CONDE
DE MONTECRISTO. CAPÍTULO XXVI. FRAGMENTOS. COMENTARIOS. ANOTACIONES.
DÍA 15.
*La venganza. La trama. el diamante en discordia. Las confesiones de Caderousse.
*Edmundo Dantés se transforma en un abate para iniciar su venganza.
(Fragmento. Capítulo XXVI).
‑¡Gaspar,
Gaspar! ‑murmuró la mujer desde lo alto de la escalera‑.
¡Mira lo que dices!
Caderousse
hizo un movimiento de impaciencia, y sin conceder otra respuesta a la
pregunta que le hacían más que:
‑¿Se
puede ser amigo de aquel cuya mujer se desea? ‑respondió al
abate‑. Pero Dantés, que tenía un corazón de oro, llamaba a
todos amigos suyos... ¡Pobre Edmundo... ! En fin, mejor es que no
haya sabido nada, porque le hubiese costado algún trabajo
perdonarlos al morir... Y digan lo que quieran ‑continuó
Caderousse, en su lenguaje, que no carecía de cierta ruda
poesía‑, más miedo tengo aún a la maldición de los muertos
que al odio de los vivos.
‑¡Imbécil!
‑murmuró la Carconte.
‑¿Sabéis
lo que hizo Fernando contra Dantés?
‑¿Que
si lo sé? ¡Ya lo creo que lo sé!
‑Hablad,
pues.
‑Gaspar,
haz lo que quieras, eres dueño ‑dijo su mujer‑, pero
deberías creerme y no decir una palabra.
‑Me
parece que tienes razón, mujer ‑dijo Caderousse.
‑¿Conque
no queréis decir nada? ‑replicó el abate.
‑¿Para
qué? ‑dijo Caderousse‑. Si el chico estuviese vivo y
viniese a preguntarme, no digo que no, pero ya está debajo de
tierra, según decís, y de consiguiente no puede odiar, no puede
vengarse, dejemos la conversación.
‑¿Entonces
queréis ‑dijo el abate‑ que yo dé a esas personas, que
vos consideráis enemigos, una recompensa destinada a la fidelidad?
‑Es
cierto, tenéis razón ‑dijo Caderousse‑. Por otra parte,
¿de qué les serviría lo que les deja Edmundo...? Lo mismo que una
gota de agua que cae en el mar.
‑Sin
contar que esa gente puede aniquilarte con un solo ademán ‑dijo
la mujer.
‑Pues
¿cómo? ¿Han llegado a ser ricos y poderosos?
‑¿Entonces
no sabéis su historia?
‑No;
contádmela.
Caderousse
pareció reflexionar un instante.
‑No,
porque sería muy largo.
‑Haced
lo que más os convenga, amigo mío ‑dijo el abate con el
acento de la más profunda indiferencia‑, yo respeto vuestros
escrúpulos; por otra parte, lo que hacéis es propio de un
hombre verdaderamente bueno, no hablemos más de ello. ¿De qué
estaba yo encargado? De una simple formalidad. Venderé este
diamante ‑y lo sacó de su bolsillo, abrió la cajita y lo hizo
brillar por segunda vez a los deslumbrados ojos de Caderousse.
‑Ven
a verlo, mujer ‑‑dijo éste con voz ronca.
‑¡Un
diamante! ‑dijo la Carconte, levantándose y bajando con paso
bastante firme la escalera‑. ¿Qué diamante es ése?
‑¿No
lo has oído, mujer? ‑dijo Caderousse‑. Es un diamante
que nos ha legado el pobre chico a su padre, a sus tres amigos
Fernando, Danglars y yo, y a Mercedes, su prometida. Este
diamante vale cincuenta mil francos.
‑¡Oh,
qué joya tan preciosa! ‑dijo ella.
‑¿Conque
nos pertenece la quinta parte de esta suma? ‑dijo Caderousse.
‑Sí,
caballero ‑respondió el abate‑. Además, la parte del
padre, que me creo autorizado a repartir entre vosotros cuatro.
‑¿Y
por qué cuatro? ‑preguntó la Carconte.
‑Porque
cuatro son los amigos de Edmundo.
‑No
son amigos los que hacen traición ‑murmuró sordamente la
mujer.
‑Sí,
sí ‑dijo Caderousse‑, y esto es lo que yo decía. Es
casi una profanación, casi un sacrilegio, recompensar la traición,
el crimen tal vez.
‑Vos
lo habéis querido ‑replicó tranquilamente el abate,
volviendo a colocar el diamante en el bolsillo de su sotana‑.
Ahora dadme las señas de los amigos de Edmundo, a fin de que pueda
ejecutar su última voluntad.
La
frente de Caderousse estaba inundada de sudor; vio que el abate se
levantó, se dirigió hacia la puerta como para echar una ojeada a su
caballo, y volvió.
Marido
y mujer se miraban con una expresión indescriptible.
‑¡Sería
para nosotros el diamante entero! ‑dijo Caderousse.
‑¿Lo
crees así? ‑respondió la mujer.
‑Un
eclesiástico no querría engañarnos.
‑Haz
lo que quieras ‑dijo la mujer‑. En cuanto a mí, no
quiero meterme en nada.
Y
volvió a subir la escalera, tiritando y dando diente con diente, a
pesar del excesivo calor que hacía. En el último escalón se detuvo
un instante.
‑Reflexiónalo
bien, Gaspar ‑dijo.
‑Ya
estoy decidido ‑respondió Caderousse.
La
Carconte entró en su cuarto arrojando un suspiro, oyóse el ruido
de sus pasos al pasar por el pavimento hasta que hubo llegado al
sillón, donde cayó sentada.
‑¿A
qué estáis decidido? ‑preguntó el abate.
‑A
decíroslo todo ‑respondió.
‑Me
parece que eso es lo mejor que pudierais hacer ‑dijo el
sacerdote‑. No porque yo quiera saber lo que vos queréis
ocultarme, pero, en fin, si podéis ayudarme a distribuir las
mandas según la voluntad del testador será mejor.
‑Así
lo espero ‑respondió Caderousse con las mejillas inflamadas
por la esperanza y la ambición.
‑Os
escucho ‑dijo el abate.
‑Aguardad
un momento; podrían interrumpirnos en lo más interesante de mi
relación, lo cual sería algo desagradable; por otra parte, es
inútil que nadie sepa que habéis venido aquí.
Se
dirigió a la puerta de su posada, la cual cerró y a la que, para
mayor precaución, echó la barra, que sólo debía poner por la
noche. Durante este tiempo, el abate eligió un lugar para escuchar
con toda la comodidad. Se había sentado en un rincón, de manera que
quedaba sumergido en la penumbra, mientras que la luz daba de
lleno en el rostro de su interlocutor, disponiéndose con la cabeza
inclinada, las manos cruzadas o más bien crispadas, a escuchar con
todos sus cinco sentidos.
Caderousse
acercó un banquillo y colocóse delante de él.
‑Acuérdate
de que yo no lo he inducido a que hables ‑dijo la temblorosa
voz de la Carconte, como si a través del pavimento de su cuarto
hubiese podido ver la escena que se preparaba.
‑Está
bien, está bien ‑dijo Caderousse‑. No hablemos más de
ello, déjalo todo a mi cargo.
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