lunes, 3 de octubre de 2016

Jorge Luis Borges. MODOS DE G. K. CHESTERTON. Revista Sur, Buenos Aires, Año VI, No.22, julio de 1936.


MODOS DE G. K. CHESTERTON

Ha muerto (ha padecido ese proceso impuro que se llama morir) el hombre G. K. Chesterton, el saludado caballero Gilbert Keith Chesterton: hijo de tales padres que han muerto, cliente de tales abogados, dueño de tales manuscritos, de tales mapas y de tales monedas, dueño de tal enciclopedia sedosa y de tal bastón con la contera un poco gastada, amigo de tal árbol y de tal río. Quedan las caras de su fama, quedan sus proyecciones inmortales, que estudiaré. Empiezo por la más divulgada en esta república:

Chesterton, padre de la iglesia.

Entiendo que para muchos argentinos, el auténtico es ese Chesterton. Desde luego, el mero espectáculo de un católico civilizado, de un hombre que prefiere la persuasión a la intimidación y que no amenaza a sus contendores con el brazo seglar o con el fuego postumo del Infierno, compromete mi gratitud. También, el de un católico liberal, el de un creyente que no toma su fe por un método sociológico. (Es el caso de repetir la buena humorada de Macaulay: Hablar de gobiernos esencialmente protestantes o fundamentalmente cristianos es como hablar de un modo de hacer compotas esencialmente protestante o de una equitación fundamentalmente católica.) Se me recordará que en Inglaterra no hay el catolicismo petulante y autoritario que padece nuestra república —hecho que anula o disminuye los méritos de la urbanidad polémica del Everlasting Man o de Orthodoxy. Acepto la enmienda, pero no dejo de apreciar y de agradecer esos corteses modales de su dialéctica.

Otro evidente agrado: Chesterton recurre a la paradoja y al humour en su vindicación del catolicismo. Eso importa invertir una tradición, erigida por Swift, por Gibbon y por Voltaire. Siempre el ingenio había sido movilizado contra la Igesia. El hecho no es casual. La Iglesia —para decirlo con palabras de Apollinaire— representaba el Orden; la Incredulidad, la Aventura. Más tarde —para decirlo con palabras de Browning o, si se quiere, del charlatán de sobremesa Sylvester Blougram— Canjeamos, a fuerza de negaciones, una vida piadosa con sobresaltos de incredulidad por una vida incrédula con sobresaltos de fe. Antes decíamos que el tablero era blanco; ahora que es negro... La obra apologética de Chesterton corresponde precisamente a ese canje. Desde un punto de vista controversial, corresponde demasiado precisamente. La certidumbre de que ninguna de las atracciones del cristianismo puede realmente competir con su desaforada inverosimilitud es tan notoria en Chesterton, que sus más edificantes apologías me recuerdan siempre el Elogio de la locura o El asesinato considerado como una de las bellas artes. Ahora bien, esas defensas paradójicas de causas que no son defendibles, requieren auditores convencidos de la absurdidad de esas causas. A un asesino consecuente y trabajador, El asesinato considerado como una de las bellas artes no le haría gracia. Si yo ensayara una Vindicación del canibalismo y demostrara que es inocente consumir carne humana, puesto que todos los alimentos del hombre son, en potencia, carne humana, ningún caníbal me concedería una sonrisa, por risueño que fuera. Temo que a los sinceros católicos les suceda algo parecido con los vastos juegos de Chesterton. Temo que les moleste su ademán de ocurrente defensor de causas perdidas. Su tono de bromista cuyo honor está en razón inversa de la verdad de los hechos que afirma.

La explicación es fácil: el cristianismo de Chesterton es orgánico; Chesterton no repite una fórmula con temor evidente de equivocarse; Chesterton está cómodo. De ahí, su empleo casi nulo del dialecto escolástico. Es, además, uno de los pocos cristianos que no sólo creen en el Cielo sino que están interesados en él y que abundan, a su respecto, en inquietas conjeturas y previsiones. El hecho es inusual... No olvidaré la visible incomodidad de cierto grupo de católicos, una tarde que Xul-Solar habló de ángeles y de sus costumbres y formas.

Chesterton —¿quién lo ignora?— fue un incomparable inventor de cuentos fantásticos. Desgraciadamente, procuraba educirles una moral y rebajarlos de ese modo a meras parábolas. Felizmente, nunca lo conseguía del todo.

Chesterton, narrador policial.

Edgar Alian Poe escribió cuentos de puro horror fantástico o de pura bizarrerie; Edgar Allan Poe fue inventor del cuento policial. Ello no es menos indudable que el hecho de que no combinó jamás los dos géneros. Nunca invocó el socorro del sedentario caballero francés Augusto Dupin (de la rué Dunot) para determinar el crimen preciso del Hombre de las Multitudes o para elucidar el modus operandi del simulacro que fulminó a los cortesanos de Próspero, y aun a ese mismo dignatario, durante la famosa epidemia de la Muerte Roja. Chesterton, en las diversas narraciones que integran la quíntuple Saga del Padre Brown y las de Gabriel Gale el poeta y las del Hombre Que Sabía Demasiado, ejecuta, siempre, ese tour de forcé. Presenta un misterio, propone una aclaración sobrenatural y la remplaza luego, sin pérdida, con otra de este mundo. Sus diálogos, su modo narrativo, su definición de los personajes y los lugares, son excelentes. Ello, naturalmente, ha bastado para que lo acusen de "literatura". ¡Aciaga acusación para un literato! Oigo de muchas bocas la leyenda de que Chesterton, si se quiere, escribe con más decoro que Wallace, pero que éste armaba mejor sus intolerables enredos. Prometo a mi lector que están mintiendo los que tal cosa dicen y que el octavo círculo del Infierno será su domicilio final. En los relatos policiales de Chesterton, todo se justifica: los episodios más fugaces y breves tienen proyección ulterior. En uno de los cuentos, un desconocido acomete a un desconocido para que no lo embista un camión, y esa violencia necesaria pero alarmante, prefigura su acto final de declararlo insano para que no lo puedan ejecutar por un crimen. En otro, una peligrosa y vasta conspiración integrada por un solo hombre (con socorro de barbas, de caretas y de seudónimos) es anunciada con tenebrosa exactitud en el dístico:

As all stars sbrivel in the single sun,
The words are many, but The Word is one

que viene a descifrarse después, con permutación de mayúsculas:

The words are many, but the word is One.

En un tercero, la maquette inicial —la mención escueta de un indio que arroja su cuchillo a otro y lo mata— es el estricto reverso del argumento: un hombre apuñalado por su amigo con una flecha, en lo alto de una torre. Cuchillo volador, flecha que se deja empuñar... En otro, hay una leyenda al principio: Un rey blasfematorio levanta con el socorro satánico una torre sin fin. Dios fulmina la torre y hace de ella un pozo sin fondo, por donde se despeña para siempre el alma del rey. Esa inversión divina prefigura de algún modo la silenciosa rotación de una biblioteca, con dos tacitas, una de café envenenado, que mata al hombre que la había destinado a su huésped. (En el número 10 de Sur, he intentado el estudio de las innovaciones y de los rigores que Chesterton impone a la técnica de los relatos policiales).

Chesterton, escritor.

Me consta que es improcedente sospechar o admitir méritos de orden literario en un hombre de letras. Los críticos realmente informados no dejan nunca de advertir que lo más prescindible de un literato es su literatura y que éste sólo puede interesarles como valor humano —¿el arte es inhumano, por consiguiente?—, como ejemplo de tal país, de tal fecha o de tales enfermedades. Harto incómodamente para mí, no puedo compartir esos intereses. Pienso que Chesterton es uno de los primeros escritores de nuestro tiempo y ello no sólo por su venturosa invención, por su imaginación visual y por la felicidad pueril o divina que traslucen todas sus páginas, sino por sus virtudes retóricas, por sus puros méritos de destreza. Quienes hayan hojeado la obra de Chesterton, no precisarán mi demostración; quienes la ignoren, pueden recorrer los títulos siguientes y percibir su buena economía verbal: El asesino moderado, El oráculo del perro, La ensalada del coronel Cray, La fulminación del libro, La venganza de la estatua, El dios de los gongs, El hombre con dos barbas, El hombre que fue jueves, El jardín de humo. En aquella famosa Degeneración que tan buenos servicios prestó como antología de los escritores que denigraba, el doctor Max Nordau pondera los títulos de los simbolistas franceses: Quand les violons sontpartís, Lespalais nómades, Les illuminations. De acuerdo, pero son poco o nada incitantes. Pocas personas juzgan necesario o agradable el conocimiento de Les palais nómades; muchas, el del Oráculo del perro. Claro que en el estímulo peculiar de los nombres de Chesterton obra nuestra conciencia de que esos nombres no han sido invocados en vano. Sabemos que en los Palais nómades no hay palacios nómadas; sabemos que The oracle of the dog no carecerá de un perro y de un oráculo, o de un perro concreto y oracular. Así también, el Espejo de magistrados que se divulgó en Inglaterra hacia 1560, no era otra cosa que un espejo alegórico; el Espejo del magistrado de Chesterton, nombra un espejo real... Lo anterior no quiere insinuar que algunos títulos más o menos paródicos den la medida del estilo de Chesterton. Quiere decir que ese estilo es omnipresente.

En algún tiempo (y en España) hubo la distraída costumbre de equiparar los nombres y la labor de Gómez de la Serna y de Chesterton. Esa aproximación es del todo inútil. Los dos perciben (o registran) con intensidad el matiz peculiar de una casa, de una luz, de una hora del día, pero Gómez de la Serna es caótico. Inversamente, la limpidez y el orden son constantes en las publicaciones de Chesterton. Yo me atrevo a sentir (según la fórmula geográfica de M. Taine) peso y desorden de neblinas británicas en Gómez de la Serna y claridad latina en G. K.

Chesterton, poeta.

Hay algo más terrible y maravilloso que ser devorado por un dragón; es ser un dragón. Hay algo más extraño que ser un dragón: ser un hombre. Esa intuición elemental, ese arrebato duradero de asombro (y de gratitud) informa todos los poemas de Chesterton. Su error (si es que lo tienen) es el haber sido planeados cada uno como una suerte de justificación o parábola. Han sido ejecutados con esplendor, pero se nota demasiado en ellos el argumento. Se nota demasiado la distribución, el andamio. Alguna vez, alguna rara vez, hay un eco de Kipling:

You have weighed the stars in a balance, and grasped the skies in a span:
Take, if you must have answer, the word of a common man.

Creo, sin embargo, que Lepanto es una de las páginas de hoy que las generaciones del futuro no dejarán morir. Una parte de vanidad suele incomodar en las odas heroicas; esta celebración inglesa de una victoria de los tercios de España y de la artillería de Italia no corre ese peligro. Su música, su felicidad, su mitología, son admirables. Es una página que conmueve físicamente, como la cercanía del mar.

Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 22, julio de 1936.

1 comentario:

  1. Borges siempre reconoció el catolicismo de su madre y aqui el de GK.

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