martes, 31 de enero de 2017

Michael White. Tolkien. Biografía.



AGRADECIMIENTOS

En el nacimiento de este libro han participado muchas personas. Quisiera dar las gracias especialmente a mi agente, Russ Galen, por haberse ocupado de negociaciones a menudo delicadas, y a mis editores de ambas orillas del Atlántico: Alan Samson de Litüe Brown, en Londres, y Gary Goldstein de Alpha, en Nueva York. También me ofrecieron su valiosa ayuda Jude Fisher, Peter Schneider, con sus aportaciones sobre el valor de la literatura, y Josephina Miruvin con su entusiasmo inquebrantable y sus fantásticas pistas sobre contactos de internet.
Quisiera también dar las gracias a Michael Crichton, ya que sin su ayuda este libro lo habría escrito un autor completamente diferente.
Por último, mi más profundo agradecimiento a mi esposa, Lisa, cuyos decisivos comentarios acerca de Tolkien, expresados con la mayor objetividad, me han aportado una visión a la que yo solo no habría llegado.
MICHAEL WHITE, septiembre de 2001. (Fragmento).
 INTRODUCCIÓN
Mi primer contacto con la obra de Tolkien fue relativamente tardío. Tenía ya diecisiete años cuando una compañera de estudios me pasó un ejemplar bastante manoseado de El Señor de los Anillos y me dijo que debía leerlo. Pero, aunque tardé en unirme a las filas de sus devotos seguidores, recuperé a toda velocidad el tiempo perdido al leer ocho veces seguidas el libro más célebre de Tolkien. Tan obsesionado vivía con este cuento de héroes, tragedias y aventuras intemporales, que al terminar de leer el último capítulo no podía refrenar mis deseos de empezar una vez más con el Capítulo Uno.
Al poco tiempo atesoraba todos los datos y detalles que pude encontrar sobre Tolkien. Leí El hobbit, por supuesto, y devoré su traducción de Beowulf, sus novelas Egidio, el granjero de Ham, Hoja de Niggle y otras obras menos conocidas. En 1977, un año después de mi primer contacto con El Señor de los Anillos, me enteré de que por fin se iba a publicar El Silmarillion. Y allí estaba yo, haciendo cola ante mi librería a las ocho de la mañana del día en que salía a la venta, listo para llevarme mi ejemplar, que había dejado encargado previamente. Una hora después me dirigí hacia la parada de autobús para volver a casa, leyendo ya sobre elfos y hombres sin fijarme ni por dónde caminaba, chocando sin querer contra los apresurados transeúntes.
Más o menos por aquella época había empezado a interesarme por la música. Haría mis pinitos con la guitarra y estuve en varios grupos musicales, primero en el colegio y luego en mi primer año de universidad. En contraste total con la moda del momento (por aquel entonces se llevaba lo punk), los grupos que formé tenían nombres como Palantir y componíamos canciones sobre Galadriel en las que cantábamos algunos acordes en elfino. Me produce escalofríos recordarlo. Pero en el fondo tengo claro, desde la distancia que dan los años, que, por muy inmadura que fuese (y lo era, sin duda), mi devoción hacia Tolkien surgió a partir de algo que tenía una fuerza extraordinaria. Algo de la Tierra Media tuvo que resultarme irresistiblemente atractivo para provocarme semejante efecto.
Sólo después descubrí que había millones de personas a las que les había pasado lo mismo y que se habían convertido en acérrimos seguidores de Tolkien; algunas incluso formaron grupos de música dedicados a él y su mundo, con canciones sobre la Tierra Media. Tuve una novia que me introdujo en El Señor de los Anillos, y recuerdo que durante el primer año de universidad entrar en la sala de descanso con un ejemplar del libro debajo del brazo era un señuelo para atraer a las chicas. Incluso supe de una persona, como mínimo, que tras leer a Tolkien se puso a estudiar islandés y llegó a dominarlo. Pero supongo que era inevitable también que hubiera un número cada vez mayor de detractores de Tolkien, simplemente porque su obra arrastraba a multitudes. Se trataba de ir contra la moda, cosa comprensible. Cuando alguien se obsesiona con un tema se hace pesado y a veces hasta molesto para los que no lo están. Tolkien no atrae a todo el mundo, y algunos que sinceramente no sentían nada por El Señor de los Anillos reaccionaron con desdén y cinismo.
El año de mi descubrimiento de Tolkien uno de mis mejores amigos del colegio decidió negarse a caer en el embeleso de El Señor de los Anillos y despotricó contra el «culto insidioso de la Tierra Media», como decía él mismo. No quiso leer el libro, y en vez de eso se dedicó a estudiar con avidez una parodia (reconozco que muy divertida) de National Lampoon titulada El Tostón de los Anillos. Y cuando yo le preguntaba cómo podía decir que una caricatura era divertida si no se había molestado en leer el modelo parodiado, pasaba de mí olímpicamente.
Ni que decir tiene que, pasado el tiempo, mi entusiasmo fue apaciguándose. Poco a poco, el influjo de Tolkien fue desvaneciéndose en mí, las canciones que componía eran sobre el amor, el sexo y la muerte, y, lo que es más importante, empecé a leer muchos más libros. Pero nunca abandoné del todo mi interés por Tolkien. El Señor de los Anillos tenía su sitio en mi corazón, y siempre recordaba con cariño aquella historia. Con poco más de veinte años me trasladé a Oxford, y con el tiempo me hice escritor. Me enteré de más detalles sobre los años de Tolkien allí, y de que él, C. S. Lewis y otros miembros del grupo de Los Inklings solían reunirse en una tasca llamada The Eagle and Child, y me iba allí a tomar una cerveza de vez en cuando con la esperanza de capturar entre sus muros una pizca de inspiración. Por todo ello, cuando me planteé escribir esta biografía, me sentí atraído inmediatamente por la idea.
Sin embargo, incluso antes de que la tinta de mi firma se hubiera secado en el contrato del editor, me di cuenta de que regresar a aquella obsesión de juventud era una labor sembrada de posibles riesgos, puesto que tendría que leer El Señor de los Anillos veinticinco años después de haberlo hecho por octava y última vez. Una parte de mí se moría de ganas de hacerlo, pero al mismo tiempo me sentía angustiado. ¿Y si no me gusta el libro ahora, un cuarto de siglo después?
Cuando en 1977 terminé de leer por octava vez el último capítulo, estaba a punto de entrar en la universidad, era fan de Yes y llevaba el pelo por los hombros. Ahora soy un tipo de mediana edad, casado y con tres hijos, he leído cientos de libros desde aquella época lejana, y sólo oigo a los Yes muy de vez en cuando. ¿Seguiría identificándome con Aragorn? ¿Sentiría aún aquel anhelo por saber más de Gandalf y de los otros istaris? ¿Me preocuparía saber qué les pasó a Frodo y Sam? En muchas ocasiones he releído algunos libros que fueron mis favoritos, y sólo he podido constatar que ya no siento por ellos ni la más mínima atracción. Me pasaría lo mismo con El Señor de los Anillos? ¿Me gustaría más El Tostón, convirtiéndome así en aquel cínico amigo mío del colegio?
En fin, me compré otro ejemplar de El Señor de los Anillos y me lo llevé a casa. Y allí se quedó, encima de la mesa del comedor, durante días y días sin que nadie lo abriera. De ahí pasó al dormitorio, y del dormitorio al cuarto de baño, sin que el lomo se doblara ni una sola vez. Empecé mis investigaciones para escribir el presente libro y a redescubrir informaciones sobre la vida y la época de Tolkien. Y por fin, al cabo de semanas de darle vueltas, decidí abrir la tapa de su obra más excelsa.
Naturalmente, me fascinó una vez más. Conservaba aún casi toda su magia. En realidad, hallé aspectos nuevos en la fábula, impresiones nuevas que me llegaban ahora, detalles que había pasado por alto o que habían tenido poco interés para el joven que fui. No sólo me alegré mucho, sino que además me sentí aliviado ya que, ¿cómo habría podido escribir sobre Tolkien si ya no me gustaba su obra?
Lo cierto es que, después de sumirme de nuevo en el mundo de la Tierra Media y salir con ánimo renovado, me doy cuenta de que mi angustia no tenía fundamento, porque creo que hay personas que aman el mundo de Tolkien y que toda la vida serán seguidores suyos, y también de que hay personas a las que nunca les gustará.
Hoy mi amigo enemigo de Tolkien es un tipo de mediana edad como yo que sigue riéndose de mi fascinación por El Señor de los Anillos. No ha leído nunca el libro (considerado por Waterstone como «el libro del siglo XX»), ni tiene intención de hacerlo. Pero, como se suele decir, «el que lee a Tolkien se hace hobbiadicto».
Durante la fase preliminar de investigación para la elaboración del presente libro mi buscador preferido me reenviaba a unas 450.000 páginas de internet relacionadas con Tolkien o con El Señor de los Anillos; muchas de ellas tienen un alto grado de profesionalidad y son muy entretenidas, pero, al leer gran parte del material «oficial» sobre Tolkien, me sorprendió ver lo ridículamente subjetivo que llegaba a ser, en algunos casos rayano en la pura devoción.
Aunque me considero un seguidor empedernido, me sorprende la actitud superprotectora del material «oficial» o «autorizado» acerca del profesor Tolkien. Las cartas publicadas no cuentan casi nada de su vida privada. Y cualquier dato personal, como su relación con su esposa Edith y su amistad con C. S. Lewis, y algunos de sus compañeros del grupo Inklings están protegidos por un halo de misterio. Ninguna de las descripciones autorizadas cuestiona la motivación profunda de Tolkien ni trata de entender sus demonios particulares. Peor aún, prácticamente no se han estudiado los sentimientos de Tolkien, sus motivaciones o sus opiniones. Como mostrará este libro, Tolkien fue un buen hombre, un hombre recto y moral, leal y muy inteligente, pero no fue un santo.
En otras ocasiones he visto esta clase de deificación. Por ejemplo, cuando investigaba para elaborar la biografía de sir Isaac Newton, descubrí que sus discípulos, por su cuenta y riesgo, mantuvieron oculto durante siglos mucho material que, al salir a la luz, ofrecía la imagen completa del hombre que escribió todos aquellos textos científicos. Otro de los personajes que he estudiado, Stephen Hawking, sigue apareciendo según la imagen que dan de él sus colegas, como un hombre que sobrepasa todo lo imaginable. En ambos casos, descubrí un universo lleno de vida y matices bajo la superficie.
Al escribir este libro no me propuse salir en busca de monstruos. Los únicos que encontré fueron los monstruos de ficción que ya me esperaba. Pero la gente creativa rara vez es anodina, por mucho que sus defensores se esfuercen en dar esa imagen. Me gustaría pensar que los verdaderos seguidores no se conforman con un retrato monocolor de sus héroes. Como aficionado a la obra de Tolkien, espero que estas páginas proporcionen al menos un leve sombreado de matices que ofrezca una imagen más colorida del padre de la Tierra Media, del autor más popular de la Historia.
 1
INFANCIA
El profesor John Ronald Reuel Tolkien pedalea en su bici a toda velocidad. Siente el sudor empapándole el cuello de la camisa. Es una tarde de principios del verano, hace poco ha terminado el año escolar y apenas hay tráfico en The High. A mediodía ya había hecho muchas cosas: tuvo una reunión con una estudiante de postgrado para analizar sus problemas con un texto anglosajón; fue a una papelería de Turl Street a comprar tinta y papel; devolvió un libro en la biblioteca de la facultad y encontró una copia del poema que estaba escribiendo para The Oxford Magazine que había traspapelado la semana anterior en su despacho. Normalmente hace lo posible por ir a comer a casa con los suyos, pero hoy había reunión del claustro y ha tenido que quedarse a almorzar en la facultad. Ahora regresa a casa, para enzarzarse en la farragosa tarea de corregir el montón de exámenes del Certificado que lleva una semana haciendo equilibrios en su escritorio.
Dan las tres en la Torre Garfax, en el centro de Oxford, justo cuando pasa por delante. Apura el pedaleo aún más. Calcula que, como mucho, podrá dedicar dos horas a la corrección antes de volver a la ciudad para asistir a la siguiente reunión del día, en la sala de descanso de los veteranos en Merton College, con una última taza de té. Piensa que, como mucho, conseguirá corregir tres exámenes.[1]
Sigue por Banbury Road, gira a la derecha, luego a la izquierda, y llega al número 20 de Northmoor Road adonde meses atrás, en ese mismo año de 1930, se trasladaron los Tolkien. Al llegar, pasa la pierna por encima del sillín, posa los pies en el suelo sin frenar la bici, cruza con ella la verja lateral y llega hasta la puerta. Se asoma a la cocina para saludar a su esposa Edith, se da cuenta de que Priscilla, su hijita de cinco meses, está despierta y sonriente en brazos de su madre; entra, pellizca cariñosamente en la mejilla a su mujer y le hace unas carantoñas a la niña. Sale, en dos zancadas recorre el pasillo y ya se encuentra en su estudio, en la parte sur de la vivienda.
El estudio de Tolkien es una habitación acogedora con las paredes cubiertas de libros. Las estanterías forman una especie de túnel al entrar y luego se abren a ambos lados, recorriendo las paredes. Desde su escritorio, el profesor puede disfrutar de la vista meridional, el jardín del vecino, justo delante de la mesa; otro ventanal, a su derecha, da al jardincillo de inmaculado césped y a la calle. Encima de la mesa hay un cuaderno y un montón de bolígrafos en un cubilete; a ambos lados, montones de papel: a la izquierda, los exámenes que le quedan por leer (una torre alta), y a la derecha, los que ya ha corregido (un fajo mucho más pequeño).
Tolkien se acomoda ante la mesa, saca la pipa del bolsillo de la chaqueta, la carga y la enciende con esmero exagerado. Dándole las primeras caladas, alcanza el primer escamen del montón de la izquierda, se lo coloca delante y empieza a leerlo.
Corregir los exámenes del Certificado, es decir, el producto de los alumnos de dieciséis años, es una labor tediosa y casi siempre aburrida, pero le ayuda a pagar las facturas y, con una esposa y cuatro hijos a los que mantener, es una manera de completar su salario de profesor. Aunque es una tarea insípida por lo general, Tolkien se la toma muy en serio y lee cada examen con mucho cuidado, prestando atención a todos los detalles. Por eso dedicará la siguiente media hora a uno solo. De tanto en tanto garabatea al margen algún comentario, y muy de vez en cuando marca con una señal el final de un párrafo. Pasa las páginas lentamente. Alrededor de él todo es paz y silencio, sólo interrumpido por la visita de algún pájaro que se posa en el alféizar o por el roce de las hojas en el cristal de la ventana movidas por la brisa.
Al cabo de un rato, Tolkien siente que ha analizado el examen satisfactoriamente y lo coloca en el montón de la derecha. Y coge el siguiente de la izquierda. Durante los siguientes minutos lee las primeras páginas de este segundo examen, hasta que, para su sorpresa, llega a una en blanco. Agradecido ante esta pequeña compensación a sus largos días de trabajo (una página menos que corregir), se recuesta en la silla y echa un vistazo a la habitación. Sin saber por qué, algo le llama la atención en la alfombra, justo al lado de una de las patas de la mesa. Ve que hay un diminuto agujero en la tela, y se queda absorto mirándolo un buen rato. Cuando vuelve a concentrarse en el examen, en la hoja en blanco escribe lo siguiente: «En un agujero en el suelo vivía un hobbit.».
Aunque no tenía ni idea de por qué escribió aquello, y menos aún de lo que iba a suponerle ese desvarío del subconsciente a él, a su familia y al futuro de la literatura inglesa, sí supo que con aquella única frase había escrito algo interesante, tanto que se sintió motivado a «averiguar cómo son los hobbits», como él mismo dijo tiempo después.
Y en ese instante, a partir de una sola frase tal vez fruto del aburrimiento, una frase que quizá llevaba tiempo tratando de hallar expresión, surgió el impulso que condujo a la escritura de El hobbit y El Señor de los Anillos. Junto con El Silmarillion y toda una variopinta colección inmensa de notas sobre la mitología de la Tierra Media, la obra de Tolkien iba a hacerse famosísima en todo el mundo, deleitaría y ofrecería inspiración a millones de personas y desempeñaría un papel fundamental en el nacimiento de un género literario completamente nuevo, el de la ficción fantástica. Pocos años después de aquella tarde señalada, muchos miles de lectores aprenderían infinidad de cosas sobre los hobbits, v en la década de los sesenta los hobbits y el mundo que habitaban serían tan conocidos como cualquier famoso de Hollywood o cualquier figura de la realeza. Para muchos, la Tierra Media es algo más que un reino de fantasía. A partir de lo que podría haber sido sólo una frase suelta anotada en un trozo de papel en el estudio de un anónimo profesor, los escritos de Tolkien iban a cobrar vida propia, a colmarse de fábulas épicas, completas en sí mismas, coherentes e irresistiblemente absorbentes. Una mitología para la mente moderna.
En muchos aspectos, la historia de la familia de J. R. R. Tolkien es de lo más corriente, casi vulgar. Su padre, Arthur Tolkien, fue empleado de banca. Trabajaba en el banco Lloyds, en Birmingham. El padre de Arthur, John, había sido fabricante de pianos y vendedor de partituras, pero cuando Arthur Tolkien se hizo mayor de edad los pianos Tolkien habían dejado de venderse. El negocio cerró y John Tolkien se declaró en bancarrota.
Arthur conocía muy bien los riesgos del trabajo por cuenta propia, lo cual explica en parte su decisión de escoger un empleo seguro en el banco de la ciudad. Pero en aquella sucursal del Lloyds era bastante difícil ascender, así que, a pesar de todo su entusiasmo, Arthur comprendió que su única posibilidad de promoción pasaba por aceptar algún puesto que hubiera quedado vacante por defunción del empleado anterior; cuando, a finales de 1888, le ofrecieron una plaza allende los mares, no tuvo que darle muchas vueltas a la decisión.
El trabajo era en el puesto fronterizo de Bloemfontein, en Sudáfrica. Era un puesto del Banco de África. Arthur sabía que ese empleo podía ser muy prometedor para un joven ambicioso. El Estado Libre de Orange, del que Bloemfontein era la capital, emergía como una importante región minera gracias a los nuevos descubrimientos de oro y diamantes que animaban a los capitalistas europeos y americanos a invertir allí. El único problema de Arthur era que el año anterior de su partida hacia El Cabo se había enamorado de una muchacha de dieciocho años bastante guapa llamada Mabel Suffield. Le había pedido la mano, por lo que si daba ese paso profesional, tendría que dejarla.
La familia de Mabel, los Suffield, no estaban del todo seguros de que el joven Arthur fuese lo mejor para su niña, pero era una opinión que nacía más de una mentalidad esnob que de una observación objetiva del carácter de Arthur Tolkien. En efecto, los Suffield veían a los Tolkien poco más o menos como inmigrantes arruinados (pese a que podían remontarse varios siglos en el árbol genealógico de sus ancestros ingleses para dar con algún rastro de unas remotas raíces de la familia en Sajonia). Pero los Suffield también tenían sus taras sociales. El padre de Mabel era hijo de un pañero que, si bien había sido propietario de su propio negocio, también había fracasado y estaba tan arruinado como Tolkien. Cuando Arthur y Mabel se conocieron, John Suffield trabajaba como viajante para una empresa de desinfectantes llamada Jeyes.
Poco importaban estos detalles a Arthur y Mabel, salvo porque el señor Suffield se negó a que su hija se casara con su enamorado hasta que hubieran pasado dos años desde que el joven Tolkien le propuso el matrimonio, con lo cual, cuando Arthur aceptó el puesto en Sudáfrica, Mabel tuvo que quedarse en casa esperando las cartas de su prometido y que su situación mejorara pronto para que pudiera llevarla con él y casarse por fin.
Arthur no la decepcionó. En 1890 fue nombrado gerente de la sucursal del Banco de África en Bloemfontein, y empezó a ser un hombre con posibles. Con ese nuevo sentimiento de seguridad económica escribió a Mabel Suffield para pedirle que acudiera a África y poder así casarse. Mabel había cumplido veintiún años, y la pareja había mantenido su relación a pesar de la separación de dos años que el padre Suffield les había impuesto, por lo que Mabel decidió en marzo de 1891, desoyendo las críticas de su familia, comprarse un pasaje en el vapor Roslin Gasfe. En poco tiempo, partía rumbo a El Cabo.
Hoy día, Bloemfontein, sita en el corazón del Estado Libre de Orange, es una ciudad más bien insulsa y anodina, pero a finales del siglo XIX, cuando Arthur Tolkien llegó allí por primera vez, era un puñado desorganizado de edificios. La zona sufre el azote del fuerte viento que viene del desierto. Hoy la mayoría de viviendas y centros comerciales disponen de aire acondicionado, pero en la última década del siglo XIX había pocas comodidades y los blancos vivían en condiciones bastante similares a las de los africanos de raza negra que habitan en la actualidad en los arrabales que ciñen el moderno centro urbano de Bloemfontein.
La pareja se casó el 16 de abril de 1891 en la catedral de El Cabo, y disfrutó de una breve luna de miel en un hotel de la vecina Sea Point. Pero en cuanto pasó el entusiasmo de la novedad, Mabel se dio cuenta de que no sería fácil vivir en aquella tierra.
No tardó en sentirse desesperadamente sola, y además no le resultaba fácil hacer amistad con los otros colonos del lugar. La mayor parte de la población era afrikáner, descendientes de colonos holandeses que no se mezclaban mucho con la población inglesa. Los Tolkien conocieron a algunos compatriotas ingleses, los invitaron a casa alguna que otra vez, pero en general Mabel sentía que la ciudad carecía de casi todo en muchos aspectos. Tenía su cancha de tenis, sus tres o cuatro tiendas y un parquecillo, pero nada que ver con el ajetreo de Birmingham ni con el bullicio constante de los grandes núcleos urbanos. Además, no soportaba el clima, aquel calor sofocante, los tórridos veranos y los inviernos gélidos.
Pero no le quedaba otro remedio que esforzarse por adaptarse a aquello. Arthur se dejaba la piel para prosperar en el Banco de África y pasaba muy poco tiempo en casa. Parecía disfrutar con su vida, lo que aún exacerbaba más las cosas. Tenía amigos en el trabajo y siempre andaba muy atareado, así que no le quedaba mucho tiempo para analizar los escasos atractivos que ofrecía la vida en Bloemfontein. Parece ser que no se enteró mucho de la desazón de Mabel, y que tal vez la achacó a una depresión pasajera de la que pronto se repondría.
Mabel trató de mejorar la situación y se entregó por completo a cuidar de su esposo. A veces conseguía llevárselo del banco para ir juntos a dar un buen paseo o a jugar al tenis en el único club social de la ciudad. El resto del tiempo la joven pareja se limitaba a pasar las horas en casa leyendo en voz alta el uno para el otro.
A Mabel la sacudió la sensación de hastío en cuanto descubrió que estaba embarazada de su primer hijo. Los dos estaban encantados, pero ella empezó a preocuparse porque la ciudad no contaba con un centro sanitario adecuado para su situación y la de su bebé. Por eso, sugirió que quizá podrían tomarse un descanso y regresar a Inglaterra para esperar la llegada del niño. Sin embargo, Arthur insistía en que no podía encontrar el momento idóneo para tomarse unas vacaciones, por lo que Mabel pensó que era preferible quedarse en Bloemfontein y no enfrentarse a un viaje tan largo y al parto ella sola, sin el apoyo de su esposo.
El niño nació el 3 de enero de 1892. Le llamaron John, pero tuvieron sus más y sus menos sobre el resto del nombre. Arthur insistía en mantener la tradición familiar de llamar a los chicos «Reuel», tradición que se había aplicado a todos los Tolkien desde hacía generaciones. Por su parte, Mabel prefería Ronald. Al final acordaron darle ambos nombres, y el 31 de enero de 1892 fue bautizado en la catedral de Bloemfontein como John Ronald Reuel Tolkien. De todos modos, nadie le llamó nunca John a secas. Sus padres, y después su esposa, le llamaron siempre Ronald. En el colegio sus amigos solían llamarle John Ronald, y en la universidad era más conocido como Tollers, un epíteto bastante izquierdoso típico de la época. Para los compañeros de trabajo fue siempre J. R. R. T. o, de manera más formal, profesor Tolkien. Para el mundo entero es J. R. R. Tolkien o simplemente Tolkien.
Sus primeros años de vida, su primera infancia en Sudáfrica, fueron todo lo exóticos que cabría imaginar y muy diferentes de lo que habrían sido si hubiera nacido V vivido en Birmingham. Se conocen algunas historias familiares que han sobrevivido al paso del tiempo, que Tolkien narró a sus propios hijos. Por ejemplo, aquella vez en que el mono del vecino se escapó, saltó la valla de los Tolkien y se dedicó a destrozar tres pichis del niño que estaban tendidos al sol. O la vez en que uno de los sirvientes, un mozo llamado Isaak, decidió llevarse al pequeño Ronald a conocer a su familia, que vivía en las afueras de la ciudad. Sorprendentemente, los padres Tolkien no le pusieron de patitas en la calle.
Y es que, ciertamente, era un ambiente bastante peligroso para criar a un niño. El clima pasaba de un extremo a otro, y su primer verano africano fue toda una prueba de fuego para Mabel: moscas por todas partes, calor asfixiante a todas horas, además de las mortíferas serpientes que se acercaban por el jardín y de los peligrosos insectos. Cuando John tenía poco más de un año, le picó una tarántula y salvó la vida gracias a que la niñera tuvo el impulso y la habilidad de dar con la picadura y succionar el veneno.[2]
Poco después del nacimiento del niño, la vida mejoró bastante para Mabel. Arthur seguía muy ocupado con su trabajo en el banco, pero en la primavera de 1892 la hermana de Mabel y su cuñado, May y Walter Incleton, llegaron a Bloemfontein. Walter tenía intereses comerciales en Sudáfrica y pensó en pasar una temporada allí para visitar las minas de oro de la región. Mabel tuvo así la compañía que deseaba, y ayuda con el bebé. Aun así, deseaba volver a casa, y cada vez le daba más rabia que Arthur se pasara la mayor parte del día sin ver a su familia. Cuando descubrió que estaba embarazada otra vez, la situación empeoró aún más.
El 17 de lebrero de 1894 nacía Hilary Tolkien. Dar a luz fue un alivio para Mabel, pues el verano había sido especialmente caluroso y ella estaba en plena gestación.
Poco después del parto volvió a tocar fondo: su hermana y su cuñado habían regresado a Europa, y tuvo que hacer frente sola a la crianza de dos niños pequeños, con muy poca ayuda de su esposo. Por suerte para ella, Hilan gozaba de muy buena salud. Sin embargo, Ronald padecía una y otra vez dolencias infantiles: toses que se agravaban por el calor y el polvo del estío, y el viento helado del invierno, seguidas por una serie de problemas cutáneos y de infecciones en los ojos. En noviembre de 1894, Mabel, ansiosa por ir a otro lugar y cambiar de aires, se llevó a los niños a Ciudad de El Cabo a disfrutar de unas merecidas vacaciones. Arthur, que también necesitaba tomarse un respiro (aunque no lo admitiera), insistía en que no tenía tiempo ni siquiera para unas vacaciones cortas. Y se quedó en Bloemfontein a pasar otro verano insufrible.
Al regresar a casa, Mabel estaba empeñada en que la familia debía descansar durante una larga temporada del polvo y el viento africanos, e intentó convencer a Arthur de que encontrara un hueco para ir a Inglaterra, pues llevaba casi seis años sin ver a su familia y se merecía al menos un año sabático. Pero Arthur no estaba por la labor. Alejarse de su trabajo durante tanto tiempo comprometería su puesto en el banco. Al final decidieron que Mabel y los niños fueran a Inglaterra sin él, hasta el final del verano austral. Si todo iba bien, él acudiría después.
En abril de 1895, Mabel, Ronald y Hilary zarparon de El Cabo a bordo del vapor Guelph. Tres semanas después arribaban a Southampton, donde les esperaba Emily Jane, la hermana menor de Mabel, que para los niños sería tía Jane. Tomaron el tren para Birmingham y se instalaron en una habitación de la pequeña vivienda de los Suffield, en el barrio de King’s Heath.
Casi no tenían sitio. Mabel y sus niños dormían en la misma cama, y vivían con otros cinco adultos bajo el mismo techo: los padres de Mabel, su hermana. Jane, el hermano menor (William) y un inquilino. Edwin Neave, empleado de una aseguradora que, cuando no andaba ligando con Jane, se dedicaba a distraer a Ronald tocando el banjo y cantándole números de musicales. Pero estaban muy a gusto, en comparación con la vida que habían llevado en Orange. El clima era más suave, el viento no silbaba entre los tablones de la casa como si fuera a derribarla de un momento a otro, y no había tarántulas en el jardín ni serpientes venenosas entre la hierba. Mabel echaba de menos a su marido, pero había sido él quien había decidido no acompañarles, y para ella el bienestar de los niños era lo primero.
Como es natural, Arthur también echaba de menos a su familia. Escribía con frecuencia, y les decía lo triste que se sentía por estar lejos de ellos. Pero seguía insistiendo en que no podía dejar el trabajo en ese momento, ni siquiera durante unos meses. Parece que estaba bastante obsesionado con que alguien pudiera quitarle el puesto, lo que habría supuesto un daño irreparable para su carrera profesional.
Entretanto, toda Sudáfrica estaba sumida en el caos político. Los bóers, encabezados por Paul Kruger, amenazaban con sublevarse contra Inglaterra y habían organizado una fuerza guerrillera impresionante desde su base, en el Transvaal. En 1895, mientras Arthur Tolkien administraba las finanzas de los europeos ricos residentes en Bloemfontein, los soldados de Kruger formaron una alianza entre el Transvaal y el Estado Libre de Orange que iba a forzar a los ingleses a la guerra en Sudáfrica en cuestión de años. No eran buenos tiempos para los súbditos británicos que vivían en núcleos comerciales como Bloemfontein. En cierto sentido, Arthur se sentía aliviado de que su familia estuviera lejos de allí, a salvo en Gran Bretaña.
En noviembre de 1895 sufrieron otro repentino revés: Arthur le comunicó a Mabel que había contraído fiebres reumáticas, una enfermedad muy grave. Mabel le suplicó que se tomara un descanso y fuese a Inglaterra con ellos, pero Arthur se negó en redondo. Esa vez argumentó que no podría soportar el frío del invierno inglés.
Cuando llegó el verano a Bloemfontein, Arthur Tolkien empeoró rápidamente. Al enterarse, Mabel decidió regresar a Sudáfrica con los niños. A finales de enero de 1896 hizo los preparativos para el viaje: eligió la fecha y reservó los billetes. El 14 de febrero de 1896, Ronald, con cuatro años recién cumplidos, dictó una carta para su padre en la que le explicaba que le echaba mucho de menos y que deseaba verlo después de tanto tiempo.
Sin embargo, nunca llegó a enviarla, ya que al día siguiente llegó a casa de los Suffield la noticia de que Arthur había muerto tras sufrir una hemorragia. Con el corazón roto, Mabel hizo las maletas inmediatamente, dejó a los niños con sus padres y cogió el primer vapor para El Cabo. Cuando al fin llegó a Bloemfontein, el hombre con el que había estado casada menos de cinco años yacía ya bajo tierra en el cementerio de la ciudad.
Así, a los cuatro años de edad, la vida de Tolkien entraba en una fase nueva. La vida en el ambiente asilvestrado de Bloemfontein dio paso a la creciente industrialización de Birmingham, la segunda ciudad de Inglaterra y uno de los motores del Imperio británico. Se acabó la vista del horizonte a lo lejos, del sol enorme y rojo poniéndose tras las lejanas colinas; se acabaron los juegos a la sombra en medio del calor sofocante y polvoriento de las tardes de enero. En lugar de todo eso, casas adosadas, chimeneas de ladrillo, patios de hormigón y humo de fábricas pasaron a dominar la escena para el joven Ronald.
A pesar de que Arthur se había entregado a su trabajo en cuerpo y alma, había sacrificado su propia salud y había muerto convencido de que no le había sido posible sacar más tiempo para estar con los suyos, dejaba a su esposa y a dos hijos pequeños con muy poca cosa con que rehacer la vida sin él. Había invertido sus ahorros en las minas Bonanza, pero Mabel sólo recibió unos dividendos que ascendían a treinta chelines a la semana, lo que en j 896 apenas llegaba para vivir con lo justo. Su cuñado, Walter Incleton, decidió pasarles a los chicos una pequeña pensión, pero ni los Suffield ni los padres de Arthur disponían de recursos suficientes para ayudar económicamente a la familia. Cuando Arthur murió, Mabel y los dos niños llevaban va más de nueve meses metidos en la diminuta casa de los Suflield, lo cual era una molestia para todos. Había que encontrarles un piso barato de alquiler lo antes posible.
En verano Mabel encontró una casita semiadosada, en el 5 de la calle Gracewell de Sarehole, por aquel entonces un pueblo pequeño a unos dos kilómetros al sur de Birmingham. Hoy día Sarehole es un barrio residencial de la ciudad, con muchos edificios y abarrotado de gente, pero cuando los Tolkien se establecieron allí todavía era un sitio tranquilo y silencioso, lejos del bullicio de la ciudad, rodeado de campos y bosques. La casita era una pequeña construcción de ladrillo sita en el extremo de una pequeña hilera de casas adosadas. A Ronald le encantó el lugar en cuanto lo vio.
De mayor, aún recordaba con cierto detalle aquellos años junto a su hermano y su madre en aquel lugar idílico rodeado de campiña. la casa era pequeña pero agradable, y los vecinos fueron siempre amables con ellos y les ayudaron en lo que pudieron. Hilary sólo contaba dos años y medio cuando se mudaron allí, pero en poco tiempo ya correteaba con su hermano mayor por los campos de alrededor de la casa, y juntos salían a investigar el terreno durante largas horas de aventuras. A veces se acercaban al pueblo más próximo, Hall Green, y poco a poco fueron haciéndose amigos de los niños que vivían allí.
Los dos hermanos estaban muy unidos. Ante la ausencia de padre, eran el uno para el otro la única figura masculina presente. Por ello, tampoco es extraño que ambos estuvieran muy unidos a la madre. El vuelo de la imaginación y la invención de juegos presidieron aquellos días anteriores al colegio. Se imaginaban que un granjero de por allí era en realidad un malvado brujo, y la mojigata campiña inglesa era para ellos una especie de parque temático de la imaginación donde se libraba una batalla por el control de la tierra entre los brujos buenos y los malos. Y se pasaban los largos días del verano encabezando cruzadas y viajes a lugares remotos (los bosques de los alrededores) para proteger a los inocentes frente al ataque de los malvados. Otras veces iban a recoger moras a un lugar que ellos llamaban la Vaguada. Un detalle aún más interesante, porque aparecerá en la obra de Tolkien, era el molino que había al lado de Gracewell. Se encargaban de él un hombre mayor y su hijo, que les parecían especialmente antipáticos. El molinero mayor tenía una larga barba negra y solía ser bastante reposado, pero el hijo, al que los niños llamaban el Ogro Blanco (porque iba siempre embadurnado de harina) les daba, al parecer, bastante miedo y era muy antipático. Casi medio siglo después, aquellos personajes de la infancia cobrarían nueva vida como el zalamero Sandyman, el molinero, y su desagradable hijo Ted.
Todas aquellas fantasías sobre ogros y dragones adquirieron un contorno más definido en cuanto Ronald aprendió a leer. Su madre le animó a la lectura y le introdujo en el mundo de los cuentos infantiles de la época, historias sugerentes como las recién publicadas La isla del tesoro y Alicia en el País de las Maravillas, o cuentos tradicionales como El flautista de Hamelin. De todos ellos, para el Ronald de siete años de entonces, el libro más importante fue uno de Andrew Lang titulado El libro rojo de los cuentos de hadas. Lang era un erudito escocés que había pasado su vida buscando y adaptando cuentos, y escribiendo los suyos propios, y que se hizo famoso por sus antologías. Ronald estaba loco con aquel libro, y leía con regocijo cuento tras cuento, siempre que hablara de dragones, serpientes marinas, aventuras míticas y hazañas de nobles caballeros.
No tardó en convertirse en un ávido lector, y Mabel se dio cuenta enseguida de su entusiasmo y de su aparente don natural para el lenguaje. Ella misma se había ocupado de la educación preliminar de sus dos hijos v cuando Ronald cumplió los siete años, empezó a enseñarle francés y los rudimentos básicos del latín, que él entendía a gran velocidad. Mabel había aprendido sola a tocar el piano y lo hacía bastante bien. Más o menos en aquella misma época intentó que los niños se interesasen por el mundo de la música. Hilary era bastante bueno, pero no Ronald, que parecía no tener aptitudes para el piano.
Es curioso que, aunque Tolkien escribió muchos versos y algunas letrillas de canciones que ponía en boca de sus elfos y hobbits, apenas mostró interés por la música a lo largo de su vida. Casi nunca iba a conciertos. Su futura esposa, Edith, tocaba muy bien el piano, pero raramente se sentaba a escucharla. Y el jazz, el jive y la música pop siempre le parecieron ruidosos e irritantes. Es como si sus gustos artísticos no incluyeran la música en absoluto.[3]
Aquellos años de infancia fueron para Tolkien una época feliz. Le encantaba vivir en Sarehole y había descubierto el mundo de la literatura, que exacerbó aún más su imaginación. Fue un período de su vida que recordó siempre con un cariño especial, un breve interludio de su existencia que, a sus ojos de adulto, rememoraba como la época más feliz y más parecida a un sueño. Por el contrario, de su época en Sudáfrica apenas le quedarían recuerdos y la imagen de su padre, al que casi no había conocido, fue convirtiéndose en una simple sombra que acabaría por desvanecerse. Para Tolkien, su infancia fue esa época de Sarehole junto a su hermano y su querida madre, como si antes de aquello no hubiera ocurrido nada importante.

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