martes, 6 de agosto de 2024

ELENA GARRO. MI HERMANITA MAGDALENA FRAGMENTO NOVELA




 La desdicha empezó en mi casa con la desaparición de mi hermanita Magdalena. No sé

por qué digo desdicha. Es difícil escoger las palabras que definen las vidas y las

situaciones, sobre todo cuando la complejidad de los hechos y de los personajes escapa

a la imaginación de una mente provinciana y medianamente dotada como es la mía.

Quiero decir que no estábamos preparados para la catástrofe que se abatió sobre

nosotros. Mi hermanita era lo que se llama “la alegría de la casa” y también “la niña de

los ojos de mi padre”. Fue en la noche de un domingo lluvioso. Se habían ido a

Cuernavaca y nosotros nos habíamos quedado en la casa con Marta y con Loreto, las

dos muchachas que se criaron en la casa de mi madre, allá en Chihuahua, pues nosotros

no éramos de la capital. Éramos norteños.

Desde ese domingo lluvioso los árboles se hicieron menos verdes, el agua menos

fresca y el cielo menos azul y más bajo, casi sin nubes. ¡Así sucede cuando nos toca la

desdicha!

—¿Por qué nos vinimos a México? Si nos hubiéramos quedado en Chihuahua no

habría sucedido esto —decían mis padres.

Hacía casi tres años que vivíamos en la capital y el resultado fue la desaparición de

mi hermanita Magdalena. Era la menor de nosotras tres, aunque el menor de la familia,

“el benjamín”, como decimos en el Norte, era mi hermano Alvarito.

Conocíamos mal la ciudad. No nos permitían alejarnos del radio de la casa, de las

escuelas y de las casas de mis tías.

Mis tías Leticia, Remedios, Hortensia y Antonia eran las hermanas de mi madre.

Todas ellas ordenadas, escrupulosas, limpias y morales. Sólo mi tía Leticia rompía las

reglas. “¡Esta Leticia siempre tan independiente!”, se quejaban sus hermanas cuando mi

tía hablaba del divorcio y del desnudo en la pintura. ¡La pintura clásica, por supuesto!

Mis tías nos visitaban para comentar las películas que habíamos visto juntas, ya que

a todas partes íbamos en grupo. “¿Qué estarán haciendo ahora?”, preguntaba mi tía

Remedios con voz soñadora, pensando en lo que les sucedería a los héroes de las

películas después de la palabra fin. Sonámbulas, abandonábamos la sala oscura

buscando parecidos entre las estrellas de cine y nosotras.

—¿Vendremos al próximo estreno de Doris Day? —le preguntábamos a mi tía

Antonia, ya que era ella la que ordenaba las vidas de toda la familia, las idas al cine, las

salidas al campo, las fiestas y los estudios de todos los primos.

—Recuerden que la novia del estudiante nunca es la esposa del profesor —nos dijo

mi tía cuando Rosa, Magdalena y yo entramos al Bachillerato de Humanidades.

—Nosotras nunca nos vamos a casar —le contestó Magdalena que ya había decidido

nuestras vidas.

Magdalena iba a ser artista de cine en Hollywood. Mi hermana Rosa modelo de

sombreros y yo modista de alta costura y experta en belleza.

Vivíamos en la avenida Durango. Las mañanas eran claras y los árboles de la

avenida muy verdes. Todavía no se inventaba la polución. De manera que teníamos

buen aire, mañanas despejadas y tardes altas y gloriosas. La palabra Durango nos

producía la nostalgia del Norte. Nos gustaba pasear por la avenida, llegar a la calle de

Sonora, dar vuelta en la calle de Guadalajara y desembocar en el Parque España. Allí

estaba la iglesia de la Coronación. Cuando había boda, de su puerta colgaban

guirnaldas de flores blancas y el altar se cubría de ramos de flores perfumadas,

salpicados de “nube”, una florecilla menuda como un encaje fino. En esas ocasiones mi

tía miraba a sus hijas y luego nos contemplaba preocupada. Mis hermanas y yo

teníamos un grave impedimento para lograr una boda: mi padre carecía de una buena

fortuna.

—¡Qué lástima! No se casarán nunca —pronosticó mi tía en la iglesia de la

Coronación.

—¿Qué dices? Mis hijas no están todavía en edad de casarse, son muy jovencitas —le

contestó mi madre enfadada.

Mi tía Antonia no la escuchó. Se volvió a la hija mayor de mi tía Hortensia para

decirle:

—Y tú, Hortensita, a lo más que puedes aspirar es a un empleado modesto —

Hortensita se puso a llorar con desconsuelo.

—¡No quiero casarme con un empleaducho…!

—¿Por qué no? Debes ser práctica, hay empleaditos muy decentes —le explicó mi tía

para tranquilizarla.

Hortensita no se tranquilizó: “Yo tengo aspiraciones”, dijo en medio de su llanto que

todas las primas contemplamos en silencio. Mi tía Hortensia sentenció en voz baja:

“¡Qué impertinente es Antonia!”.

En la familia estaba prohibido levantar la voz, gesticular y adoptar actitudes

descocadas. Las “actitudes” eran muchas: reírse en público, cruzar las piernas,

detenerse en la calle para hablar con los conocidos, gesticular, exagerar y usar zapatos

de tacones altos.

Puedo afirmar que mi familia era una familia feliz, moderada, discreta, cortés y

espartana. “Las buenas costumbres son espartanas”, afirmaban mis tías. ¿Cómo explicar

la gran catástrofe de la desaparición de Magdalena? No había explicación y decidimos

callar mientras encontrábamos a mi hermanita.

—Hay que ser prácticos, si les decimos a mis hermanas lo que ha sucedido pondrán

el grito en el cielo y como de costumbre acusarán a su padre de indulgente, de manera

que es mejor callar —ordenó mi madre.

En el idioma familiar la palabra práctico cubría todos los terrenos: amoroso, escolar,

literario, moral, afectivo, político, artístico, familiar y público. Mis tías aplicaban el

término sin discriminación. Dar limosna no era práctico y cerraban el vidrio de sus

automóviles si algún mendigo les tendía la mano diciendo: “¡Por el amor de Dios!”. La

limosna fomentaba el vicio y la avaricia, los mendigos tenían los colchones repletos de

oro. Debíamos estudiar la historia como si nunca hubiera sucedido, era una manera de

saber lo que se debía hacer y lo que había que evitar hacer. Por ejemplo, no podíamos

ser como Nerón, que incendió Roma para satisfacer su vanidad. “La modestia es la flor

más preciada.” A mis tías les preocupaban las lecturas: “La literatura es una distracción.

Si se imaginan que la vida es una novela, acabarán mal”.

En la casa de mi tía Antonia había una hermosa biblioteca italiana con los anaqueles

de madera labrada repletos de libros que sólo eran fachadas de cartón forrado en cuero

rojo y letras de oro anunciando los títulos de los clásicos. Era una biblioteca práctica

cuya misión era la de adornar la casa. Mis tías nos seleccionaban las lecturas. Nos

regalaron Las cuatro hermanitas de Louisa May Alcott. El libro era un ejemplo para las

chicas casaderas, el destino ideal de la mujer era el matrimonio, pero si no lo lograban

porque los medios económicos no lo permitían, debían tener una educación práctica,

capaz de asegurarles una vida modesta, como la de Jo.

—Tú, Magdalena, no debes ir a la universidad. Debes de ser profesora de gimnasia.

Tienes el tipo perfecto: alta, fuerte y limpia. Te inscribiré en una escuela de cultura física

—anunció pensativa mi tía Antonia.

Luego se volvió a mi hermana Rosa:

—Y tú, Rosa, tampoco debes ir a la universidad. Tienes gustos artísticos, que van

bien con la repostería. Podrías organizar banquetes, meriendas, bautizos, desayunos de

primera comunión. Esto te dará mucho dinero. Tu físico te ayudará a conseguir

encargos.

Yo esperé mi turno.

—Y tú, Estefanía, ¿puedes decirme para qué te inscribiste en la universidad? Debes

estudiar taquimecanografía. Tienes dedos de pianista, se te facilitará mucho.

Así, mi tía Antonia arregló nuestras vidas de chicas de clase media.

Nos proponía oficios prácticos. Mi padre no compartió su opinión y continuamos en

la universidad. Ahora me pregunto: ¿qué hubiera ocurrido si estuviéramos haciendo

gimnasia, desayunos y taquimecanografía? No lo sé. Magdalena no hubiese

desaparecido y nosotras no hubiéramos leído a Dostoievski. Y, de haberlo leído,

hubiéramos dicho: “Eso sólo pasa en las novelas”.

En el idioma familiar estaban excluidas las interjecciones. Decir: ¡hombre!, ¡caray!,

¡caramba! era blasfemar. Sólo mi tía Leticia se atrevía a decir: ¡carambola! Los dichos

populares debían ser escogidos con esmero y repetir sólo los morales o ejemplares:

“Cría cuervos y te sacarán los ojos”, “Quien da pan a perro ajeno pierde pan y pierde

perro”, “El pan ajeno hace al hijo bueno”, “El que siembra vientos recoge tempestades”,

“El que al cielo escupe a la cara le cae”, aunque el verbo escupir era preferible olvidarlo.

En general los dichos eran vulgares.

En cierta ocasión mi hermanita se golpeó un codo y exclamó:

—¡Dolor de viuda mucho duele y poco dura!

Mis tías se volvieron a verla:

—¿Qué dices? ¿Dónde aprendes tantas vulgaridades?

Magdalena no pudo recordarlo. Esto no indica que mis tías tuvieran algo contra la

viudez. Al contrario, eran partidarias encarnizadas de ella.

—La viudez es el estado perfecto para una malcasada. Si se divorcia la acusarán de

casquivana. En cambio, si Dios se acuerda de ella y la deja viuda, todos la

compadecerán y tratarán de ayudarla.

—Ustedes deben contar con la infinita bondad de Dios para que las deje viudas en

caso de necesidad —aseguró mi tía Remedios.

—En caso de duda, recuerden que más vale vestir santos que desvestir borrachos —

terminó mi tía Leticia, provocando el escándalo de sus hermanas.

—¡Qué cosas se te ocurren! ¿Por qué dices eso delante de las muchachas? —

protestaron a coro las hermanas.

Debíamos excluir del lenguaje las palabras: pasión, éxtasis, martirio, misticismo, furia,

arrebato, todo lo que significara exaltación o exageración. Las palabras higiene, progreso y

evolución eran favoritas y ejemplares. No debíamos admirar a héroes que despertaran en

nosotros la manía de grandeza, tales como Luis XIV; en general ningún Luis o

Napoleón. El héroe favorito de mis tías era Thomas Alva Edison y su fotografía figuraba

al lado de las fotos enmarcadas de Ruiz Cortines y de Miguel Alemán, colocadas sobre

sus chimeneas de piedra, sin tiro y labradas estilo colonial.

En fin, nuestras vidas debían ser ascéticas, de costumbres sanas, modales comedidos,

utilizar un idioma claro, recto y sin exclamaciones ni ditirambos. Un idioma decente,

del que procuro no separarme jamás, excepto cuando me parece que no me escuchan y

digo: ¡carajo!

Nosotros teníamos una tara congénita e irrevocable: mi familia paterna era francesa.

Francia era “el corazón del vicio” y era obligatorio vigilarnos de muy cerca. Mi abuela

paterna, que en paz descanse y en santa Gloria esté, ya había fallecido en el momento

de la desaparición de Magdalena. El detalle francés nos obligaba a ocultar lo sucedido a

mi hermanita.

Mi abuelo francés consideraba a la familia de mi madre más protestante que católica.

Mi madre guardaba silencio, no quería decirle que ella y sus hermanas consideraban a

Francia “la cuna de todos los vicios”.

—Robespierre hacía estatuas de carne humana —nos repetía mi tía Antonia con voz

acusadora, como si en nosotros existiera el germen de tan desagradable costumbre.

Era una desdicha que Robespierre hubiera construido esas estatuas y también era

una desdicha que le hubieran roto la mandíbula antes de matarlo. Magdalena lloraba al

leer ese episodio de Robespierre sosteniéndose la mandíbula rumbo al patíbulo. Pero su

pena era secreta. Nunca se la dijimos a mis tías.

El domingo lluvioso en que desapareció Magdalena, hacía pocos días que mi abuelo

se había vuelto al Norte con sus otros hijos. Ya dije que mis padres estaban en

Cuernavaca. Nos gustaba esa ciudad verde, llena de pájaros y de frondosos laureles de

la India. Los amigos y la familia tenían allí casas con piscina y los fines de semana los

pasábamos nadando. En ese fin de semana hubo una conjunción desdichada que

propició la desaparición de mi hermanita Magdalena.

Recuerdo que ese domingo Magdalena estaba muy preocupada. Se mordía los labios

y atisbaba los ruidos como si tuviera miedo. Llovía y los rayos y los relámpagos la

hacían saltar en la cama. Rosa y yo nos reíamos. Mi hermanita ya había cumplido

diecisiete años y algunas de las primas grandes habíamos cumplido los dieciocho. Pero

ninguna tenía novio. Mi tía Antonia organizaba fiestas rumbosas en su casa para invitar

a jóvenes formales con la esperanza de que se fijaran en nosotras. En dos años había

organizado fiestas de gala, de disfraces, de tarde, campestres, sin lograr ningún

resultado.

—No me gusta ir. Me parece que me ponen en un escaparate —protestaba

Magdalena.

Las fiestas de mi tía eran brillantes, iluminaba los jardines de su casa, alquilaba una

orquesta, abría los salones y se vestía de gala como todas sus hermanas. Sentadas en un

estrado entre la biblioteca italiana y el salón Imperio, mi madre y sus hermanas

acompañadas de otras señoras nos veían bailar. Magdalena era la más solicitada,

bailaba muy bien y una vez en la fiesta olvidaba estar “en un escaparate” y reía con sus

múltiples parejas.

—¡Es una coqueta! Debes llamarle la atención —le reprochaban a mi madre.

—Déjala tranquila. Le gusta reír y bailar —intervenía mi tía Leticia.

—Cambia tanto de pareja que no se casará nunca —opinó mi tía Antonia.

—Antonia, acuérdate que matrimonio y mortaja del cielo baja —dijo mi tía

Remedios.

“Matrimonio y mortaja del cielo baja”, repetimos en la casa. Era siniestro que

compararan el traje de las novias con el sudario de los muertos. Magdalena al escuchar

el parentesco entre el matrimonio y la muerte preguntó:

—Entonces, ¿por qué se empeñan en que nos casemos?

Mi hermanita, ayudada por mi tía Leticia, continuaba haciendo planes para su futuro

en Hollywood. Mi tía había vivido en Chicago, en Nueva York, en Los Ángeles y en El

Paso, Texas. Cuando hablaba de su pasado envolvía de neblina sus palabras, que

llegaban hasta nosotras nostálgicas y delicadas.

—Sí, fui muy feliz y quiero que tú lo seas, Magdalena. Este México no es para una

chica como tú…

Mis tías se enteraron de los planes de Leticia y Magdalena, y llegaron airadas a la

casa.

—¿Cómo permites que Leticia les llene de humo la cabeza a tus hijas? Esta Leticia

siempre fue tremenda…

¿Quién iba a decirle a Magdalena que unos domingos después del dicho:

“Matrimonio y mortaja del cielo bajan” se iba a producir su inexistente boda y su total

desaparición? El asunto fue completamente inesperado. A Enrique, su marido, apenas si

lo conocíamos. Era muy viejo. Tendría más de treinta años. Mi padre lo vio una sola vez

y nos prohibió su amistad. Magdalena protestó: “¿Qué puedo hacer si me sale de todas

las esquinas?”.

—Pasaré las vacaciones en Chihuahua. Así no me encontrará —decidió.

Mi hermanita tenía la costumbre de irse a Chihuahua en vacaciones, a la casa de mi

tía Olimpia. Se divertía mucho con los primos Roberto y Paco. No previó lo que le iba a

suceder. No lo previó nadie. Y nos quedamos quietos. El terror avanza a pequeñas dosis

y con un ritmo cada vez más acelerado hasta inmovilizarnos.

En unos instantes de ese domingo lluvioso el tiempo se imantó de terror y ya nunca

volvimos a ser los mismos. El terror vibra, produce ecos sonoros que surgen del fondo

de la catástrofe que nos aguarda, abrir una puerta puede significar encontrarse con la

cara del verdugo.

Debo volver a aquel domingo lluvioso. Domingo extraño cuya presencia es

permanente en nuestra familia. Un domingo que en apariencia era igual a todos los

domingos y que nos fulminó. En él está el secreto de mi hermanita Magdalena, secreto

que se apoderó de nosotros para mantenernos en el umbral de lo terrible que va a

suceder y que continuamos esperando, mientras el polvo se ha acumulado en nuestra

memoria y sobre nuestros muy amados libros.

Cuando desapareció mi hermanita, la veíamos en todos los rincones, recordábamos

cada una de sus risas, de sus pleitos. Sí, a Magdalena le gustaba imponer su voluntad y

si no lo lograba la emprendía a puñetazos con su adversario. Si en vez de desaparecer se

hubiera ido a Chihuahua con Paco y con Roberto, ahora nadie se enfadaría al verlos

volver en una fecha muy anticipada a la del regreso previsto. Vendrían como el año

pasado, con los rostros alterados por la ira y por los golpes que se habían propinado

durante el viaje.

—¡Tía!, Magdalena nos puso en ridículo. Se cree igual a nosotros y nos pegó a los

dos. No quería salirse del boliche y quería ir al billar —había dicho Roberto el año

pasado.

—¡Por Dios, Magdalena, eres terrible! —exclamó mi madre en la estación.

—Y ¿ellos? ¡Ellos también me pegaron! ¡Que no se quejen! ¡Mira! —y mostró

moretones en los brazos.

—¡Tía! Mira lo que me hizo —gritó Paco quitándose las gafas oscuras para mostrar

las huellas violáceas de un golpe en un ojo.

—¡Calma!, la gente nos está mirando. Me tienen aburrida, éstas serán las últimas

vacaciones que pasen juntos —sentenció mi madre, sin saber que decía una triste

verdad.

—¡Eso no es justo! ¡No es justo! —protestaron los tres a un tiempo.

No, pobre Magdalena, ahora nadie se hubiera enfadado con ella, pero era imposible

que llegara de Chihuahua porque había desaparecido. Era inútil esperar la vuelta del

“general Magdalena” como la llamaba mi padre. Tenía razón, mi hermanita tenía voz

de mando, le gustaban los libros de táctica militar, atacaba de frente. Su héroe era

Napoleón. ¿Cuántas lágrimas derramó por él? Magdalena estudiaba sus batallas y

ayudada por mi hermano Alvarito formaba los ejércitos sobre la alfombra de la sala.

—¡Grouchy era un imbécil, igual a Paco y a Roberto! Por su culpa los ingleses

derrotaron a Napoleón. ¡Ah!, pero a Wellington lo llegaron a odiar sus compatriotas —

afirmaba vengativa.

—Yo prefiero a María Antonieta —la contradecía Rosa.

—¿María Antonieta?… era una débil. Cuando ella y Luis XVI se hallaban presos en

las Tullerías, rodeados de una turba de descalzonados, tenían a la Guardia suiza y

cuatro cañones. Napoleón, que entonces era sólo un oficial, estaba oculto en los jardines

y dijo: “A esta canalla la barrería con cuatro cañones y un grupo de hombres a mi

mando. ¡Sería tan fácil!”. ¿Por qué no lo hizo Luis XVI? Porque no quería derramar la

sangre de su pueblo y ya ven, los descalzonados degollaron a los guardias suizos y

luego al rey le cortaron la cabeza. ¡Qué pueblo tan agradecido! ¡Bah! Hay que matar

cuando es necesario o te degüellan.

Magdalena tenía razón. La historia se decide en un instante, con un gesto, una

presencia. Si Napoleón hubiera dispuesto de los cañones y de los guardias suizos, la

historia hubiera sido diferente y si mi hermanita no se hubiera casado con Enrique,

nuestra historia familiar hubiera sido muy distinta. ¿Por qué mi hermanita no fue capaz

de impedir lo sucedido con el descalzonado Enrique? Ese domingo lluvioso estábamos

platicando, llamaron a la puerta y abrí. Apareció el rostro lívido de Enrique casi

desconocido para nosotros.

—¡Magdalena! —gritó con tal violencia que tembló la casa.

Nos quedamos boquiabiertas y Magdalena se quedó petrificada.

—¡De mí no te burlas! —rugió Enrique.

Y mi hermanita salió de la casa para siempre. Las muchachas Marta y Loreto

trataron de detenerlo:

—¡Sus padres no están en México! ¡No se la lleve! —gritaron.

Les dio un empellón, las miró y dijo con voz temible:

—¡Me casé con ella hace tres días! —al decir esto, se le amorató la cara como una

berenjena.

—¡Era una broma! ¡Era una broma! —gritó Magdalena.

Llevaba un traje azul de dos piezas, una blusa blanca y zapatos blancos sin tacón. Iba

vestida como si fuera a jugar golf, sólo que era de noche y llovía, Magdalena se fue

llorando. Su marido la sacó a empellones y nadie pudo impedírselo. No volvimos a

verla. El lunes temprano llegaron mis padres. Marta y Loreto con los ojos hinchados por

el llanto explicaron lo sucedido. Ellos callaron y Rosa dejó de cantar.

Esperamos en vano una llamada de Magdalena. No llamó nadie. Ignorábamos la

dirección de Enrique. El martes, mi madre recordó que un amigo de Chihuahua

ocupaba un alto puesto en Hacienda. Mi padre fue a pedirle audiencia, le explicó el caso

y solicitó su ayuda. “Magdalena es menor de edad”, le dijo.

—¿Y qué quiere usted hacer? Se casó, se fue con su marido y no lo ha llamado.

Estarán en su luna de miel. Nadie tiene culpa. ¡No se puede hacer absolutamente nada!

—y el alto empleado miró a mi padre con sorpresa.

—¿Acaso se imagina usted que puede acusar al marido de su hija? ¿Acusarlo de

qué? —le preguntó disgustado.

Mi padre volvió a la casa cabizbajo. No tenía otro amarre político.

—¡Me lo temía! Para llegar tan alto tenía que ser otro sinvergüenza —comentó mi

madre.

¿Cómo decirles a mis tías lo que había ocurrido? Esas cosas no ocurren en las

familias decentes. Era necesario actuar como si el matrimonio de mi hermanita fuera

normal. De otra manera se armaría un escándalo, criticarían a mis padres y ellos ¿qué

culpa tenían del salvajismo de aquel desconocido y de la locura de mi hermanita?

¡Parecía tan cristiana, tan cuerda! En las casas de mis tías no ocurrían escándalos

semejantes. Todas tenían sus secretos. Nosotros éramos los únicos que nunca habíamos

tenido secretos y ahora había que guardar éste celosamente.

—¡Figúrense que Magdalena se casó el viernes pasado! En una ceremonia íntima.

Enrique no quiso fiesta… —dijo mi madre enrojeciendo, pues ni siquiera conocía a

Enrique.

—¡Qué lástima! Nos lo deberías haber dicho para traerle su regalo —dijeron mis tías,

mirándose entre ellas con sorpresa.

Un velo espeso de vergüenza cayó sobre nuestra casa. Mis tías preguntaban: “¿Cómo

está Magdalena? ¿Por qué no se deja ver?”, “¡Qué chica tan malcriada, no nos ha

llamado ni una sola vez!”. Y nos miraban con reproche. No podíamos decirles que

tampoco nos había llamado a nosotros.

—La creíamos tan alegre, tan risueña, tan bien dispuesta, tan aguerrida… —suspiró

mi tía Remedios.

Guardamos silencio. En esos días la buscamos por toda la ciudad y algunas veces

pensamos que Enrique la había matado. Las palabras de mi tía nos llenaron de tristeza.

Sí, mi hermanita había sido alegre, resuelta y alocada. También era inconsciente y su

inconsciencia produjo la ruina de mi casa. Hay muchas maneras de arruinarse y

Magdalena nos arruinó casi sin darse cuenta, con su extraño silencio y su aún más

extraño desapego.

Desde ese domingo lluvioso la decadencia se amparó de nosotros. La falta de interés

invadió nuestra casa, el terror se produjo al abrir la puerta y cerrarla detrás de

Magdalena. Un terror que nunca nos ha abandonado. Vivíamos en la espera. ¿Qué

importaba Hollywood o la quijada rota de Robespierre? ¿Qué importaban los árboles de

la avenida Durango o las fiestas en las casas de mis tías? Pasaba el tiempo y el hueco

dejado por mi hermanita crecía para tragarnos a todos. Espiábamos el teléfono y el paso

del cartero. Habíamos caído en un terreno pantanoso, en cuyo centro vivía una fuerza

maligna que nos arrastraba a sus profundidades. El matrimonio era tenebroso: detrás

del velo y del traje blanco se escondía un demonio, a pesar de que mi hermanita no

llevó azahares, ni traje blanco, ni pisó la iglesia, ni tuvo fiesta, su matrimonio fue secreto

y quedó en el misterio, atrapada por la malignidad del matrimonio.

—El matrimonio es una puerta negra que se abre y se traga a las novias —dijo Rosa.

—¿Qué hace esa chica? Tengo la impresión de que se ha vuelto loca. Algo muy raro

le sucede —dijo mi madre durante la cena.

¿Loca?… nos miramos en silencio. Recordamos a Marta, una de nuestras dos

sirvientas que se volvió loca y quiso estrangular a su hermana Loreto en la cocina.

Escuchamos los alaridos y el horrible espectáculo no lo olvidamos en mucho tiempo. Mi

padre fue incapaz de dominar a Marta y tuvimos que pedir auxilio. Llegaron los

vecinos: don Alberto y don Luis y apenas entre los tres hombres pudieron liberar a

Loreto. Después vinieron los loqueros para llevarse a Marta al manicomio. Esa noche

todos lloramos. Mis padres iban a visitarla al hospital. Cuando la dieron de alta regresó

a la casa. Ella temía volver a caer en “las garras del demonio”, como nos decía.

Loreto trajo de la iglesia varios frasquitos de agua bendita que colocó en las

habitaciones para tener a mano el agua y rociar con ella a su hermana en el caso de que

“el Maligno se asomara a sus ojos”. Marta llevaba un frasquito colgado al cuello con un

cordón de seda morada. Las dos se vinieron con nosotras de Chihuahua y lo primero

que hicimos al llegar a la capital fue ir a rogar por Marta a la Santísima Virgen de

Guadalupe. Entramos de rodillas a la Basílica. La Virgen nos escuchó, ya que Marta al

día siguiente se puso a cantar como lo hacía antes de la visita del demonio.

Fue Loreto la que propuso que fuéramos todos a pedirle a la Virgen la reaparición de

mi hermanita Magdalena.

—¿Cómo no se nos había ocurrido antes? —gritó Rosa. En la Basílica le pedimos a la

Virgen con toda humildad que reapareciera Magdalena. Salimos contritos y

apaciguados. En el camino Marta dijo:

—La Santísima Virgen me dijo que busquemos el nombre de ese mal hombre en el

directorio de teléfonos…

¡Era increíble que no hubiéramos pensado en algo tan simple! En el directorio había

centenares de personas con ese apellido.

—¿Dónde vive? —gritó mi madre exasperada.

—Creo que en Coyoacán o en la colonia San Rafael… —contestó Alvarito. Mi madre

tomó las direcciones que le parecieron probables y decidió:

—¡Mañana iré a buscar esas casas que aparecen bajo el apellido! La encontraré.

¡Magdalena me va a oír! No podemos seguir en esta zozobra. ¡Mocosa majadera! ¡Tú

vendrás conmigo! —le ordenó a mi hermano Alvarito que en esos días contaba once

años de edad.

Por la mañana, mi hermano no fue a la escuela para acompañar a mi madre en la

excursión. Loreto y Marta salieron a la calle a bendecirlos. Iban decididos a encontrar la

casa de Enrique. Mi padre les deseó suerte y desayunó con Rosa y conmigo. Tampoco

nosotras fuimos al colegio. Pusimos en orden los libros y los cuadernos de Magdalena,

abandonados en desorden por ella desde aquel domingo lluvioso. Loreto se puso a

cantar:

Tiene los ojos tan zarcos la

norteña de mis amores que

me miro dentro de ellos como si fueran destellos

de las aguas de colores…

Hicimos el cuarto de Magdalena. Esponjamos las cortinas de muselina blanca y

revisamos su ropa olvidada en el clóset. Tenía pocos vestidos y sólo dos pares de

zapatos: unos tenis y otros de fiesta. Todos teníamos zapatos tenis para ir a jugar a la

pelota a la casa de mi tía Antonia, que poseía un frontón y dos canchas de tenis.

Magdalena olvidó también su abrigo de corte militar color azul de Prusia que le compró

mi padre en uno de sus últimos viajes a El Paso, Texas. Contemplar su ropa inútil nos

hundió en una tristeza desconocida hasta entonces: la certeza de una ausencia

irreparable, el final de una vida dichosa y el temor al porvenir nos hizo sentarnos en el

borde de la cama, para saber por vez primera que la vida no era ese espejo límpido en el

cual nos deslizábamos iguales reflejos apacibles, sino un laberinto oscuro poblado de

asechanza que no podíamos prevenir. Recuerdo con temor esa tristeza súbita y

desconocida. La ausencia de mi madre producía una inquietud amenazadora, sentimos

la presencia grisácea del miedo mirándonos desde las cuatro esquinas de la habitación

de mi hermanita y corrimos despavoridas a refugiarnos en la cocina cerca de Loreto.

—¿Tienen miedo? Yo también. Marta soñó anoche a la niña Magdalena en tierras

muy lejanas, la veía caminar detrás del agua y me dijo: “Magdalena ya se perdió en el

mundo”……

La escuchamos religiosamente, pues Marta soñaba siempre la verdad.

—Loreto, no se lo digas a mi mamá.

La mañana nos pareció peligrosa. En los rayos de sol que entraban a la cocina no

giraban los puntitos azules, verdes y naranjas. Estaban vacíos y fijos. Quisimos pensar

en la escuela. ¿Qué les diríamos a los profesores? Las clases y los compañeros nos

parecieron muy remotos. Un muro invisible nos separaba de ellos. Recordamos las

palabras de Magdalena: “Al enemigo en derrota hay que perseguirlo hasta

exterminarlo. De lo contrario reagrupa fuerzas, vuelve al ataque con más brío y te

aniquila”. Esas frases se las repetía a Alvarito durante los combates de soldados sobre la

alfombra. Las había sacado de un libro de táctica militar. ¿Quién era el enemigo de

Magdalena? Rosa opinó que era Enrique y se había ido con él para aniquilarlo. A ella no

podía derrotarla aquel hombre viejo y con tan pocas dotes militares.

Mi padre llegó a la hora de la comida y mi madre todavía andaba fuera. Decidimos

esperarla. Los tres mirábamos un pequeño elefante de marfil con la trompa levantada,

talismán de buena suerte, colocado sobre un librero. Tuve la impresión de que había

bajado la trompa y que sus orejas estaban gachas. Unas sombras ajenas a la tarde

invadieron las habitaciones y nos inmovilizaron.

A las siete de la noche llegaron mi madre y Alvarito. Venían rendidos, abatidos y

vencidos.

—Ya muy tarde encontramos la casa. Una criada nos gritó desde una terraza que

Magdalena se fue de México con Enrique desde hace ya mucho tiempo —explicó mi

madre.

—¿Por qué no pidieron hablar con algún familiar de Enrique? Con la madre por

ejemplo —preguntó mi padre visiblemente turbado.

—Parece que no tiene hermanos. La señora no estaba… y si hubieras visto a esa

criada insolente…

—¡No hay que hablar más del asunto! —decidió mi padre con violencia.

A la madre de Enrique la habíamos visto una vez en una pastelería. Iba acompañada

de su hijo, pero la olvidamos. Ni siquiera recordábamos el color de sus cabellos.

Después de la desaparición de Magdalena ella no hizo ningún gesto para acercarse a

nosotros. Nunca llamó por teléfono ni dio señales de vida. Esa tarde su criada le gritó a

mi madre con grosería, la situación no era agradable, mi padre tenía razón: no había

que ocuparse más del asunto. Nos fuimos a la cama llenos de pesar. Al día siguiente

volvimos a la rutina de la escuela. No nos interesaban los estudios. Evitábamos hablar

de la Guerra de los Treinta Años, de Carlos V, de la Reforma, de la Contrarreforma, de

Lutero, al que antes odiábamos tanto: “¡Mira qué jeta de cerdo tiene!”, decía Magdalena.

La familia ignoraba que usábamos la palabra jeta. ¿Pero acaso había alguna más

adecuada para Lutero? Eran más verdaderos los cuentos de hadas en los que aparecen

dragones y desaparecen princesas. Fueron días tristes. Nos consoló saber que Andersen

aprendió a leer a los dieciocho años, si perdíamos el año escolar todavía teníamos

tiempo de recuperar los estudios.

En la universidad se hablaba mucho de Elvis Presley, pero nosotros ya no

escuchábamos sus discos ni mi madre nos llevaba al cine los miércoles. A mis tías las

veíamos como si estuvieran colocadas detrás de una cortina de vidrio. ¿Qué podíamos

decirles?

Fue en uno de esos días cuando se presentó en la casa la madre de Enrique. Dijo

llamarse doña Justa. Estábamos comiendo y Loreto la pasó al comedor. La vimos entrar

enorme y enlutada, como una maquinaria implacable que se acerca lenta pero segura

para dejar a su paso sólo calcomanías. Ocupó un lugar en la mesa y anunció que ya

había comido.

—Perdone, señora, que me presente a esta hora tan inoportuna. Sólo quiero saber si

ha tenido usted noticias de ellos —dijo dando un gran suspiro.

—¿Yo?… yo no sé nada desde aquel domingo en que mi hija se fue con Enrique.

—¡Qué ingratos son los hijos! ¡Qué ingratos! A mí, señora, me tienen con el Jesús en

la boca. No sé nada de ellos —afirmó secándose una lágrima con un pañuelo de encaje.

La escuchamos con incredulidad. Tal vez porque no decía la verdad. Su voz era

melosa, pero había en ella algo que mentía, una especie de burla grosera. Parecía recitar

una lección. La observamos con temor, vestía un traje negro muy ajustado.

—Soy viuda… —explicó con voz temblorosa.

¡Viuda! ¡Qué mala suerte! Debíamos darle trato de favor. ¡Qué lástima que no fuera

una simple divorciada! Llevaba pendientes de diamantes, zapatos de tacón muy alto,

que parecían incapaces de sostener su enorme corpachón. Un perfume espeso se

desprendía de su persona, sus labios estaban cargados de carmín y sus párpados

untados de carbón azul. Doña Justa era muy voluminosa. He pensado que quizás no era

ni tan alta ni tan gorda, pero daba la impresión de llenar la casa. Se diría una planta

carnívora devoradora de sus interlocutores y del aire que respiraban. Cerca de ella nos

sentimos minúsculos y estúpidos. Nada de lo que nos ocurría valía la pena de ser

mencionado. Con ella todo se reducía a su terrible viudez, que la había dejado en el más

total desamparo. Era una mujer especial y nosotros le debíamos reverencia a causa de

su desdicha.

—Está hecha con “sobras” —me dijo Rosa al oído.

Era verdad, Dios había cogido las sobras de su almacén donde fabricaba a los seres

humanos para hacerla a ella. La extrañeza de doña Justa provenía de ese hecho. Doña

justa no era fea ni guapa, tenía ojos negros de hipnotizadora, dientes preciosos y manos

pequeñísimas para su enorme estatura. Su cabellera negra y ensortijada la llevaba suelta

y la movía como María Félix.

—¿Por qué no me avisó usted que pensaba ir a visitarme? —le preguntó a mi madre

mirándola con fijeza.

—No conocía su dirección. Me costó mucho trabajo encontrar su casa. Tuve el

impulso de ver a mi hija y fui a buscarla…

—Señora, no me diga eso. Magdalena me dijo mil veces que había venido a visitarlos

y que ustedes se negaban a conocerme. Además le avisó cuando se fue de México. ¡A mí

me consta! —afirmó doña Justa con una tranquilidad pasmosa.

—¿Cómo que a usted le consta? ¡Nunca volví a ver a mi hija! Jamás supe su dirección

—protestó mi madre enrojeciendo de ira.

—Bueno, vamos a dejar así las cosas —murmuró molesta doña Justa.

—Perdone que intervenga, señora, pero ignorábamos su dirección y la de Magdalena

—intervino mi padre.

La violencia se instaló en la mesa. Doña Justa mentía con descaro. ¿Qué se proponía?

Su mentira nos dejó mudos, mis padres guardaron un silencio grave. Ella se sintió

victoriosa, encendió un cigarrillo egipcio y lo fumó con deleite. Tal vez fue un error ir a

su casa provocando así que ella viniera a la nuestra. No podíamos decirle que no

volviera nunca. ¿Qué pasaría con mi hermanita Magdalena? Doña Justa era la única

pista que teníamos para seguir sus huellas.

La suegra de mi hermanita se dio cuenta de su poder y decidió ejercerlo. A partir de

esa fecha se presentó todos los días a la misma hora. Ella no probaba bocado, se

limitaba a observarnos comer y a fumar cigarrillos egipcios. Arrojaba el humo

entrecerrando los ojos y haciendo volutas azules con la lengua enrollada como una

flauta. Nos quitaba el apetito. Hablaba en tono confidencial.

—Yo digo que Magdalena tuvo mucha suerte casándose con Quique. No es porque

sea mi hijo, pero es muy trabajador y muy honrado. Algo muy difícil de encontrar en

estos días. Además una mujer siempre necesita unos pantaloncitos a su lado. ¿No lo

cree usted, señora?

—Yo hubiera preferido que Magdalena no se casara tan joven.

—¡No es tan joven! A su edad yo ya era madre —afirmó con dramatismo.

Por la noche mi padre comentó:

—Si esta mujer tuvo a su hijo a los dieciséis años, el Enrique ése debe de tener no

menos de cuarenta y seis años. Ella ya pasó de los sesenta.

Si doña Justa llegaba unos minutos antes de que nos sentáramos a la mesa corría a la

cocina, inspeccionaba los guisos, los probaba, si la sorprendíamos levantando las

tapaderas de las ollas ponía los ojos en blanco.

—¡Hum!, qué ricos chiles en nogada —y volvía al comedor con todo su atuendo

ruidoso de viuda a ocupar su lugar en la mesa.

Su diaria presencia resultaba insoportable. Ella lo sabía y prolongaba la sobremesa

hasta las seis de la tarde. Desesperados mirábamos el mantel lleno de bolas renegridas

de migajón, manipuladas por los dedos enjoyados de doña Justa. Nunca dijo una

palabra acerca del paradero de mi hermanita Magdalena.

—Señora, no me gusta esta intrusa. Marta se agita mucho cuando entra en la cocina.

La mira fijo, con ojos malos y ella lo siente —se quejó Loreto.

—¿Y qué quieres que haga? No le puedo decir que ya no venga. Dile a Marta que

voy a impedir que entre en la cocina —prometió mi madre.

Recibimos la consigna de no dejar sola a doña Justa para evitar sus carreras a la

cocina. Su presencia diaria se convirtió en una tortura, no podíamos hablar de nada,

tampoco podíamos comer, nos sentábamos a la mesa sólo para escucharla y ser

observados por ella con malevolencia.

—En su última carta, Enrique me habla de sus asuntos, pero no la nombra a ella ni

pregunta por mi salud.

Nunca le dijimos que Magdalena no nos había escrito jamás. Teníamos la certeza de

que a doña Justa era lo único que le interesaba saber.

Es difícil explicar la violencia que despedía doña Justa. “Mañana le diré que nos deje

comer tranquilos”, prometía mi madre. Pero al día siguiente volvía a callar en su

presencia. Doña Justa era un personaje inesperado en nuestras vidas, un elemento

paralizante, un cuerpo extraño, una presencia hostil, que provocaba pleitos en la mesa

entre nosotros, los hermanos, y ella simulaba querer poner la paz, mientras mis padres

permanecían mudos de ira. Muchas veces la sorprendimos lanzándonos miradas de

odio, entonces la ira se apagaba en sus ojos y en sus labios aparecía una sonrisa forzada.

Con ella descubrimos que el odio paraliza al ser odiado.

—Doña Justa, la invito al cine —le dijo alguna vez Rosa.

—¡Bah! No me gusta el cine. ¿Para qué voy a ir a perder mi tiempo?

No le gustaba el cine, el teatro, la música, el campo. No le gustaba nada, salvo venir

a mi casa a impedirnos comer. Si pensaba que nos había ofendido con la grosería de sus

respuestas, recurría a las lágrimas.

—He sufrido tanto, que ya no me queda gusto por nada —explicaba llorando.

Mi padre aborrecía las escenas y trataba de tranquilizarla. Ella juntaba las manos en

señal de súplica:

—¡Le juro, señor, que yo nunca le he hecho un daño a nadie!… ¡Y cómo me han

pagado todos!…

—¡Cálmese, señora, se ha ganado usted el cielo!

—¿El cielo? ¡Bah!, el cielo y el infierno están aquí abajo. No creo en el otro mundo.

Todo está aquí y depende del dinerito que se tenga.

“¡El dinerito!” La palabra en diminutivo resultó repugnante. Cuando la

acompañamos a la puerta murmuró entre dientes:

—¡Hipócritas!

La histeria se posesionó de la casa. “Vieja maldita”, repetíamos Rosa y yo. No

hacíamos las tareas y las calificaciones bajaban en la escuela. Mi madre encontró a

Marta llorando en la cocina.

—¿Qué sucede? —preguntó alarmada.

—Ya no quiero estar aquí. Cada vez que salgo a la calle a hacer un mandado un

hombre me amenaza con llevarme a la cárcel —explicó Marta.

—¿Un hombre? No es posible…

—Sí, señora. Hoy nos correteó cuando fuimos por la leche y casi nos alcanza —

declaró Loreto avergonzada.

Las muchachas no mentían. Se habían criado en la casa de mis abuelos y conocían a

mi madre desde niña. El miedo de Marta nos intranquilizó. Era nerviosa y cualquier

susto la podía hacer volver al manicomio. La queríamos más que a Loreto, era ella la

que nos contaba las apariciones de los muertos en la Sierra, cuando caía la nieve y ellos

envueltos en sudarios bajaban a las calles de Chihuahua a pedir “una candelita para

alumbrarse el camino”. Muchos de ellos le habían contado su triste historia, siempre

distinta y siempre escalofriante. También nos contaba los secretos de la familia, si

queríamos preguntarles algo a mis tías o a mi madre, sus ojos adquirían una expresión

seria para advertirnos: “¡No pregunten, pues nada les será contestado!”.

Al enterarnos de que Marta lloraba en la cocina, dejamos de maldecir a doña Justa y

corrimos a verla. Estaba hecha un ovillo, sollozando y ninguna palabra alivió su llanto.

Marta presentía la desdicha. A mi padre le preocupó lo que les sucedía a las muchachas.

—¡Eso nos faltaba! ¿Quién puede ser ese hombre? En verdad no sé para qué vinimos

a México. Todo ha sido un fracaso. Habrá que dar parte a la policía aunque pienso que

será inútil.

Mi madre acompañó a Loreto y a Marta a la comisaría mugrosa para presentar una

queja. La escucharon con aire aburrido. El comisario era un viejo malhumorado. Miró a

las tres con ironía y se dirigió a mi madre:

—¿Qué pretende usted, señora? ¿Que les ponga una guardia a sus criadas como la

que lleva el señor presidente? Me parece que ya están mayorcitas para cuidarse solas.

Debe ser algún borracho y yo no puedo arrestar a todos los borrachos que pasen por

delante de su casa.

No había nada que hacer y mi madre y las muchachas volvieron a la casa muy

enfadadas.

—Aquí hay que dejarse insultar, matar y encima dar las gracias. No sé para qué les

pagan a esos sinvergüenzas —dijo mi madre a la hora de la comida. Doña Justa llegó a

tiempo para sorprender la conversación desde la puerta del comedor.

—¡Ay!, señora, ¿para qué fueron? Van a decir que usted es una enredadora. Ya se

señaló usted, doña Caridad. Debe de haber sido un albañil borracho —opinó la suegra

de Magdalena.

¿Un albañil que amenazaba a Marta con meterla a la cárcel? ¡No, un albañil no tenía

poder para eso!

Unos días después, doña Justa anunció al oscurecer que se le habían terminado los

cigarrillos y le pidió a Loreto que le fuera a comprar una cajetilla. La muchacha tardó

mucho en volver a la casa. Empezábamos a inquietarnos cuando alguien llamó a la

puerta para avisar que nuestra sirvienta estaba tirada en la calle. Salimos en tropel a

buscarla. En efecto, Loreto con la cara bañada en sangre estaba recostada sobre el tronco

de un árbol de la avenida Durango. Dimos de gritos y levantamos a Loreto para llevarla

a la casa.

—Fue ese hombre… me agarró a golpes —explicó Loreto.

—¿Usted lo conoce? —le preguntó doña Justa muy afligida.

—De vista, es el mismo que nos amenaza… dijo que me golpeaba para quitarme lo

chivata.

A partir de ese día, en el camino a la escuela nos volvíamos para ver si “el hombre”

no iba siguiéndonos. Sin proponérnoslo, lo asociábamos a la desaparición de mi

hermanita Magdalena.

—¿Te has fijado que doña Justa nunca nos ha invitado a su casa? —me preguntó

Rosa en la clase de matemáticas.

—¡Claro que me he fijado! ¿Cómo vivirá? Además no sabemos quién es. A veces me

digo que ni siquiera es la mamá de Enrique.

—Te propongo ir a espiar su casa. Debe de estar llena de misterios —me susurró

Rosa.

Esa misma tarde en cuanto doña Justa salió de mi casa, nosotras nos fuimos a tomar

un autobús que nos llevara a Coyoacán. Nos apeamos en la plaza de la Catedral y

buscamos la dirección que nos dio Alvarito. Dimos varias vueltas a una plazoleta

sembrada de árboles frondosos antes de atrevernos a tomar la calle de la casa de doña

Justa. Pasamos frente al número indicado por mi hermano. La casa era muy grande,

estaba defendida por unas rejas verdes muy altas, tras de las cuales se extendía un

jardín atravesado por un camino hecho con losas blancas que conducía a las gradas de

piedra que subían a una terraza. En ella había macetones con naranjos enanos y un

tresillo de mimbre muy antiguo. Un muro encristalado separaba la casa de la terraza.

Una gran puerta de cristales daba acceso al interior de la casa.

No vimos a nadie. El lugar parecía abandonado. ¿Quién regaría los naranjos enanos?

La casa tenía un aire sombrío, los macizos de flores parecían coronas fúnebres, las

sombras violetas de la tarde la envolvían en un aire amenazador. Sabíamos que

Magdalena no se encontraba dentro y su ausencia nos produjo miedo. Recordamos a

Loreto con el rostro bañado en sangre, deshecho a puñetazos, recargada sobre un árbol.

Nos miramos asustadas. Aquella casa parecía deshabitada, a pesar de que los caminillos

de alcatraces estaban rigurosamente cuidados. Del jardín venían perfumes mezclados:

heliotropos, geranios, violetas, tierra húmeda, que se confundían en el aire de la tarde

con el vapor que se levantaba de las profundidades del jardín. Nos alejamos para volver

a pasar desde la acera de enfrente. La calle era estrecha y las aceras angostas. No

pasaban coches. De regreso a nuestra casa no mencionamos la excursión.

Unos días después volvimos a rondar la casa de doña Justa que parecía no haberse

dado cuenta de nuestro espionaje. Al atardecer pasamos por la acera de enfrente y

descubrimos a doña Justa sentada en un diván de mimbre, fumando. A su lado se

hallaba un viejo cuya calvicie brillaba entre los naranjos enanos. Nos detuvimos unos

instantes a observar a la pareja y nos alejamos deprisa a la plazoleta sembrada de

fresnos. Una vez con mis padres, el recuerdo de mi hermanita Magdalena se volvió

insoportable. Rosa puso su disco favorito: Love Letters in the Sand de Pat Boone.

Debíamos acostumbrarnos a la pérdida de mi hermanita. También en la cocina

Marta y Loreto escucharon la música con pena. Unos días más tarde, las dos

desaparecieron de la casa. Su ausencia repentina nos dejó anonadados. Alguien maligno

nos acechaba. Mi padre fue a la policía a dar parte de su desaparición.

Los policías otra vez no pudieron hacer nada. Un silencio sepulcral cayó sobre la

casa. Nadie tenía apetito y por las noches no dormíamos. Las camas se llenaron de

arena hirviente y las almohadas de piedras.

—Tengo miedo. No podemos vivir sin Marta y sin Loreto… —nos decíamos en la

noche.

La cocina permanecía callada, nadie deseaba frecuentarla. Al volver de la escuela y

no encontrarlas sentíamos vértigo, era como enfrentarse al vacío.

—¿Y sus criadas, señor? —preguntó doña Justa.

—Están de vacaciones. Vuelven dentro de unos días.

Mi madre no quería comentar el hecho, como no comentaba la desaparición de

Magdalena.

—Yo creía que se habían ido por miedo al hombre que las amenazaba —contestó

doña Justa.

La señora sabía todo, adivinaba nuestros pensamientos, nos observaba con sus ojos

enormes después y no podíamos tragar bocado.

Dos semanas después recibimos carta de Marta y Loreto desde El Paso, Texas. Las

dos habían huido “al otro lado” por miedo al hombre que las amenazaba y que las

había emplazado a abandonar la capital en secreto. Estaban preocupadas y prometían

dejar a sus sobrinos que eran dueños de una tienda de licores en cuanto “el aire se

aclarara en la ciudad”.

—¡Nos abandonaron!… ¡Qué increíble! —exclamó mi madre.

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