jueves, 8 de agosto de 2024

Rafael Azuar Carmen TEORÍA DEL PERSONAJE LITERARIO Y otros estudios sobre la novela FRAGMENTO

 



Rafael Azuar Carmen

TEORÍA DEL PERSONAJE

LITERARIO

Y

otros estudios sobre la novela

INSTITUTO DE ESTUDIOS

JUAN GIL - AlBERT

INSTITUTO DE ESTUDIOS «JUAN GIL-ALBERT»

EXCMA. DIPUTACIÓN PROVINCIAL

A L IC A N T E , 1987

sé que uno nunca puede conocerse,

sino solamente narrarse

S. DE BEAUVOIR

Teoría del personaje literario

1921: El personaje en escena

En el escenario de un teatro, el director y los actores se preparan

para el ensayo de una obra. Los actores hablan entre sí con

desenfado. «Uno enciende un cigarrillo, otro se queja del papel

que le han dado en la comedia, otro lee en voz alta a sus compañeros

alguna noticia de la página teatral de un periódico». Todo

ha de tener el mayor aire de espontaneidad. Aunque se trate del

viejo truco de una escena dentro de la escena, todos los detalles

han sido previstos y estudiados. En una de sus acotaciones, dice

el autor: «Los espectadores, al entrar en la sala, encontrarán el

telón levantado y el escenario como durante el día, casi a oscuras

y desierto, de modo que reciban la impresión de que el espectáculo

no ha sido preparado». El director de la compañía pregunta al

traspunte si ha habido correspondencia. La primera actriz llega

—como siempre— con un poco de retraso. Alega en su favor que

no ha de intervenir hasta la segunda escena... Hay un momento,

en esta agitación del seudoensayo, en que el avisador se acerca al

director para decirle que un grupo de seis personajes ha irrumpido

en el pasillo. En efecto, los personajes, un tanto turbados y

perplejos, avanzan hacia la escena. Es el momento crucial de la

representación. Un reflector los ilumina, con diferente colorido,

para que todo el mundo advierta su presencia. El autor recomienda

el uso de máscaras para los personajes. Y añade, en sus acotaciones:

«Pero los personajes no deben parecer fantasmas, sino realidad

creada; producto de la fantasía y, sin embargo, más reales

que la voluble naturalidad de los actores». Así, pues, entran por

vez primera en la escena mundial, con categoría de seres más vivos

que problemáticos, aunque distintos a los reales, los personajes.

La obra de Pirandello, «Seis personajes en busca de autor»,

se estrena el 10 de mayo de 1921 —recordemos que Miguel de Unamuno

había publicado «Niebla» en 1914, en la Biblioteca Renacimiento,

y que esta novela fue traducida por vez primera al italiano

precisamente en 1921, con un prólogo de Ezio Levi—, provocando

una auténtica apoteosis de comentarios y polémicas1. Es

la época en que, según Sapegno, la literatura italiana —

especialmente Pirandello y Svevo— se impregna de formas anárquicas

e individuales y una rebelión solitaria y profunda se alza

ante obras de ligera crítica social. «Seis personajes en busca de

autor», obra indiscutiblemente revolucionaria en la historia del teatro,

presenta una nueva dimensión metafísica en el panorama de

la creación literaria. ¿Hasta qué punto le es dado al hombre el poder

de crear, a imagen y semejanza suya, otros seres de vida intemporal

y propia?

Pirandello, junto a Unamuno, es uno de los grandes autores

obsesionados por esa extraña entidad del personaje. En el prefacio

a su famosa obra de teatro, se pregunta: «¿Qué autor podrá

decir jamás cómo y por qué un personaje le nació en la fantasía?

El misterio de la creación artística es el misterio mismo de la creación

natural. Una mujer, amando, puede desear llegar a ser mai

Respecto a este debatido asunto, es muy interesante leer el artículo titulado

«Pirandello y yo» (M. de Unamuno: «Mi vida y otros recuerdos personales».

Ed. Losada. Buenos Aires, 1959. Tomo II, pág. 102), en el que afirma: «estoy

casi seguro de que así como yo nada conocía de Pirandello, él, Piran d e llo,

no conocía lo mío».

dre; pero el deseo solo, por intenso que sea, no bastará. Un buen

día se encontrará con que es madre, sin saber exactamente lo que

le ha pasado. Así, un artista, viviendo, acoge en sí tantos gérmenes

de vida, y jamás puede decirnos cómo y por qué, en un momento

dado, uno de esos gérmenes vitales se le inserta en la fantasía

para convertirse en una criatura viva en un plano de vida superior

a la existencia cotidiana».

Tengamos en cuenta, según Pirandello, la escasa o nula función

de la voluntad que se pone de relieve en el acto creador, en

beneficio de una especie de azar amoroso; la idea del «germen»,

compartida también por Henry James en cuanto al origen de la

novela; y, sobre todo, el sentido de ésta su afirmación última y

sobrecogedora: «para convertirse en una criatura viva en un plano

de vida superior a la existencia cotidiana».

Necesidad del personaje

Si buscáramos un punto en el cual la presencia de la novela

resultara innegable, lo hallaríamos en la existencia de los personajes.

Más que en el medio en que se desarrolla, más que en el propio

vigor de la anécdota o historia que se nos narra —historia que,

hábilmente, puede dársenos concentrada o apenas sugerida—, más

que en las características formales o de estilo, la mejor evidencia

de una novela consiste en la aparición de los personajes.

Algunos autores no conceden al personaje otra clase de linaje

que el que se deriva de su función puramente literaria. Así, Turnell

nos dice: «Un personaje es una construcción verbal que no

tiene existencia fuera del libro». Por el mismo talante se expresa

otro ensayista, de mayor envergadura; nos referimos a Forster,

quien asegura: «El novelista (...) forma masas de palabras con las

que se describe burdamente a sí mismo (burdamente: las delicadezas

vendrán después), les da nombre y sexo, les atribuye gestos

plausibles y las hace hablar y, quizás, hace que se comporten congruentemente.

Estas masas de palabras son sus personajes. Así,

no llegan fríamente a su mente, pueden ser creados en una excitación

delirante, aunque su naturaleza está condicionada por lo que

se supone acerca de las demás personas y por lo que se imagina

acerca de sí mismo, y sufre además la influencia modificadora de

los demás aspectos de su obra»2.

En la «Teoría literaria» de René Wellek y Austin Warren, puede

leerse: «Un personaje de novela es distinto de una figura histórica

o de una persona de la vida real. Sólo está hecho de las frases

que lo retratan o que el autor pone en su boca».

En algunos autores dotados de una extraordinaria capacidad

verbal, como Cela o García Márquez, puede parecer que los personajes

sean tan sólo fruto accesorio de un modo particular de estructurar

las palabras, claves de ciertos giros definitorios en la frase,

resultado de proyecciones sintagmáticas uniformes en el contexto

general de la obra. Considerando, por otra parte, la obra literaria

como un intento de realización total del hombre a través del o mediante

el lenguaje, el personaje representa una cima o polo de sus

posibilidades de ser, la proyección de su existencia a un mundo

imaginario aunque de base indudablemente real, porque se nutre

de la realidad inmediata de la vida.

Respecto al arte de contar del autor de «Cien años de soledad

», observa Ricardo Gullón: «En cuanto a los personajes, el gusto

de García Márquez por la hipérbole es decisivo para la caracterización.

Siendo invenciones verbales, su ser depende de cómo el

autor organice las palabras; la hipótesis tradicional de que el no2

E. M. Forster: «Aspectos de la novela». Universidad Veracruzana, 1961, pág.

64.

velista describe con fidelidad caracteres preexistentes a la narración

es metáfora encaminada a sugerir la autonomía del personaje».

Las anteriores opiniones nos parecen, sin embargo, bastante

desfasadas y, desde luego, insuficientes, respecto a una rigurosa

interpretación de lo que el personaje significa en la novela. Aunque

toda obra literaria esté formada por «masas de palabras» y

solamente tenga vigencia dentro del especial contexto de estas estructuras

verbales, un personaje actúa y vive precisamente en la

medida en que se independiza del autor, en la medida que adquiere

otros rasgos psíquicos como co-autor, capaz de crear él mismo

una esfera distinta de contraste y expresión. El personaje ayuda

tanto al autor a crear una novela como el autor a crear el personaje,

de modo que una cosa y otra se dan al unísono y compensan

el efecto de equilibrio real necesario al desenvolvimiento de la obra.

Confiesa Unamuno: «Fue Don Quijote el que movió la pluma

de Cervantes. Y fue mi pobre homúnculo, mi Augusto Pérez

—así lo cristiané o bauticé— el que rebulló en las entrañas de mi

mente pidiéndome existencia de ficción»3.

Un personaje no es, pues, una «masa de palabras», sino un

centro vital capaz de liberarse de la fuerza centrípeta que hace converger

todos los elementos de la novela en la mente del escritor

y desarrollar, por sí mismo, mil vivencias contrarias, actos e ideas

que escapan a cualquier control, otra existencia que, precisamente

al resistirse a toda inducción mental, provoca el efecto mismo

—el efecto vario y pintoresco— de la realidad. Si el personaje no

respondiese más que al concepto de una «construcción verbal»,

la novela no sería una novela, en la acepción que todos admitimos,

sino un largo pronunciamiento o discurso, más o menos elegante

y ordenado.

3 M. de Un amu n o . Ob. cit. tom o I, pág. 176.

No es posible, pues, como pretendía Azorín, hacer una novela

sin apoyarse en elemento alguno: una novela sin argumento, sin

diálogo, sin personajes; una novela que consistiera, simplemente,

en «hacer algo de la nada»4. A este respecto declara Somerset

Maugham: «Jamás he pretendido crear algo de la nada; siempre

he necesitado un incidente o un personaje como punto de partida,

pero he usado de la imaginación, la invención y un sentido del dramatismo

para hacer de ello una cosa mía». Y aun en el caso de

que ciertos elementos llegaran a faltar, jamás podría faltar el personaje.

Hasta tal punto es de vital importancia la creación del personaje

que Guillermo de Torre llega a decir: «En realidad, la única

prueba de la autenticidad de una novela como tal consiste para

mí en esto: comprobar si sus personajes cobraron vida autónoma,

si siguen viviendo en nosotros, una vez cerrado el libro, o si son

desplazados rápidamente de nuestra memoria».

Importancia del personaje

E l m a l novelista construye

sus personajes, los dirige y los

hace hablar. El verdadero novelista

los mira actuar.

A . GIDE

Irwing Wallace, en su obra «Argumentos fabulosos», recoge

unas palabras pronunciadas por E. M. Forster en una conferencia

4 «Desearía yo escribir la novela de lo indeterminado: u n a novela sin espacio,

sin tiempo y sin personajes» —decía Azorín en «Capricho» (1943). Las ideas

de Azorín presentan curiosas coincidencias con las de los autores del No u -

veau Rom á n . Así, Robbe-Grillet nos dice: «Nuestra novela no tiene p o r fin

ni crear personajes ni co n ta r historias».

que tuvo lugar en Cambridge, en 1927: «En la vida diaria jamás

nos comprendemos unos a otros y no existen ni la clarividencia

total ni la confesión absoluta. Nos conocemos unos a otros aproximadamente,

por signos exteriores, y esto nos proporciona base

suficiente para una sociedad e incluso para la intimidad. Pero, si

el autor lo desea, los personajes de una novela pueden ser comprendidos

en su totalidad; se puede exponer tanto su vida interior

como la exterior. Y ésta es la razón por la cual aparecen más definidos

que los personajes históricos, o incluso que nuestros amigos».

Desde este punto de vista, pues, un personaje representa la

posibilidad de una imagen completa del ser humano, en tanto el

hombre de la calle no es más que la imagen incompleta —es decir,

desconocida— de un personaje.

«La historia de Macbeth está tomada de la crónica de Holinshed

—dice Paul Goodman—, porque, evidentemente, un usurpador

asesino es interesante. Pero Macbeth en Macbeth no es una

copia de aquel rey, sino una parte real de un mundo real. Este mundo

es sólo una superficie estética; no imaginamos que, saltando

al escenario, podamos unirnos al ejército de Malcolm, pero, además,

nuestra experiencia está dirigida de tal modo que no queremos

hacerlo. Sin duda alguna, Macbeth es más literalmente real

que nuestro vecino de butaca»5.

Reafirmándonos en esta idea, confiesa Papini, en su obra

«Retratos»:

Estos seres, que n u n c a fu ero n de carne, tienen un alma en n uestra

alma; tienen incluso un cuerpo en nu estras fantasías; conocemos sus costumbres

y sus mañas; sabemos sus p ensamientos, sus gustos y adivinamos

lo que h a ría n y dirían en d etermin ad as circunstancias. Gracias al soplo

divino que les in fu n d ió el a rte de sus pad res, en carn an un lado, un ca rá c 5

P au l Go o dm an : «L a estru c tu ra de la o b ra n a rra tiv a» . Ed . Siglo X X I, S. A .

M ad rid 1971; págs. 17 y 18.

ter, un aspecto de la Hum anidad. Son tipos eternos, ideas platónicas, p ro tagonistas

del d ram a del espíritu y, p o r eso, más verdaderos que los h om bres

que pasan p o r nuestro lado y que tienen u na ficha con su nombre

en el censo gubernativo.

Los más famosos novelistas dedicaron toda su atención a la

creación de los personajes. En la fiebre de este intercambio vital

que representa la gestación de una novela, el autor llega a hablar

con el personaje, lo llama por su nombre, lo ve, lo siente, piensa

en él constantemente y quizá, en determinados instantes, ese personaje

llegue a ser tan real o más que el individuo de carne y hueso

en que se apoya.

Nos cuenta Stefan Zweig: «Un día entra un amigo en su cuarto

y Balzac, convulso, se abalanza hacia él. ¿No sabes que la desventurada

se ha suicidado? El amigo da un paso atrás, lleno de terror

y sólo entonces se recobra el poeta en su conciencia y vuelve la

imagen que le alucinaba, la imagen de Eugenia Grandet, a las constelaciones

irreales de su firmamento».

Encontrándose Balzac a las puertas de la muerte, murmuró:

«Sólo Bianchon puede salvarme». El doctor Bianchon, uno de los

numerosos personajes de «La comedia humana», se había transfigurado,

en la mente de su autor, en un ser absolutamente real.

Todo novelista auténtico ha experimentado eso que se ha dado

en llamar la rebeldía de los personajes. En efecto, llega un momento

en que el personaje sale de sus manos, grita unas palabras,

da una nueva expresión a su rostro y quiere vivir a su antojo, libre

de la iniciativa de quien lo ha creado. ¿Acaso no tiene derecho a

existir? Es curioso a este respecto el enconado diálogo que en «Niebla

» sostienen el desdichado Augusto Pérez y el propio don Miguel

de Unamuno:

—Pues bien; la verdad es, querido Augusto —le dije con la más du lce

de mis voces—, que no puedo matarte po rq u e no estás vivo, y que no

estás vivo, ni tam p o co m uerto, po rq u e no existes...

—¿Cómo que no existo? —exclamó.

—No, no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto

, más que un p ro d u cto de mi fan ta sía y de las de aquellos de mis lectores

que lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas he escrito

yo; tú no eres más que un personaje de novela, o de nivola, o como

quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto.

—Mire usted bien, d on Miguel... no sea que esté usted equivocado

y que o cu rra precisamente to d o lo co n tra rio de lo que usted se cree y me

dice.

—Y ¿qué es lo contrario? —le pregunté, a larmad o de verle recobrar

vida pro p ia.

—No sea, mi q uerido don Miguel —a ñ a d ió—, que sea usted y no yo

el ente de ficción, el que no existe en realidad, ni vivo ni m u e rto ... No

sea que usted no pase de ser un pretexto p a ra que mi historia llegue al

m u n d o ...

Sobre la libertad y espontaneidad del personaje

Yerra quien crea que, para dar mayor veracidad al personaje,

ha de forjarse éste de una pieza, todo un carácter, respondiendo

a un esquema rigurosamente estudiado por el autor. El personaje

no ha de ser una figura dibujada en papel milimetrado ni tampoco

programada de manera que no ofrezca resquicio alguno de

espontaneidad. Este ha sido el error de muchos concienzudos autores

que han intentado hacer de la novela un trabajo eminentemente

científico, un estudio, antes que una obra de arte. En Zola, los

personajes no parecen nunca libres, sino forzados; obedecen, como

el argumento, como todo, al esquema previamente trazado por

el autor. Nada escapa a este riguroso proyecto, en ningún instante

se aprecia un soplo de libertad. No se comprende cómo, por ejemplo,

Claude Raquin, un joven que se ha criado entre fiebres y tisanas,

un joven que ni siquiera reacciona sexualmente como un hombre,

que vive en un ambiente húmedo y malsano, esté asistiendo

durante tres años a la oficina sin faltar a ella «ni una sola vez».

En los diálogos se dice, exactamente, aquello que el autor decide

o prefiere contarnos de su historia.

Observa Clarín, en un interesante estudio crítico sobre Pérez

Galdós: «Creer que la energía del carácter consiste en ser siempre

el mismo, en el sentido de no ser influido por el medio ambiente,

es confundir la quietud del cadáver con la espontaneidad de los

actos».

André Bretón alegaba en contra de este procedimiento artístico:

«No me permiten tener siquiera la menor duda acerca de los

personajes» (...) «El autor coge un personaje y, tras haberlo descrito,

hace peregrinar a su héroe a lo largo y ancho del mundo.

Pase lo que pase, dicho héroe, cuyas acciones y reacciones han sido

admirablemente previstas, no debe comportarse de un modo

que discrepe, pese a revestir apariencias de discrepancia, de los cálculos

de que ha sido objeto. Aunque el oleaje de la vida cause la

impresión de elevar al personaje, de revolearlo, de hundirlo, el personaje

siempre será aquel tipo humano previamente formado. Se

trata de una simple partida de ajedrez que no despierta mi

interés...»6.

Wellershoff, en su obra «Literatura y principio del placer»,

cita una conferencia pronunciada por Knut Hamsun, titulada «Literatura

psicológica», en la que reprocha a Bergson e Ibsen « el

que construyeran sus personajes según un esquema fijo y los dejaran

actuar en tanto que, contrariamente, el hombre moderno es

variable, resquebrajado, nervioso y complicado, un mundo en el

que todo se mueve. Por eso —dijo Hamsun— deseo haber tratado

naturalmente las contradicciones del interior humano y sueno

con una literatura en cuyos personajes sea la inconsecuencia en

(• A. Bretón: «Manifiestos del surrealismo». Ed. G u a d a rram a , 1969; págs. 21

y 23.

su desnuda realidad un rasgo fundamental, no el único ni el dominante,

pero sí muy determinante y destacado.

Esto no quiere decir que los hombres no deben tener carácter,

no, porque así se convertirían también en caracteres, sino que

las criaturas de la literatura deben parecerse lo más posible a los

seres humanos; de aquí que incluso las personas de carácter firme

tienen que exhibir rasgos variables, inseguros, momentos en los

que se deslizan fuera de su carácter»7.

El auténtico personaje ha de oler a ser humano, ha de estar

impregnado de la realidad en que todos andamos inmersos. Por

mi parte, aunque peque de irreverente, prefiero un personaje al

que le duela una carie o sienta un dolor de estómago, se eche un

pedo o suelte un taco, cosas que nos suelen ocurrir alguna que otra

vez, a que me presenten a un ser abstracto, producto de una severa

racionalización, que me hable como desde un paraninfo o un

púlpito y, por supuesto, desde un mundo lejano que no conozco,

representante de una pura entelequia que en ningún modo puede

semejarse al hombre que soy y que comparto y que asume su triste

condición en este mundo, desde el largo principio de los días.

Decía Eduardo Mallea, en sus «Notas»: «Ellos —los personajes

libres— andan y andan, supremamente, hasta dejar la letra

atrás». Este es el momento alucinante en que un engendro de la

inteligencia humana empieza a vivir, superando incluso a la naturaleza

humana del autor. Ya no contará el tiempo para él, ya no

envejecerá; sus palabras siempre tendrán una validez actual. Es

el instante en que Cervantes calla para que el inmortal Hidalgo

nos endilgue sus pulidos discursos, sus ideas. O aquel en que los

pálidos espectros de «El Globo» desaparecen en la mente de Sha7

D. Wellershoff: «L ite ra tu ra y principio del placer». Ed. G u ad a rram a , Madrid

1976; pág. 37.

kespeare y, salvando la barrera del tiempo, se acercan hasta nosotros.

Porque para nosotros son realmente seres vivos, puesto que

obran y actúan en determinados momentos de nuestra existencia

y escuchamos sus palabras... Me atrevería a decir que más cerca

se hallan de nosotros Don Quijote que Cervantes, Otelo y Hamlet

que Shakespeare, Tartufo que Moliere, Raskolnikof que Dostoievsky,

Madame Bovary que Flaubert, Pére Goriot que Balzac...

Y lo curioso del caso es que tal fenómeno no resulta de un azar,

de un imprevisto fin que cambia la naturaleza y el orden de lo creado,

sino del mismo propósito de sus autores. En efecto, confiesa

Balzac, refiriéndose a la reaparición en sus libros de algunos de

sus personajes: «Al ver aparecer en Le Pére Goriot a algunos de

los personajes ya creados, el público ha comprendido una de las

más audaces intenciones del autor: la de dar vida y movimiento

a todo un mundo ficticio cuyos personajes subsistirán quizás todavía

cuando la mayor parte de los modelos estarán muertos y

olvidados».

No es, pues, un juego tan fútil éste de la creación de los personajes.

Pudiéramos pensar que la humanidad se nutre también

de estos seres —no de otra galaxia ni de otro planeta, sí de origen

espiritual— que perviven entre nosotros y que prolongarán su existencia

más allá del obligado límite de nuestros huesos. Como el

poeta sueña en que, una vez muerto, los adolescentes repetirán el

día de mañana la maravilla y la emoción de sus versos, así el novelista

cede a la eternidad una especie de criaturas de índole extraña,

cuya anatomía vamos a pretender analizar.

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