jueves, 27 de abril de 2017

Marko Levi cc M. Agueev. "Novela con cocaína": el vortex de la existencia.


Novela con con cocaína: una novela poética, hermosa, atípica, enigmática,   de fugas líricas, confesional, de hundimiento del alma humana... el vortex de la existencia y...  la redención del personaje a partir de la escritura.
Una novela que posee visos de Dostoievsky y en otros momentos nos recuerda la sutileza y la perversión de un Proust.
Una novela escrita en la primera mitad del siglo XX. Novela nihilista y existencial concebida mucho antes de los postulados sartrianos, y mucho antes de la creación del anti – héroe en la narrativa contemporánea.
Un escritor que trató de escabullir su identidad bajo el pseudónimo de M Agueev pero por azar, en la segunda mitad del siglo veinte (a finales) se supo quién era el creador de la novela: Marko Levi un judío-ruso que cuando publica “Novela con cocaína” se encontraba en Constantinopla.  Su  edición se hacía – entonces-  no en su patria sino en París...  “El hombre-novela habría nacido en Moscú en 1898; en 1930, se trasladó a Turquía donde fue profesor de idiomas; allí expulsó al mundo su cuerpo-novela. En 1942 fue repatriado a la URSS por la policía turca. Anduvo hasta Yerebán (Armenia). Murió en 1973” (Lydia Chweotzer).
Una obra cláisca en el mundo contemporáneo de gran valor literario.
J. Méndez-Limbrick.

(Fragmento. Novela. Novela con cocaína. Marko Levi cc M. Agueev. Capítulo II).
Nota al texto


Para la traducción se ha utilizado la edición de Novela con cocaína publicada en Moscú por la editorial Terra en 1990.
La obra apareció por primera vez en castellano en 1983, en una traducción del francés de Rosa María Bassols publicada por la editorial Seix Barral.

“II


Poco después enfermé. Mi primer temor, que no fue pequeño, se disipó ante la actitud atareada y alegre del médico, cuya dirección había encontrado al azar entre los anuncios de venerólogos que llenaban casi una página entera del periódico. Al examinarme abrió los ojos con respetuosa sorpresa, como nuestro profesor de literatura cuando de manera inesperada recibía una respuesta correcta. Después me dio unos golpecitos en el hombro y con un tono que en absoluto era de consuelo —lo cual me habría preocupado—, sino de serena confianza en su poder, añadió:
—No se preocupe, joven; dentro de un mes estará recuperado.
Tras lavarse las manos, escribir las recetas, darme las indicaciones oportunas y mirar el rublo que con torpe mano yo había puesto de canto y cuyo tintineo aumentaba a medida que caía sobre la mesa de cristal, hasta convertirse en un redoble de tambor, el médico, rascándose con deleite la nariz, se despidió de mí, previniéndome, con un aire de sombría preocupación que no le sentaba nada bien, de que la rapidez de la curación, así como la propia curación, dependía por completo de la regularidad de mis visitas y que lo mejor sería que acudiera a diario.
Aunque en los días siguientes me convencí de que las visitas diarias de ninguna manera resultaban imprescindibles, y de que por parte del médico sólo obedecían a su deseo de oír con mayor frecuencia el tintineo de mi rublo en su consulta, no dejé de acudir a esas citas regulares, ya que me causaban cierto placer. En ese hombre gordo y de piernas cortas, en su voz de bajo, jugosa como si acabara de comer algo muy sabroso, en los pliegues de su cuello grasicnto, semejantes a neumáticos de bicicleta puestos unos sobre otros, en sus alegres y astutos ojos, y, en general, en su forma de comportarse conmigo, había algo jocosamente halagador y aprobatorio, así como otro componente difícil de definir que me agradaba y me satisfacía. Era el primer hombre mayor, es decir, adulto, que me veía y me comprendía tal como yo entonces quería mostrarme. Si le visitaba a diario no era en su condición de médico, sino más bien en su calidad de amigo; al principio esperaba incluso con impaciencia la hora de la consulta, me ponía, como si fuera a un baile, mi cazadora y mis pantalones nuevos y mis zapatos de charol.
Esos días, deseando ganarme una reputación de niño prodigio en cuestiones eróticas, conté en clase la enfermedad que había padecido (dije que la enfermedad había desaparecido, aunque en verdad acababa de empezar); esos días, consciente de que mi confesión me había hecho ganar muchos enteros ante mis compañeros, cometí una acción horrible; cuya consecuencia fue la mutilación de una vida humana, quizá incluso su muerte.
Al cabo de unas dos semanas, cuando las señales exteriores de la enfermedad empezaron a atenuarse, aunque yo sabía perfectamente que aún estaba enfermo, salí a la calle con la intención de dar un paseo o entrar en algún cine. Era una noche de mediados de noviembre, un mes maravilloso. La primera nieve, esponjosa, semejante a fragmentos de mármol en el agua azul, caía lentamente sobre Moscú. Los tejados de las casas y los parterres del bulevar se hinchaban como velas azules. Los cascos de los caballos no resonaban, las ruedas no crujían y en la silenciosa ciudad las campanillas de los tranvías tintineaban inquietas como en primavera. Avanzando por el callejón, alcancé a una muchacha que iba delante de mí. No lo hice de manera premeditada, simplemente iba más deprisa que ella. Cuando llegué a su altura y la rodeé para adelantarla, me hundí en la profunda nieve; en ese momento ella se dio la vuelta, nuestras miradas se encontraron y nuestros ojos sonrieron. En una noche moscovita tan ardiente como aquélla, cuando caen las primeras nieves, las mejillas se cubren de manchas de arándanos y en el cielo los hilos del telégrafo se alzan como cables grisáceos; en una noche como aquélla, ¿dónde encontrar las fuerzas y la severidad para alejarse en silencio, para no volverse a encontrar nunca?
Le pregunté cómo se llamaba y adónde iba. Su nombre era Zínochka y no se dirigía «a ninguna parte», sólo estaba «dando una vuelta». Nos aproximamos a un cruce en el que había un caballo; el enorme animal, atado a un triineo alto como una copa, estaba cubierto con una gualdrapa blanca. Le propuse a Zínochka que diéramos un paseo y ella, con los ojos brillantes fijos en mí, y sus labios semejantes a un botón, asintió varias veces con la cabeza, como un niño. El cochero estaba sentado de lado respecto a nosotros, hundido como un signo de interrogación en la curvada parte delantera del trineo. Cuando nos acercamos, pareció animarse y, siguiéndonos con los ojos como si estuviera apuntando a un blanco móvil, disparó con voz ronca:
—Por favor, por favor, permítanme que les lleve.
Viendo que había acertado y que era preciso cobrar las piezas, salió del trineo, inmenso, verde, majestuoso y sin pies, con guantes blancos del tamaño de la cabeza de un niño y sombrero de copa a lo Onieguin, truncado y con hebilla; se acercó a nosotros y añadió:
—Permítanme que les dé un paseo con mi impetuoso caballo, excelencias.
En ese momento empezaron los problemas. Por ir al parque Petrovski y volver a la ciudad pidió diez rublos; aunque «su excelencia» sólo llevaba en el bolsillo cinco rublos y medio, me habría montado en el trineo sin vacilar, pues en esos años me parecía que cualquier estafa suponía un desdoro menor que la necesidad de regatear con un cochero en presencia de una dama. Pero Zínochka salvó la situación. Con una mirada de indignación, exclamó con firmeza que ese precio era inaudito y que no debía entregarle más de un billete. Y, así diciendo, me cogió de la mano y me llevó hacia delante. Yo opuse una ligera resistencia a su empuje; con ese gesto pretendía desembarazarme de todo el oprobio de la situación y volcarlo sobre Zínochka. Yo no era culpable de nada y estaba dispuesto a pagar cualquier precio.
Tras dar unos veinte pasos, Zínochka miró por encima de mi hombro con la precaución de un ladrón y, viendo que el hombre retiraba apresuradamente la gualdrapa del caballo, lanzó casi un chillido de entusiasmo, se acercó a mí, se puso de puntillas y susurró con arrobamiento:
—Está de acuerdo, está de acuerdo —aplaudía sin ruido—; no tardará en venir. Ya ve usted lo lista que soy —todo el tiempo trataba de mirarme a los ojos—, ya lo ve, así es, ¡ajá!
Ese «ajá» sonó en mis oídos de forma muy agradable. Parecía como si yo fuera un elegante juerguista, adinerado y derrochador, y ella una pobre e indigente muchacha que trataba de refrenar mis dispendios, no porque estuvieran por encima de mis posibilidades, sino porque ella, en el limitado horizonte de su miseria, no podía concebirlos.
En el siguiente cruce el cochero nos alcanzó, nos adelantó y, conteniendo a su impetuoso caballo, movió las riendas a derecha e izquierda como un timón, se tumbó de espaldas en el trineo y desabrochó la manta. Ayudé a Zínochka a tomar asiento y luego me dirigí lentamente al otro lado, aunque deseaba apresurarme; me encaramé al alto y estrecho asiento y, metiendo la ajustada hebilla de terciopelo en la barra metálica, abracé a Zínochka, me calé con fuerza la visera, como si me dispusiera a batirme, y dije con altanera voz:
—Adelante.
Se oyó el sonido perezoso de un beso, el caballo se puso en marcha con dificultad, el trineo se deslizó lentamente y empecé a sentirme lleno de irritación contra ese ridículo cochero. Pero después de dos giros, cuando desembocamos en la Tverskaia-Yamskaia, el cochero sacudió las riendas y gritó «eeep», cuya aguda y acerada «e» se elevaba con su sonido estridente hasta llegar a la blanda barrera de la «p», que no le permitía seguir adelante. El trineo arrancó bruscamente, arrojándonos hacia atrás con las rodillas levantadas y poco después hacia delante, con el rostro contra la espalda acolchada del cochero. Toda la calle pasaba volando a nuestro lado, los húmedos cordones de nieve chocaban con fuerza con nuestras mejillas y con nuestros ojos; los tranvías que nos salían al paso producían un rumor que sólo duraba un instante; de nuevo se oyó ese «ep, ep», aunque esta vez agudo y entrecortado, como un látigo; luego un balido rabioso y alegre, «baluui», los negros fogonazos de los trineos con los que nos cruzábamos, asustados por el riesgo de recibir un golpe en la cara, y la nieve levantada por los cascos, que golpeaba en la parte delantera de metal, «choc, choc, choc»; el trineo temblaba, lo mismo que nuestros corazones.
—¡Ah, qué bien! —susurraba a mi lado, en medio de la húmeda llovizna que nos azotaba, una alborozada voz infantil—. ¡Ah, qué maravilloso, qué maravilloso!
A mí también me parecía todo «maravilloso». Pero, como siempre, me resistía y me oponía con todas mis fuerzas a ese entusiasmo que se apoderaba de mí.
Cuando pasamos el Yar y empezó a verse la torre de la parada del tranvía y el puesto de caramelos cerrado, junto al paseo que conducía al centro del parque, el cochero se echó hacia atrás y, sujetando con firmeza el caballo, canturreó con una dulce voz de mujer un entrecortado «pr, pr, pr». Entramos al paso en el paseo; la nieve cesó de pronto, sólo revoloteaba blandamente en torno al solitario y amarillento farol, pero sin caer al suelo; parecía como si estuvieran sacudiendo un colchón de plumas. Detrás del farol, en el aire negro, se alzaban unos postes con una placa y a su lado, clavada de través en un árbol, una mano con el dedo índice extendido, un puño de camisa y un trozo de manga. Sobre el dedo brincaba un cuervo, esparciendo la nieve.
Le pregunté a Zínochka si tenía frío.
—Me encuentro estupendamente bien —me contestó—. ¿No es maravilloso? Coja mis manos y caliéntemelas.
Aparté mi mano de su talle, pues empezaba a dolerme el hombro. El agua caía de mi visera en la mejilla y detrás del cuello, nuestros rostros estaban mojados, el mentón y las mejillas se habían contraído de tal modo por culpa del hielo que teníamos que hablar sin mover un sólo músculo, las cejas y las pestañas se habían pegado a causa de los carámbanos, los hombros, las mangas, el pecho y la manta estaban cubiertos por una costra crujiente y helada, de nuestros cuerpos y del caballo ascendía una nube de vapor, como la que se desprende del agua hirviendo, y las mejillas de Zínochka adquirieron tal color que parecía que alguien le hubiera pegado unas mondas de manzana roja. En el círculo central, todo estaba desierto y tenía un matiz blanquecino y azul; en el brillo de naftalina de esos colores y en ese silencio inmóvil, de habitación cerrada, percibía mi propía tristeza. Recordé que al cabo de unos minutos habría que regresar a la ciudad, bajar del trineo, volver a casa, ocuparse de esa sucia enfermedad, y al día siguiente levantarse en plena noche; dejé de sentirme estupendamente.
Qué extraña resultaba mi vida. Siempre que experimentaba alguna felicidad, bastaba con pensar que ese sentimiento no duraría mucho para que en ese mismo instante desapareciera. La conclusión de esa dicha no se debía a que las circunstancias externas que la habían causado se hubieran interrumpido, sino simplemente a la conciencia de que esas condiciones desaparecerían muy pronto, de manera ineluctable. En el momento en que me asaltó esa certeza, el sentimiento de felicidad desapareció, mientras las condiciones externas que lo habían propiciado, que no se habían interrumpido, que seguían existiendo, no hacían más que irritarme. Cuando salimos del círculo central y regresamos a la carretera, lo único que deseaba era llegar cuanto antes a la ciudad, salir del trineo y pagar al cochero.
El camino de regreso fue frío y aburrido. Cuando nos aproximamos al Monasterio de la Pasión, el cochero, volviéndose hacia nosotros, preguntó si debía seguir adelante y adónde; tras dirigir una mirada interrogativa a Zínochka, sentí de pronto que mi corazón, como de costumbre, se detenía lleno de gozo. Zínochka no me miró a los ojos, sino a los labios, con esa expresión estúpida y feroz cuyo significado conocía bien. Levantándome sobre mis rodillas temblorosas de dicha, le dije al oído al cochero que nos condujera a casa de Vinográdov.
Sería una absoluta falsedad afirmar que durante los minutos necesarios para llegar a la casa de citas no me preocupara la certidumbre de mi enfermedad y la posibilidad de contagiar a Zínochka. La apretaba fuertemente contra mí y no dejaba de pensar en ello, pero lo que me atormentaba no era mi propia responsabilidad, sino los disgustos que ese acto podía acarrearme ante los otros. Y, como suele suceder en esos casos, ese temor, en lugar de impedirme la consecución de la acción, sólo me indujo a cometerla de modo que nadie se enterara de mi culpabilidad.
Cuando el trineo se detuvo junto a la casa rojiza con ventanas tapadas, le pedí al cochero que entrara en el patio. Para hacerlo, era necesario retroceder hasta la verja del bulevar; cuando nos encontrábamos ya delante del portón, los patines se clavaron en el asfalto y chirriaron, y el trineo quedó atravesado en la acera; en esos pocos segundos, mientras el caballo se ponía en marcha y con una sacudida nos introducía en el patio, los transeúntes que se encontraban en el lugar rodearon el trineo y nos miraron con curiosidad. Dos de ellos llegaron incluso a detenerse, lo que turbó visiblemente a Zínochka. Fue como si de pronto se apartara, se volviera extraña, se ofendiera y se inquietara.
Mientras Zínochka salía del trineo y se dirigía a un oscuro rincón del patio, yo pagué al cochero, que pedía un aumento con insistencia; en ese momento recordé con desagrado que sólo me quedaban dos rublos y medio y que, en caso de que las habitaciones baratas estuvieran ocupadas, me faltarían cincuenta kopeks. Terminé de pagar, me acerqué a Zínochka y entonces advertí, en la forma en que tiraba del bolso y sacudía con indignación los hombros, que no se movería de su sitio así sin más, sin ninguna lucha. El cochero ya se había ido y el brusco giro del trineo había dejado un círculo aplastado sobre la nieve. Aquellos dos curiosos que se habían detenido en el momento de nuestra llegada entraron en el patio, se detuvieron a una cierta distancia y se pusieron a observar. Dándoles la espalda para que Zínochka no los viera, le rodeé los hombros con mi brazo, la llamé «pequeña, chiquilla, niña mía», y le dije unas palabras que habrían carecido de sentido si no hubieran sido pronunciadas con una voz delicada y dulce como la melaza. En cuanto advertí que cedía, que volvía a ser la Zínochka de antes, aunque no la misma que me había mirado de modo tan terrible (o así me lo había parecido) junto al Monasterio de la Pasión, sino aquella que en el parque había dicho: «Qué maravilloso, ah, qué maravilloso», empecé a decirle de manera torpe y confusa que tenía un billete de cien rublos en el bolsillo, que allí no me lo cambiarían, que necesitaba cincuenta kopeks, que dentro de unos minutos se los devolvería, que… Pero Zínochka, sin darme tiempo a terminar mi exposición, abrió con temor y premura su viejo bolso de hule, con un dibujo que imitaba la piel de cocodrilo, sacó un monedero diminuto y lo vació en mi mano. Vi unas cuantas monedas de plata de cinco rublos, con un aspecto un tanto peculiar, y miré a Zínochka con aire interrogativo.
—Hay exactamente diez —dijo como para tranquilizarme; luego, acurrucándose con aire lastimero, añadió avergonzada, como queriendo disculparse—: Me ha llevado mucho tiempo reunirlas; dicen que traen buena suerte.
—Pero, pequeña —exclamé, con noble indignación—. Entonces es una pena. Cógelas, me las arreglaré sin ellas.
Pero Zínochka, ya realmente enfadada, trató de cerrar mi mano con las suyas con un gesto de dolor.
—Debe usted cogerlas —decía—. Me está ofendiendo.
«Aceptará o no aceptará, aceptará o se negará», era la fínica idea que agitaba mis pensamientos, mis sentimientos, todo mi ser, mientras conducía a Zínochka como sin querer al interior del hotel. Al subir el primer peldaño se detuvo, como si de pronto hubiera vuelto en sí. Miró con tristeza las puertas abiertas, donde aún seguían los dos curiosos, como dos guardianes que le impidieran la entrada; luego, como antes de una separación, me miró, sonrió con amargura, inclinó la cabeza, pareció encogerse y ocultó la cabeza en las manos. La agarré con fuerza por el brazo, casi a la altura de la axila, la arrastré hasta la parte superior de la escalera y la hice pasar por la puerta que el portero gentilmente nos abría.
Al cabo de una hora o lo que fuera, cuando salimos, le pregunté a Zínochka en el patio hacia qué lado tenía que ir, con la intención de situar mi casa en la dirección contraria y despedirme de ella para siempre allí mismo. Es lo que hacía siempre al salir de casa de Vinográdov.
Pero si por lo general esas despedidas definitivas se debían a la saciedad y el hastío, a veces incluso a la repugnancia, sentimientos que me impedían creer que un día más tarde esa muchacha pudiera parecerme deseable (aunque sabía que a la mañana siguiente me arrepentiría), en esa ocasión, al despedirme de Zínochka, no experimenté otra cosa que despecho.
Ese sentimiento se debía a que en la habitación, detrás del tabique, Zínochka, a la que yo mismo había contagiado, no había justificado mis esperanzas, pues había conservado ese mismo aspecto exaltado y por tanto asexuado que tenía cuando decía: «¡Ah, qué maravilloso!». Desnuda, acariciaba mis mejillas y exclamaba: «Querido, cariño», con una voz en la que resonaba una ternura infantil, pueril —ternura que no obedecía a la coquetería, sino que provenía del alma— que me avergonzaba, impidiéndome manifestar lo que erróneamente suele llamarse desvergüenza, ya que el encanto principal y más intenso de la depravación humana no consiste en la ausencia de vergüenza, sino en su superación. Sin saberlo, Zínochka impedía a la bestia dominar al hombre; por eso, sintiendo insatisfacción y enfado, definía todo el incidente con una palabra: innecesario. Pensaba y sentía que había sido innecesario contagiar a esa muchacha, pero no lo decía como si hubiera cometido un acto horrible, sino al contrario, como si en cierto modo me hubiera sacrificado, esperando alcanzar a cambio un placer que no había recibido.
Sólo cuando Zínochka se encontraba ya en la puerta y guardaba cuidadosamente, para no perderlo, un trozo de papel con mi supuesto nombre y el primer número de teléfono que me vino a la cabeza, sólo cuando se despidió, me dio las gracias y empezó a alejarse de mí, sólo entonces, una voz interior —pero no aquella presuntuosa e insolente que en mis ensoñaciones, cuando estaba tumbado en el sofá, dirigía mentalmente hacia el mundo exterior, sino otra serena y benigna que sólo conversaba y trataba conmigo mismo— dijo con amargura dentro de mí: «Eh, tú, has destruido a esa joven. Mira, ya se va esa muchacha. ¿Recuerdas cómo decía: “¡Ah, querido mío!”? ¿Por qué la has destruido? ¿Qué te había hecho? ¡Eh, tú!».
Qué asombro causa contemplar cómo se aleja para siempre la espalda de una persona ofendida injustamente. Hay en ella una suerte de humanidad, de impotencia, de debilidad triste que reclama piedad, que os llama, que tira de vosotros. En la espalda de una persona que se aleja hay algo que recuerda las injusticias y las ofensas sobre las que habrá que volver una y otra vez, que evoca la necesidad de despedirse de nuevo, y de hacerlo deprisa, inmediatamente, porque la persona se va para siempre, dejando tras ella un gran dolor, que seguirá atormentándonos durante mucho tiempo y que quizá en la vejez no nos permita dormir por las noches. La nieve caía de nuevo, pero ya seca y fría; el viento sacudía los faroles y en el bulevar las sombras de los árboles se agitaban armoniosamente como penachos. Hacía tiempo que Zínochka había doblado la esquina y había desaparecido, pero una y otra vez la hacía regresar con mi imaginación, la dejaba ir hasta la esquina, contemplaba cómo se alejaba y la hacía revolotear de nuevo hacia mí, por alguna razón siempre de espaldas. Cuando finalmente, rozando por casualidad el bolsillo, tintinearon sus diez monedas de plata no utilizadas, recordé sus labios y su voz cuando dijo: «Me ha llevado mucho tiempo reunirlas; dicen que traen suerte»; en ese momento sentí como un latigazo en mi infame corazón, un latigazo que me impulsó a correr en busca de Zínochka, a correr por la nieve profunda en ese estado lacrimoso y débil que se experimenta cuando se corre detrás del último tren ya en marcha, sabiendo que es imposible alcanzarlo.
Esa noche estuve un buen rato vagando por los bulevares. Esa noche me prometí conservar durante toda mi vida las monedas de plata de Zínochka. Nunca volví a verla. Moscú es una ciudad muy grande y en ella vive mucha gente”.


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