lunes, 1 de abril de 2024

BORGES ESENCIAL. CONFERENCIAS EN USA. PRÓLOGO DEL LIBRO.

 



En la década final de su vida, Borges emprendió una gira por los Estados Unidos con el

fin de participar de una serie de diálogos organizados por las universidades más

prestigiosas de esa nación (Chicago, Indiana, Columbia y el M.I.T., entre otras). El

recorrido traza una cartografía inquietante: Borges conversa sobre el sentido del

universo con un astrofísico, sobre misticismo con un experto en cábala y sobre el difuso

límite entre realidad y ficción con escritores y poetas. Asiste a un encuentro en el PEN

Club de Nueva York y concede incluso una entrevista a una personalidad televisiva:

Dick Cavett. A lo largo de estos encuentros, el escritor argentino evoca sueños y

pesadillas, sagas nórdicas, frases del inglés antiguo, la presencia del «otro» y el doble, y

varios de sus autores favoritos, entre otros temas. El placer intelectual de la

conversación lleva asimismo a Borges (por lo general renuente a las confidencias) a

revelar el significado de símbolos y tramas de varias de sus obras. La traducción y las

notas de Martín Hadis junto a las notables fotografías de Willis Barnstone completan en

estas páginas el sensible retrato de ese misterio esencial de la literatura que conocemos

como Borges.

Jorge Luis Borges

Borges: el misterio esencial

AGRADECIMIENTOS

Las conversaciones que figuran aquí bajo los títulos «Islas secretas», «Soy simplemente

el que soy», «La pesadilla, ese tigre entre los sueños» y «Yo siempre sentí el temor de los

espejos» corresponden a conferencias que Borges brindó en la Universidad de Indiana,

Bloomington, en el año 1980, gracias al auspicio de la Fundación William T. Patten.[1]

La conversación que figura bajo el título «Al despertar» fue publicada

originariamente bajo el título «Thirteen Questions: A Dialogue with Jorge Luis Borges»

(«Trece preguntas: un diálogo con Jorge Luis Borges») en el Chicago Review y se

reproduce aquí con ligeras correcciones con la debida autorización de esa revista.

Partes del «Show de Dick Cavett» del 5 de mayo de 1980 conforman la conversación

que figura con el título «Sobrevino como un lento crepúsculo de verano», publicada con

autorización de Daphne Productions.

Las fotografías de Borges fueron tomadas por Willis Barnstone en Buenos Aires, en

los años 1976 y 1977.

La publicación de este libro implica un regreso de estas conversaciones al idioma de

Borges. Por ese motivo, la labor de traducción no consistió meramente en trasladar al

castellano las palabras que el escritor dijo en inglés, sino en buscar las palabras y frases

que Borges solía emplear en castellano para expresar las mismas ideas.

Prólogo

Este libro recoge el conjunto de diálogos con Borges que tuvieron lugar en los Estados

Unidos en los años 1976 y 1980. En 1976 Borges viajó al campus de la Universidad de

Indiana, Bloomington, para participar en una serie de conversaciones sobre su obra.

Años más tarde, en la primavera septentrional de 1980, regresó a esa casa de estudios y

permaneció allí un mes entero, gracias al auspicio de la Fundación William T. Patten, el

Departamento de Español y Portugués, el Departamento de Literatura Comparada y la

Oficina de Asuntos Latinoamericanos de esa universidad. Borges se trasladó luego a la

Costa Este de los Estados Unidos. En la Universidad de Chicago fue recibido por una

audiencia expectante y numerosa. John Coleman y Alistair Reid lo entrevistaron en el

PEN Club de Nueva York. Asistió asimismo como invitado al «Show de Dick Cavett».

En la Universidad de Columbia sus palabras conmovieron a un público vasto y atento.

Allí afirmó: «Toda multitud es una ilusión […] Estoy hablando con cada uno de ustedes

personalmente». Luego partió hacia Cambridge, Massachusetts, donde participó en un

diálogo organizado por la Universidad de Boston, la Universidad de Harvard[2] y el

Massachusetts Institute of Technology (M. I. T.).

Como notará el lector, varias de estas universidades se cuentan entre las más

prestigiosas de los Estados Unidos. En esos ámbitos, Borges dialogó con estudiantes y

profesores de literatura, varios de sus traductores y críticos, e investigadores dedicados

a analizar su obra. Resulta difícil imaginar una audiencia más propicia, y esto se refleja

en la conversación, a la vez afable y erudita. Resulta claro, a lo largo de estas páginas,

que Borges agradecía estos encuentros y se encontraba sumamente cómodo y a gusto en

ese contexto académico. Recordemos que para ese entonces, el autor de El Aleph

sobrellevaba ya su ceguera hacía décadas. Y sin embargo, para describir cómo se siente

en el auditorio de la Universidad de Chicago, Borges afirma:

Percibo la amistad, percibo una sensación muy real de bienvenida. Me siento querido por

la gente, siento todo eso. No percibo lo circunstancial sino lo esencial, profundamente. No

sé cómo lo hago, pero estoy seguro de que mi percepción es correcta.

En efecto, el público demuestra, en cada caso su curiosidad e interés por conocer

mejor a Borges, sus fuentes literarias, su país natal, su genealogía y su pasado, y

también sus futuros proyectos literarios. A diferencia de tantas entrevistas radiales y

televisivas, nadie interrumpe aquí a Borges, que se extiende todo lo necesario en cada

respuesta. Todos escuchan atentamente y la admiración por el escritor argentino se

siente en cada pregunta. A tal grado que el mismo Borges recurre con frecuencia a su

agudo sentido del humor para mitigar esa reverencia y propiciar un registro más

informal. El diálogo fluye con espontaneidad: «Aquí estamos entre amigos», afirma

Borges. Y eso lo habilita, al parecer, a cruzar un límite infranqueable: en varios de esto

diálogos procede a revelar los mecanismos de creación de sus obras, algo a lo que en

otras oportunidades se muestra sumamente renuente. En el PEN Club de Nueva York

revela aspectos desconocidos de su célebre cuento «El sur» y agrega, riendo: «Pero

[todo esto] es estrictamente confidencial [así que] no se lo digan a nadie, ¿eh?». En otra

conversación revela que su poema «Fragmento» —cuya fuente más obvia es el antiguo

poema anglosajón llamado Beowulf—, está basado, en realidad, en una rima infantil

inglesa, que acaso leyó —o escuchó de su abuela inglesa— durante su más tierna

infancia. En la Universidad de Chicago, explica cómo su madre colaboró con él para

ayudarlo a terminar su cuento «La intrusa», brindándole las palabras finales del

protagonista. De ese modo, aclara Borges, «por un instante [mi madre] se convirtió […]

en uno de los personajes del cuento».

A lo largo de todos estos diálogos resaltan también la timidez y la desconcertante

modestia del autor de Ficciones. En la Universidad de Indiana, Borges declara: «Pienso

que la gente ha exagerado mi importancia. Yo no creo que mi obra tenga tanto interés».

Y luego agrega: «Debo decirles a todos ustedes que les agradezco que me tomen en

serio. Es algo que yo no hago jamás». Esta actitud, que en otra persona podría parecer

mera afectación, era en Borges frecuente y totalmente franca. Y es que no solo hacía

estos comentarios en público. Varios de sus amigos y familiares las escuchaban con

frecuencia. Alicia Jurado solía recordar que una vez acompañó a Borges a cruzar la

Plaza San Martín, mucha gente se acercaba para felicitarlo y ponderar sus textos.

Borges, algo avergonzado y abrumado, agradecía una y otra vez sin decir nada. Pero al

llegar a la avenida se puso serio y le aclaró a Alicia: «Por favor, no vayas a creer lo que

dice toda esta gente. Son todos ellos actores, contratados por mí. Creo que exageran,

pero de todos modos hacen bien su trabajo, ¿no te parece?». Otra testigo directa de estas

situaciones fue su madre, Leonor Acevedo, quien con frecuencia lo acompañaba en sus

viajes. Al finalizar cada homenaje en el extranjero, Borges se volvía hacia ella y le

susurraba perplejo: «Caramba, madre, ¡me toman en serio!». Para terminar, vale

también aquí recordar aquella ocasión en la que Borges se encontraba firmando

ejemplares en una librería del centro de Buenos Aires. Un lector se le acercó con un

ejemplar de Ficciones y le espetó: «¡Maestro! ¡Usted es inmortal!». A lo que Borges

respondió: «Bueno, joven, ¡vamos!… ¡No hay por qué ser tan pesimista!».

Volviendo ya a un plano más académico, muchas de estas conversaciones giran en

torno de los intereses centrales de Borges: los límites entre la realidad y la imaginación,

las pesadillas, los sueños, el «otro» y el doble, el heroísmo de sus antepasados militares,

la cábala, el inglés antiguo, la memoria y el tiempo. Autores norteamericanos como

Robert Frost, Edgar Allan Poe, Emily Dickinson y Walt Whitman reciben, como es de

esperar, una atención destacada. A la vez, y muy curiosamente, el hecho de hallarse en

los Estados Unidos lleva a Borges a explicar distintos aspectos de su país que para un

público argentino resultarían redundantes. Estas conversaciones contienen, por lo tanto

y aunque resulte paradójico, más opiniones de Borges sobre la Argentina que las que

figuran en otros diálogos que mantuvo con sus compatriotas. Pero la erudición de

Borges no respeta fronteras, de manera que para recorrer todos estos temas y autores, el

escritor tiende una red que abarca todo el orbe: la Islandia medieval, el viejo Buenos

Aires, las literaturas de China, la India y Japón, la Inglaterra sajona, y varios de sus

autores favoritos: Stevenson, Chesterton y Kipling, entre otros.

Borges enuncia asimismo en estas páginas el significado de varios de sus símbolos

recurrentes: explica el significado que tienen para él tigres y cuchillos, los compadritos y

las esquinas del barrio Sur. «[Tiendo a] comunicarme por medio de símbolos —aclara el

escritor argentino—. De haber sido una persona más explícita, no sería escritor».[3]

En el M. I. T., afirma que los laberintos representan su visión íntima del universo. En

diálogo con el astrofísico Kenneth Brecher y el estudioso de la cábala Jaime Alazraki,

asegura que el universo es un enigma, sugiere que «lo maravilloso es que jamás

podremos resolverlo», y finalmente concluye con una confesión que desarma por lo

profunda y simple: «Yo vivo en un perpetuo estado de asombro».

Estos diálogos, antes alejados en la geografía y en el tiempo, regresan ahora a la

Argentina y al idioma castellano. Esperamos que esta edición refleje la amistad, la

profundidad y la poesía que les dieron origen.

WILLIS BARNSTONE | MARTÍN HADIS

Marzo de 2021

Borges en el recuerdo

En el año 1975, Borges y yo compartimos una cena de Navidad en Buenos Aires. La

Argentina se encontraba por ese entonces sumida en graves tensiones políticas, y

Borges se encontraba muy serio. Comimos una buena comida, tomamos un buen vino y

conversamos, pero la sensación de angustia y opresión que asolaba al país estaba

también en nuestros pensamientos. Tras una larga y agradable sobremesa, llegó

finalmente el momento de partir. Esa noche había huelga de taxis y de colectivos, de

manera que nos vimos obligados a caminar, y Borges, como el caballero que era, insistió

en acompañar a María Kodama a su casa. Comenzamos a atravesar la ciudad bajo una

penumbra ventosa y lúcida. A medida que la noche transcurría, Borges parecía volverse

más y más atento a cada rasgo de las calles que íbamos dejando atrás, a la arquitectura

que sus ojos ciegos de alguna manera descifraban, a los pocos transeúntes que se

cruzaban en nuestro camino. Tras despedirnos de María, emprendimos el regreso. A las

pocas cuadras noté algo que me preocupó: Borges se detenía sistemáticamente cada

pocos pasos para hacer alguna afirmación notable y doblaba luego en cada esquina,

siguiendo un recorrido circular. Deduje de esto que Borges se había perdido y no tenía

la menor idea de cómo regresar a su casa. Pero la realidad era otra: no sólo no estaba en

absoluto perdido, sino que el motivo de esa trayectoria errática era deliberado, y mucho

más simple. Borges, sencillamente, tenía ganas de seguir conversando: acerca de su

hermana Norah y de su infancia, acerca de un asesinato que —me dijo— había

presenciado décadas atrás en el límite entre Brasil y Uruguay, acerca de las hazañas de

sus antepasados militares en distintos conflictos del siglo XIX. Con frecuencia su bastón

quedaba accidentalmente encajado en algún bache o grieta del asfalto, y Borges

aprovechaba entonces la ocasión para hacer una pausa, apoyarse sobre él y estirar a un

tiempo ambos brazos, en un solo movimiento armonioso que le confería el aire de un

actor. El dilatado paseo de esa noche me permitió comprobar una vez más que el

personaje y la conversación de Borges eran, al menos, tan profundos y brillantes como

su palabra escrita, y esto reafirmaba —al menos para mí— el valor de su obra literaria.

Cuando retornamos por fin al departamento de la calle Maipú, el alba despuntaba ya en

la vereda. Otra larga noche de conversaciones con Borges había llegado a su fin.

Esa misma tarde acompañé a Borges al Café Saint James. Allí pasamos varias horas

hablando sobre Dante y Milton. Por la noche fuimos a cenar a Maxim’s. Estábamos

saliendo de lo de Borges cuando me sentí invadido por una repentina sensación de

melancolía. Le dije: «Borges, siempre recordaré nuestras charlas y mi fascinación al

escucharlo, pero jamás podré recobrar las palabras exactas». Borges me tomó del brazo

y me respondió entonces con una de sus habituales observaciones paradójicas: «No se

preocupe, Willis. Recuerde lo que escribió Swedenborg: ‘Dios nos ha concedido la

memoria para que tengamos la capacidad de olvidar’».

Hoy me resultaría imposible recuperar cada una de las palabras de tantas horas que

pasé conversando con Borges en tantas circunstancias diferentes: volando en avión,

caminando por las calles de Buenos Aires o recorriéndolas en distintos autos, cenando

en restaurantes, o simplemente dialogando en una u otra casa. En las páginas que

siguen, sin embargo, han quedado registrados para siempre el candor, el asombro, la

sorpresa e inteligencia de Borges. No he conocido a ninguna otra persona en toda mi

vida que me brindara a la vez la calidad socrática, los razonamientos profundos y

graciosos, y las réplicas inesperadas que Borges ofrecía continuamente en su diálogo. Es

una verdadera fortuna que haya sido grabada y luego transcripta al menos una fracción

de las muchas conversaciones que Borges mantuvo con tantas otras personas a lo largo

de su vida, mientras ejercía ese otro arte que consideraba la máxima virtud argentina: la

amistad.

WILLIS BARNSTONE

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