domingo, 23 de septiembre de 2018

CONDE DE MONTECRISTO. CAPÍTULO . FRAGMENTOS. COMENTARIOS. ANOTACIONES. DÍA: 16.


CONDE DE MONTECRISTO. CAPÍTULO XXVI. FRAGMENTOS. COMENTARIOS. ANOTACIONES. DÍA: 16.
Nota: Se inicia la trama de la venganza para Caderousse. La "codicia", el diamante.
(Fragmento).

"Tomad, amigo mío ‑dijo a Caderousse. Tomad este diamante, que es vuestro.
¡Cómo! ¡Mío! ¡Mío solo! ‑exclamó Caderousse‑. ¡Ah, señor!, ¿no os burláis?
El precio de este diamante había de repartirse entre sus amigos; de manera que teniendo Edmundo uno solo, es imposible la reparti­ción. Tomad este diamante y vendedlo. Os repito que vale cincuenta mil francos. Con semejante cantidad saldréis de la miseria.
¡Oh, señor! ‑dijo Caderousse alargando la mano tímidamente y enjugándose con la otra el sudor que le bañaba el rostro‑. ¡Oh, se­ñor, no toméis a chanza la felicidad o la desesperación de un hombre!
Bien sé lo que es felicidad y lo que es desesperación, para que en esto nunca me chancee. Tomad, pues, el diamante, pero en cambio...
Caderousse retiró su mano, que tocaba ya la sortija.
El abate se sonrió.
En cambio ‑repuso‑, podéis darme ese bolsillo de seda en­carnada que dejó el señor Morrel sobre la chimenea del anciano Dan­tés, y que vos poseéis, según me habéis dicho.
Cada vez más sorprendido Caderousse, se dirigió a un armario de encina, lo abrió y entregó al abate un bolsillo largo de torzal encar­nado, que adornaban dos anillos de cobre, dorados en otro tiempo.
Cogiólo el abate, y en su lugar entregó al posadero el diamante.
¡Oh, señor! Sois un hombre bajado del cielo ‑exclamó Cade­rousse‑. Nadie sabía que Edmundo os dio este diamante, y hubierais podido quedaros con él.
¡Vaya! ‑dijo para sí el abate‑. Según eso tú lo hubieras hecho.
Y cogió su sombrero y sus guantes y se levantó.
¡Ah! ‑dijo de repente‑, ¿eso que me habéis contado es la pura verdad? ¿Puedo creerlo al pie de la letra?
Esperad, señor abate ‑respondió Caderousse‑, en este rincón hay un Santo Cristo de madera, bendito, y sobre aquel baúl el devo­cionario de mi mujer. Abridlo y colocando una mano sobre él y la otra extendida hacia el crucifijo, os juraré por la salvación de mi alma y por mi fe de cristiano, que os he contado todo tal como pasó, y como el ángel de los hombres lo repetirá al oído de Dios el día del juicio final.
Bien ‑repuso el abate, convencido por su acento de que decía Caderousse verdad‑. Está bien. Adiós. Me voy lejos de los hombres, que tanto mal se hacen unos a otros.
Y librándose a duras penas de los transportes de entusiasmo de Ca­derousse, quitó el abate por sí mismo la tranca a la puerta, volvió a montar a caballo, saludó por última vez al posadero, que le despedía con ruidosas señales de agradecimiento, y partió en la misma direc­ción que había seguido a la ida.
Cuando Caderousse se volvió vio detrás de él a la Carconte, más pálida y más temblorosa que nunca.
¿Es cierto lo que he oído? ‑le dijo.
¿Qué? ¿Que nos daba el diamante para nosotros solos? ‑res­pondió Caderousse loco de júbilo.
Sí.
Ciertísimo, y si no, míralo.
La mujer lo contempló un instante y luego dijo, con voz sorda:
¡Si fuera falso...!
Caderousse palideció y estuvo a punto de caerse.
¡Falso... ! ‑murmuró‑. ¡Falso! ¿Y por qué ese hombre me ha­bía de dar un diamante falso?
Por hacerte hablar sin pagarte, imbécil.
Al peso de esta suposición, Caderousse se quedó como aturdido.
¡Oh! ‑dijo después de un instante, cogiendo su sombrero, que se puso sobre el pañuelo encarnado que tenía a la cabeza‑, pronto lo sabremos.
¿Cómo?
Hoy es la feria de Beaucaire, habrá plateros de París, voy a mos­trárselo. Guarda tú la casa, mujer, que dentro de dos horas estoy de vuelta.
Y salió Caderousse precipitadamente de la posada, tomando el ca­mino opuesto al que seguía el desconocido.
¡Cincuenta mil francos! ‑murmuró la Carconte al verse sola‑, es dinero..., pero no es ningún tesoro".


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