La amistad de dos gigantes
Correspondencia (1960-2007)
Miguel Delibes y Francisco Umbral
QUERIDO PACO, QUERIDO MIGUEL
Por Santos Sanz Villanueva
«Y te agradezco no sé de qué forma esta nueva manera de ayuda y amistad
que hace de ti algo así como mi hermano mayor», le dice Francisco Umbral a
Miguel Delibes ya en una misiva del 14 de octubre de 1965. El nombramiento no se
le olvidará a Delibes: «te hablo con el título de hermano mayor que me diste un
día», recuerda un lustro largo después, el 19 de octubre de 1972. Algo antes, el 27
de abril de 1971, había despedido una carta apelando a esa fraternidad: «Como
hermano mayor me entusiasmo con tus éxitos». Bastante después, a finales de
1986, Umbral fía a esa familiaridad el parecer de Delibes acerca de una sugerencia
de trabajo: «Confío, como siempre, en tu buen sentido de hermano mayor, que es
el que a mí me falta». Umbral abrió, en fin, en 1970, el libro Miguel Delibes con las
razones que exigían ese título honorífico y las desgrana en el mismísimo primer
párrafo de la semblanza biográfica:
Cuando uno es huérfano prematuro y además hijo único, es fatal que se pase
la vida buscando padres espirituales y hermanos mayores. Yo he tenido varios. Los
he tomado y dejado. Algunos padres me han salido golfos —y no sólo el padre de
la carne—; algunos hermanos espirituales me han salido tontos. Pasa el tiempo y
queda, a través de los años, un hermano mayor en mi vida: Miguel Delibes.
Estas disquisiciones indican el carácter de una relación personal mantenida a
lo largo de seis décadas. Se inició a finales de los años cincuenta y duró hasta los
últimos días de Umbral en agosto de 2007, no mucho antes de que su mentor
falleciera en marzo de 2010. El trato directo fue abundante, y ambos propiciaron
encuentros en diversos lugares, en Madrid y Valladolid, sobre todo. Pero, sujetos
los dos a múltiples obligaciones, el correo les sirvió como medio principal para
mantener vivo el contacto. Con frecuencia por motivos prácticos y laborales. Mas
también por hacerse confidencias privadas y literarias.
Delibes conoció a Umbral a finales del medio siglo. Eduardo Martínez Rico
le pregunta a Umbral en unas Conversaciones con el escritor cómo aparece Delibes
en su vida y contesta: «Cuando le hicieron director del periódico, Miguel empezó a
buscar colaboradores entre los jóvenes con inquietudes de la ciudad y allí fuimos a
parar unos cuantos». La respuesta peca de inconcreta. Tuvieron que relacionarse
antes de que Delibes fuera nombrado director de El Norte de Castilla en 1961, en los
años precedentes en que desempeñó, sucesivamente, los cargos de subdirector y
director interino. En esas mismas conversaciones Umbral aquilata más,
indirectamente, su vínculo con quien se convertiría en su tutor: «Estaba muy
amarrado ya al periódico de Delibes, El Norte de Castilla, y ya estaba a punto de
pegar el salto para el periódico y dejar el banco. Pero me llamaron de León para
trabajar en una emisora ganando bastante más pasta. Me fui a León a trabajar en la
radio».
En efecto, Umbral trabajaba a disgusto y sin interés en un puesto subalterno
de la sucursal vallisoletana del Banco Central cuando le surge la oportunidad, en
1958 y gracias a su primo, el también periodista José Luis Pérez Perelétegui, de
colocarse en la emisora de radio falangista La Voz de León. Aunque se trataba de
un empleo administrativo, enseguida pasó a ejercer funciones de redactor y a
extender sus colaboraciones en el periódico Diario de León. Umbral se había hecho
un hueco y alcanzado alguna notoriedad en la vida local. Su ambición literaria le
lleva, sin embargo, a dar el salto a Madrid sin mucho tardar, en 1961. Ya no se
reintegró a Valladolid, de modo que su ligazón con Delibes, quien no cesaba de
hacerle encargos o de aceptar los múltiples proyectos que él le proponía para el
diario pucelano, fue epistolar. No solo se debió a motivos profesionales. Lo
privado dio paso a lo íntimo, el intercambio postal se hizo habitual y alcanzó una
gran dimensión. «Ni de novio tuve una correspondencia tan activa», le comenta
Delibes a Umbral en 1969, cuando aún faltaban muchos mensajes por enviarle. Y
Umbral admite en el mismo año: «Eres el ligue más largo que he tenido en mi
vida».
Así se fraguó un copioso epistolario de tres centenares de cartas en las que
se aprecia el proceso de desarrollo y consolidación de una amistad que llegó a
ribetes paterno-filiales: «sigo siendo tu octavo hijo», dirá Umbral poniéndose a la
cola de la numerosa prole de Delibes. Las cartas nos permiten ver las jornadas que
fueron conduciendo a la desembocadura de una camaradería que pasó de ser la de
dos escritores y sus intereses peculiares a abarcar los respectivos círculos
familiares. La propia disposición formal de las misivas refleja el pronunciado
cambio. El encabezamiento de los escritos de Delibes evoluciona desde el formular
«Sr. D. Francisco Pérez» en los inicios de este epistolario al «¡Qué agudo eres,
querido Paco» con que se dirige a su protegido veinte años después. En el medio se
suceden los convencionales «Mi querido amigo», «Querido amigo» y los más
cercanos «Mi querido Paco» o «Muy querido Paco». Jalón notable en esta mudanza
lo marca el desterrar el nombre civil, Francisco Pérez, por el hipocorístico Paco.
Aunque no falte un caso curioso y llamativo, el «D. Francisco Pérez Umbral», de
1967, en que el remitente junta la razón legal y el nombre literario que el
destinatario había adoptado ya en sus breves andanzas leonesas. También los
encabezamientos de Umbral desvelan la senda que lleva del trato formal al cordial.
Solo unas muy pocas veces utiliza el «Querido director» antes de que, desde 1963,
deje de emplear el desempeño profesional de su protector y acuda ya siempre al
trato personal del invariable «Querido Miguel».
Pero son las despedidas las que funcionan como termómetro que señala el
crescendo de la temperatura amistosa. Por supuesto, al comienzo se emplean en
ambas direcciones las formas usuales seguidas del respectivo nombre propio,
Miguel y Paco («Paco Pérez», firma Umbral en 1962, pero no volverá a recurrir al
apellido). Variantes de la despedida más común pone Delibes al comienzo de la
relación: «Abrazos», «Un cordial saludo», «Y para ti un gran abrazo». Un grado
superior de confianza indica el «Gran abrazo» de 1965. En este momento aparecen
ya expresiones indicativas de cómo se acentúa la cercanía, pareja del respeto: «Tu
invariable amigo», «Un cordialísimo saludo». A partir de aquí las rúbricas se
amplían al ámbito familiar: «Para los tres mi afecto», abarcando al escritor, a su
mujer, España, y al niño, Pincho; «Mi cariño para los tuyos (que ya son dos)». Así
llega la expresión de la familiaridad («Para España, el niño y tú todo mi afecto»),
rotunda en el mensaje de Ángeles de Castro, esposa de Delibes, a Umbral desde el
refugio campestre burgalés de Sedano: «Os queremos. Lo vuestro nos afecta».
Bastante más confianzudo se muestra Umbral en las despedidas desde el
primer momento de la relación epistolar: «A mandar». Ofrecimiento que alterna
con otros términos habituales: «Cordialmente», «Siempre a tu disposición,
cordialmente» o «Te abraza». En la misma línea que Delibes, un momento
significativo supone la inclusión de la familia: «Respetos a tu mujer. Mi mujer os
recuerda», «Con un gran abrazo y recuerdos a Ángeles» («a la Ángeles» dirá en
una ocasión con el vulgar artículo antepuesto al nombre propio para subrayar la
proximidad). El rumbo próximo de la relación lo marca el «Adiós» lacónico y
expresivo con que cierra el mensaje del 13 de mayo de 1966.
Luego Umbral desplegará un abanico de creativas despedidas que no será
rasgo notable en las de su mucho más parco y circunspecto interlocutor. Se
suceden «Recibe un abrazo de este pobre hombre», «Con gran abrazo de este
pequeño amigo», «Os quiero a toda la familia» o «Recuerdos a Ángeles, la bella».
Entra en ellas el humor y la broma cómplice: «¿Qué tal tu viuda? Dale un abrazo»,
«Saludos a las bestias del campo». Y terminan por expresar un nivel total de
confianza: «Cuéntame. Adiós, amor», «Bueno, amor, cuéntame algo». En fin, un
punto insuperable de complicidad y camaradería propicia la despedida simpática
que aprovecha un coloquialismo pandillero: «Otro abrazo, macho».
En el epistolario entre Miguel Delibes y Francisco Umbral se solapan
motivos de muy variada índole: asuntos profesionales, menudencias laborales,
cuestiones privadas, testimonios de época o reflexiones literarias. Incluso aparece
el puro y limpio gusto por comunicarse, la sencilla utilidad de desahogarse. Como
dice Delibes con frase hecha rural, «tenemos que escribirnos aunque solo sea para
“echar el forraje”». Coinciden los dos en tratar de dichas cuestiones, pero también
se aprecian en sus misivas diferencias que remiten a personalidades muy distintas.
Las de Delibes tienen una mayor seriedad, se ocupan más de aspectos prácticos y
reservan la apertura del corazón a circunstancias dolorosas como la enfermedad.
Las de Umbral, por el contrario, son más desenfadadas, más propicias al colegueo
y a mostrar la fibra sentimental.
El largo plazo de tiempo que abrazan las cartas implica inevitablemente un
interés documental. Aunque no sobre la vida española, en general, del último
trecho de la dictadura y de la democracia restablecida porque los corresponsales le
prestan exigua atención a la realidad política y social, tan presente, sin embargo, en
su trabajo periodístico y literario. Sus asuntos epistolares se centran en materias
próximas a sus quehaceres. Lo cual no impide que, de forma indirecta, apelen en
alguna ocasión a los usos degradados de la dictadura. Así ocurre con los «líos» en
la dirección de El Norte de Castilla por culpa del control sobre la prensa impuesto
por el Gobierno. Ocurre asimismo, pero en sentido contrario, con las referencias al
grupo «Norte 60», la plantilla de jóvenes, brillantes y combativos periodistas que
Delibes impulsó en su periódico para hacer de este un espacio con el máximo
margen permitido de libertad, de inquietud social y denuncia. Pero poco más
encontramos en el terreno testimonial. Aunque no carente de interés: referencias a
las entretelas del mundillo editorial, de los premios literarios o, lo más atractivo, el
juego de influencias en la elección de miembros de la Real Academia Española.
Es en el ámbito privado, como digo, donde se despliega este epistolario. Un
primer dato llamativo se refiere a la disponibilidad absoluta de ambos
corresponsales para atender mutuos intereses con presteza y en la mayoría de las
ocasiones sin buscar réditos inmediatos. Poco después de llegar a León, Umbral
gestiona la presencia de Delibes en las actividades del Círculo Medina, el centro
cultural de la Sección Femenina donde tenía vara alta. Y Delibes, a su vez, dará
indesmayable apoyo a su joven amigo para que este acceda a espacios donde le
escuchan: en periódicos, revistas y empresas de colaboraciones en prensa, o en
editoriales, sobre todo cerca de Josep Vergés, el propietario tanto del semanario
Destino como de la editorial homónima, tribunas literarias muy prestigiosas en
aquellos tiempos y acariciadas por todo escritor novel.
La confianza entre ambos se manifiesta en la asunción de labores prosaicas.
Umbral se preocupa de que Delibes cobre puntualmente una colaboración y hasta
se encarga de recibirla él en nombre del amigo y de enviársela después. Algo
parecido hará Delibes, poniendo el máximo empeño en que el discípulo obtenga
dignas retribuciones y en socorrerle con largueza cuando diversas adversidades de
salud le dejaban en una situación económica precaria. Vemos cómo se ocupa de
que El Norte le retribuya periodos de forzosa inactividad o le envíe cantidades de
dinero destinadas a acudir a costosas consultas médicas. Bien es verdad que
Umbral respondió de forma ejemplar devolviendo unas sumas que no estaba
obligado a restituir. A las atenciones varias de Delibes, Umbral correspondía con
esmero en los múltiples asuntos que se le solicitaban. Una y otra vez se encargaba
de contactar con los invitados a una iniciativa de dinamización social en la que
Delibes puso mucho empeño, el Aula de Cultura de El Norte, y de informarles de
los honorarios y condiciones de su intervención. En fin, nada indica mejor el nivel
de confianza con que se hacían estas gestiones que el cordial «Perdona que te tenga
de recadero» que le espeta el joven al veterano.
Recaderos fueron ambos respecto del amigo y no solo en materias tan
pragmáticas sino en otras también prácticas pero de mayor vuelo. Así en el
genérico ofrecimiento de Umbral para ayudar a Delibes ante los rumores de la
candidatura de este a la RAE o las orientaciones bien detalladas de Delibes para
que Umbral dispusiera de una aguja de marear en sus fracasados intentos de
ocupar un sillón académico. O los consejos, tan valiosos como imprescindibles, de
Delibes a Umbral acerca de cuáles eran las relaciones convenientes de un escritor
con los editores. Con franqueza que solo se explica por una total confianza
desciende a proponerle cómo proceder con inexcusable picardía: necesita
vincularse a uno o dos editores «por tu propio bien», aunque ello no quiere decir,
«entiéndeme, que te ates a ellos de por vida ni firmando un papel». Y hablando de
opiniones —que con frecuencia velan también consejos— nos encontramos con
uno de los aspectos más notables del epistolario, las respectivas recepciones de la
obra literaria de los amigos.
Uno y otro, Umbral y Delibes, no dejaron nunca de acusar recibo y comentar
sus respectivos libros según los iban publicando. Aquí surge la piedra de toque
que podía haber dinamitado la amistad. Porque estamos ante escrituras que se
sitúan en las antípodas. Por un lado una poética de la sencillez, la claridad y la
comunicabilidad de contenidos y, por otro, una exaltación de la creatividad verbal
y del rupturismo. O, si se quiere, el clasicismo frente a la modernidad. Ambas
posturas podrían haber provocado duros rasponazos y, sin embargo, no fue así,
aunque no faltaran inevitables desacuerdos. Pero antes de señalar estas peligrosas
aristas resulta imprescindible constatar la admiración que Delibes y Umbral se
profesaron, expresada en continuados elogios.
Miguel Delibes apreció temprano los méritos del joven amigo, incluso su
admiración literaria sirvió de argamasa al proceso amistoso. El léxico con que
valora los libros umbralianos revela esa alta estima. Le habla de «gracia y enorme
talento», agudeza y duende, se «embelesa» con la prosa del colega, celebra la ironía
de sus escritos, le reconoce el mérito añadido de la ternura en páginas con natural
inclinación a la crudeza, aprecia que ha hecho un libro «maduro, piadoso,
equilibrado». Incondicional se muestra respecto de Las vírgenes (halla gracia
expresiva, ensamblaje de tiempos y situaciones, bello juego de la reiteración y
escondida ternura), al punto de asegurar que algunos de sus relatos son «piezas
maestras que los antólogos tendrán en cuenta». Estos términos descriptivos toman
en repetidas ocasiones el camino de la expresión exultante: en una ocasión le suelta
un «cada día escribes mejor, hermano»; en otra, un «qué agudo eres». Y llega al
calificativo coloquial, sorprendente en un escritor nada propicio a la escatología,
que condensa la facilidad con que Umbral produce su incesante y brillante prosa:
«escribes como meamos».
Tampoco fueron ni escasos ni limitados los juicios admirativos de Umbral
sobre Delibes. Con frecuencia detecta el fondo no aparente de la narrativa
delibesana que la hace distinta, personal e históricamente significativa. Quizá una
de sus percepciones más sutiles acerca del alcance de un sector de la prosa
imaginaria de Delibes se halla en el reconocimiento de la impronta renovadora que
subyace en algunos de sus textos aunque el vallisoletano sea tenido —y no sin
razón— como un narrador tradicional. Es lo que enfatiza, con agudeza, en una
original prosa, el cuento «La Milana», cuya publicación en la revista Mundo
Hispánico propició el propio Umbral y en la que encontramos la semilla de uno de
los más conocidos y personales relatos de Delibes, Los santos inocentes, novela de
crudo realismo testimonial pero entre vanguardista y poemática. Hay que anotar
asimismo en las finas lecturas de Umbral el señalamiento de la intencionalidad
social y de denuncia que va sosteniendo las novelas de Delibes desde la
tempranera Las ratas.
También Umbral, en paralelo con su tutor, deja a un lado las expresiones
descriptivas para lanzarse a la fórmula terminante del reconocimiento absoluto.
Proclama «eres un clásico vivo». Y con desparpajo popular le dirá que es «el cafécafé
de la novela». Algo que mucho debió de agradar a su corresponsal viniendo
de quien venía, alguien en las antípodas de los gustos artísticos de Delibes.
De todos modos, los elogios y glosas positivas de ambos no se quedan en
pura celebración y alabanza acríticas y de forma inevitable saltaron las chispas de
la discrepancia. Era forzoso que tal cosa ocurriera porque, como manifiesta Delibes
ya en carta de 1967 con escueta claridad castellana, «Tu opinión y la mía sobre lo
que la novela debe ser no coinciden». Por ello asistimos a una atractiva esgrima
teórica de matizaciones, discrepancias y hasta francos desencuentros. En las
misivas de Delibes es frecuente que los elogios, que siempre suenan sinceros, se
acompañen de reparos, y no por dar una de cal y otra de arena al amigo, muy
susceptible en cuestiones de arte, en especial de su arte, en cuyo empeño apostó su
vida entera. Las reservas constituyen salvedades de quien entendía el oficio de
escribir como un acto comunicativo esencial. Y además puntualizaciones de atento
lector. Le dedica primero grandes elogios a Si hubiéramos sabido que el amor era eso,
pero siguen fuertes salvedades. Al igual ocurre respecto de Las europeas. Alaba de
entrada la calidad de la prosa, la gracia, la riqueza metafórica. Acto seguido le
endosa, sin embargo, un duro juicio: no ve ahí una novela; ha hecho un relato
formalmente impecable «pero superficial y sin esqueleto». Además le hace una
observación que habría de dolerle al prolífico Umbral: «Tal vez escribes
demasiado». Sobre Los helechos arborescentes le aclara que aunque sea «tu mejor
novela», «no es la que más me ha gustado ni puedo aplaudirla entera». De todos
modos, Delibes suele acudir a una calculada modestia para atemperar sus
objeciones. «Es absurdo —apostilla unos reparos— que yo te diga estas cosas
puesto que seguramente tu personalidad de novelista estriba en todo esto que yo
anoto como no de mi gusto y por tanto debes leerlo y olvidarlo». Su parecer se
debe, se justifica, a que «tal vez alimento una concepción estrecha y superada del
género». Los paños calientes no atemperan la evaluación adversa.
Tan buenas maneras no impiden que salga en Delibes el hombre de carácter
y rechace con firmeza un parecer o un escrito del amigo. Ocurre con una poco
afortunada declaración de Umbral a Raúl del Pozo. Umbral dijo que Delibes era
«un novelista mediatizado por las circunstancias» y el joven periodista conquense
lo interpretó por su cuenta como que al pucelano le faltaba «garra». Lo cual se
podía entender en el sentido negativo con que lo entendió Delibes y que le enfadó
mucho. A Umbral no le quedó más remedio que matar al mensajero («el reportero
juega a niño terrible para abrirse camino») y matizar: había querido decir que
Delibes, «reprimido» por el poder político, estaba haciendo «literatura valiosa de
resistencia». Tampoco le faltaron motivos para el enfado a Delibes a cuenta de la
mencionada biografía que le dedicó Umbral. Las reservas de la carta fechada el 16
de marzo de 1971 permiten adivinar agravio y decepción soterrados. La exquisita
delicadeza con que le habla no disimula la rotunda impresión de desencanto:
piensa «en lo perfecto que te hubiera quedado un edificio de nueva planta», claro
que —explicación demoledora— «eso era mucho pedirte». En su respuesta,
Umbral trató de justificarse, con un punto sobrado de arrogancia. Respiró por la
herida a la exactísima apreciación de Delibes: en el libro había aprovechado
«retales». Cuánto hirió el término a Umbral se refleja en los sofismas de su defensa.
En verdad, Umbral había reciclado retazos de otros escritos previos, por demás
pegadizos, en una semblanza que, desde luego, no respondía a la dedicación
esperable en quien tantos réditos había sacado de su benefactor.
Lo mismo que hemos visto en las cartas de Delibes sucede en las de Umbral,
pues los elogios no hurtan las matizaciones y serios reparos. En Parábola del
náufrago diferencia una primera parte fallida, donde Delibes incurre en la
caricatura y que carece de la entidad novelesca de la otra parte. A propósito de Las
guerras de nuestros antepasados, hace una doble puntualización que rebaja mucho su
mérito: echa en falta una mayor profundización del mundo de magia del comienzo
y expone un reparo artísticamente bien grave, que haya subordinado el poder
creativo a los alegatos morales.
Las discordancias de los amigos a propósito de apreciaciones literarias
resultan del todo naturales. Inevitables. Una misiva de Umbral da en el clavo con
la fórmula creativa de las dos poéticas narrativas que los enfrentaban. Por un lado,
por el suyo, está el «lirismo malvado» y por el otro, por el del amigo, la estricta
«sobriedad». El epistolario no se limita, sin embargo, a corroborar semejante
disidencia, cuyo interés entonces se reduciría a constatar disensiones personales.
Al revés, tiene un alcance mucho mayor. En realidad lo que está en juego es un
fenómeno genérico, la aventura de la novela en busca de una renovación que
sacara al género de las convenciones decimonónicas y le proporcionara cualidades
de modernidad artística. Ya lo deducirá el lector por sí mismo pero no estará de
más señalar en estas páginas prologales el alcance global del debate entre nuestros
corresponsales. La carta de Umbral del 24 de diciembre de 1966 contiene una
auténtica teoría de la narrativa afincada en el «modernismo» literario. La gente —
lamenta— se decanta por los temas y las tesis, «en una palabra, ya que estamos en
un tiempo de mensaje y a mí no me da la gana soltar mensaje. Mi mensaje es que
no hay mensaje». Él no está por la novela que contiene una trama a la manera
tradicional, ni por la de caracteres, que le parece decimonónica, ni por la
profundidad del contenido. Umbral se vincula con Kerouac, Henry Miller o Robbe-
Grillet, autores que escriben «unas cosas» sin tema e incluso sin organización. La
misma tecla presiona en la carta de diciembre de 1969 a propósito de Si hubiéramos
sabido que el amor era eso: a él los grandes problemas del hombre le dan mucha risa y
ha pretendido un experimento literario, una técnica y lenguajes nuevos y una
manera de mirar y ver más acordes con la sensibilidad actual que otros métodos
más rudos.
Delibes olfatea, sin embargo, que esos planteamientos formales no son tanto
exigencia de una intencionalidad innovadora como efecto de un madurar poco las
novelas. Sí que le parece bien, en cambio, que no le guste inventar historias, y lo
comprende porque a él le gusta cada vez menos leerlas. ¿Por qué ocurrirá tal cosa?
La respuesta la halla en un gran dilema literario del momento: «La novela está en
decadencia. Cumplió su misión. Mis lecturas son novelas en mínima parte. Y si
uno del oficio hace esto, ¿qué no harán los demás?». En algo sustancial sí coincide
con el amigo, en la necesidad de modernizar el género, para lo cual propugna una
opción, basada en argumentos barojianos, la de la brevedad: «La vida es inconexa
y sin atar y así deben ser el cuento y la novela. La vida es aleatoria, abierta y
relativista, es cierto, pero también —hoy— vertiginosa y ocupada. Pienso que
nuestro primer esfuerzo para modernizar la novela debe tender a abreviarla. En lo
único que discrepo de ti es en que la novela-río, a mi juicio, solo la agradecen los
lectores tradicionalistas y recalcitrantes que son cada día menos». Esa apuesta por
la novela de breve extensión que tuvo en los años ochenta del pasado siglo muchos
valedores ni el propio Delibes la respetó y cerró su carrera de narrador con un libro
extraordinario de voluminosas dimensiones, El hereje.
Medio siglo de frecuente intercambio epistolar da para todo lo que hemos
señalado, para reflejar inquietudes profesionales, ambiciones literarias conseguidas
o malogradas, los respectivos work in progress, la conquista de repercusión
pública... Y a la vez constituye la historia de una amistad. De su nacimiento y de su
marcha hacia una complicidad final absoluta con su apertura a la intimidad de los
personajes. Ambos desnudan aspectos privados, casi podría decirse que secretos,
de sus vidas. La carta de Umbral del 21 de enero de 1971 constituye un despliegue
de verdades del corazón que solo se dicen a alguien muy especial, un especie de
alter ego («Contigo me siento propicio a la confesión y perdóname») a quien
explaya sus convicciones e incertidumbres, sobre todo las literarias, para él vitales.
A Delibes le hace confidente de «cosas que nunca le digo a nadie, ni siquiera a
España».
Son llamativas la frecuencia y detallismo con que ambos corresponsales se
refieren a sus dolencias de salud, las cuales los fuerzan, alguna vez, a escribirse «de
cama a cama». Delibes da cuenta de unos cólicos, de un estado de agotamiento o
de un accidente de caza. Umbral desvela debilitamiento, mareos, acumulación de
achaques y enfermedades variadas, trastornos en la vista, peregrinaciones de
médico en médico con resultados desalentadores y un surtido de «goteras». Si no
fueran experiencias graves en varias ocasiones, y traumatizantes en dos personas
aprensivas, diríamos en broma que las cartas cruzadas proporcionan sendos
historiales clínicos.
Aparte dolencias físicas, esos historiales nos descubren también, y con
sobresaliente intensidad, afecciones del alma, en las cuales los amigos se
manifiestan bastante concordes. «Su dolor o el mío están con frecuencia en ellas»,
en las cartas, subraya Umbral en la citada semblanza del amigo. Delibes confiesa
vivir una gran depresión y sentirse como en un hoyo. Umbral descubre una vez
estar neurótico, otra hallarse desmoralizado y en cierta circunstancia exterioriza
que se encuentra cada día más hundido. Uno y otro se dan ánimos recíprocos. E
incluso intercambian consejos. Curiosa coincidencia en el recurso al Valium. «Yo
he vuelto a mi viejo Valium, droga que de momento me alivia bastante el mareo y
me permite leer y escribir, y salir un poco (es la droga, no que esté mejor)», relata
Umbral el 23 de mayo de 1967. Casi a vuelta de correo, y eso que había andado
fuera una semana, el día 29 Delibes recoge la preocupación del amigo y le da
alientos: «Vayamos por partes. Si el Valium te alivia, usa Valium hasta que tu
problema se solucione. (Yo lo he tomado también durante temporadas
prolongadas)».
El paso del tiempo constituye una fibra importante de la trama de la
intimidad. Umbral le recuerda a Delibes el efecto que tuvo en su mentor la llegada
a la media edad. Cuando cumplió los cincuenta sufrió «una depre», idéntico
trastorno al que él está sintiendo, un estar hundido «en la más profunda angustia
del paso de los 50». El consuelo que encuentra está en la literatura: «Sólo que uno
se salva siempre por la escritura (la escritura contra el tiempo)». Seguro que
también compartía la misma escapatoria el Delibes que confiesa en 1972, a raíz de
un viaje del que ha vuelto cansado y mareado, un rotundo «Estoy viejo». El
virgiliano fugit irreparabile tempus se refleja con intensidad y angustia en la
correspondencia, vehículo para levantar los velos de los sentimientos y
aprensiones más recónditos de los dos amigos.
Esta confesionalidad a tumba abierta implica la profundización de una
amistad más sincera y firme a medida que pasan los años y que las experiencias
más duras, la muerte de seres muy queridos, les impacten. La amistad se convierte
para ambos en un refugio. «Con quién me voy a confesar», recita Umbral. Por ello
la preservaron como un gran bien. Si ha aparecido algún nubarrón por el
horizonte, Delibes le resta importancia. «Nuestra amistad —bien sólida— está por
encima de esas menudencias», «son tonterías», escribe. Y dictamina: «Lo
importante —la amistad— está por encima de dimes y diretes». Reducto amistoso
consideraba también Umbral en Trilogía de Madrid las «palomas postales de la
provincia» que le dirigía su valedor, aquellas «cartas intermitentes», «palabras de
amigo, una amistad como para siempre».
Nuestra edición
Se reúnen aquí casi trescientas cartas que se intercambiaron Miguel Delibes
y Francisco Umbral durante cincuenta años de amistad.
Hemos respetado escrupulosamente su literalidad, hasta tal punto que se
mantienen la forma peculiar que tiene cada escritor de fechar las mismas, sus
subrayados y los membretes que encabezan algunas de ellas.
Sin embargo, hemos corregido las erratas evidentes y, para facilitar una
lectura más cómoda, unificamos los dos puntos y aparte después del saludo, y los
títulos de las obras, periódicos, revistas, que ponemos en cursiva, así como los de
los cuentos y artículos entre comillas, aunque no figuren de esta manera en los
originales.
Utilizamos los corchetes, básicamente, para señalar con anterioridad a las
cartas (ordenadas cronológicamente) si los textos son manuscritos o
mecanografiados, o para completar su datación o localización, si es que se puede
deducir por el matasellos de los sobres o su contenido.
La anotación ha resultado bastante laboriosa, pues hemos pretendido que
los lectores actuales compartan el mismo contexto que los autores para que las
cartas sean perfectamente inteligibles para todos. Ello nos ha llevado a aclarar
referencias a hechos históricos, personales, familiares y literarios acudiendo no
solo a estudios y biografías sobre los escritores, sino también al contenido
autobiográfico de sus propias obras y a la información valiosísima que nos han
suministrado sus allegados, en especial Elisa Delibes de Castro, siempre dispuesta
a no regatear ningún esfuerzo para impulsar esta edición.
En cualquier caso, la mención en las cartas de cientos de obras, revistas,
periódicos, críticos, intelectuales, políticos, filólogos, literatos... únicamente nos ha
permitido dar breves explicaciones sobre los mismos, centrándonos, sobre todo, en
aquellos que, aun siendo muy importantes en su época, actualmente no resultan
muy conocidos para el lector no especializado.
Queremos agradecer a Fernando Zamácola y Ana Valencia, directores,
respectivamente, de la Fundación Miguel Delibes y de la Fundación Francisco
Umbral, las facilidades que nos han dispensado para que esta edición pueda ver la
luz; así como reconocer a Paz Altés Melgar que, según las mencionadas
Fundaciones, creyera en este proyecto antes que nadie y procurara que se hiciera
realidad.
No podemos rematar este texto sin dar testimonio de la ayuda que nos han
prestado Pepi Caballero Casillas, nuera y secretaria durante muchos años de
Delibes, por su transcripción de las cartas, y nuestro hijo Rodrigo, por el
mecanografiado de las mismas. También manifestamos nuestra deuda de gratitud
con el profesor Santos Sanz Villanueva por sus sabias sugerencias y con Elisa y
Germán Delibes de Castro por su incondicional apoyo.
Araceli Godino López y
Luciano López Gutiérrez
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