lunes, 24 de septiembre de 2018

CONDE DE MONTECRISTO. CAPÍTULO XXX . FRAGMENTOS. COMENTARIOS. ANOTACIONES. DÍA 17.


CONDE DE MONTECRISTO. CAPÍTULO XXX    . FRAGMENTOS. COMENTARIOS. ANOTACIONES. DÍA 17.
Nota: La magnanimidad del Conde y su venganza se anuncia al final de este capítulo.
(Fragmento).
El minutero seguía avanzando siempre, las pistolas estaban carga­das, alargó la mano y tomó una, murmurando el nombre de su hija. Después dejó el arma mortal, cogió la pluma y se puso a escribir algunas palabras. Le parecía entonces que no se había despedido de su querida hija. Luego se volvió a mirar el reloj. Ya no contaba los minutos, sino los segundos. Con la boca entreabierta y los ojos fijos en el minutero, volvió a coger el arma, estremeciéndose al ruido que él mismo al montarla hacía. El minutero iba a señalar las once. Morrel no se movió, esperando únicamente que Cocles pronuncia­se estas palabras: «El representante de la casa de Thomson y French.»
Y ya tocaba su boca con el arma.
De pronto sonó un grito..., era la voz de su hija... Al volverse y ver a Julia, la pistola se escapó de sus manos.
¡Padre mío! ‑exclamó la joven jadeante y dando muestras de alegría‑. ¡Salvado! ¡Os habéis salvado!
Y se arrojó en sus brazos, mostrándole una bolsa de seda encarnada.
¡Salvado, hija mía! ‑murmuró Morrel‑. ¿Qué quieres decir?
Sí; mirad, mirad‑repuso la joven.
Morrel cogió la bolsa temblando, porque tuvo un vago recuerdo de que le había pertenecido.
A un lado estaba el pagaré de doscientos ochenta y siete mil qui­nientos francos, finiquitado.
Y del otro un diamante tan grueso como una avellana, con un pe­dazo de pergamino en que se leía esta frase: «Dote de Julia.»
Morrel se pasó la mano por la frente, creía estar soñando. En este momento daba el reloj las once. El son de la campana vibraba en su interior como si la campana sonase en su propio corazón.
Veamos, hija mía ‑le dijo‑ cuéntame lo ocurrido. ¿Dónde has hallado esta bolsa?
En una casa de las Alamedas de Meillán, número 15, sobre la chimenea de un quinto piso muy pobre.
¡Pero esta bolsa no es tuya! ‑exclamó Morrel.
Julia alargó a su padre la misiva que tenía en la mano.
¿Y has ido sola a esta casa? ‑le preguntó Morrel después de haberla leído.
Manuel me acompañaba, padre mío. Debía de esperarme en la esquina de la calle del Museo, pero ¡cosa extraña!, ya no estaba cuan­do volví.
¡Señor Morrel! ‑gritó una voz en la escalera‑. ¡Señor Morrel!
Es su voz ‑murmuró Julia.
Al mismo tiempo entró Manuel fuera de sí por efecto del júbilo y la emoción.
¡El Faraón! ‑exclamó‑. ¡El Faraón!
¿Qué es eso? ¿El Faraón? ¿Estáis loco, Manuel? Ya sabéis que se ha perdido.
¡El Faraón, señor...!, lo señala el vigía del puerto..., está en­trando ahora mismo.
Morrel volvió a caer sobre su silla, le faltaron las fuerzas. Su inteli­gencia se negaba a dar crédito a tantos sucesos increíbles, maravi­llosos.
Pero entonces llegó también su hijo exclamando:
¡Padre mío! ¿Cómo decíais que El Faraón se ha perdido? El vi­gía lo señala, y dicen que está entrando en el puerto.
¡Amigos míos! ‑exclamó el naviero‑, si eso fuera cierto, ten­dríamos que atribuirlo a milagro palpable. ¡Imposible! ¡Imposible!
Pero lo que era verdadero y no menos maravilloso, era aquella bolsa que tenía en la mano, aquel pagaré inutilizado, y aquel magnífico dia­mante.
¡Ah, señor! ‑dijo Cocles entrando a su vez. ¿Qué significa todo esto? ¿El Faraón?
Vamos, hijos míos ‑dijo Morrel levantándose‑. Vamos a ver­lo, y que Dios se apiade de nosotros si es mentira.
En medio de la escalera los estaba esperando la pobre señora Mo­rrel, que no se había atrevido a subir. Como por encanto llegaron a la Cannebière. En el puerto había mucha gente congregada. Y la muchedumbre se abría para dejar paso a Morrel.
¡El Faraón! ¡El Faraón! ‑exclamaban todas las voces.
En efecto, ¡cosa maravillosa!, ¡increíble!, un buque con estas pala­bras escritas en la popa en letras blancas: El Faraón, de Morrel a hijos, de Marsella, completamente igual al Faraón, y cargado asimismo de cochinilla y añil, echaba el ancla y cargaba sus velas enfrente del fuerte de San Juan. Desde el puente daba sus órdenes el capitán Gau­mard, y maese Penelón hacía señas al señor Morrel.
Ya no era posible dudarlo. El Faraón estaba allí, a la vista, y diez mil personas confirmaban con sus voces tan inesperado suceso.
Cuando Morrel y su hijo se abrazaban, con aplauso de toda la ciu­dad, presente a ese prodigio, un hombre de larguísima barba negra que se ocultaba detrás de la garita de un centinela, contemplaba enter­necido la escena murmurando:
Que seas feliz, noble corazón; que Dios lo bendiga por el bien que has hecho y que harás todavía, y quede mi gratitud tan ignorada como lo beneficio.
Y con una sonrisa en que brillaba la alegría y la felicidad, abando­nó su escondite, sin que nadie reparase en él, tan preocupada estaba la multitud con lo que ocurría, y bajando los escalones que sirven de desembarcadero, gritó tres veces:
¡Jacobo! ¡Jacobo! ¡Jacobo!
Se aproximó una lancha, que le condujo a un yate ricamente apa­rejado, a cuyo puente subió con la ligereza de un marinero. Desde allí se puso otra vez a contemplar a Morrel, que llorando de alegría, repar­tía a todos apretones de manos, mirando a la par al cielo, como si buscase, para darle gracias, a su desconocido protector.
Ahora ‑murmuró el desconocido‑, adiós, bondad, humanidad y gratitud..., adiós, todos los sentimientos que ennoblecen el alma. He querido ocupar el puesto de la Providencia para recompensar a los buenos..., ahora cédame el suyo el Dios de las venganzas para cas­tigar a los malvados.

Y al decir esto, hizo una señal, que parecía que el barco no esperase otra cosa para hendir la superficIe de las aguas.

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