiempo desierta —contestó
su esposo con cariño.
—No te llames viejo; solo tienes cuarenta y cinco años, y eres el
hombre más audaz y guapo de todo Warwickshire. Sin embargo,
últimamente pareces preocupado; ¿qué te ocurre? Cuéntamelo,
para que pueda animarte o darte algún consejo.
—No es nada, Alice, solo estoy preocupado por ti, como es
natural… Y bien, Kingston, ¿qué quiere usted?
El tierno tono de voz de Trevlyn se tornó brusco cuando se dirigió
al criado que entraba en la sala; también desapareció la sonrisa de
sus labios, dejándolos secos y blancos mientras miraba la tarjeta
que le entregaba. Permaneció de pie contemplando el papel durante
un momento y después preguntó:
—¿Está aquí el hombre?
—En la biblioteca, señor.
—Iré a verlo.
Arrojó la tarjeta al fuego y observó cómo se convertía en cenizas
antes de comentar, apartando la mirada:
—No es más que un fastidioso asunto de negocios, cariño;
vuelvo enseguida. Mientras tanto, túmbate y descansa.
Se despidió de ella con una caricia rápida, y la dama advirtió una
expresión de intensa emoción en el semblante de su esposo cuando
este pasó frente al espejo al salir. Ella no le dijo nada, sino que
permaneció tumbada durante varios minutos, luchando contra un
fuerte impulso.
«Está enfermo y nervioso, pero me lo oculta. Tengo derecho a
enterarme de lo que está pasando, y me perdonará cuando le
demuestre que el hecho de que lo sepa no hará ningún daño a
nadie».
Mientras se decía aquello, se levantó, se deslizó sin hacer ruido
por el pasillo, entró en un pequeño armario que estaba empotrado
en la gruesa pared e, inclinándose hasta el ojo de la cerradura de
una puerta estrecha, se puso a escuchar con una sonrisita en los
labios por la travesura que estaba cometiendo. Se oía un murmullo
de voces. El que más hablaba era su marido; de pronto, uno de sus
comentarios borró de forma brusca la sonrisa del rostro de la joven.
Esta se sobresaltó, se encogió y se estremeció; se agachó más, con
los dientes apretados, las mejillas blancas y el corazón presa del
pánico. Los labios se le volvieron cada vez más pálidos; la mirada,
cada vez más desconcertada; y la respiración, cada vez más débil,
hasta que, con un largo suspiro —un vano esfuerzo por salvarse—,
se desplomó en el umbral de la puerta, como si la muerte la hubiera
fulminado.
—¡Señor, ten piedad! ¿Se encuentra bien, milady? —exclamó
Hester, la criada, cuando su señora entró en la habitación como un
fantasma, media hora después.
—Me siento débil y tengo frío. Ayúdeme a meterme en la cama,
pero no moleste a sir Richard.
La recorrió un escalofrío mientras hablaba y, mirando a su
alrededor con aflicción, apoyó la cabeza sobre la almohada como
alguien a quien poco le importaría volver a levantarla. Hester, una
mujer de mediana edad muy perspicaz, observó a la pálida dama
durante un instante y abandonó la habitación murmurando:
—Algo va mal, y sir Richard debe saberlo. Seguro que ese
hombre de barba negra no promete nada bueno.
Se detuvo frente a la entrada de la biblioteca. No se oían voces
dentro de la sala; lo único que escuchó fue un quejido ahogado;
entró sin esperar a llamar a la puerta, temiendo algo, aunque sin
saber bien qué. Sir Richard estaba sentado a su escritorio con la
pluma en la mano, pero tenía el rostro escondido en el brazo y una
actitud que revelaba la presencia de una desesperación agobiante.
—Disculpe, señor, milady está indispuesta. ¿Quiere que avise a
alguien?
No hubo respuesta. Hester repitió la pregunta, pero sir Richard ni
se inmutó. Alarmada, la sirvienta le levantó la cabeza, vio que
estaba inconsciente y llamó pidiendo ayuda. Aunque ya no se podía
hacer nada por Richard Trevlyn, este aguantó con vida algunas
horas. Solo habló una vez, murmurando con voz queda:
—¿Alice vendrá a despedirse?
—Tráigala, si es posible —pidió el médico.
Hester fue a buscarla; la encontró tumbada tal como la había
dejado, como una figura esculpida en piedra. Cuando le transmitió el
mensaje, lady Trevlyn replicó con firmeza:
—Dígale que no voy a ir.
Y se volvió de cara a la pared con una expresión que intimidó
tanto a la criada que esta no pronunció otra palabra.
Hester le susurró la dura respuesta al médico, temiendo
articularla en voz alta; sin embargo, sir Richard llegó a escucharla y
falleció con una plegaria desesperada en los labios, rogando
perdón.
Cuando amaneció, sir Richard yacía envuelto en su mortaja, y su
recién nacida, en la cuna; al primero nadie lo lloró, y a la segunda la
recibió con desgana la esposa y madre que, diez horas atrás, se
había considerado a sí misma la mujer más feliz de Inglaterra.
Habían creído que lady Trevlyn se moría, así que, a petición suya, le
habían llevado la carta sellada que su esposo había dejado para
ella. La leyó, la apoyó sobre su pecho y, despertando del trance que
le había helado las venas y tanto parecía haberla cambiado, suplicó
con vehemencia a quienes la acompañaban que le salvaran la vida.
Tuvo un pie en la tumba durante dos días; lo único que la salvó,
según los doctores, fue su indómita voluntad de vivir. Durante la
tercera jornada experimentó una recuperación maravillosa, como si
algún propósito le hubiera otorgado una fuerza sobrenatural.
Cuando cayó la noche, la casa estaba muy silenciosa, pues ya
había cesado el triste revuelo provocado por las preparaciones para
el funeral de sir Richard, que yacía por última vez bajo su propio
techo. Hester estaba sentada en la oscura habitación de la señora, y
el único sonido que rompía el silencio era la canción de cuna que la
nodriza entonaba en voz baja para la bebé huérfana de padre que
se encontraba en el dormitorio contiguo. Lady Trevlyn parecía
dormida, pero de repente descorrió la cortina y preguntó con
brusquedad:
—¿Dónde yace mi esposo?
—En la habitación principal, milady —respondió Hester, que
observaba nerviosa el brillo febril de los ojos de su ama, sus mejillas
sonrosadas y la calma antinatural de su actitud.
—Ayúdeme a llegar hasta allí; he de verlo.
—Eso la mataría, milady. Ni se le ocurra, se lo ruego… —
comenzó la criada; pero la mujer no parecía escucharla, y algo en la
palidez y en la seriedad de su rostro la sobrecogió tanto que terminó
cediendo.
Tras envolver la delgada figura de la dama en una cálida bata,
Hester la acompañó o, más bien, cargó con ella hasta aquella
habitación y la dejó en el umbral de la puerta.
—Debo entrar sola; no tiene nada por lo que temer, pero
espéreme aquí —dijo lady Trevlyn, y cerró la puerta tras ella.
No habían transcurrido cinco minutos cuando volvió a aparecer
sin rastro de tristeza en su rígido semblante.
—Lléveme a la cama y tráigame mi joyero —exigió, dejando
escapar un suspiro estremecedor cuando la fiel sirvienta la recibió
con una exclamación de agradecimiento.
Cuando se acataron sus órdenes, cogió el retrato de sir Richard
que siempre colgaba sobre su pecho y extrajo el óvalo de color
marfil de su estuche de oro; guardó el primero bajo llave en un
cajoncito del joyero, volvió a colocarse el guardapelo vacío sobre el
pecho y le ordenó a Hester que le entregara las joyas a Watson, su
abogado, quien las consignaría en un lugar seguro hasta que
creciera su hija.
—Va a volver a ponérselas, querida milady; es usted demasiado
joven para pasar de luto el resto de su vida, incluso por un hombre
tan bueno como el santo señor. Busque consuelo y anímese,
aunque sea por el bien de la niña.
—No voy a usarlas nunca más —sentenció lady Trevlyn mientras
corría las cortinas, como si cerrara la puerta a la esperanza.
Enterraron a sir Richard y, transcurridos los nueve días de
cotilleos, el misterio de su fallecimiento murió de inanición, pues la
única persona que podría haberlo explicado se encontraba en un
estado que no permitía la mención de aquel trágico día.
El juicio de lady Trevlyn peligró durante un año. Una fiebre
prolongada la dejó tan débil, mental y físicamente, que había pocas
esperanzas de que se recuperara, y pasaba los días en un estado
de apatía triste de contemplar. Parecía haberlo olvidado todo, hasta
la consternación que tanto la había angustiado. Ni siquiera ver a su
hija conseguía animarla, y se sucedieron los meses, uno tras otro,
sin dejar rastro de su paso en la mente de la mujer y apenas
restaurando la debilidad de su cuerpo.
Nadie descubrió quién era aquel extraño, cuál había sido el
objeto de su visita ni por qué nunca había vuelto a aparecer. Se
desconocía el contenido de la carta que había dejado sir Richard,
pues lady Trevlyn había destruido el papel y no se le podía sonsacar
nada de información. Según los médicos, la muerte del señor se
había debido a una enfermedad cardíaca, aunque podría haber
vivido muchos años más si no hubiera sufrido esa conmoción
repentina. Quedaban pocos familiares que pudieran llevar a cabo
investigaciones al respecto, y los amigos pronto se olvidaron de la
afligida y joven viuda; de ese modo pasaron los años, y Lillian, la
heredera, alcanzó la niñez a la sombra de este misterio.
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