COMENTARIO. A la búsqueda de sus seres queridos por parte de Edmundo Dantés.
J. Méndez-Limbrick.
NOTA:
- Jacopo O Jacobo Manfredi. Un pobre contrabandista que ayudó a Dantés a sobrevivir después de escaparse de prisión. Cuando Jacopo prueba su lealtad desinteresada, Dantés le recompensa con su propia nave y tripulación.
- VALORACIÓN DEL TESORO ÉPOCA ACTUAL: $1.400 (MIL CUATROCIENTOS MILLONES DE DÓLARES).
(Fragmento. Capítulo XXV).
"Al
llegar a Liorna fue en busca de un judío, y le vendió cuatro de sus
diamantes más pequeños, por cinco mil francos cada uno. El mercader
hubiera debido informarse de cómo un marinero podía poseer
semejantes alhajas, pero se guardó muy bien de hacerlo, puesto que
ganaba mil francos en cada una".
***
"...Dos
horas después salía Edmundo del puerto de Génova, admirado por una
muchedumbre curiosa, ávida de conocer al caballero español que
acostumbraba navegar solo.
Se
lució Dantés a las mil maravillas. Con ayuda del timón, y sin
necesidad de abandonarlo, hizo ejecutar a su barco todas las
evoluciones que quiso. No parecía sino que fuese el yate un ser
inteligente, siempre dispuesto a obedecer al menor impulso, por lo
que Dantés se convenció de que los genoveses merecían la
reputación que gozan de primeros constructores del mundo.
Los
curiosos siguieron con los ojos la pequeña embarcación hasta que se
perdió de vista, y entonces empezaron a discutir adónde se
dirigiría. Unos opinaron que a Córcega, otros que a la isla de
Elba, apostaron algunos que al África, otros que a España, y
ninguno se acordó de la isla de Montecristo. No obstante, era a
Montecristo adonde se dirigía Dantés.
Llegó
en la tarde del segundo día. El barco, que era muy velero, efectuó
el viaje en treinta y cinco horas. Dantés había reconocido
minuciosamente la costa, y en vez de desembarcar en el puerto de
costumbre, desembarcó en el ancón que ya hemos descrito.
La
isla estaba desierta. Nadie, al parecer, había abordado a ella
después de Edmundo, que encontró su tesoro tal como lo había
dejado.
A
la mañana siguiente toda su fortuna estaba ya a bordo, guardada en
las tres divisiones del armario secreto.
Permaneció
Dantés ocho días, haciendo maniobrar a su barco en tomo a la isla,
y estudiándolo como un picador estudia un caballo. Todas sus buenas
cualidades y todos sus defectos le fueron ya conocidos, y
determinó aumentar las unas y remediar los otros.
Al
octavo día vio Dantés acercarse a la isla a velas desplegadas un
barquillo que era el de Jacobo. Hizo una señal convenida,
respondióle el marinero y dos horas después el barco estaba junto
al yate.
Cada
una de las preguntas del joven obtuvo una respuesta bien triste. El
viejo Dantés había muerto. Mercedes había desaparecido. Dantés
escuchó ambas noticias con semblante tranquilo, pero en el acto
saltó a tierra, prohibiendo que le siguiesen. Regresó al cabo de
dos horas, ordenando que dos marineros de la tripulación de Jacobo
pasasen a su yate para ayudarle, y les ordenó que hiciesen rumbo a
Marsella.
La
muerte de su padre la esperaba ya, pero ¿qué le habría sucedido a
Mercedes?
No
podía Edmundo, sin divulgar su secreto, comisionar a un agente
para hacer indagaciones, y aun algunas de las que estimaba
necesarias, solamente él podría hacerlas. El espejo le había
demostrado en Liorna que no era probable que nadie le reconociera, y
esto sin contar que tenía a su disposición todos los medios de
disfrazarse. Una mañana, pues, el yate y la barca anclaron en
el puerto de Marsella, precisamente en el mismo sitio donde
aquella noche de fatal memoria embarcaron a Edmundo para el
castillo de If.
No
sin temor instintivo, Dantés vio acercarse a un gendarme en el barco
de la sanidad, pero con la perfecta calma que ya había adquirido,
le presentó un pasaporte inglés que había comprado en Liorna, y
gracias a este salvoconducto extranjero, más respetado en Francia
que el mismo francés, desembarcó sin ninguna dificultad.
Al
llegar a la Cannebière, la primera persona que vio Dantés fue a uno
de los marineros del Faraón,
que habiendo servido bajo sus órdenes parecía que se
encontrase allí para asegurarle del completo cambio que había
sufrido. Acercose a él resueltamente, haciéndole muchas
preguntas, a las que respondió sin hacer sospechar siquiera, ni por
sus palabras ni por su fisonomía, que recordase haber visto nunca
aquel desconocido.
Dantés
le dio una moneda en agradecimiento de sus buenos oficios, y un
instante después oyó que corría tras él el marinero. Dantés
volvió la cara.
‑Perdonad,
caballero, pero sin duda os habréis equivocado, pues creyendo darme
una pieza de cuarenta sueldos, me habéis dado un napoleón doble.
‑En
efecto, me equivoqué, amigo mío ‑‑contestó Edmundo‑‑,
pero como vuestra honradez merece recompensa, tomad otro napoleón,
que os ruego aceptéis para beber a mi salud con vuestros camaradas.
El
marinero miró a Edmundo con tanto asombro, que incluso se olvidó de
darle las gracias, y murmuraba al verle alejarse:
‑Sin
duda es algún nabab que viene de la India.
Dantés
prosiguió su camino, oprimiéndosele el corazón a cada momento
con nuevas sensaciones. Todos los recuerdos de la infancia, recuerdos
indelebles en su memoria, renacían en cada calle, en cada plaza, en
cada barrio. Al final de la calle de Noailles, cuando pudo ver las
Alamedas de Meillán, sintió que sus piernas flaqueaban y poco le
faltó para caer desvanecido entre las ruedas de un coche. Al fin
llegó a la casa de su padre. Las capuchinas y las aristoloquias
habían desaparecido de la ventana en donde la mano del pobre viejo
las había plantado y regado con tanto afán.
Permaneció
algún tiempo meditabundo, apoyado en un árbol, contemplando
los últimos pisos de aquella humilde vivienda. Al fin se determinó
a dirigirse a la puerta, traspuso el umbral, preguntó si había
algún cuarto desocupado, y aunque sucedía lo contrario, insistió
de tal modo en ver el del quinto piso, que el portero subió a pedir
a las personas que lo habitaban, de parte de un extranjero, permiso
para visitar la habitación. Los inquilinos eran un joven y una joven
que acababan de casarse hacía ocho días. Al verlos, exhaló Dantés
un profundo suspiro.
Nada
le recordaba el cuarto de su padre. Ni era el mismo el papel de las
paredes, ni existían tampoco aquellos muebles antiguos, compañeros
de la niñez de Edmundo, presentes en su memoria con toda exactitud.
Sólo eran las mismas... las paredes.
Dantés
se volvió hacia la cama, que estaba justamente en el mismo sitio que
antes ocupaba la de su padre. Sin querer sus ojos se arrasaron
de lágrimas. Allí había debido expirar el pobre anciano,
nombrando a su hijo.
Los
dos jóvenes contemplaban admirados a aquel hombre de frente severa,
en cuyas mejillas brillaban dos gruesas lágrimas, sin que su rostro
se alterase, pero como la religión del dolor es respetada por todo
el mundo, no sólo no hicieron pregunta alguna al desconocido, sino
que se apartaron un tanto de él para dejarle llorar libremente, y
cuando se marchó le acompañaron, diciéndole que podría volver
cuando gustase, que siempre encontraría abierta su pobre morada.
En
el piso de abajo, Dantés se detuvo delante de una puerta a
preguntar si habitaba allí todavía el sastre Caderousse, pero
el portero respondió que habiendo venido muy a menos el hombre de
que hablaba, tenía a la sazón una posada en el camino de
Bellegarde a Beaucaire.
Acabó
de bajar Dantés, y enterándose de quién era el dueño de la casa
de las Alamedas de Meillán, pasó en el acto a verle, anunciándose
con el nombre de lord Wilmore (nombre y título que llevaba en el
pasaporte), y le compró la casa por veinticinco mil francos; sin
duda valía diez mil francos menos, pero Dantés, si le hubiera
pedido por ella medio millón, lo hubiera dado.
Aquel
mismo día notificó el notario a los jóvenes del quinto piso que el
nuevo propietario les daba a elegir una habitación entre todas, sin
aumento alguno de precio, a condición de que le cedieran la que
elloso cupaban.
Este
singular acontecimiento dio mucho que hablar durante unos días a
todo el barrio de las Alamedas de Meillán, dando origen a mil
conjeturas a cual más inexacta.
Pero
lo que sorprendió y admiró sobre todas las cosas fue ver a la caída
de la tarde al mismo hombre de las Alamedas de Meillán pasearse
por el barrio de los Catalanes, y penetrar en una casita de
pescadores, donde estuvo más de una hora preguntando por
personas que habían muerto o desaparecido quince o dieciséis años
antes.
A
la mañana siguiente, los pescadores en cuya casa había entrado para
hacer todas aquellas preguntas, recibieron en agradecimiento una
barca catalana, armada en regla, para la pesca.
Bien
hubieran querido aquellas pobres gentes dar las gracias al generoso
desconocido, pero al separarse de ellos le habían visto dar algunas
órdenes a un marinero, montar a caballo y salir por la puerta de
Aix".
EDITORIAL PORRÚA. 1954. EDICIÓN ESPECIAL. MÉXICO.
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