Emilio Carrère
La
copa de Verlaine
Título original: La copa de Verlaine
Emilio Carrère,
1918
A
JESÚS DE LAS HERAS
GRAN AMIGO, GRAN SIMPÁTICO,
VENCEDOR DEL AZAR
EL AUTOR
La copa de Verlaine
PABLO Verlaine
tenía una sed fatal, una sed monstruosa y suicida, y bebió hasta la muerte. Tal
vez oía la voz de una sirena fabulosa en el fondo glauco del ajenjo. El
ruiseñor protervo iba al café D’Harcourt y bebía, bebía… Las cuartillas
aguardaban en una carpeta, junto al tintero feo, mezquino, de fosforero de
café. El rincón era un suave remanso melancólico en el triunfo de luz y de
sonidos del loco París.
A veces, con el hórrido
tintero y la pluma oxidada, que manoseaba el vulgo más gárrulo, Verlaine
escribía un poema de maravilla. Pocas veces podía pagar sus ajenjos. Cuando
llegaban algunos admiradores, algunos amigos, el poeta, tristemente borracho,
pedía dinero. Después, a la alta noche, en las tabernas de apaches y de
meretrices, a la hora de la fatiga del amor callejero, Verlaine arrojaba los
luises que había demandado, como una lluvia de oro, sobre la dolorida canalla.
Así sus versos eran una lluvia de estrellas sobre los vulgos que aullaban y le
ofendían al verle pasar borracho por su lado.
En su barrio tenía
una popularidad grotesca. Era un viejo loco, beodo y mal vestido, que arrojaba
dinero a la chiquillería, que hacía befa de su extraña liberalidad y le tiraba
piedras. Cuando murió, las comadres hicieron grandes aspavientos viendo llegar
coches blasonados y fulgentes uniformes. Creían que su vecino no era sino un
mendigo estrafalario.
Y espiritualmente
no era tampoco muy bien conocido:
Car elle
me comprend et mon cœur transparent pour elle seule, hélas, cesse d’être un
problème.
Para esa
desconocida, rubia o morena o roja,
su corazón transparente cesó de ser un problema, para ella sola…; pero ella no
existió jamás. Para sus contemporáneos —a excepción de pocos nobles espíritus—
fue un gran poeta que tenía un defecto, se emborrachaba y hacía una vida
absurda: Derrochó sus felices dotes
naturales, que hubiese podido desarrollar para bien de su obra y de su
reputación, haciendo una vida más metódica.
Al desconocido idiota
que escribió esto le conozco yo personalmente. Es una especie de tonto que
abunda en todas partes: el tonto cosmopolita. Poe lo sufrió en Norte América;
Verlaine, en París, y en España, muchos espíritus artistas que no se adaptaron
a la hosca estupidez del ambiente. Es el tonto sensato, valga la horrible
paradoja.
¿Y qué más quería
el tonto discreto, el tonto metódico, el tonto de sentido común, que hubiese
hecho Verlaine? Cerca de diez volúmenes incomparables, únicos, escribió el
viejo poeta maldito en los cafés, en las tabernas, acaso en sus largas
temporadas de hospital, al que el pobre
Lelian llamaba su palacio de invierno. La capa de mendigo de Verlaine es
hoy la bandera de la Francia espiritual. Está ungida por la gloria. Es una
cumbre dorada por la inmortalidad.
Estas glorias
póstumas suelen ser un sarcasmo. Sirven para enriquecer al editor; más amargo
viceversa, cuanto que el poeta ha pasado una vida desastrosa. Es la eterna
tragicomedia desgarrante.
Verlaine tenía una
sed fatal que no se saciaba nunca… ¿Fué por eso un originalísimo y alto poeta?
Pedro Luis de Gálvez cree que sí, y quizá tenga razón este admirable ingenio,
este excelso poeta, odiado, desdeñado, absurdo, fantástico, que rueda por las
calles, borracho y triste, al asalto de unas pocas monedas de cobre roído, en
este miserable país de la calderilla. Pedro Luis lleva una fatalidad misteriosa
sobre su cabeza.
No hay poeta que,
como Verlaine, esté ungido de la gracia lírica. Tiene una emoción única y una
magia peculiar para engarzar las palabras en collares armoniosos, de divinos
matices crepusculares. Se puede decir, sin hipérbole, que es un brujo de las
rimas, de las inefables palabras musicales, donde vierte su alma mística y
pagana, ferviente, pecadora, universal. ¡Pobre Verlaine, mendigo, borracho y
solitario! ¿De qué sideral armonía estaba henchido tu triste corazón, que era
al par una gusanera de pecados mortales?
¿Qué enorme
catástrofe de alma te engendró aquella gran sed, monstruosa y suicida? Una
sirena encantadora cantaba en el fondo del vaso y tú no querías oír sino su voz
emponzoñada de trágica Loreley. Y allí te esperaba la Muerte, la marioneta
descarnada, todo blancura y piruetas, como la Colombina de tus fiestas
galantes.
Colombine
rêve surprise
d’écouter un cœur dans la brise
et de sentir dans son cœur voix.
Tú también oías
voces milagrosas en tu corazón cuando cincelabas tus versos con la pluma
menguada y con el tinterillo ruin del café bohemio. ¡Oh, pobre, maldito y
solitario! A tu lado pasaba el triunfo de la ciudad sirena, de Lutecia, la
loca, sin una sonrisa de cariño para el divino poeta, que, con un humorismo que
hiela los huesos, llamaba al hospital su
palacio de invierno, del tremendo invierno parisiense. Quizá el genio sea
la compensación de la miseria y de la desgracia,
que ser feliz y
artista no lo permite Dios,
como, con dichosa
y amarga lucidez, ha escrito Manuel Machado. Ser un gran poeta equivale, pues,
a ser un gran infortunado. Mercurio tiene el oro guardado en la caja de su
trastienda. El amor de las mujeres hermosas, la admiración de la multitud es en
España para esos muñecos emocionantes vestidos de oro que saben sonreír cuando
la Muerte les roza los caireles. Acaso llegue la gloria para los artistas… pero
después de muertos. Es una burla demasiado cruenta del Destino.
¡Copa de verde y
ponzoñoso licor, donde la sirena del genio supo cantar para Verlaine! ¡Acaso en
el fondo del vaso esté el dulce talismán que encanta la vida! Embriagaos de amor, de virtud o de vino.
Cuidad de estar siempre ebrios, dijo el trágico Baudelaire al sentir el
enorme vacío de su existencia, que fue gloriosa… más tarde, cuando una vida
negra y una muerte de perro le arrojaron a la eternidad como un guiñapo muy
glorioso, pero muy maltrecho y muy dolorido.
En Madrid se come mal
NUESTRO amigo
Zarathustra, en una de sus andanzas, se casó con una joven inglesa, hija de un
español que tenía una librería de viejo en un barrio apartado de Londres.
Zarathustra es literato y, en consecuencia, no tiene dinero. Trajo a su mujer a
Madrid, la llevó a comer a los figones de los poetas bohemios y durmieron en
las clásicas posadas de la Cava Baja. A los pocos días madama Zarathustra
exclamó ingenuamente:
—¡En Madrid se
come muy mal!
Verdaderamente es
asombrosa la resistencia de los estómagos literarios. Cada joven poeta del
arroyo es un caso de supervivencia milagrosa, «a pesar» de los restaurantes
donde ha yantado. Para entretenimiento del lector bien alimentado recordaré
alguna de estas yácijas de la necesidad. El restaurante del Loro, La Precisa,
La Marina, El figón de El Imparcial,
La Montaña… Por estos desapacibles lugares hemos arrastrado la ilusión nuestros
veinte años, hemos contemplado nuestro rostro, nuestra pipa y nuestras guedejas
en los viejos espejos, y ante estas mesas —mientras nos servían el ligero
condumio— hemos declamado nuestros primeros sonetos en obsequio de algún amigo,
también portalira, con mucho pelo y muchos sueños bajo las haldas enormes de su
chambergo.
La Precisa era un
figón muy interesante. Y también diremos muy doloroso. Tenía un comedor
interior muy lóbrego donde se juntaban empleados de exiguas mesadas, con sus
chaquets ribeteados de trencilla parda y los calzones en hilachas, ilustres
mártires de la Administración, en la lamentable compañía de sus esposas y de
sus criaturas —la infancia fea por el tatuaje de la miseria—, que palmoteaban
gozosas ante los manteles vinosos y corcusidos, exclamando:
—¡Qué gusto, hoy
vamos a comer de fonda!
Una tortilla
costaba un real; una sardina, cinco céntimos; una ensalada, otros cinco; un
plato de legumbres, 15…; un bifteck
con patatas, dos reales. Cuando algún parroquiano pedía este plato inusitado,
el mozo dudaba antes de servirlo, o murmuraba suspicaz:
—Este pájaro «está
en dinero». Debe de haber cometido alguna estafa…
Iban algunas
viejas pensionistas que «tenían crédito» en la casa, muy parlanchinas, que
contaban antiguas grandezas de cuando vivía su esposo, el «brigadier», y daban
saraos y «salían todos los años». Las viejas solitarias suelen estar un poco
locas. Todo el pasado les está hablando constantemente y les pesa sobre sus
pobres huesos desvencijados y sobre sus almas saturadas de las antiguas
coqueterías, de sus eternas frivolidades de mujer. Suelen tener un amor furioso
y extravagante hacia los perros y los gatos. Una desviación caricaturesca de
sus maternos instintos estériles o frustrados. El día de cobro gustan de beber
un poco, porque el aguardiente es un diablejo galante y piadoso que les hace
olvidar que son muy pobres y demasiado viejas…
Aparte de los
aprendices de literato, los demás eran el bajo fondo de la clase media. Los
literatos no pertenecen a ninguna clase social. Don Uriarte de Pujana, por
ejemplo, confía en ser jefe del Estado de un momento a otro, tiene amores con
grandes duquesas y cena chicharrones en cualquier tabernón. Esto es: la
política, la aristocracia y el pueblo que se funden en el radio de acción de
nuestro intrépido amigo.
El restaurante del
Loro —tenía un magnífico y odioso loro disecado pendiente del techo— presentaba
«las mismas condiciones de economía y pulcritud». Allí oímos cantar por primera
vez a una gentil cantatriz que después conquistó puestos honrosos en el Arte.
Cantó la «Siciliana» de Cavalleria
rusticana; todos los poetas nos enamoramos repentinamente de ella y la
dedicamos apasionados sonetos. Su padre, que era zapatero, muy emocionado por
nuestra ofrenda, se brindó heroicamente a componernos las botas a todos los
poetas, gratuitamente.
Muchas familias de
«náufragos provincianos» caían en los figones, «personas decentes» que rodaban
los escalones de la penúltima miseria. Haremos notar que nunca se debe decir la
última miseria; es una imprudencia que puede molestar a la Desgracia, y
entonces nos apretará más el resuello. Siempre hay mayores extremos de dolor, y
callar es bueno. Estos provincianos adquieren de la corte la misma opinión de
madama Zarathustra:
—¡En Madrid se
come muy mal!
Se come mal y se
duerme mal… y caro. A los vagabundos que no tienen domicilio fijo y duermen en
las posadas les cuesta siete u ocho duros al mes y no tienen casa en realidad,
sino una yácija para tirarse de noche. Notad qué importancia adquieren estos
menesteres de dormir y comer en la contemporánea literatura de costumbres. El
aprendiz de literato añade la musa de la alimentación a las otras nueve hermanas.
Hay algunos
habituados a La Precisa y a los dormitorios de la calle de Peña de Francia o de
casa de la Coja. Son los espíritus paralíticos que no saldrán jamás de ese
ambiente que si es pintoresco, también es amargo. Es igual que la bohemia, que
es un puente que se pasa bien en la juventud; pero es peligroso seguir de por
vida de bracero con esta triste querida del arroyo, que al par de nosotros va
envejeciendo y en seguida pierde su salvaje belleza y la alegría de la primera
hora ilusionada.
El viejo poeta Nerval
GERARDO de Nerval
es un nombre desconocido de nuestro público. Fué un gran poeta francés que,
hace muchos años, una noche lúgubre de enero, se fue de la vida, ahorcándose
del hierro de un tragaluz, en la horrible y sucia calleja de la Vieille
Lanterne, en un rincón del París de los apaches y de las buscadoras de amor.
Perteneció a la
generación literaria de Gautier, de Balzac, de Baudelaire, de Murger y de
Houssaye; época de la bohemia dorada, pintoresca y espiritual. Los amplios
bolsillos de su levita negra eran una amplia biblioteca ambulante. Libros de
versos, de filosofía, de estética, e innúmeros cuadernos de apuntes. Nerval
amaba lo raro en la vida y en los libros; fue un profundo orientalista —además
de un exquisito poeta—, y se inició en todos los ritos esotéricos. Tradujo el Fausto, y Goethe le escribió estas
palabras: «Nunca me he entendido mejor que cuando os he leído».
En 1836 publicó su
Bohemia galante. Hizo, con Gautier,
la crítica teatral en La Presse, y
publicó interesantes trabajos; pero era un hombre tímido y solitario que
desdeñaba la popularidad y los firmaba con seudónimos distintos. Tenía la
inocente vanidad de que se le creyese un perezoso, y, en realidad, trabajaba
intensamente, sin darle importancia, en un rincón de cualquier cafetín
solitario, dando tregua a sus lecturas profundas y eruditas.
Dedicó la mayor
parte de sus horas a crearse una vida fantástica y únicamente interior, que
para él tenía una absoluta realidad, como aquel M. Joyeuse, de Daudet.
Cualquier detalle que veía al paso hería vivamente su imaginación; el resto de
la novela se elaboraba rápidamente en su laboratorio mental. Se enamoró de una
belleza misteriosa, a la que no dijo nunca nada de su cariño; pero un día que
la Casualidad, la providencia de los poetas, le envió un montón de oro, se fue
a casa de un mueblista y compró un amplio lecho Renacimiento, con bellas
esculturas, entre las que se veía la salamandra de Francisco I. Pero no se
había ocupado de alquilar un cuarto, y la magnífica cama fue a parar a casa de
Gautier… donde inútilmente esperó a que reposase en ella el cuerpo de la bella
desconocida.
Tenía la fiebre de
la lectura. Leía acostado doce horas de un tirón, y encontró un modo
extravagante de alumbrado: ponía en equilibrio sobre su cabeza una gran
palmatoria de cobre, que iluminaba perfectamente las páginas; pero, a veces, se
dormía y la palmatoria rodaba por la cama, con grave peligro de incendio.
Acaso bebía un
poco o se entregaba al opio; lo cierto es que sus extravagancias se hicieron
muy frecuentes. Hubo que llamar al médico, cosa que indignó mucho a Nerval, que
no comprendía la ingerencia de la ciencia total, porque un día se paseó por el
Palais Royal, llevando tras sí un cangrejo sujeto por un largo cordón azul.
«¿Acaso —decía— un cangrejo es más ridículo que un pato, que una gacela, que un
león o que cualquier otro animal de que pueda uno hacerse seguir? A mí me
gustan los cangrejos porque son pacíficos, serios, saben los secretos del mar,
no ladran ni asustan a las gentes como los perros, que tan antipáticos le eran
a Goethe, el cual, sin embargo, no estaba loco».
Tenía la
preocupación del mundo invisible y de los mitos cosmogónicos, y cultivó los
círculos misteriosos de Swendenborg y, del clérigo Terrasson. En un viaje que
hizo por Oriente compró una esclava «de piel dorada y de cabellos rubios y el
pecho pintado de soles». Iba a documentarse para escribir un poema de la reina
de Saba y de Salomón, y se dirigió al Líbano.
Fué huésped de los
jefes drusos y maronitas, «semejantes a los burgraves del siglo XIII».
Bien pronto olvidó
los motivos literarios de su viaje, y quiso penetrar la doctrina secreta de los
drusos. Un día, jinete en su caballo blanco, fue a visitar al Cheih Said
Escherazy para pedirle la mano de su hija, «la attaké» Siti Salema. Esta virgen
drusa aceptó a Gerardo de Nerval, le dio un tulipán y plantó un arbolillo, que
debía crecer con sus amores. Pero el poeta, un día que iba a ver a su
prometida, divisó un escarabajo y, tomándolo por mal augurio, renunció a su
pintoresco enlace. Con todas estas noticias, conociendo su labor poética, sus
inquietudes filosóficas y su fértil imaginación, que contrastaba con su vida de
bohemio menesteroso, este soneto epitafio tiene un gran interés de emoción:
SONETO
EPITAFIO
A ratos vivió alegre, igual que un gorrión,
este poeta loco, amador e indolente;
otras veces, sombrío cual Clitandro doliente…
Cierto día, una mano llamó a su habitación.
¡Era la Muerte! Entonces, él suspiró: —Señora,
dejadme urdir las rimas de mi último soneto—.
Después cerró los ojos —acaso, un poco inquieto
ante el helado enigma— para aguardar su hora…
Dicen que fue holgazán, errátil e ilusorio,
que dejaba secar la tinta en su escritorio.
Lo quiso saber todo y al fin nada ha sabido.
Y una noche de invierno, cansado de la vida,
dejó escapar el alma de la carne podrida
y se fue preguntando: —¿Para qué habré venido?
Dijeron que se
había ahorcado en una hora de locura. Pero este epitafio rimado demuestra lo
contrario. Se fue de la vida en la cumbre de una de esas crisis morales en las
que acaso el hombre alcanza mayor lucidez. ¡Quién lo sabe!…
Hábitos y extravagancias de los escritores
EL público que ha
sentido la emoción de la poesía, que ha reído con las comedias y que ha seguido
febril por el interés los episodios de un héroe de novela, tiene, sin duda, una
gran curiosidad por saber cómo han sido escritas las obras literarias de su
predilección. Aparte de las interesantes visitas
de nuestro Caballero Audaz, muy poco
se ha cultivado en España esta literatura íntima y anecdótica: únicamente los
que establecemos nuestro despacho en
la mesa de un café ofrecemos un pedazo de intimidad al interés de los lectores.
Zamacois, Roberto Castrovido, escriben sus admirables novelas y sus artículos
maravillosos sobre una mesa de mármol, con un tinterillo menguado, entre el
bullicio, envueltos en el humo de las salas de un cafetín de barrio. Es éste un
milagro de aislamiento entre la muchedumbre, para el que es preciso una gran
fuerza mental.
Valle-Inclán
escribe en la cama, con lápiz. El pobre y grande Felipe Trigo no podía trabajar
sino en unas cuartillas en un tamaño de octavo menor. Uno de nuestros más
terribles revolucionarios, que tiene la suerte de estar casado con una bella
dama andaluza, urde sus furibundos artículos… envuelto en un mantón de Manila
de su esposa. No digo su nombre para evitarle el sonrojo ante los terribles
compañeros del Comité de barrio.
Los franceses han
cultivado mejor este género de literatura íntima. Así sabemos detalles
interesantes y pintorescos. Moliere leía sus comedias a su criada conforme las
iba escribiendo. Cuando a la buena mujer no le agradaba una escena el poeta la
tachaba. Era su previa censura, el
mismo espíritu del público para el cual escribía.
El poeta Delille
era muy perezoso, y su mujer le encerraba con llave para que trabajase. Ella se
iba a dar un paseo o a ver escaparates, y si acaso llegaba alguna visita, el
pobre poeta secuestrado abría el ventanillo y exclamaba, con una resignación un
poco cómica:
—¡Estoy cautivo!
Le ruego tome asiento en la escalera; mi esposa no puede tardar en venir.
Cuando ésta
llegaba, hacía entrar a los visitantes con visible malhumor, porque durante el
tiempo de la visita el poeta no trabajaba. Delille solía recitar algunas
estrofas del poema que estaba componiendo; pero su esposa le interrumpía
violentamente:
—¡Eres un camello!
No digas el argumento de lo que
escribes, porque alguno de estos señores te lo puede robar.
Delille se ponía
colorado y los amigos se marchaban haciendo furiosas protestas de honradez
literaria. En seguida la señora le colocaba las cuartillas delante.
—Ahora, querido
poeta, a ganar el tiempo perdido.
—Si he trabajado
mientras tú no estabas en casa.
—No importa. Tú sabes
que cada línea nos vale cinco francos
aproximadamente. Es preciso hacer versos, hasta veinte duros, antes de
almorzar.
Y le dejaba
encerrado con llave en su despacho.
Balzac fue también
un forzado del trabajo literario. Murió literalmente víctima del exceso de
labor. Se acostaba a las seis de la tarde y se levantaba a las doce de la
noche, se envolvía en una especie de capuchón frailuno, tomaba un gran tazón de
café y a la luz de una araña de siete bujías trabajaba hasta las doce de la
mañana. Conforme iba escribiendo arrojaba las cuartillas al suelo, sin leerlas
y sin numerarlas. A las doce entraba su criado a traerle el almuerzo, recogía
las cuartillas esparcidas y las llevaba a la imprenta.
Los impresores
temían a las cuartillas de Balzac. Era para ellos como una pesadilla. En
pruebas, las rehacía totalmente. Teófilo Gautier describe de este modo
pintoresco las pruebas de imprenta de Honorato de Balzac:
«Unas rayas
gruesas partían del principio, del centro, del fin de las frases hacia las
márgenes de arriba a abajo, de izquierda a derecha, con infinitas correcciones.
A veces parecía un castillo de pirotecnia dibujado por un niño. Del texto
primitivo apenas quedaban algunas palabras. El autor trazaba cruces, círculos,
signos griegos, árabes…, figuras ininteligibles, todas las llamadas
imaginables, para fijar la atención del tipógrafo. Tiras de otro papel
atiborradas de escritura iban adheridas a las pruebas con alfileres».
Gautier escribía
muy de prisa. Las novelas que publicó en La
Prensa las iba haciendo diariamente en la misma imprenta, entre el ruido
ensordecedor de las máquinas. Aurora Dupin gozaba de parecida facilidad.
Trabajaba de un tirón ocho horas diarias, con la condición ineludible de que
había de ser por la noche.
Todo lo contrario
fue el gran novelista Gustavo Flaubert, que después de horrenda lucha con su
estilo torturado, en una sesión de diez horas sólo podía producir una cuartilla
impecable, eso sí, y maravillosa.
Alejandro Dumas,
padre, se contentaba con un vaso de limonada. Balzac hacía un enorme consumo de
café, y Aurora Dupin, la Jorge Sand,
fumaba como un marino. Alfredo de Musset buscó en el ajenjo, el terrible y
literario brebaje, la inspiración que le abandonaba después de la catástrofe
espiritual de Venecia, cuando su amante le burló con el médico Pagello.
Gerardo de Nerval,
el admirable poeta bohemio, tan desconocido en España, no podía escribir en su
casa… cuando la tenía. Si una revista le encargaba un artículo, se iba a
cualquier café. Sacaba de su bolsillo el tintero, un montón de plumas, papeles,
libros. Era todo su ajuar. Cuando acababa de escribir el título llegaba un
amigo inoportuno. Gerardo volvía a guardar su biblioteca ambulante y se
marchaba a otro café, donde la escena solía repetirse. Y así, al cabo de
recorrer todos los cafetines, podía terminar su labor.
Villieres de
l’Isle-Adam, el autor de Cuentos crueles,
se retiraba a su casa al amanecer y dormía hasta las doce. Se bebía una taza de
caldo y en seguida se disponía a escribir, sin levantarse de la cama, sostenido
por varias almohadas. Tenía a su alcance muchos lapiceros, y trabajaba hasta
las nueve de la noche, hora en que se levantaba para ir a pasar el resto de la
noche en alguna taberna de Montmartre.
El más lamentable
era Paul Verlaine, vagabundeando por las zahurdas del París nocturno, borracho
de ajenjo. El poeta de La cabeza de fauno
se sentaba junto a un vaso del glauco veneno con una hoja de papel. A veces
garrapateaba algunos versos, musitando palabras confusas, o bien arrojaba la
pluma con rabia, se retorcía las manos o las agitaba en el aire, con
estremecimientos de epilepsia. Después apuraba su vaso y tornaba al trabajo,
como un sonámbulo.
La manera de
escribir, los estimulantes y las íntimas extravagancias de los escritores
célebres son un curioso detalle de su psicología y ofrecen un gran interés para
los lectores. Por eso mismo hemos recogido estos apuntes anecdóticos esparcidos
acá y allá en las biografías y en las revistas francesas, más curiosas de la
vida al detalle de los grandes hombres que las revistas españolas.
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