CONDE
DE MONTECRISTO. CAPÍTULO XXVI. FRAGMENTOS. COMENTARIOS. ANOTACIONES.
DÍA: 16.
Nota: Se inicia la trama de la venganza para Caderousse. La "codicia", el diamante.
(Fragmento).
"‑Tomad,
amigo mío ‑dijo a Caderousse. Tomad este diamante, que es
vuestro.
‑¡Cómo!
¡Mío! ¡Mío solo! ‑exclamó Caderousse‑. ¡Ah, señor!,
¿no os burláis?
‑El
precio de este diamante había de repartirse entre sus amigos; de
manera que teniendo Edmundo uno solo, es imposible la repartición.
Tomad este diamante y vendedlo. Os repito que vale cincuenta mil
francos. Con semejante cantidad saldréis de la miseria.
‑¡Oh,
señor! ‑dijo Caderousse alargando la mano tímidamente y
enjugándose con la otra el sudor que le bañaba el rostro‑.
¡Oh, señor, no toméis a chanza la felicidad o la
desesperación de un hombre!
‑Bien
sé lo que es felicidad y lo que es desesperación, para que en esto
nunca me chancee. Tomad, pues, el diamante, pero en cambio...
Caderousse
retiró su mano, que tocaba ya la sortija.
El
abate se sonrió.
‑En
cambio ‑repuso‑, podéis darme ese bolsillo de seda
encarnada que dejó el señor Morrel sobre la chimenea del
anciano Dantés, y que vos poseéis, según me habéis dicho.
Cada
vez más sorprendido Caderousse, se dirigió a un armario de encina,
lo abrió y entregó al abate un bolsillo largo de torzal encarnado,
que adornaban dos anillos de cobre, dorados en otro tiempo.
Cogiólo
el abate, y en su lugar entregó al posadero el diamante.
‑¡Oh,
señor! Sois un hombre bajado del cielo ‑exclamó Caderousse‑.
Nadie sabía que Edmundo os dio este diamante, y hubierais podido
quedaros con él.
‑¡Vaya!
‑dijo para sí el abate‑. Según eso tú lo hubieras
hecho.
Y
cogió su sombrero y sus guantes y se levantó.
‑¡Ah!
‑dijo de repente‑, ¿eso que me habéis contado es la
pura verdad? ¿Puedo creerlo al pie de la letra?
‑Esperad,
señor abate ‑respondió Caderousse‑, en este rincón hay
un Santo Cristo de madera, bendito, y sobre aquel baúl el
devocionario de mi mujer. Abridlo y colocando una mano sobre él
y la otra extendida hacia el crucifijo, os juraré por la salvación
de mi alma y por mi fe de cristiano, que os he contado todo tal como
pasó, y como el ángel de los hombres lo repetirá al oído de Dios
el día del juicio final.
‑Bien
‑repuso el abate, convencido por su acento de que decía
Caderousse verdad‑. Está bien. Adiós. Me voy lejos de los
hombres, que tanto mal se hacen unos a otros.
Y
librándose a duras penas de los transportes de entusiasmo de
Caderousse, quitó el abate por sí mismo la tranca a la puerta,
volvió a montar a caballo, saludó por última vez al posadero, que
le despedía con ruidosas señales de agradecimiento, y partió en la
misma dirección que había seguido a la ida.
Cuando
Caderousse se volvió vio detrás de él a la Carconte, más pálida
y más temblorosa que nunca.
‑¿Es
cierto lo que he oído? ‑le dijo.
‑¿Qué?
¿Que nos daba el diamante para nosotros solos? ‑respondió
Caderousse loco de júbilo.
‑Sí.
‑Ciertísimo,
y si no, míralo.
La
mujer lo contempló un instante y luego dijo, con voz sorda:
‑¡Si
fuera falso...!
Caderousse
palideció y estuvo a punto de caerse.
‑¡Falso...
! ‑murmuró‑. ¡Falso! ¿Y por qué ese hombre me había
de dar un diamante falso?
‑Por
hacerte hablar sin pagarte, imbécil.
Al
peso de esta suposición, Caderousse se quedó como aturdido.
‑¡Oh!
‑dijo después de un instante, cogiendo su sombrero, que se
puso sobre el pañuelo encarnado que tenía a la cabeza‑,
pronto lo sabremos.
‑¿Cómo?
‑Hoy
es la feria de Beaucaire, habrá plateros de París, voy a
mostrárselo. Guarda tú la casa, mujer, que dentro de dos horas
estoy de vuelta.
Y
salió Caderousse precipitadamente de la posada, tomando el camino
opuesto al que seguía el desconocido.
‑¡Cincuenta
mil francos! ‑murmuró la Carconte al verse sola‑, es
dinero..., pero no es ningún tesoro".
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