MEMPO GIARDINELLI
EL DÉCIMO INFIERNO
(Fragmento)
Otra
novela de Giardinelli que se lee de una sentada. Como sucedió con su
ya clásica LUNA CALIENTE, quien se atreva a internarse en esta
brutal historia de amor, pasión y maldad se divertirá horrores. Con
EL DÉCIMA INFIERNO, Mempo Giardinelli se ha salido tranquila y
alegremente de todos los parámetros y preocupaciones tradicionales
de la literatura latinoamericana para echarse una zambullida en lo
que puede llamarse lo gozosamente atroz.
Muchos se quedarán esperando la otra vuelta de tuerca que justifique, en términos morales, la incandescencia que en estas páginas se narra, pero el protagonista lo dice claramente: no hay justificación alguna, a no ser que se eche la culpa una vez más al calor del Chaco... Esto emparenta la obra con otras novelas giardinellianas, pero EL DÉCIMO INFIERNO es mucho más cruel y, al mismo tiempo, infinitamente más asombrosa.
¿Cuántos no hemos deseado matar al que toca a la puerta por enésima vez equivocadamente? ¿O a la vieja vecina chismosa? ¿O al presuntuoso júnior que se nos cerró con el coche deportivo? En esta impresionante novela, la violencia resulta ser infierno y cielo al mismo tiempo. Mientras se vive, mientras se ejecuta, se siente como si fuera el cielo, pero en el momento en que el personaje se detiene a reflexionar, sabe que está perfectamente ubicado en el infierno. No es ésta una novela tradicional. Ni remotamente...
Muchos se quedarán esperando la otra vuelta de tuerca que justifique, en términos morales, la incandescencia que en estas páginas se narra, pero el protagonista lo dice claramente: no hay justificación alguna, a no ser que se eche la culpa una vez más al calor del Chaco... Esto emparenta la obra con otras novelas giardinellianas, pero EL DÉCIMO INFIERNO es mucho más cruel y, al mismo tiempo, infinitamente más asombrosa.
¿Cuántos no hemos deseado matar al que toca a la puerta por enésima vez equivocadamente? ¿O a la vieja vecina chismosa? ¿O al presuntuoso júnior que se nos cerró con el coche deportivo? En esta impresionante novela, la violencia resulta ser infierno y cielo al mismo tiempo. Mientras se vive, mientras se ejecuta, se siente como si fuera el cielo, pero en el momento en que el personaje se detiene a reflexionar, sabe que está perfectamente ubicado en el infierno. No es ésta una novela tradicional. Ni remotamente...
E.P
novela
Uno
En todo momento supe que lo
que hacía era horroroso, pero lo hice. Una vez que me lancé por esa
cornisa del Infierno, como una bola en el bowling que adquiere
velocidad y fuerza a medida que se desliza, no me detuve más.
No importaba cuántos pitotes iba a voltear. Sólo importaba
rodar.
Un hombre que está por
cumplir cincuenta años y se siente hecho, en el sentido de que ya
hizo las cosas que quiso y pudo, y entonces está entre aburrido y
desasosegado, no tiene más que dos alternativas: o empieza a
disponerse a la vejez, satisfecho por lo que hizo o frustrado
por todo lo que no logró; o dispara sus últimos cartuchos y lo
hace a todo o nada. Yo decidí esto último. Y Gris me hizo la
pata. La muy inconsciente.
Les diré: Resistencia es
una ciudad que mijuadre llamaba Peyton Place, por una serie que fue
muy famosa en los primeros años de la televisión en blanco y
negro: La Caldera del Diablo, no sé si se acuerdan. Bueno, igual que
Peyton Place, Resistencia es un pueblo norteamericano, sólo que
equivocado de lugar en los mapas y rodeado de un cinturón de pobreza
impresionante, de esos que los norteamericanos jamás dejan ver. Allí
nunca pasa nada, hasta que un día pasa de todo. El calor nos vuelve
locos, y ésa es la única explicación a las cosas que pasan, cuando
pasan. Yo no sé lo que provoca, pero una noche -porque generalmente
todo sucede de noche- enloquecemos. Se te acaba el dinero, o la
cerveza, o te hartaste de ver las mismas boludeces en la tele, y
sentís que debes hacer algo. Romper algo, tirar todo abajo, gritarle
a tu vecino, pegarle a tu mujer, no sé, algo.
Yo
estaba cansado, pero no era un hombre infeliz. Antes de los
cincuenta ya me había divorciado dos veces, mis hijos
estudiaban uno en la Universidad de Buenos Aires y el otro en la
Nacional de Córdoba, y yo vivía solo en una casa muy grande,
en cuyo piso superior tenía un lindo departamento, una especie de
enorme loft. En la planta baja vivía mi madre, ya viejita, al
cuidado de una correntina sesentona muy dulce y eficiente que se
llamaba Rosa. Las dos eran muy religiosas y vivían sus vidas
simple y tranquilamente, tan virtuosas como soporíferas. Yo tenía
un buen trabajo, independiente y rentable, que me permitía ser
lo que en una ciudad como Resistencia se califica enjundiosamente
como un excelente hijo. Todo mi pecado era la relación secreta
que mantenía con Gris. Casada, ella. Y con mi mejor amigo.
No me vengan con moralinas:
todo estaba bien y desde hacía cuatro años ésa era una relación
perfecta. Griselda es una mujer fantástica. No sólo porque es
bella, sino porque no hay nadie en el mundo con quien pueda
divertirse uno tanto: su inteligencia es rápida y brillante y a su
agudeza le añade la gracia, el ángel de su actitud y una inmensa
sabiduría que siempre me desconcierta y fascina. Y todo eso,
perdónenme, es una mezcla explosiva. Apasionada y loca en la
intimidad, ella también estaba harta de representar el papel de
la irreprochable dama burguesa resistenciana. Cuando empezamos a ser
amantes ella ya había dejado de ir al Club de Ikebana, no
participaba del Patronato de Cancerosos y ni siquiera iba más a
las reuniones de la Cooperadora Escolar del Santísima Trinidad.
Ya no quería perder el tiempo inventándose actividades, ni pedir
más permiso ni sentir más culpas por nada. Gris lo que quería era
divertirse, gozar, vivir en movimiento y ser amada. Todo lo que
el buenazo de Antonio no le daba.
Habíamos empezado casi de
casualidad, hacía exactamente cuatro años, pero no les voy
acontar cómo empezó todo. No hace falta. Sí créanme que fue
sensacional, excitante y que en toda mi vida yo no había conocido
una mujer así, tan fogosa, ni había sentido semejante calentura.
Jamás me había entregado a una mujer como me entregué a ella, ni
había visto que una mujer fuera capaz de tanta entrega, tanta
totalidad afectiva, quiero decir. Nos conocíamos desde
mucho tiempo atrás, por lo menos diez años, y creo que nunca
habíamos tenido fantasías mutuas. Por represión social o por
lo que fuera, durante una década fuimos casi asexuados el uno
para el otro. Hasta que un día, pum, estalló algo, una bomba, y
bajo los escombros nos liamos como enredaderas, fundidos como
dos metales en un caldero.
Griselda
tenía unos años menos que yo. Nunca sabía si siete u ocho,
porque ella siempre mentía la edad y su gracia para hacerlo era
absoluta, incomparable. Desnuda sobre la cama, le encantaba que yo
simplemente la mirara, masturbándome lenta y suavemente, mientras
ella se movía como una contorsionista, sensual como una diosa,
a la vez que me preguntaba, desafiante, si yo sería capaz
de
cambiarla por dos chicas de veinte. Y después se me lanzaba encima
y me recorría el cuerpo con la lengua, deteniéndose en mis
partes más sensibles, las costillas, las axilas, la
entrepierna, las orejas, y me ordenaba que me quedara quieto y me
poseía con una fineza, con una calidad que no sería yo capaz de
describir. Se montaba sobre mí y giraba las caderas hacia los
lados, en círculos, y le gustaba que yo le acariciara los pechos
suavemente, adoraba que yo jugara con sus pezones gordos, de
madraza que ha dado vida, y cerraba los ojos y me pedía que le
dijese cosas chanchas, que la insultase, que le dijera suavemente que
era la puta más puta de todo el Chaco. Era fantástica: estaba
pendiente de su placer pero también del mío, y yo miraba su
sonrisa de gozo y era como ver a la Gioconda antes de posar, como
imaginar a la Virgen María en el momento de amamantar a Jesucristo.
Y de pronto me gritaba que le diera mi leche, que se la diera toda,
que me secara completamente para ella y me decía que ella era agua,
que era el mar, que viera cómo se derramaba toda, y temblaba y me
exigía que no me silenciara, que le jurara que la amaba y que se lo
dijera salivándole la oreja, y yo así lo hacía porque era cierto,
porque la amaba más que a nada en el mundo y porque además me
encanta hablar mientras lo hago y sabía que Griselda alucinaba
de que yo pudiera hacer el amor y hablar tanto al mismo tiempo.
No hace falta decir más:
nos amábamos y al cabo de los primeros encuentros, de los tres o
cuatro primeros meses, cuando vencimos la culpa, empezamos a
enhebrar los lazos más profundos del amor: la amiga que también
era, el con-sejero que también yo era, las interminables charlas
acerca de los hijos (sus dos muchachas son ya adolescentes, aunque
menores que los míos), los chismes de la ciudad que tanto nos
divertían, los amigos comunes y sus frustraciones, el Club Náutico,
el pequeño universo provinciano en que nos movíamos. Y por supuesto
hablábamos de nuestro secreto, que era nuestra fuerza, porque
desde el comienzo nos habíamos juramentado a que ninguno hablaría
con nadie, pero absolutamente nadie, de esa relación. De lo único
que jamás hablábamos, el nombre que jamás se pronunciaba, era
por supuesto el de Antonio. Quien además de mi amigo y su marido,
era mi socio en la Inmobiliaria Nordeste Argentino, S.A.
Por
supuesto, él lo sabía. Al menos yo siempre estuve convencido de que
lo sabía. Una mujer como Griselda puede engañar a todo un
pueblo, por supuesto, pero no a su marido, y sobre todo si el marido
no es un tonto. Y Antonio no lo era. Nunca entendí por qué procedía
así, pero la verdad es que jamás hizo un mínimo gesto, jamás
le hizo preguntas a ella ni manifestó enojo alguno conmigo. Jamás.
Siempre aceptó todo en silencio. Era cornudo y se lo bancaba. A
mí eso me desesperaba y a veces, de la rabia, sentía ganas de
decírselo, ganas de gritarle que me estaba recogiendo a su
mujer y que no fuera tan pelotudo, me daban ganas de zamarrearlo
preguntándole por qué mierda se lo bancaba. La verdad es que no
puedo decir exactamente desde cuándo él sabría lo nuestro,
pero yo sé que lo sabía. Y Gris también sabía que él sabía.
Pero de eso no hablábamos.
Esto que les cuento es una
cretinada, abyección pura, ya lo sé. Pero me he propuesto
narrar las cosas como fueron. Nada de tener cuidados ni disimular. Al
pan, pan, etcétera... Fue todo tan explícito y evidente cuando
lanzamos a rodar la bola de bowling sobre la pista, que todavía me
da gracia la pobre inocencia de la gente. Ni siquiera me parece
tierna; me parece estúpida. Porque aquí la gente suele creer en lo
que no debe y se traga cuanto sapo hervido le ponen en la sopa. Está
demasiado extendida, es demasiado popular la imbecilidad urbana como
para que uno vaya a tenerles piedad. Eso es tarea de los políticos,
o de los curas, que mienten siempre y prometen lo que ni siquiera
conocen. De modo que al menos aquí, lo más conveniente es ser
obvio. Las sutilezas son demasiado para ciertos pueblos. Usted
no puede darle caviar a las gallinas.
El caso es que una tarde,
después de hacer el amor y terminar exhaustos como dos ciclistas que
corrieron el Tour de France, nos fumamos un pucho y yo le dije, de
modo casual, como jugando:
-Deberíamos matar a tu
marido.
Y Griselda, sin reparar en
la enormidad de mis palabras, como si lo importante hubiese sidoque
yo no pronunciara el nombre de mi amigo, y sin detenerse a
reprocharme nada, ni siquiera sorprendida, simplemente dijo: -¿Y
cómo lo haríamos?
Fuente:
1999, Editorial Planeta
Argentina S.A.I.C.
Independencia 1668, 1100
Buenos Aires
Grupo Editorial Planeta
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