martes, 4 de octubre de 2016

Jaime Torres Bodet. Balzac. II entrega.


II
LA VIDA DEL ESCRITOR:
Los amores y los negocios


  EL AUTOR de Clotilde de Lusignan y de Jane la pálida, bastante ingenuo para escribir semejantes novelas pero suficientemente cauto para no decidirse a firmarlas (las publicaba con un seudónimo; a menudo Lord R’hoone, anagrama británico de Honoré), había abandonado la pluma y estaba dispuesto a hacer fortuna como impresor. Corría el año de 1826. Tenía Balzac, entonces, veintisiete de edad. Su profundo amor para Madame de Berny principiaba a pesarle un poco, menos acaso que su aventura con la duquesa de Abrantes. Para él, tan orgulloso y tan vanidoso —no siempre ambas condiciones se hallan aparejadas en la misma persona— la vida se presentaba, en aquellos días, como un fracaso. Era urgente luchar contra la desgracia.
  Un hombre que, como él, creía en el poder de la voluntad (¿no había querido escribir un tratado sobre ese tema[3] y no sería, después, su Comedia humana una epopeya cruel de la voluntad?), tenía la obligación de vencer al destino con la firmeza de su carácter. ¿Qué había deseado, a partir de la adolescencia? ¿Ser un poeta? ¿Ser un autor dramático? ¿Ser un novelista de mérito? Sí, todo eso lo había deseado Balzac. Pero no para ser poeta exclusivamente, ni para realizarse exclusivamente merced al teatro, ni siquiera para escribir exclusivamente novelas que le gustasen, sino sólo y constantemente para triunfar: para imponer respeto a los envidiosos, para gastar a manos llenas el dinero que sus éxitos le darían, para poseer a las duquesas y a las marquesas que le ofendían con sólo verle desde la altura de sus carruajes, al pasar él a pie por las calles de una ciudad donde el anónimo transeúnte se siente tan solitario como suelen estarlo los reyes en el fondo de sus castillos —aunque de hecho, no se le ocurra tan lisonjera comparación.
  Balzac debía cumplirse a sí mismo una promesa solemne, la que hizo a su hermana Laura en el fervor de la pubertad: ser un gran hombre. La literatura parecía resistirse a otorgarle ese título prestigioso. No siempre se resignan las Musas a que las viole un Hércules impaciente… Convenía, por tanto, repudiar a las Musas y buscar el amparo de un dios más ágil y más moderno, el dios del siglo XIX: Mercurio, en suma.
  El comercio elegido por Honorato lindaba, demasiado ostensiblemente, con el dominio de sus primeros hábitos de escritor. De la literatura a la imprenta no hay más que un paso. Sin embargo, dar ese paso resulta a veces bastante incómodo. Entre los trabajos que el impresor Honorato Balzac hubo de aceptar de su clientela, para ponerse en aptitud de pagar el salario de sus obreros, figuran prospectos medicinales que indignaron al novelista; como uno, destinado a anunciar las cualidades curativas de ciertas píldoras, procuradoras de «larga vida». Gemían las prensas del taller. Y gemía, naturalmente, Balzac. En 1827, un «álbum histórico y anecdótico» le ofreció perspectivas más halagüeñas. Más tarde, en tercera, edición vino el Cinq-Mars, de Alfredo de Vigny.
  Entre todas aquellas tareas —y otras, que sería largo citar— el negocio no prosperaba. Honorato carecía no solamente de todo orden sino del más elemental sentido de cuanto debe ser la economía de un taller bien administrado. Las facturas se acumulaban sobre las mesas. Los deudores no eran solicitados jamás a tiempo. Mientras tanto, los acreedores no lo perdían. Se presentaban, cada mes o cada semana, acerados y puntualísimos.
  Acosado por todas partes, el futuro «Napoleón de las letras» no ganaba, como impresor, la menor batalla. Vivía en un Waterloo permanente, sin tener siquiera como consuelo el recuerdo de un Rívoli o de un Wagram. Venturosamente, un ángel velaba sobre el general siempre derrotado. Ese ángel, con faldas, era Madame de Berny. Por las tardes, cuando Honorato se declaraba casi dispuesto al abatimiento y a la renuncia, aparecía otra vez la «Dilecta», sonriente y plácida. Ella lo perdonaba todo. Para ella, sus errores no eran errores, sino lo que eran más verosímilmente: ilusiones fallidas, esperanzas exageradas, entusiasmos prematuros, inequívocas pruebas de una bondad recóndita, testimonios desagradables de una grandeza oculta, menos orientada a la transacción que a la creación…
  El dinero faltaba siempre. Madame de Berny, además de sonrisas, traía al taller lo que más faltaba. Hasta que un día hubo de comprometerse ella misma —y, con ella, el apellido de su consorte— al ingresar en la sociedad comercial que Honorato, piloto absurdo, guiaba al naufragio cierto. Por la misma razón que le había inducido a establecer una imprenta, para compensar así —con hipotéticos lucros— los adeudos que le dejaron sus ediciones de Molière y de La Fontaine, cuando la imprenta se iba ya a pique, Balzac imaginó una, ampliación del negocio. Compró una fundición de tipografía. Teóricamente, la idea era espléndida. Desde el punto de vista práctico, resultaba inoportuna. Las deudas crecieron, los acreedores se hicieron más numerosos. Los obreros clamaban su hambre. Balzac, que solía alimentarse menos que ellos, les aseguraba de la honradez de sus intenciones y exaltaba, a gritos, su probidad.
  La pesadilla duró aproximadamente dos años. En efecto, el 16 de abril de 1828 quedó disuelta la sociedad comercial que agobió a Balzac. Honorato se vio obligado a recurrir al auxilio de su familia. La señora Balzac acudió, a su vez, a uno de sus primos, Charles Sédillot, quien intervino, para liquidar la negociación. Por lo que atañe a la fundición —que figuraba a nombre de Lorenzo y de Alejandro de Berny— éste, hijo de Laura, pero menos generoso que ella, exigió a Balzac los documentos indispensables para regularizar los préstamos. Haciendo frente al vendaval, Alejandro logró que la fundición conociera tiempos mejores. En 1840, aparecía ya como el único propietario.
  Para Balzac, la operación resultó funesta. Salió de ella con una deuda de noventa mil francos: los cuarenta y cinco mil anticipados por sus padres y los cuarenta y cinco mil que le había prestado Madame de Berny. Esa deuda gravitó sobre él por espacio de años. A fin de redimirla, hubo de trabajar como un «presidiario de las letras». Aunque, si he de expresar aquí todo mi pensamiento, debo añadir que, en esto de la gran deuda balzaciana, los comentaristas han exagerado la nota continuamente. Es cierto, la suma era muy considerable. Pero hubo años en los que Balzac percibió cien mil francos por sus derechos de autor. A pesar de lo cual, sus acreedores seguían multiplicándose. Y es que gastó siempre más de lo que ganaba. Vivió, sin descanso, de la hipoteca de su futuro.
  Desde el verano de 1827 —y previendo, sin duda, la ruina próxima— Honorato había escogido un pequeño departamento en el número 1 de la calle Cassini. Lo alquiló —subterfugio frecuente, a lo largo de su existencia— utilizando para el contrato un nombre supuesto: esa vez el apellido de su cuñado. Allí fue a esconderse Balzac en la hora del desastre; no sin gastar todavía sumas bastante fuertes para adornar ese asilo con una biblioteca elegante, con libros caros y con ciertos tapices y muebles que, por costosos, su madre nunca le perdonó.
  Hasta el departamento de la calle Cassini seguía llegando la fiel «Dilecta». O, cuando no ella, en persona, la ternura espontánea y patética de sus cartas. Esto último no porque en esos meses los separase materialmente una gran distancia. Al contrario. Era breve la que mediaba entre la calle Cassini y la calle d’Enfer, donde Madame de Berny había establecido su domicilio. Pero Balzac salía frecuentemente. No siempre tenía paciencia para esperar a su amiga, todavía dilecta, sin duda, aunque ya, para él, casi fatigosa; fatigosa quizá por infatigable.
  Balzac adoraba el lujo. Sus novelas se hallan atestadas, como un museo (o, más bien, como la sala de un montepío) de objetos raros, preciosos, dispares y petulantes, que tuvieron su día de gloria y de ostentación, y acabaron por coexistir abnegadamente con muchos otros —armarios, sillas, cómodas y consolas— de utilidad doméstica más visible, aunque de remembranza menos cordial. Uno de esos objetos «característicos» reinaba sobre la chimenea de su departamento, en la calle Cassini. Era un reloj, albergado en copón de bronce y sostenido por un pedestal de mármol amarillo. Honorato lo había adquirido en el almacén del señor Ledure. Le costó ciento cuarenta francos, suma apreciable en aquellos meses, sobre todo si recordamos que el comprador no tenía medios seguros de subsistencia. Balzac vio desfilar en aquel reloj muchas horas de tedio y de pesimismo. En su disco, el tiempo le señaló, también, un minuto amable: el de la esperanza.
  Bajo el aliento de esa esperanza, el impresor fracasado volvió a pensar en su antiguo oficio. Puesto que Mercurio lo había burlado —¡y con cuánta severidad!— ¿por qué no ponerse a escribir de nuevo, por qué no reanudar el trato con sus amigas: las viejas Musas?
  Entre la ilusión y el remordimiento, Honorato buscaba su porvenir. Era su ilusión la de figurar junto a los autores más célebres de Occidente. Su remordimiento consistía en haber gastado tantas vigilias y tantas resmas de papel en novelas inconfesables, a las que Lord R’hoone aceptó conceder su nombre —pero que él, Balzac, no podía firmar.
  Un mundo se agitaba bajo su cráneo terco y vehemente: cráneo de campesino, nieto de campesinos, seguro de su entereza y ansioso de éxitos y de lauros. Era imposible que su obra se redujese a los episodios narrados en Juan Luis o en La heredera de Birague. Antes de sentarse a su mesa de novelista, a los veintiún años, hubiera debido vivir, conocer las cosas, las gentes, las costumbres y las pasiones. Todo eso (pasiones, costumbres, gentes y cosas) el drama de su experiencia mercantil se lo había ya revelado —y revelado imborrable mente. La amargura, el trabajo, el temor de la quiebra y de la deshonra, la inminencia continua de la catástrofe ¡qué penetrantes y sólidos reflectores para ver, en verdad, lo que nos rodea!
  En menos de dos años (y sin salir, a menudo, de su taller). Honorato había recorrido un camino inmenso. Lo habían visitado escritores, tipógrafos, médicos, farmacéuticos. Había discutido con editores, cobradores, obreros, agentes de comercio, fabricantes y prestamistas. Había recurrido a notarios, a banqueros, a periodistas y a toda una grey obtusa de leguleyos de tercer orden y escribientes de quinto piso.
  Esos fantasmas tenían un rostro, cuando no varios: unos, dóciles y serviles; otros, adustos y circunspectos. Porque Honorato empezaba a saberlo ya: en la vida, más que en los libros, son máscaras los semblantes. Sobre todo cuando sonríen. Y las máscaras son semblantes. Sobre todo cuando amenazan. A la par vidente y observador, fotógrafo con Daguerre y profeta a su modo (que no era el bíblico), Balzac no olvidaría jamás ni uno solo de aquellos rostros, ni una sola de aquellas máscaras. Hasta en la hora de la muerte recordaría la piel rugosa de tal o de cual cliente; sus manos ávidas y brutales, de falanges abruptas y uñas espesas; o la palidez de ese obrero tísico, lo lacio de su cabello sudoso y negro; o la boca gelatinosa de aquel hipócrita, o la prematura calvicie del croupier a quien vislumbró, bajo el parpadeo de los candiles, en la casa de juego donde, una noche, perdió lo que no tenía.
  Cada una de esas caras correspondía a algún cuerpo sólido, inimitable, imperioso y único. Un cuerpo del cual Balzac había medido —sin darse cuenta— todos los movimientos, adivinado todos los músculos, auscultado todas las vísceras y descubierto todos los vicios: más aparentes, a veces, que los rasgos más aparentes.
  Esos cuerpos iban vestidos. Honorato se percataba, al rememorarlos, de que sabía, hasta en sus detalles, los secretos más vergonzantes del guardarropa de aquella época. Conocía lo que costaba cada levita, el nombre del sastre de cada frac… y por qué razón el abrigo del señor X tenía siempre una sospechosa y lunar blancura sobre la seda negra de las solapas.
  El dolor y la cólera le habían enseñado a ver. En cuanto a oír, pocos hombres han oído mejor que ese gran charlista. Conversaba y reía ruidosamente. Sus interlocutores creían que se escuchaba sólo a sí mismo, como suelen hacerlo los vanidosos. Pero la consideración que se concedía Balzac a sí propio no le impedía otorgar una atención cuidadosa —y por lo menos igual— a cuantos hablaban en torno suyo. Había aprendido a distinguir entre la tos del nervioso y la del asmático, entre el acezar optimista del vehemente y el acezar enfermizo del fumador. Como un fonetista, identificaba todas las variaciones geográficas del idioma, en la ondulante extensión de Francia. Y no sólo las variaciones más perceptibles a la audición: las que oponen, por ejemplo, al marsellés frente al alsaciano o al bretón frente al bearnés, sino otras —muchísimo más sutiles— como las que existen entre dos parisienses, cuando uno ha nacido en el barrio de Saint-Denis y el otro se educó en Lila. Mientras creía Balzac trabajar para sus clientes, eran ellos, sin saberlo, los que habían trabajado para él. Uno le había enseñado la desconfianza; otro el sabio y prudente tartamudeo. Con esa desconfianza y ese tartamudeo, Honorato construiría, en Eugenia Grandet el tipo dramático de su avaro.
  La realidad era ya, para él, un repertorio fantástico, más fantástico que los libros. Ningún sueño más evidente. Ninguna evidencia más espectral. Él, tan naturalista y tan visionario, había salido de aquella inmersión en lo cotidiano, como Dante de los círculos de su infierno, en un estado de positiva alucinación interna. En semejante estado, lo cierto y lo verosímil son pocas veces la misma cosa. ¡Qué descubrimiento más importante para un poeta! ¡Y para el aprendizaje de un novelista, qué lección más profunda —y qué estímulo más cruel!
  Probablemente Honorato no percibió en esos días, tanto como ahora nosotros, todo el provecho de su experiencia. Pero, con la intuición del genio, comprendió que había llegado el momento de instalarse otra vez en las letras y de instalarse en ellas definitivamente. No volvería a escribir como sus maestros. Trataría, en lo sucesivo, de escribir como lo que era: como Balzac. Adiós las Clotildes y los Juan Luises. Resultaba preciso estudiar, en sus perfiles más nimios, las posibilidades de cada tema y entrar, en cada obra nueva, como en un misterioso laboratorio: con audacia, mas con respeto No sé si haya pensado entonces Balzac en la tesis de Bacon: el que desea mandar sobre la naturaleza tiene, primero, que obedecerla. De cualquier modo, a partir de esos años, tal fue su táctica.
  Dos asuntos le seducían: uno, se situaba en el siglo XV, era la historia de un capitán «Boute-feux». Otro, de época más cercana, le proponía la descripción de una guerra muy conocida: la de los chuanes. El Balzac de 1822 habría elegido, sin duda, el tema del siglo XV. El Balzac de 1828 prefirió la excursión más cercana, y por eso mismo más peligrosa.
  Ante todo, sintió el deber de documentarse. Muchos libros tenía a la mano para ese fin. Las Memorias de la marquesa de la Rochejaquelin y las de Puysaye, coleccionadas ambas por Baudoin, la Historia de Beauchamp sobre la guerra en Vendée y los seis volúmenes publicados por Savary. Sin embargo, la lectura no le era ya suficiente. Tenía que ver, que ver con sus propios ojos. Un amigo de su padre, el general de Pommereul, vivía en Fougères; es decir: en la región misma en que Honorato había decidido desarrollar el tema de la novela. Balzac le escribió, esbozándole su proyecto. El general retirado —que se aburría tal vez junto con su esposa— no tardó en invitarle a pasar una temporada en su residencia.
  En septiembre de 1828, salió Honorato para Fougères. Más de un mes pasó el escritor en compañía de aquella pareja tan afectuosa como sencilla: los Pommereul. Esas semanas le permitieron contemplar de cerca el paisaje de su relato, conversar con los testigos de algunos episodios posibles, relacionarse con los vecinos y, sobre todo, oír las historias del general, que no siempre eran sólo «historias», sino trozos de historia viva.
  La novela cambió de título varias veces, pues Balzac tardó en redactarla mucho más tiempo del que exigieron sus verdaderas obras maestras. Aquella lentitud no era el producto de la pereza sino del deseo de no equivocarse, como se había equivocado tan a menudo. Con el nombre de El último chuan, o la Bretaña en 1800, el libro apareció por fin a mediados del mes de marzo de 1829. Era la primera novela que Balzac publicaba como obra propia, sin anagramas ni seudónimos. Aunque no está exenta de defectos, abundan en sus páginas fragmentos muy superiores a todos cuantos había producido la pluma rápida de Honorato. Las figuras han cobrado volumen, los caracteres empiezan a definirse y, como lo apunta Arrigon en un estudio que merecería estar menos olvidado, «cada personaje se describe a sí mismo por medio de unas cuantas palabras, sin que, por así decirlo, el autor haya de intervenir».[4] ¿No es un elogio de esta naturaleza el que más halaga a los novelistas?
  La crítica no fue abundante, ni extraordinariamente generosa. Pero, en Le Fígaro, el comentario resultó, por momentos, casi entusiasta: «cuadros de un realismo que espanta», «una abundancia satírica que recuerda a Callot», «detalles que fijan su relieve en el pensamiento» y —observación pertinente— «una manera de pintar las cosas y las personas en la que se advierte no sé qué de nuevo y de absolutamente distinto».
  Con ese certificado de buena conducta literaria, el aprendiz Balzac se sintió autorizado para ingresar en algunos círculos mundanos. La duquesa de Abrantes le llevó a casa de Sofía Gay, visitada por hombres como Victor Hugo y Horacio Vernet, Lamartine y el pintor Gérard. Poco tiempo después, lo recibió Madame Récamier, la ninfa Egeria del gran vizconde. Iban allí, además de Chateaubriand —que era el dios del grupo— el duque de Laval, Ballanche, Ampère y Madame D’Hautpoul.
  El ser recibido en aquellos salones era sin duda, para Honorato, un cordial estímulo. Pero, por mucho que apreciase su nueva obra, tenía que comprenderlo rápidamente: convenía dar a ese libro muchos hermanos; aparecer en muchos periódicos y revistas; escribir, publicar sin tregua, para afirmarse al fin, como lo anhelaba, ante un público auténtico y numeroso.
  Si excluimos los Cuentos jocosos —¿será ésta una versión aceptable de drolatiques?— y La fisiología del matrimonio (obra difícil de agrupar con las posteriores y empezada, además, muchos meses antes), de marzo de 1829 a enero de 1834, escribiría Balzac un total de treinta y siete novelas, algunas bastante voluminosas. No es cómodo precisar cuándo fueron escritas muchas de ellas. Ethel Preston da una cronología que no coincide con la que consta, al pie de cada obra, en la colección editada por Bouteron, quien —por cierto— cita a Ethel Preston en sus páginas liminares. A riesgo de no acertar en todos los casos, optaremos por las indicaciones tradicionales, reproducidas en el texto revisado por Bouteron. Cuatro relatos aparecen, como fruto del esfuerzo de Balzac, en 1829: La paz del hogar, La casa del gato que pelotea, El verdugo y El baile de Sceaux. Ocho figuran en la lista de 1830: Gobseck, El elixir de larga vida, Sarrasine, Un episodio bajo el terror, Adiós, La vendetta, Estudio de mujer y Una familia doble (esta última, acabada en 1842). Nueve manuscritos enriquecieron el haber de Balzac en 1831: La piel de zapa, Jesucristo en Flandes, Los proscritos, Los dos sueños, El recluta, La señora Firmiani, Maese Cornelio, La posada roja y El hijo maldito (concluido en 1836).
  La producción aumenta en 1832. Durante esos doce meses, Balzac dio término a once relatos, largos o breves. Fueron: El mensaje, La obra maestra desconocida, El coronel Chabert, El cura de Tours, La Bolsa, Louis Lambert, La grenadière, La mujer abandonada, Una pasión en el desierto, Los Marana y El ilustre Gaudissart. 1833 no nos ofrece una cosecha tan abundante. Son cinco los libros que en aquel año escribió Balzac: Una hija de Eva, Ferragus, Eugenia Grandet, El médico rural y La duquesa de Langeais, que no terminó sino en enero de 1834.
  La fecundidad del período que señalo es reveladora. Se advierte, por una parte, que el escritor no se había aún decidido a romper totalmente con las tradiciones de su adolescencia y de sus primeros ensayos juveniles. La historia —entendamos, la historia antigua— seguía incitándole mucho más de lo que habría de seducirle en la madurez. De los treinta y siete textos ya enumerados, diez relatan asuntos que el novelista da por acaecidos antes del siglo XIX. La proporción es interesante sobre todo si anticipamos que, del conjunto de La comedia humana sólo la sexta parte corresponde a épocas anteriores al año de 1800.
  El novelista parecía estar revisando entonces sus técnicas y afinando sus instrumentos. No acierta uno a definir con exactitud qué prefería él en aquellos días: si la novela larga, en la que luego descolló; la novela corta, que le depara éxitos evidentes; o el cuento, en el cual Balzac triunfa sólo de tarde en tarde. Como el tigre entre los barrotes de su jaula, la fantasía del autor tropieza a cada minuto contra los límites a que le obliga, dentro del cuento, la ley esencial del género, la brevedad. Sin embargo, cuentos son algunos de sus aciertos en esos años: Un episodio bajo el terror, El recluta y La grenadière. Pero nos interesan más sus novelas breves, como Gobseck, o La obra maestra desconocida y El coronel Chabert. La última no fue superada por Balzac en ningún otro libro de ese carácter y esas dimensiones.
  Como novelas de mayor amplitud mencionaremos, entre las que figuran en nuestra lista, La piel de zapa, pieza fundamental en todos sentidos, y Louis Lambert, que ha tardado más en imponerse a la gran mayoría de los lectores, pero que estimo indispensable para comprender el carácter y las preocupaciones del novelista. En cuanto a Eugenia Grandet —que muchos se sorprenderán de no ver citada por mí en término más saliente— ¿cómo omitirla sin dar en seguida al público balzaciano una impresión de capricho, de injusticia o de ligereza?… La incluyo pues en mi relación. Considero, en efecto, que Eugenia Grandet es una novela de indiscutibles méritos; pero considero también que, si Balzac no hubiese hecho, después, otras novelas —menos proporcionadas y más violentas— no habría llegado a ser el formidable creador de tipos que hoy admiramos tanto.
  Aunque Eugenia Grandet haya abierto ampliamente a Balzac las puertas de la celebridad europea, y aunque haya sido ése el relato suyo que Dostoyevski tradujo al ruso, no sé qué —en sus lentos capítulos provincianos— me da la impresión, ahora, de algo opresor, y visiblemente preconcebido. Se trata, acaso, de una geometría demasiado voluntaria y lineal en la oposición de los caracteres, de una exageración que a cada momento parece desconfiar de su propio énfasis y, sobre todo, de un pragmatismo efectista en el empleo de los detalles —que el autor toma, frecuentemente, como si fueran sólidos argumentos. Tales circunstancias explican, sin duda, el éxito del volumen; pero no coinciden con las virtudes supremas de La comedia humana: la audacia psicológica del autor, su fervor oscuro, su abundancia implacable y alucinante, su expresionismo.
  En aquel período, Balzac hubo de escuchar, cierta vez, las lamentaciones de Jules Sandeau. Las oyó con relativa benignidad; pero, como las quejas empezaran a fatigarle, interrumpió a su interlocutor y exclamó de pronto: «Bueno; pero volvamos a la realidad; hablemos de Eugenia Grandet…». Parodiándolo, aunque precisamente en sentido inverso, me separaré un poco del examen de la producción balzaciana para acercarme, de nuevo, a la biografía de Balzac.
  ¿Cómo vivió Honorato en aquellos años, tan agitados y tan fértiles? Evoquémoslo —primavera de 1829— en su departamento de la calle Cassini, solicitado por la duquesa de Abrantes, fiel sin embargo a la devoción de Laura de Berny. Pocos meses más tarde, murió su padre. El luto proyecta apenas una sombra rápida y misteriosa sobre la vida del escritor. Fue mucho, al menos físicamente, lo que Honorato debió a Bernardo-Francisco Balssa, vigoroso descuartizador de perdices durante la mocedad. No sin razón nos lo indica Zweig: «El mismo poder demoníaco que Balzac dedicó a fijar las mil imágenes de la vida, lo había consagrado su padre a la conservación de su propia existencia».[5] Falleció a los 83 años. «Sin ese accidente estúpido» agrega Zweig maliciosamente, «y por la sola concentración de su voluntad, Bernardo-Francisco habría conseguido realizar lo imposible», como Honorato.
  Éste iba frecuentemente a Versalles, a visitar a su hermana y a su cuñado, Eugenio Surville. Correspondía con Laura de Berny, quien seguía adorándole y perdonándole todo lo perdonable. La fama principiaba a depositar sobre la mesa de Balzac numerosas epístolas perfumadas, femeninas siempre, anónimas muchas veces, amparadas otras por un seudónimo. Entre las últimas, una estuvo a punto de cambiar el destino del novelista. Se la había enviado una mujer deliciosa y atormentada, coqueta e inteligente, muy libre en la vida íntima, pero absolutista en política, impaciente en todo y dominadora: la señora de Castries.
  Hija del duque de Maillé y sobrina de un Fitz-James, descendiente de los Estuardo, aquella dama se había casado, en 1816, con el marqués de Castries: Eugenio-Felipe-Hércules de la Croix. Como Laura de Berny y como la duquesa de Abrantes —aunque no en proporción tan abrumadora— la marquesa era mayor que Balzac, pues nació en 1796. De 1822 a 1829 había sostenido públicamente relaciones escandalosas con el joven príncipe de Metternich, Agregado a la Legación de Austria. Era ese príncipe hijo del astuto enemigo de Napoleón. Murió, tuberculoso, en 1829. La marquesa —que se había roto la columna vertebral en un accidente de cacería— trató de restablecerse a la vez, y lo más airosamente posible, de sus tres males: el físico, del cual no se recuperó nunca por completo; el sentimental, a cuyas penas se sobrepuso, y no sé si añadir el social, pues su reputación no había salido indemne del episodio metternichiano. Del príncipe tísico, la marquesa conservaba, además de un recuerdo amable, un testimonio menos discreto: su hijo Rogerio.
  Para ayudarse a olvidar, leía constantemente. Entre las obras que leía, figuraban las de Balzac. Cierto día, en septiembre de 1831, le hizo llegar unas líneas en las cuales le hablaba de aquellas obras y, en particular, de La piel de zapa. Balzac contestó la carta. Su respuesta no debe haber sido desagradable puesto que la marquesa acabó por suprimir el incógnito —y por suprimirlo de muy buen grado. El novelista recibió la autorización de ir a visitarla y no tardó en visitarla todos los días. Cuando vivía en París, la señora de Castries habitaba en la calle de Grenelle. En la esquina, esperaba a Balzac por las noches un cabriolé: el mismo que —según veremos más adelante— tanto había de censurarle la más indulgente de sus amigas, Zulma Carraud.
  La marquesa no pasaba en París todos los meses del año. Durante el verano de 1832, cuando se hallaba en su colmo el entusiasmo del novelista, la señora de Castries partió para Aix. Proyectaba una excursión artística por Italia. Balzac, que no había obtenido de ella sino promesas incandescentes, fue invitado a Aix. Allí, se deterioraron las cosas muy velozmente. La marquesa, encantada de jugar a las escondidas con Honorato, no se mostraba efusiva sino para mejor preparar sus indiferencias. Sin dinero, Balzac perdía su único patrimonio (es decir: su tiempo) en los salones de una señora que se esmeraba en darse cuenta perfecta de sus flaquezas, sus vehemencias y sus defectos.
  De Aix, la marquesa y Balzac partieron con rumbo a Italia. Sólo ella debía acabar el viaje. En Ginebra, algo sumamente grave ocurrió entre ambos. No sabemos con precisión lo que fue. Lo cierto es que Honorato tomó la resolución de volver a Francia. Volvió solo, profundamente herido en su vanidad. Y trató de vengarse, como podía: vertiendo lo más amargo de sus rencores en un relato: La duquesa de Langeais. No fue un buen libro. Menos aún, una buena acción.
  El idilio frustrado con la marquesa de Castries no detuvo a Honorato ni en la ruta del legitimismo ni en la de otros amores, platónicos o sensuales. Sus relaciones con Laura de Berny no le absorbían ya tanto como en los meses de 1827 y de 1828. Las reanimaba, de tarde en tarde, fuego bajo el rescoldo. Otra mujer atravesó por entonces la vida del escritor: «María», la María a quien dedicó Eugenia Grandet.
  Por si todo cuanto he dicho no hubiese sido bastante, Balzac aceptó una aventura nueva, que le costó muchas cartas y muchos viajes, la más larga y compleja de todas sus aventuras: la que le llevó finalmente a casarse con «la extranjera». Conocemos, con ese nombre, a una condesa polaca: Evelina Hanska, esposa del conde Hanski. Admiradora del novelista, le había mandado —en febrero de 1832— una carta a la que Balzac no pudo responder inmediatamente, entre otras razones porque ignoraba su dirección. Ese mismo día —el 28 de febrero— había llegado a sus manos otra misiva, para él más prometedora: aquella en que la marquesa de Castries le autorizó a visitarla en su residencia de la calle de Grenelle. Sin embargo, Balzac imaginó una contestación indirecta. Las líneas de la señora Hanska ostentaban, como único signo de referencia, un sello expresivo: «Diis ignotis». Honorato pensó añadir un facsímil de aquel sello a la nueva edición de sus Escenas de la vida privada. Laura de Berny se opuso a esa confesión de interés para una desconocida que podía muy pronto ser su rival. El sello no apareció en las Escenas de la vida privada. Pero el 7 de noviembre de 1832 —esto es: después del inútil asedio a Madame de Castries— la señora Hanska insistió de nuevo: «Una palabra de usted en La Cotidiana (un periódico de París) me dará la seguridad de que recibió mi carta y de que puedo escribirle sin temor. Firme usted A E. H., de B.» (o sea, según lo sabemos nosotros ahora, a Evelina Hanska, de Balzac).[6]
  El 9 de diciembre el escritor mandó insertar en La Cotidiana el siguiente párrafo: «El señor de B. recibió el envío que se le hizo. Sólo hasta hoy puede contestarlo, gracias a este periódico, y deplora no saber a dónde dirigir su respuesta»… El puente entre París y Wierzchownia estaba tendido al fin.
  Un hecho tan importante para Honorato como el principio de sus amores con Evelina (y mucho más decisivo para nosotros) fue la revelación de lo que debería ser La comedia humana. Hasta entonces, Balzac había distribuido su actividad en numerosos volúmenes inconexos. Sus lectores advertían tal vez la unidad interna de esos volúmenes: el propósito analítico y descriptivo que les servía, espontáneamente, de común denominador. Pero era indispensable que se percatara el propio Balzac de aquella unidad interna, condición esencial para su destino de novelista. La revelación se produjo, según lo cuenta su hermana Laura, una mañana de primavera del año de 1833.
  Instrumentando, no sin audacia, las reminiscencias de Laura Surville, René Benjamin ha tratado de dar color a la escena célebre. Balzac llegó, más jovial que nunca, a la casa de sus cuñados, sita entonces en el Faubourg Montmartre, cerca del Boulevard Poissonière. «¡Salúdenme!», reclamó a su familia. «¿No os dais cuenta de que estoy en camino de ser un genio?». Benjamin imagina un monólogo formidable. Éste, más o menos: La novela había sido, hasta ahora, un pasatiempo sin fruto. Pero yo, Balzac, voy a hacer de la novela el cuadro físico de nuestra sociedad. Será, literalmente, el relato de la vida en el siglo diecinueve. Todos estarán descritos en ese relato: los amos, los criados, los viejos, los niños, los sacerdotes, los soldados, los funcionarios, los comerciantes, los héroes y la canalla. Y no me limitaré a describir: analizaré las causas y las consecuencias…
  En 1833, todo parecía sonreír al Prometeo de la novela. El recuerdo de su fracaso con la marquesa principiaba a atenuarse un poco. Laura de Berny no había muerto aún. María —la «María» de Eugenia Grandet— le había dado el orgullo de una paternidad que, aunque clandestina, no era menos alentadora. Su amiga Zulma Carraud elogiaba muchos capítulos de sus libros. Desde Wierzchownia, una condesa le escribía vehementemente para decirle que le admiraba. Meses más tarde, Balzac la conocería, durante la entrevista de Neufchatel. Sus hijas no clandestinas (esto es: sus obras) crecían dichosamente. El novelista acababa de imaginar el vínculo social que debería enlazarlas en lo futuro. Todavía sin nombre definitivo, acababa de concebir La comedia humana. Todo un siglo sobre un mural, con sus Escenas de la Vida Privada, y sus Escenas de la Vida Militar, y sus Escenas de la Vida de Provincia, y sus Escenas de la Vida Parisiense… ¡y tántas y tántas otras como le sería menester inventar para hacer una competencia honorable al Registro Civil!
  Por supuesto, el programa de ese conjunto no surgió de su mente de un solo trazo. Durante años, Balzac lo consideró, lo revisó, lo perfeccionó y se esmeró en organizado, hasta que el 6 de febrero de 1844 pudo escribir a Evelina Hanska: «¡Cuatro hombres habrán tenido una vida inmensa: Napoleón, Cuvier, O’Connell, y quiero yo ser el cuarto! El primero vivió la vida de Europa: se inoculaba ejércitos. El segundo se desposó con la tierra. El tercero encarnó a todo un pueblo. Yo habré llevado, dentro de mi cabeza, a toda una sociedad»…
Fuente:
  Título original: Balzac

  Jaime Torres Bodet, 1959

  Editor digital: IbnKhaldun

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